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Chesterton: El maestro de la paradoja critica la paradoja

En el texto de hoy, Chesterton menciona lo que entonces era un lujo... y hoy está superado. Imagen: Jabonerassa.

En el texto de hoy, Chesterton menciona lo que entonces era un lujo… y hoy está superado. Imagen: Jabonerassa.

Recogíamos en la última entrada –Actitudes mentales y ley del aborto– cómo Chesterton critica las anomalías de la vida social. He encontrado un texto relacionado, un fragmento del libro sobre Santo Tomás –que acabamos de publicar entero en pdf, en el que insiste en la necesidad –como es habitual en él- de llegar al fondo de la cuestión.
Se conoce a Chesterton como el maestro de la paradoja. El ambiente literario de su tiempo estaba marcado por autores que dominaban esta figura retórica, –caracterizado por la búsqueda de la originalidad formal y el esteticismo-, de manera que ésta fue cultivada por escritores de la talla de Óscar Wilde (1854-1900) y G. Bernard Shaw (1856-1938). A nuestro autor de gustaba sobre todo porque hace pensar. En el Chestertonblog hemos dedicado varias entradas al tema (-si vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo mal; la tendencia de los hombres a minusvalorar su felicidad; desear la vida como el agua y apurar la muerte como el vino…). En éste último caso, Chesterton distingue entre paradojas de vida y paradojas de muerte. Vamos con el análisis de GK:

Para bien o para mal, Europa –desde la Reforma, y particularmente Inglaterra- viene siendo en un sentido peculiar la casa de la paradoja: lo digo en el sentido peculiar de que la paradoja ha estado en su casa, y la gente en su casa con ella. El ejemplo más conocido es el de que los ingleses presuman de ser prácticos porque no son lógicos. A un griego antiguo o un chino eso le parecería exactamente igual que decir que los contables londinenses son unos fenómenos a la hora de cuadrar sus libros porque no hacen bien las cuentas.
Pero no sólo es esta paradoja, sino que el cultivo de la paradoja se ha hecho ortodoxia, y los hombres descansan en una paradoja con la misma placidez que en una perogrullada. No es que el hombre práctico se ponga cabeza abajo, lo que puede ser a veces una gimnasia estimulante aunque insólita; es que descansa cabeza abajo, y hasta duerme cabeza abajo. Es un punto importante, porque la utilidad de la paradoja está en despertar la mente.
Tomemos una buena paradoja, como aquella de Oliver Wendell Holmes: “Dadnos los lujos de la vida y prescindiremos de las cosas necesarias”. Hace gracia y por tanto impresiona: tiene un punto atractivo de desafío, contiene una verdad real, aunque romántica. Parte de la gracia es que se formula como una contradicción en los términos.
Pero la mayoría de la gente estará de acuerdo en que sería considerablemente peligroso fundamentar todo el sistema social en la idea de que las cosas necesarias no son necesarias, lo mismo que algunos han fundamentado toda la Constitución británica en la idea de que la falta de sentido siempre acabará desembocando en sentido común. E incluso en esto se podría decir que ha cundido el ejemplo, y que el moderno sistema industrial realmente dice: “Dadnos lujos como el jabón de brea, y prescindiremos de cosas necesarias como el trigo” (Santo Tomás de Aquino, 6-1).

El mundo de hoy late según este diagnóstico: podríamos decir “dadnos jamón de pata negra o el último modelo de celular, que lo demás no importa. Dadnos diversión, que bastante amargura tiene la vida. La verdad es menos importante”. Con este planteamiento, no es extraño que Chesterton considere nuestra tendencia a empequeñecer nuestra felicidad.

 

Un pórtico para el Padre Brown (2)

El Padre Brown y la salvación del criminal. Chesterton reinventa la novela de detectives.

Sostiene Chesterton que, cuando un escritor inventa un personaje de ficción, no trata de hacer una foto, sino de pintar un cuadro. El Padre Brown no es, por tanto, una foto del Padre O´Connor.

Del sacerdote irlandés tomó Chesterton sus portentosas cualidades intelectuales, pero no su aspecto externo. El Padre O´Connor no es desastrado, sino pulido; no es torpe, sino delicado y diestro; no sólo parece, sino que es gracioso y divertido; es un irlandés sensible y perspicaz, con la profunda ironía y la tendencia a la irritabilidad propias de su raza. Por el contrario, el Padre Brown aparece descrito como una masa de pan de Suffolk, East Anglia, porque el rasgo característico del Padre Brown era no tener rasgos característicos. De él dice su creador que su gracia era parecer soso, y se podría decir que su cualidad más sobresaliente era la de no sobresalir, y Chesterton le hizo aparecer desastrado e informe, con una cara redonda e inexpresiva, torpes modales, etcétera. Con ello, se trataba de que su aspecto corriente contrastara con su insospechada atención e inteligencia. El personaje estaba, por tanto, al servicio de una finalidad: construir una comedia en la que un sacerdote aparentaría no saber nada, conociendo en el fondo el crimen mejor que los propios criminales.

"En un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena". Lo dice Chesterton y lo sabe el Padre Brown

«En un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena». Lo dice Chesterton y lo sabe el Padre Brown. Ilustración: casapomelo.

El Padre Brown es original y novedoso. No es un sabueso más. En primer lugar, porque es sacerdote, y, en segundo lugar, porque es cura. Me explicaré.

Chesterton reflexionó con gracia acerca del género policíaco, que tanto cultivó y defendió. Como es sabido, dedicó varios artículos a las novelas de detectives y al modo en que, a su juicio, éstas debían ser escritas. En esas reflexiones encontramos los porqués del Padre Brown: por qué el sabueso es un sacerdote y por qué, haciendo real su ministerio, este sacerdote cura, sana y pretender cauterizar las heridas.

Chesterton admiraba las historias de Sherlock Holmes, pero no quería que todo el género policíaco consistiera en imitar, con mayor o menor acierto, las peripecias del personaje por Conan Doyle. Existía, además, el riesgo de una sofisticación excesiva, de modo que lo que solía llamarse novela policíaca se convertirá en una novela donde los problemas serán demasiado sutiles como para que sea posible solucionarlos llamando a la policía. Para Chesterton, lo importante no son ya las minucias y detalles de la investigación (por ejemplo, el Padre Brown no realiza sesudas disquisiciones sobre tipos de venenos, y tampoco elucubra sobre fuerzas físicas), sino los elementos humanos del crimen: los motivos, las emociones, la inocencia, la culpabilidad, los vicios en los que el criminal se desploma fatalmente.

Hay una concepción de las novelas policíacas que descansa en el “error materialista”, que consiste, según Chesterton, en suponer que nuestro interés completo por la trama es mecánico, cuando realmente es moral. Nuestro autor detecta ese error y, ejecutando una de sus geniales piruetas, refunda el género policíaco. El razonamiento tiene la verticalidad y contundencia de un gran salto:

Lo más emocionante de cualquier novela de misterio reside de alguna manera en la conciencia y en la voluntad. Implica descubrir que los hombres son peores o mejores de lo que parecen, y esto por su propia elección. Por tanto, mucho más apasionante que la mera verdad mecánica de cómo un hombre logró hacer algo difícil es descubrir el mero hecho de que quiso hacerlo.

Como se ve, el punto de partida de Chesterton es distinto. El hombre -sus afanes, sus miedos, su flaqueza… y, por tanto, también su posibilidad de grandeza- es el que está al principio de la historia. Frente al “error materialista”, hay un principio de humanismo que resulta más verdadero y feraz.

Este principio tiene una primera consecuencia práctica. Es el canon que establece el propio Chesterton: en un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena. Incluso el hombre verdaderamente truculento debería ser bueno, o debería aparentar serlo de forma convincente. Si esto no es así, lo que se le proporciona al lector es una amplia variedad de sospechosos, para que la imaginación pueda cernirse sobre ellos antes de abatirse (si es que llega a abatirse) sobre el verdadero culpable. Chesterton carga con ironía sobre esa forma común y ya agotada de construir el relato policíaco. Descarta un cliché que ya no funciona. Evita esa historia en la que todo comienza con una atmósfera recargada de cócteles y ocasionales inhalaciones de cocaína (es inevitable que, al compás de esta cita, uno piense en los ambientes de gran parte de la narrativa contemporánea, desagradables sin necesidad y carentes de la verdadera “truculencia”, que radica en el fondo del corazón). Chesterton abomina de lo obvio, y destaca que, en esos relatos, los sospechosos son tan sospechosos que casi podríamos llamarlos culpables; no necesariamente del crimen en cuestión, pero sí de otro medio centenar.

¿Pero cuál es, entonces, el problema narrativo de esos relatos trufados de sospechosos desde la página 1? Cuando por el relato circulan, ya desde el principio, traficantes, toxicómanos o cualesquiera otros moradores del lado salvaje de la vida, ¿qué se le hurta al lector? Se le quita la sorpresa, y, de este modo, se elimina el sobresalto y, por tanto, la novela de detectives se frustra irremediablemente. Comparece una paradoja puramente chestertoniana: todos esos moradores del lado salvaje de la vida tienen un inevitable toque de mansedumbre (…) todos tienen un elemento que hace que cualquier final nos parezca blando”. La sofisticación y el detalle artificioso eliminan la sorpresa. Resulta que, al final, los sedicentes malvados no son tan malos.

La conclusión de lo expuesto es también puro Chesterton. El ejemplo, lleno de humor, nos conduce sin remedio a Beaconsfield. Leamos:

Si lo que queremos son emociones, las emociones sólo pueden encontrarse en los virtuosos hogares victorianos, cuando descubrimos que quien le cortó el gaznate a la abuelita fue el cura o la recatada gobernanta. También el amor por las historias de asesinatos, como otras tendencias morales y religiosas, nos lleva de vuelta al hogar y a la vida sencilla.

Recapitulemos. Sepámoslo o no, lo cierto es que nuestro interés por la trama policíaca es moral (y no mecánico, por más que algún detalle físico o químico pueda aderezar la historia), y, además, es en la vida sencilla donde puede surgir la posibilidad de la sorpresa, y donde, por tanto, mejor germinarán los relatos detectivescos. Así las cosas, Chesterton necesita un sabueso experimentado, alguien que conozca el mal que habita en el corazón del hombre. Alguien entrenado, alguien que sepa ver en el interior del asesino y que descubra los recónditos porqués de una voluntad torcida. ¿Dónde hallarlo? ¿En una academia policial? ¿En una escuela técnica de probada eficacia? Chesterton vuelve a sorprendernos: el perfecto detective ha de ser un sacerdote. Ni psicólogos ni psiquiatras forenses. No son suficientes las horas de diagnóstico clínico. El verdadero detective ha de tener muchas horas de silencio, de oración y de confesionario.

Si el detective es un sacerdote, forzosamente su método deberá ser peculiar y distinto, acorde con la idea general que Chesterton tiene del género policíaco. Y así es. Sostiene Chesterton que el objetivo de las novelas de misterio no es la oscuridad, sino la luz, que la gente que está sentada en la oscuridad es la que ha visto la luz más intensa, y que la oscuridad sólo es valiosa porque hace brillar intensamente una luz en la imaginación. Luz y claridad. La historia debe ser, en definitiva, un Resplandor plateado (título de la que Chesterton considera la mejor historia de Sherlock Holmes). No se trata, pues, de llevar al lector a un baile y dejarlo en una zanja.

El Padre Brown descubre al criminal y quiere que salga de la oscuridad de la zanja. En los relatos del Padre Brown late la posibilidad del perdón y de la dicha inmerecida de redimirse. El Padre Brown es sacerdote porque quiere curar. Y así, mientras salva al criminal, reinventa la novela de detectives.

Lo que Chesterton vio en Roma

En mayo de este año tuve la oportunidad de vivir y estudiar en Roma por tres semanas como parte de un curso de viaje de Pace University, en Pleasantville, (Nueva York), titulado ‘Roma: La ciudad eterna’. El curso fue un panorama de la historia, arte y religión de Roma, así como de las ideas que las han definido; llevado a cabo en campo: veíamos aquello de lo que hablábamos.

Aprovechando la ocasión, adquirí por tanto La resurrección de Roma de Chesterton (incluido en el volumen XXI de las Obras Completas editadas por Ignatius Press; 1990) y comencé a leerlo unos días antes del vuelo a Italia. Y por supuesto -está de más decirlo-, Chesterton enriqueció mucho mi experiencia. Teniendo en cuenta lo que GK escribe y lo que yo vi, me gustaría compartir con los lectores del Chestertonblog primero algunas de las mejores observaciones que GK hace, y más adelante también algunas de mis experiencias. Las traducciones y las fotos son mías.

Vista de la Basílica de San Pedro, desde la iglesia de la Trinità dei Monti. Esta visión inspiró a GK a ver a Roma como ciudad de valles y tumbas abiertas.

Basílica de San Pedro, desde la iglesia de la Trinità dei Monti. Esta visión inspiró a GK a ver a Roma como ciudad de valles y tumbas abiertas. Foto del autor.

La imagen de Roma que guía a Chesterton a través del libro es la opuesta de lo que estamos acostumbrados a escuchar: se llama a Roma la Ciudad de las Siete Colinas, pero él veía… valles entre colinas. La vista desde la iglesia de la Trinità dei Monti -cerca de la cual se hospedó Chesterton- ayudó a fijar esta impresión:
Mientras miraba abajo hacia esos barrancos o desfiladeros de la ciudad hundida debajo de mí […], vino a mi mente la sombra de un significado que me ha seguido en mis andanzas desde entonces […] Era el sentido general de algo continuamente levantándose desde abajo […] Es más bien como si todos esos valles fueran tumbas abiertas, abiertas porque los muertos nunca hubieran muerto […] Es un lugar donde todo está enterrado y nada está perdido […] No me refiero a un lugar donde la mente pueda de forma ilusoria regresar al pasado. Me refiero a que es un lugar donde el pasado puede realmente regresar al presente. 

Chesterton vio una palabra escrita en toda Roma: Resurgam. Esa idea -junto a un constante esfuerzo por explicar por qué Roma es como es- da la forma y el título al libro.

Entonces procede: las ideas tienen consecuencias. Todas las cosas comienzan en la mente, escribe. Y como ejemplo toma el caso de las imágenes: los iconoclastas y el arte romano. Las personas hablan de ‘imágenes’ y de ‘figuras’ retóricas: no es por nada que incluso aquellos que censuran el culto de las imágenes elogian la imaginación. El creciente misticismo de Oriente había desembocado en la Iconoclasia (siglo VIII) y cuando Roma defendió las imágenes estaba defendiendo el ‘Éxtasis de Santa Teresa’ de Bernini y al ‘David’ de Miguel Ángel. En otras palabras, a menos que entendamos las ideas y los principios de hace cientos y cientos de años, no entenderemos el presente.

Con el mismo propósito de entender el presente, GK nos aconseja aprender a despensar el pasado: No nos damos cuenta de lo que el pasado ha sido hasta que también nos damos cuenta de lo que pudo haber sido. Estamos meramente aprisionados y reducidos por el pasado, siempre y cuando pensemos que así debió haber sido […] Hasta que, retrospectivamente, podamos remover esas cosas enormes, como si fueran obstáculos enormes, no podemos siquiera realmente entender la diferencia que han ocasionado en el paisaje […] La raíz de toda religión es que un hombre sabe que no es nada con el fin de agradecerle a Dios porque es algo. De la misma manera la raza humana, como el ser humano, no sale realmente del abismo hasta que no lo ha abolido en abstracto.

 

Antropología de Chesterton, 3: Liberarse de la degradante esclavitud de ser hijo del propio tiempo

Habíamos comenzado a comentar las características de la antropología de Chesterton según el texto Por qué soy católico (Pasión por la verdad y La falsa superioridad de los intelectuales), y que por diversas razones hemos tenido que interrumpir. Recordemos que en ese fragmento, GK proporciona seis razones por las que considera el valor del cristianismo, que son de tipo meramente humano, pero le resultan plenamente convincentes. Hoy vemos la siguiente:

Los protagonistas de 'Las invasiones bárbaras' (Denys Arcand) repasan su trayectoria intelectual, dando implícitamente la razón a Chesterton.

Los protagonistas de ‘Las invasiones bárbaras’ (Denys Arcand, 2003) repasan su trayectoria intelectual, dando implícitamente la razón a Chesterton.

3. Es lo único que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser hijo de su tiempo.

Hay mucha gente que considera a Chesterton un escritor conservador, en parte por ser cristiano, y en parte, por pensar –como dice Ricardo Jordana (Gran Enciclopedia Rialp, voz Chesterton)- que “defiende el convencionalismo», aunque sea «de manera muy poco convencional”. En realidad, como afirma Abelardo Linares (contraportada de El hombre corriente, Espuela de Plata, 2013), Chesterton es un rebelde, y precisamente un rebelde contra las convenciones: no las convenciones sociales –que facilitan la convivencia- sino las convenciones ideológicas modernas –que diluyen el sentido común-.

No es que GK quiera ser rebelde por serlo –aunque como dice al principio de Herejes– a los 18 años él también quería ser hereje, como todos los demás, porque era lo que se llevaba. Eso suponía buscar su propio camino, aunque pronto se hizo consciente de la terrible incongruencia que había en ese planteamiento: un hereje es una persona que afirma tener la verdad frente a la verdad establecida. Si todos quieren ser herejes por el mero hecho de serlo –es decir, por ser diferentes al resto-, la verdad ha pasado a un segundo plano, se ha vuelto indiferente y a las personas les da lo mismo estar en la verdad que en el error, poniendo por delante una cuestión secundaria. Se había perdido así el ‘sentido común’ que coloca lo importante en su lugar.

Chesterton es un intelectual de primera –aunque no sea un filósofo convencional-, que se plantea lo que la mayoría no es capaz de hacer –sean de la ideología que sean-, y que tiene sobre todo una gran preocupación por la coherencia, es decir, por llegar a las últimas consecuencias de lo que se cree o lo que se hace.

Cuando se planteó ser hereje, advirtió el relativismo generalizado de su tiempo –que es también el nuestro- y sustituyó el deseo de la herejía por la búsqueda de la verdad, probablemente por su humildad –una virtud nada de moda- y su capacidad de asombrarse ante el mundo, que le crearon un sentido del agradecimiento fuera de lo común (Ver este fragmento de la Autobiografía). Esto le condujo al cristianismo, tal y como expone en Ortodoxia –que no podemos glosar aquí- lo que le sirvió para comprender que paradójicamente se había convertido en el único hereje verdadero entre su grupo de colegas periodistas e intelectuales de corte progresista (Chesterton fue realmente librepensador y socialista antes de acercarse al cristianismo). Era realmente el único que estaba convencido de las verdades (o dogmas como a él le gustaba decir) en las que había depositado su confianza, y por tanto la única voz discordante dispuesta a afirmar su verdad por encima de todo.

La genialidad de Chesterton nos muestra la locura que supone estar siempre a la última, la estúpida necesidad que tenemos los seres humanos de sentirnos en la cresta de la ola, fomentada por las actitudes intelectuales de nuestro tiempo. En algún lugar afirma que lo que antes se llamaban herejías, ahora se llaman modas; si lo pensamos, es cierto en su sentido más profundo –más allá de las modas superficiales de ropa u otros hábitos de vida cotidiana, lógicamente. Es decir, están destinadas a pasar. Hay una excelente película canadiense –Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand, Oscar en 2003 a la mejor película de habla no inglesa- en la que los protagonistas –veteranos profesores universitarios- recuerdan irónicamente todas las corrientes intelectuales que siguieron como si fueran la definitiva.

Las palabras de Chesterton –la degradante esclavitud de ser hijo del tiempo– suenan fuertes a nuestros débiles oídos. Chesterton no teme llamar a las cosas por su nombre, primero porque desde su roca firme, no tiene miedo a los envites de los colegas o las modas intelectuales, y segundo, porque se atreve a rastrear en el pasado y encontrar en qué consisten esas corrientes intelectuales: de hecho, concluimos con este texto del Santo Tomás de Aquino, a propósito de la permanencia cuasi oculta de los mismos errores a lo largo de la historia humana:

Quizá la historia no registre ninguna revolución de verdad. Lo que siempre ha habido han sido contrarrevoluciones. Los hombres siempre han estado rebelándose contra los últimos rebeldes, o incluso arrepintiéndose de la última rebelión.
Se podría ver esto en las más intrascendentes modas contemporáneas, si la mentalidad de moda no hubiera adquirido la costumbre de ver al último rebelde como rebelde frente a todas las épocas a la vez. La chica moderna de cóctel y labios pintados es tan rebelde frente a la sufragista de 1880, con su cuello duro y su abstinencia estricta, como ésta era rebelde frente a la dama victoriana de los valses lánguidos y el álbum lleno de citas de Byron; o como esta última, a su vez, era rebelde frente a una madre puritana para quien el vals era una orgía desenfrenada y Byron, el bolchevique de su tiempo. Sigamos incluso la ascendencia de la madre puritana en la historia, y representa una rebelión frente a la laxitud de la Iglesia anglicana de los Cavaliers[1], que al principio fue rebelde frente a la civilización católica, que había sido rebelde frente a la civilización pagana.
Sólo un lunático defendería que esas cosas sean un progreso, porque obviamente van primero en una dirección y luego en la otra. Sea lo que fuere correcto, una cosa sin duda está equivocada: la costumbre moderna de contemplarlas sólo desde el lado moderno. Pero eso es ver sólo el final del cuento: se rebelan contra no saben qué, porque surgió no saben cuándo. Atentos sólo al final, desconocen su comienzo, y por lo tanto su mismo ser. La diferencia entre los casos menores y el mayor está en que éste es realmente un cataclismo humano tan enorme que los hombres parten de él como si estuvieran en un mundo nuevo, y esa misma novedad les permite ir muy lejos, en general demasiado lejos (Santo Tomas, 03-11).

No es de extrañar así que Chesterton prefiriese la philosophia perennis de Santo Tomás, que inspira sentido común y contacto con la realidad.

[1] Los partidarios de Carlos I en las guerras civiles de 1642-1648 [N. de MLB].

El padre Brown, detective: la primera película

Father Brown Detective Title Card

El padre Brown, tan poco aficionado a los focos y a la atención pública, no se dejó capturar por una cámara de cine hasta 1934, veinticuatro años después de la publicación original de «La cruz azul» en el Saturday Evening Post.

El cine americano había roto a hablar hacía muy poco, especialmente a partir del éxito del musical «El cantor de jazz» (1927). Las viejas estrellas del cine mudo que no consiguieron reciclarse fueron eclipsadas por una nueva oleada de artistas que hablaban y cantaban. Y hacían falta escritores, muchos escritores para poner palabras en sus bocas: aunque el cine mudo había dado relatos de excepcional complejidad y ambición literaria (valgan como ejemplo las obras monumentales del malogrado Erich von Stroheim), el sonoro abre nuevas posibilidades, desde los diálogos hilarantes entre Groucho y Chico Marx («Los cuatro cocos«, 1929) hasta las observaciones sentenciosas de un vampiro con ínfulas poéticasDrácula«, 1931). Para esa industria, hambrienta de historias con gancho, diálogos impactantes y personajes memorables, los relatos de misterio son una fuente riquísima. Uno tras otro, todos los grandes detectives van desfilando por la pantalla grande: Sherlock Holmes (es justamente recordada la serie de catorce películas que protagonizó Basil Rathbone), Charlie Chan, Hércules Poirot… y, tarde o temprano tenía que ocurrir, también el padre Brown.

La proeza se debe a Edward Sedgwick, compinche habitual de Buster Keaton y director de todas las películas de «Cara de palo» para la Metro-Goldwyn-Mayer. Ambos, de hecho, compartieron decadencia en la MGM de los 40, almacenados como trastos viejos en la misma oficina, sin mucho que hacer salvo idear gags para las nuevas estrellas de la comedia. Pese a ello, Sedgwick aún dirigió unas quince películas después de «Father Brown, Detective», incluyendo un triste largo propagandístico de Laurel y Hardy («Los vigilantes del cielo«, 1943) y un episodio especial de la sitcom canónica «I Love Lucy» (1953).

Igual que ocurrirá otros veinte años después con la británica «El detective» (1954), los veteranos guionistas C. Gardner Sullivan y Henry Myers (que participaría más adelante en la «Alicia en el País de las Maravillas» de Disney) usan como punto de partida el relato «La cruz azul» para tomar a continuación varios desvíos y rodeos pintorescos en la carrera de ingenio entre Flambeau y el padre Brown hasta completar un largometraje.

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El primer rostro que toma prestado el padre Brown para asomarse a la pantalla es el de Walter Connolly, que desde 1932 venía interpretando en la radio a otro detective clásico, el Charlie Chan de Ear Derr Biggers, y no mucho después encarnaría a Nero Wolfe en «The League of Frightened Men» (1937).

¿Consiguió Connolly dar vida al padre Brown o, como en el caso de Alec Guinness, se limitó a cubrir a su personaje habitual con una sotana? A juicio del autor de la única reseña en la entrada de la película en la Internet Movie DataBase, el trabajo de Connolly va más allá de la técnica de la interpretación: «Realmente es el padre Brown». Su actitud, sus gestos, sus guiños; todo ello, escribe, confiere vida a un sacerdote creíble.

Es imposible valorarlo sin haber visto la película. Diríase que, por su peculiaridades, el padre Brown es un personaje especialmente difícil para un actor. Y lo es en gran medida por lo que tiene en común con un actor, esa capacidad para meterse en la piel ajena, para ver el mundo con ojos de otros, para sentir como ellos, pero que, a diferencia del actor, ejerce sin llamar la atención sobre sí mismo, ocultándose tras una suerte de carisma negativo.

Esto probablemente tenga que ver con la especial aproximación de Chesterton al relato detectivesco. El misterio al uso nos plantea un enigma fascinante cuya solución a menudo corre el riesgo de decepcionarnos, como el mago que nos explica la trampa pedestre de la ilusión que nos había maravillado. Chesterton intenta que la solución del enigma sea aún más prodigiosa que el enigma mismo, y al mostrarnos que hay más magia en la realidad que en la apariencia, nos señala el mayor de los misterios, aquel no se puede explicar, o apenas enunciar, sino solo mostrar. El padre Brown, y por esto tan difícil atraparlo en el celuloide, es otro misterio que existe para celebrar ese misterio mayor, y sabe, como su autor, que hay cosas que no puede compartir con nosotros, como nos recuerdan las bellas y escalofriantes líneas finales del relato El hombre invisible, recogido en El candor del padre Brown: Pero el padre Brown siguió caminando durante muchas horas, bajo las estrellas, por aquellas colinas cubiertas de nieve en compañía de un asesino, y lo que se dijeron el uno al otro nunca se sabrá.

‘Manalive’ de Chesterton: la historia del soñador que dice cosas transcendentales

Manalive, de Chesterton: portada de la edición de 'Voz de Papel', Madrid, 2006

Manalive, de Chesterton: portada de la edición de ‘Voz de Papel’, Madrid, 2006

En este apacible verano leo en J.A. Sandoica (Alfa y Omega de 10/7/2014: ‘No es verano, eres tú’, referido a Emily Dickinson) lo que sigue “Emily recoge una experiencia que nos es común: el mar, la arena, la montaña, la libélula de agua, la resina que se destila, la nube que desaparece, todo es demasiado sorprendente como para sorprender”. Por su sabor esta cita me ha llevado a mis lecturas sobre la novelística chestertoniana y, más en concreto, a Manalive. Entre otros aspectos, en ella se aprecia un especial gusto por la naturaleza.

Una naturaleza que en Chesterton se convierte en un elemento literario constante. Naturaleza que es también un leitmotiv de la novela titulada Manalive (Voz de Papel, Madrid, 2006). Manalive es algo más que esto –desde la consideración estilística- pues muestra una serie de propios del estilo (en Chesterton también es algo más que lo que dijera Buffon: ‘L´estile c´est l´homme lui-même’). Me centro en tres rasgos definitorios de la escritura de G.K. Chesterton: la ‘naturaleza’ que supone el gozo de la existencia; el personaje ‘dislocado’ (cerca de nuestro ‘gracioso’ y no muy lejos del ‘grotesco’ cervantino) que aparentemente está fuera de lugar, pero que rebosa gracia y optimismo; y por fin, la temática elevada de índole filosófica y teológica o, mejor, vital.

Ya que la excusa de esta entrada es la lectura de Manalive, con textos de esta novela ejemplificamos las tres constantes referidas, presentes además en El Napoleón de Notting Hill, El hombre que fue jueves, El regreso de Don Quijote. Y comenzamos con nuestro héroe, de arranque va a vivir con su nombre que, como si fuera un hombre bíblico, queda en él personalizado: Innocent Smith.  Es un hombre ágil, abierto a las vidas –terrenal y eterna-, extasiado ante la naturaleza y gozoso ‘paladeador’ de la vida. Es un personaje ‘rare’, pero con la lógica del ‘antilugar común’ y enemigo del juicio a primera vista que es llevado por su alegría de vivir–por oposición a los pesimistas- a desear matar al Hombre Moderno. Leemos: Me propongo guardar esas balas para los pesimistas… píldoras para la gente pálida. Y de esta manera quiero recorrer el mundo como una maravillosa sorpresa, flotar tan ociosamente como las pelusas de los cardos, y llegar tan silencioso como el sol naciente; no ser más esperado que el trueno, no ser más recordado que la brisa moribunda […] Quiero que mis dos dones lleguen vírgenes y violentos: la muerte y la vida después de la muerte. Voy a apuntar mi pistola a la cabeza del Hombre Moderno. Pero no la usaré para matarlo, sólo para traerlo a la Vida (Manalive, 2ª parte, cap. I, El ojo de la muerte o la acusación de homicidio). Innocent es un hombre –si cabe- más extraño a las personas corrientes que, sin darse cuenta, pierden lo que al hombre le es más familiar. Chesterton, ante el dilema de resolver la muerte o cometer un delito, recurre a una paradoja, portadora de sentido alegórico, cercana a la redención: pero no lo usaré para matarlo, sólo para traerlo a la Vida.

El marco natural en que se desenvuelve la situación es un medio que podríamos calificar de edulcorado, como en el texto alusivo a Emily Dickinson y como leeremos en el texto siguiente, en el que se sirve nuestro autor del lugar, no como telón de fondo escenario, sino que –por medio de comparaciones- se siente mimetizado con las pelusas de los cardos, con el sol, con el inesperado trueno: No me diga que confunde el gozo de la existencia con la Voluntad de Vivir […] La cosa que yo vi brillar en sus ojos cuando colgaba de ese puente, era gozo de la vida, no la Voluntad de Vivir. Lo que usted sabía sentado en aquella maldita gárgola era que el mundo bien visto y pesado todo, es un sitio maravilloso y hermoso; lo sé porque yo también lo supe en el mismo instante. Vi ponerse rosadas las nubecitas grises, y vi el relojito dorado en el hueco entre las casas. Esas eran las cosas que usted por nada quería dejar, no la Vida, sea ella lo que fuere (Manalive, parte 2ª, cap.I).

Todo lo que antecede nos ha preparado para llegar a la ‘lógica de los Inocentes’: la lógica que trasciende lo natural, pues está socorrida por el Espíritu. Es una lógica que pretende mantener al hombre indiviso, íntegro, todo entero, sin diversificarse como el Hombre Moderno. Pues este separa su cuerpo de su alma, su quehacer material del espiritual, y su misión pública de la privada. El hombre uno debe vivir el presente con la vista en el presente, pero sin olvidar el futuro que nos mantiene jóvenes. Y así terminamos leyendo: [la muerte] no sólo tiene el fin de recordarnos una vida futura, sino de recordarnos también una vida presente. Con nuestros espíritus débiles, envejeceríamos en la eternidad, si la muerte no nos conservara jóvenes (Manalive, parte 2ª, cap. I).

Chesterton: ignorancia, etnocentrismo y revolución

Hemos hablado de la comparación en GK como método de análisis, ilustrativo e incluso informativo, y hoy lo haremos como método puramente ‘formativo’. Qué duda cabe que GK tiene siempre ese criterio: escribe para formar al hombre corriente frente a ciertos desatinos e insuficiencias del pensamiento moderno. El ejemplo de hoy –tomado igualmente del Santo Tomás de Aquino, que estamos analizando (cap.3, párrafos 11 y 12)- constituye un ejemplo perfecto.
Inicialmente, parece la típica digresión chestertoniana: hablando de la filosofía en la Edad Media, GK reflexiona sobre los grandes cambios sociales, esos que con tanta facilidad tendemos a considerar revolucionarios, y que no lo son tanto. Al tiempo que Chesterton elabora una teoría de la historia, nos hace ver dónde estamos realmente: relativiza nuestra época –tan importante para nosotros, ciertamente, pero una etapa más en la historia humana- y nos hace sentir que las transformaciones de nuestro alrededor tienen mucho más de moda cíclica que de verdaderas transformaciones: nuestra ignorancia histórica es tan grande que nos sentimos protagonistas de los más grandes acontecimientos. Veamos dónde localiza Chesterton una auténtica revolución, con la seguridad de que no es una visión particular, pues los expertos están de acuerdo con él.

Girl in mirror (1964), óleo de Roy Lichtenstein, famoso representante del pop art. Imagen: es.wahooart.com

‘Girl in mirror’ (1964), óleo de Roy Lichtenstein, famoso representante del pop art. Imagen: es.wahooart.com

Quizá la historia no registre ninguna revolución de verdad. Lo que siempre ha habido han sido contrarrevoluciones. Los hombres siempre han estado rebelándose contra los últimos rebeldes, o incluso arrepintiéndose de la última rebelión.
Se podría ver esto en las más intrascendentes modas contemporáneas, si la mentalidad de moda no hubiera tomado la costumbre de ver al último rebelde como rebelde frente a todas las épocas a la vez. La chica moderna de cóctel y labios pintados es tan rebelde frente a la sufragista de 1880, con su cuello duro y su abstinencia estricta, como ésta era rebelde frente a la dama victoriana de los valses lánguidos y el álbum lleno de citas de Byron; o como esta última, a su vez, era rebelde frente a una madre puritana para quien el vals era una orgía desenfrenada y Byron, el bolchevique de su tiempo. Sigamos incluso la ascendencia de la madre puritana en la historia, y representa una rebelión frente a la laxitud de la Iglesia anglicana de los Cavaliers[1], que al principio fue rebelde frente a la civilización católica, que había sido rebelde frente a la civilización pagana.
Sólo un lunático defendería que esas cosas sean un progreso, porque obviamente van primero en una dirección y luego en la otra. Sea lo que fuere correcto, una cosa sin duda está equivocada: la costumbre moderna es contemplarlas sólo desde el lado moderno. Pero eso es ver sólo el final del cuento: se rebelan contra no saben qué, porque surgió no saben cuándo. Atentos sólo al final, desconocen su comienzo, y por lo tanto su mismo ser. La diferencia entre los casos menores y el mayor está en que éste es realmente un cataclismo humano tan enorme que los hombres parten de él como si estuvieran en un mundo nuevo, y esa misma novedad les permite ir muy lejos, y en general demasiado lejos. Es porque estas cosas empiezan por una revuelta vigorosa por lo que el ímpetu intelectual dura lo bastante para que parezcan una supervivencia.
Un excelente ejemplo es la historia real de la rehabilitación y el abandono de Aristóteles. Cuando la época medieval tocó a su fin, el aristotelismo acabó pareciendo rancio, pero sólo una novedad muy fresca y exitosa puede acabar tan rancia.
Cuando los modernos, corriendo el más negro velo de oscurantismo que jamás oscureciera la historia, decidieron que nada importaba gran cosa antes del Renacimiento y la Reforma, al instante iniciaron su carrera moderna con un craso error, el error del platonismo.
Encontraron –haraganeando en las cortes de los príncipes fanfarrones del siglo XVI (que era a lo más que se les permitía remontarse en la historia)- a ciertos artistas y eruditos anticlericales que decían estar aburridos de Aristóteles y supuestamente gustando de Platón en secreto. Los modernos –que ignoraban por completo toda la historia de los medievales- cayeron al instante en la trampa. Supusieron que Aristóteles era alguna antigualla avinagrada, tiranía del lado oscuro de los Siglos Oscuros, y Platón un placer pagano enteramente nuevo, aún no probado por cristianos. […] La realidad, huelga decirlo, es exactamente lo contrario: en todo caso, el platonismo era la vieja ortodoxia. La revolución moderna era el aristotelismo, y el líder de esa moderna revolución fue el hombre del que habla este libro.

[1] Partidarios de Carlos I en las guerras civiles de 1642-1648

San Francisco, Santo Domingo y la acción de los hombres en la sociedad, según Chesterton

Ya publicamos un fragmento del Santo Tomás de Aquino de Chesterton en el que GK nos muestra en qué se parecen y se diferencian los dos santos favoritos de Chesterton, Santo Tomás y San Francisco. Todo el primer capítulo de ese libro es una continua comparación entre ambos, incluyendo cómo los dos se nutren del cristianismo y no de fuentes paganas, cada uno según su estilo. Y al final, hay una glosa sobre los fundadores de las dos órdenes mendicantes más importantes, franciscanos y dominicos, que sirve a Chesterton para terminar de redondear la ambientación del espíritu religioso de la época.

Santo Domingo y San Francisco, representados juntos, por un autor desconocido. Imagen: Punto de vista ahora.

Santo Domingo y San Francisco, representados juntos, por un autor desconocido. Imagen: Punto de vista ahora.

Como venimos estudiando la comparación en GK, vamos a recoger algunos de estos fragmentos (seleccionados entre los párrafos 27 al 30 del cap.1), en los que quizá podemos descubrir algo nuevo en el método de GK: cómo la comparación es un recurso no sólo ilustrativo, sino también informativo, en el sentido más pleno de la expresión: podría hacerlo de cualquier otra manera, pero se diría que lo concreto –en este caso, las figuras de San Francisco (1182-1226) y de Santo Domingo de Guzmán (1170-1221)- le estimula hacia lo más genérico; en este caso, permitir que nos hagamos una idea de la categoría humana de estos personajes y del ambiente de una época, aludiendo siempre a lo más familiar para los lectores… ingleses en este caso y por tanto no católicos. Esta analogía, además, presenta una buena dosis de paradoja.

El efecto final es en algunos aspectos curioso, porque Santo Domingo –aún más que San Francisco- se caracterizó por esa independencia intelectual, y ese criterio estricto de virtud y veracidad, que las culturas protestantes suelen considerar como especialmente protestantes. De él se contó la anécdota –que ciertamente habría sido más contada entre nosotros si hubiera sido de un puritano- de que el papa señalaba su suntuoso palacio papal mientras decía: “Pedro ya no puede decir ‘No tengo plata ni oro’”, y el fraile español respondió: “No, ni tampoco puede decir ‘Levántate y anda’”.[1] (27)
Así que hay otra manera en que la historia popular de San Francisco puede ser una especie de puente entre el mundo moderno y el mundo medieval. Y se basa en ese mismo hecho ya mencionado de que San Francisco y Santo Domingo se alzan juntos en la historia por haber realizado la misma labor, y sin embargo en la tradición popular inglesa están separados de la manera más extraña y sorprendente. En su propia tierra son como ‘gemelos celestiales’ que irradian la misma luz desde el cielo, pareciendo a veces ser dos santos en una misma aureola,[2] así como otra orden retrató a la santa pobreza como dos caballeros sobre un mismo caballo.[3] (28)
La verdadera diferencia entre Francisco y Domingo –que no resta mérito a ninguno de los dos- es que Domingo sí se encontró abocado a una enorme campaña para la conversión de herejes, mientras que Francisco tuvo sólo la tarea más sutil de convertir a seres humanos. Es una vieja historia decir que, aunque necesitemos a alguien como Domingo para convertir a los paganos al cristianismo, necesitamos aún más a alguien como Francisco para convertir al cristianismo a los cristianos.
De todos modos no debemos perder de vista el problema especial de Santo Domingo, que fue tener que tratar con una entera población, reinos y ciudades y comarcas, que se habían extraviado de la fe y petrificado en nuevas religiones extrañas y anormales.[4] Que sólo con la palabra y la predicación fuera capaz de recuperar a masas de hombres así engañadas sigue siendo un enorme triunfo, merecedor de un trofeo colosal.
A San Francisco se le llama humano porque intentó convertir a los sarracenos y fracasó; a Santo Domingo se le llama fanático y ciego porque intentó convertir a los albigenses y lo consiguió.[5] (29)
El que se atreve a apelar directamente al pueblo se hace siempre una larga lista de enemigos, empezando por el pueblo. A medida que los pobres empiezan a entender que se pretende ayudarlos y no perjudicarlos, las clases pudientes de arriba empiezan a cerrar filas, resueltas a entorpecer y no ayudar. Los ricos, y hasta los doctos, a veces opinan no sin razón que eso hará cambiar al mundo, no sólo en su mundanidad o su sabiduría mundana, sino hasta cierto punto quizá en su sabiduría real. […] En suma, Santo Domingo y San Francisco desataron una revolución, tan popular y tan impopular como la Revolución francesa. (30)

[1] Alusión a la curación de un cojo por San Pedro (y las palabras del propio San Pedro) en Hechos 3, 6. [N. de MLB]
[2] La Iglesia católica ha unido de tal manera a Francisco y Domingo que en la Letanía de los santos, siempre se les nombra juntos.
[3] El sello de la Orden de los Templarios representaba a dos caballeros sobre un solo caballo. [N. de MLB]
[4] Se refiere a la predicación entre los cátaros o albigenses, una herejía de carácter dualista que despreciaba el cuerpo y lo material, muy extendida en el Languedoc francés durante el siglo XII.
[5] A San Francisco le atrajo especialmente la conversión de los musulmanes, llegando a predicar ante el sultán de Egipto en 1219. Su éxito fue muy escaso, pero se ganó la simpatía del sultán, que permitió a los franciscanos la presencia en los santos lugares, pues todo Oriente medio estaba ya definitivamente en manos del Islam.

Juan Manuel de Prada y la ‘expedición’ de Chesterton: prólogo a ‘El Hombre eterno’

Juan Manuel de Prada considera El Hombre Eterno la obra maestra de Chesterton. Foto: escritores.org

Juan Manuel de Prada considera El Hombre eterno la obra maestra de Chesterton. Foto: escritores.org

En última entrada sobre el optimismo, Chesterton concluía que para disfrutar verdaderamente de la realidad hace falta la humildad, el reconocimiento, y la conciencia que estar vivos es un don. Como no encontró ninguna ideología de su época que se la plantease en serio, acabó acercándose al Cristianismo, como veíamos en el fragmento final de la entrada: Y cuanto más creía que la clave había que buscarla en aquel principio, por extraño que pareciese, más dispuesto estaba a buscar a aquellos que se especializaban en la humildad, aunque para ellos fuera la puerta del cielo y para mí la de la tierra (Autobiografía, 16-20).

Estas palabras nos sirven de puente para presentar el prólogo de Juan Manuel de Prada a El hombre eterno (Ed. Cristiandad, Madrid, 2008, pp.9-14). Como otros muchos fans de Chesterton, Prada no tiene reparo en hablar de él siempre que se tercia, en sus numerosos artículos de prensa. Por desgracia, muchos de ellos no están disponibles al gran público, por las políticas editoriales de los medios, aunque sería una suerte poder ofrecer –al menos una selección- en el Chestertonblog. Por lo pronto, disponemos de este extraordinario Prólogo completo, que hemos contextualizado con el fragmento anterior, en el que GK muestra por qué se acerca a la Iglesia:

“Esa curiosidad hacia lo que sus contemporáneos denigraban sumariamente, incapaces de taladrar la mugre de los prejuicios, acabaría convirtiéndose en un deslumbramiento. Los hombres de su tiempo coincidían en caracterizar la Iglesia como una suerte de cárcel del intelecto; Chesterton no tardaría en comprobar que, más bien al contrario, era un ameno prado donde la libertad del hombre podía retozar a su gusto con alborozo casi infantil. Así, lo que había empezado siendo una suerte de desplante o insumisión ante el pensamiento dominante de su época acabaría convirtiéndose en una jubilosa expedición en pos de la Verdad. Y la crónica de esa expedición, narrada en un puñado de libros que concilian la intención apologética con el esplendor verbal y los primores del ingenio y la paradoja, conforma uno de los edificios más imperecederos de la literatura del siglo XX” (p.9-10).

Glosamos el contenido del libro en una página del blog. Aquí basta recordar las dos tesis principales: el hombre no es un elemento más de la naturaleza, hay una fortísima ruptura con ella; el Cristianismo no es una religión más entre las creencias humanas, pues se basa en la Encarnación del propio Hijo de Dios, hecho hombre. Por eso, nos limitamos a señalar algunas consideraciones que Prada realiza sobre el libro, su aportación más importante.

Volvemos a Prada  donde lo dejamos hace un momento, con los escritos de GK acerca del Cristianismo: “Este libro que ahora acometes, querido lector, quizá sea el pináculo que remata tan hermoso edificio; pero es, al mismo tiempo, el basamento en que se funda su robusta piedra angular. En Chesterton, la gracia de la expresión nunca se alcanza en detrimento de la hondura del pensamiento: ambas forman una aleación que hace de su escritura un festín de la inteligencia y una exultante experiencia estética. En Chesterton descubrimos, en fin, que Belleza y Verdad constituyen una amalgama indisociable; y alcanzar esa íntima comunión, que es la exigencia máxima del artista, es también la exigencia máxima del católico” (p.10).

“El hombre es único y diferente del resto de animales porque es creador además de criatura. La inteligencia humana no existía; y de pronto comenzó a existir. Y, ligado a la irrupción de la inteligencia humana, Chesterton sitúa el reconocimiento del misterio: el hombre que se sabe singular respecto a las demás criaturas se sabe también depositario de un don divino, se sabe elegido por Dios. Con el tiempo, llegará a perder el sentido de esa singularidad, llegará a extraviar su innato sentido religioso, hasta que en la historia humana irrumpe Dios mismo: las manos que habían modelado el mundo se convierten en las manos desvalidas de un niño que asoma a la vida. De nuevo, el milagro acontece en una cueva; pero esta vez quien nos invoca desde el interior de esa cueva ya no es un mero hombre, ni siquiera un hombre excepcional. […] ¿Cómo explicar el desparpajo con el que se proclama repetidamente Hijo de Dios? Sólo un loco se atrevería a tanto. Pero Jesús, que a la vez que se proclama Hijo de Dios no procura tantas muestras de un juicio y discreción supremos, no puede tratarse de un loco. ¿No será, pues, que es algo más, mucho más, que un mero hombre? (p.12-13)

“Las delicadezas del pensamiento chestertoniario alcanzan en El hombre eterno su expresión más acendrada. Mientras avanzamos en su lectura descubrimos que la historia de la humanidad es en realidad una epopeya de salvación en la que Dios y el hombre caminan juntos de la mano sobre un jardín recién estrenado, como en el primer día de la Creación. El hombre eterno es, desde luego, una obra maestra de la literatura, pero también algo mucho más vertiginoso: es la gracia divina hecha escritura, transmutada en frases gozosas, de una belleza y un ardor intelectuales tales que quienes las leen tienen la sensación de haber sido bautizados de nuevo. Ojalá, querido lector, después de paladear cada razonamiento, cada fulguración de la inteligencia que alberga ese libro irrepetible […] puedas sentirte partícipe de la hermosa epopeya –eterna y siempre renovada- que Chesterton aquí nos narra con palabras imperecederas” (p.13-14).

Chesterton, el único optimista que critica a los optimistas

Cuando a lo largo de mi vida he sentido que las circunstancias me superaban, aprendí –junto a otros recursos que no son del caso- a descansar con un libro de Chesterton. Sin duda alguna, GK es un optimista, nadie puede negarlo. Pero es un optimista ‘sui generis’, hasta el punto que debe ser el único optimista que critica a los demás optimistas. Y en esto, como en tantas otras cosas, GK vuelve a ser un rebelde social políticamente incorrecto.

Fotografía autografiada de Chesterton. Topmeadows.com

Fotografía autografiada de Chesterton. Topmeadow.com.

En el texto que acabamos de publicar –Agradecimiento por el diente de león  (Cap. 16 de la Autobiografía, Acantilado, 2003, párrafos 15-21) está la mejor expresión de la relación entre optimistas y pesimistas, más resumida que en Ortodoxia: Empecé siendo lo que los pesimistas llamaban un optimista; he terminado por ser lo que los optimistas probablemente llamarían un pesimista. En realidad, no he sido nunca ni lo uno ni lo otro, y ciertamente no he cambiado lo más mínimo (párr.15).

En este texto, Chesterton comienza sorprendentemente hablando de la confesión, y lo hace porque ese sacramento católico le obliga a un reconocimiento, como ya hemos comentado también. El reconocimiento de la propia debilidad refuerza una actitud de fondo (y las actitudes son esenciales para GK): Es la idea de aceptar las cosas con gratitud y no como algo debido. El sacramento de la penitencia otorga una nueva vida y reconcilia al hombre con todo lo vivo, pero no como hacen los optimistas, los hedonistas y los predicadores paganos de la felicidad: el don tiene un precio y está condicionado por un reconocimiento. En otras palabras, el nombre del precio es la Verdad, que también puede llamarse Realidad: se trata de encarar la realidad sobre uno mismo. Cuando el proceso sólo se aplica a los demás, se llama Realismo (párr.14). Y es que la teología ha pensado todos los temas: GK recuerda cuando leyó en un catecismo cristiano que Los dos pecados contra la esperanza son la presunción y la desesperación’ […] Tuve desde el principio -incluso sobre la más tenue esperanza terrenal o la más pequeña felicidad terrenal- una sensación casi violentamente real de aquellos dos peligros: el sentido de que la experiencia no debe ser estropeada por la presunción ni la desesperación (p.16).

Aunque siempre conviven grandes optimistas con pesimistas radicales, en la juventud de Chesterton dominaban los pesimistas, y nos lo recuerda con el verso de Swinburne:
«Estoy cansado de todas las horas,
capullos abiertos y flores estériles,
deseos, sueños, poder
y de todo, salvo del sueño».
Estos nihilistas son fáciles de reconocer hoy, sobre todo en la literatura y no tanto en el cine, aunque también los hay, y algunos tienen una obra excelente y mucho éxito, como Woody Allen.

Pero también hay multitud de variedad entre los optimistas, como expone GK con sentido del humor: Hay otro modo de despreciar el diente de león que no es el del pelmazo pesimista, sino el del optimista agresivo. Puede hacerse de varias formas; una de ellas consiste en decir: “En Selfridge’s puedes encontrar mejores dientes de león” o “En Woolworth’s puedes conseguir dientes de león más baratos”. Otra forma de hacerlo es observar con un deje indiferente: “Desde luego, nadie, salvo Gamboli en Viena comprende realmente el diente de león”; o decir que desde que el superdiente de león se cultiva en el Jardín de las Palmeras de Frankfurt, ya nadie soporta el viejo diente de león; o sencillamente burlarse de la miseria de regalar dientes de león cuando las mejores anfitrionas te ofrecen una orquídea para la solapa y un ramito de flores exóticas para llevar.
Todos estos son métodos para devaluar una cosa por comparación: porque no es la familiaridad, sino la comparación lo que provoca el desprecio. Y todas esas comparaciones capciosas se basan en último término en la extraña y asombrosa herejía de que el ser humano tiene derecho al diente de león; que de modo extraordinario podemos ordenar que se recojan todos los dientes de león del Jardín del Paraíso; que no debemos agradecimiento alguno ni tenemos por qué maravillarnos ante ellos; y sobre todo que no debemos extrañarnos de sentirnos merecedores de recibirlos.
En lugar de decir, como el viejo poeta religioso, “¿Qué es el hombre para que Tú lo ames o el hijo del hombre para que Tú le tengas en cuenta?”
[paráfrasis del Salmo 8, 5], decimos, como el taxista irascible: “¿Qué es esto?”; o como el comandante malhumorado en su club: “¿Es esta chuleta digna de un caballero?” Pues bien, no sólo me desagrada esta actitud tanto como la del pesimista al estilo de Swinburne, sino que creo que se reducen a lo mismo: a la pérdida real de apetito por la chuleta o por el té de diente de león. A eso se le llama Presunción y a su hermana gemela, Desesperación (17).
[…] Yo no veo qué tiene el optimista para sentirse optimista
(18).
[…] Este secreto de aséptica sencillez era verdaderamente un secreto. No era evidente, y desde luego, en aquella época no era en absoluto evidente.
Era un secreto que ya casi se había desechado y encerrado totalmente junto a ciertas cosas arrinconadas y molestas, y se había encerrado con ellas, casi como si el té de diente de león fuera realmente una medicina y la única receta perteneciera a una anciana, una vieja harapienta e indescriptible, con fama de bruja en nuestro pueblo. De todas formas, es cierto que tanto los felices hedonistas como los desgraciados pesimistas mantenían una actitud defensiva, provocada por el principio opuesto del orgullo.
El pesimista estaba orgulloso del pesimismo porque pensaba que nada era lo bastante bueno para él; el optimista estaba orgulloso del optimismo porque pensaba que nada era lo bastante malo como para impedir que él sacara algo bueno.
En ambos grupos había hombres muy valiosos, hombres con muchas virtudes, pero que no sólo carecían de la virtud en la que estoy pensando, sino que jamás habían pensado en ella. Decidían que o bien la vida no merecía la pena, o bien que tenía muchas cosas buenas. Pero ni se les ocurría la idea de que pudiera sentirse una enorme gratitud incluso por un bien pequeño.
Y cuanto más creía que la clave había que buscarla en aquel principio, por extraño que pareciese, más dispuesto estaba a buscar a aquellos que se especializaban en la humildad, aunque para ellos fuera la puerta del cielo y para mí la de la tierra
(20).

Y así se acercó GK al cristianismo: no por necesidad de creer, sino por la de conservar el placer. De él hace una estupenda descripción, tan pasada de moda hoy como entonces, tan ‘secreta’ hoy como en los tiempos de Chesterton: Porque nadie más se especializa en ese estado místico en el que la flor amarilla del diente de león es asombrosa por inesperada e inmerecida. Hay filosofías tan variadas como las flores del campo; algunas son malas hierbas y algunas, malas hierbas venenosas. Pero ninguna crea las condiciones psicológicas en las que por primera vez vi –o deseé ver- la flor (21).