Aún quedan temas por exprimir en El error de la imparcialidad –además de lo que ya se ha visto estos días (1º y 2º)- particularmente el que se deriva de las consecuencias sociales de tener convicciones –especialmente, convicciones religiosas- espléndidamente expresado en el diálogo con el joven ateo, que tras pedir el cisne negro –es decir, el suceso altamente improbable- niega su derecho a la existencia. Para no tener que volver a la entrada, recojo algunos fragmentos fundamentales:
Recuerdo cuando discutí con un joven y honesto ateo que estaba bastante sorprendido por mi cuestionamiento de algunas suposiciones que eran santidades absolutas para él –tales como la proposición sin comprobar de la independencia de la materia y la muy improbable proposición de su poder para crear la mente- y al final recurrió a la siguiente pregunta, que realizó con un honorable celo de desafío e indignación: “Pues bien, ¿puede mencionar a cualquier gran intelectual, de ciencia o filosofía, que aceptara lo milagroso?” Respondí: “Con gusto: Descartes, el Dr. Johnson, Newton, Faraday, Newman, Gladstone, Pasteur, Browning, Brunetiere, tantos como gustes”. A lo que el admirable e idealista joven hizo esta asombrosa respuesta: “Oh, claro que tenían que aceptarlo: eran cristianos”. Primero me retó a encontrar un cisne negro y luego descartó todos mis cisnes por ser negros.
Y aquí viene el punto central del argumento de Chesterton: El hecho de que todos esos grandes intelectos hubieran llegado a la perspectiva cristiana era de un modo u otro una prueba de que no eran grandes intelectos o de que no habían llegado a esa perspectiva. El argumento quedó entonces de una forma encantadoramente conveniente: “Todos los hombres que cuentan han llegado a mi conclusión, pero si llegan a tu conclusión, no cuentan”. No parecía ocurrírsele a tales polemistas que si el cardenal Newman era realmente un hombre de intelecto, el hecho de se uniera a una religión dogmática probaba tanto como el hecho de que el profesor Huxley, otro hombre de intelecto, concluyera que no podría unirse a una religión dogmática. Es decir, admito alegremente que ambos modos prueban muy poco.
La cuestión, por tanto, no es lo que la gente piense o deje de pensar, sino el modo en que se trata a los que piensan de manera diferente a la de uno. El problema más grave surge cuando este criterio se aplica a la política del Estado, especialmente hoy a través del llamado ‘laicismo’, y particularmente un cierto tipo de laicismo. Hace unos días encontraba en The Huffington Post, un artículo de Raúl Fernándeza Jódar, Un Estado laico es un Estado anticlerical con la siguiente afirmación:
«Un Estado laico no evita la confrontación con las instituciones religiosas, las cuales siempre van a pretender influir en el conjunto de la población. Un Estado laico es anticlerical desde el momento que se enfrenta a una institución religiosa para eliminar sus privilegios y lo será mientras no consiga separar por completo Estado e Iglesia. En conclusión, un Estado laico es anticlerical, mientras que un Estado aconfesional no lo es».
La situación descrita por GK se repite, esta vez llevada al terreno de la organización política: el laicismo considera que cualquier expresión de una creencia, o una convicción, es necesariamente inmiscuirse en la vida de los demás y de la sociedad, por lo que hay que restringir al máximo su expresión pública. Esta situación es la que Benedicto XVI –que siempre defendió una ‘laicidad positiva‘- denominó ‘dictadura del relativismo‘, y que Chesterton había descrito así, en el mismo texto que comentamos:
En discusiones modernas sobre religión y filosofía existe la misma suposición absurda de que un hombre es de alguna manera justo y bien preparado porque no ha llegado a ninguna conclusión, y de algún modo es retirado de la lista de jueces justos el que ha llegado a una conclusión. Se asume que el escéptico no tiene prejuicios cuando tiene un prejuicio muy obvio a favor del escepticismo.
Por cierto, convendría recordar –algún día comentaremos un texto suyo de El hombre corriente– que Chesterton siempre fue partidario de la separación de Iglesia y Estado. Pero además, siempre vivió y se expresó con libertad en un Estado que aún en el siglo XXI sigue siendo confesionalmente anglicano y nadie duda que sea una plena democracia.