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Chesterton: El maestro de la paradoja critica la paradoja

En el texto de hoy, Chesterton menciona lo que entonces era un lujo... y hoy está superado. Imagen: Jabonerassa.

En el texto de hoy, Chesterton menciona lo que entonces era un lujo… y hoy está superado. Imagen: Jabonerassa.

Recogíamos en la última entrada –Actitudes mentales y ley del aborto– cómo Chesterton critica las anomalías de la vida social. He encontrado un texto relacionado, un fragmento del libro sobre Santo Tomás –que acabamos de publicar entero en pdf, en el que insiste en la necesidad –como es habitual en él- de llegar al fondo de la cuestión.
Se conoce a Chesterton como el maestro de la paradoja. El ambiente literario de su tiempo estaba marcado por autores que dominaban esta figura retórica, –caracterizado por la búsqueda de la originalidad formal y el esteticismo-, de manera que ésta fue cultivada por escritores de la talla de Óscar Wilde (1854-1900) y G. Bernard Shaw (1856-1938). A nuestro autor de gustaba sobre todo porque hace pensar. En el Chestertonblog hemos dedicado varias entradas al tema (-si vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo mal; la tendencia de los hombres a minusvalorar su felicidad; desear la vida como el agua y apurar la muerte como el vino…). En éste último caso, Chesterton distingue entre paradojas de vida y paradojas de muerte. Vamos con el análisis de GK:

Para bien o para mal, Europa –desde la Reforma, y particularmente Inglaterra- viene siendo en un sentido peculiar la casa de la paradoja: lo digo en el sentido peculiar de que la paradoja ha estado en su casa, y la gente en su casa con ella. El ejemplo más conocido es el de que los ingleses presuman de ser prácticos porque no son lógicos. A un griego antiguo o un chino eso le parecería exactamente igual que decir que los contables londinenses son unos fenómenos a la hora de cuadrar sus libros porque no hacen bien las cuentas.
Pero no sólo es esta paradoja, sino que el cultivo de la paradoja se ha hecho ortodoxia, y los hombres descansan en una paradoja con la misma placidez que en una perogrullada. No es que el hombre práctico se ponga cabeza abajo, lo que puede ser a veces una gimnasia estimulante aunque insólita; es que descansa cabeza abajo, y hasta duerme cabeza abajo. Es un punto importante, porque la utilidad de la paradoja está en despertar la mente.
Tomemos una buena paradoja, como aquella de Oliver Wendell Holmes: “Dadnos los lujos de la vida y prescindiremos de las cosas necesarias”. Hace gracia y por tanto impresiona: tiene un punto atractivo de desafío, contiene una verdad real, aunque romántica. Parte de la gracia es que se formula como una contradicción en los términos.
Pero la mayoría de la gente estará de acuerdo en que sería considerablemente peligroso fundamentar todo el sistema social en la idea de que las cosas necesarias no son necesarias, lo mismo que algunos han fundamentado toda la Constitución británica en la idea de que la falta de sentido siempre acabará desembocando en sentido común. E incluso en esto se podría decir que ha cundido el ejemplo, y que el moderno sistema industrial realmente dice: “Dadnos lujos como el jabón de brea, y prescindiremos de cosas necesarias como el trigo” (Santo Tomás de Aquino, 6-1).

El mundo de hoy late según este diagnóstico: podríamos decir “dadnos jamón de pata negra o el último modelo de celular, que lo demás no importa. Dadnos diversión, que bastante amargura tiene la vida. La verdad es menos importante”. Con este planteamiento, no es extraño que Chesterton considere nuestra tendencia a empequeñecer nuestra felicidad.

 

Antropología de Chesterton, 3: Liberarse de la degradante esclavitud de ser hijo del propio tiempo

Habíamos comenzado a comentar las características de la antropología de Chesterton según el texto Por qué soy católico (Pasión por la verdad y La falsa superioridad de los intelectuales), y que por diversas razones hemos tenido que interrumpir. Recordemos que en ese fragmento, GK proporciona seis razones por las que considera el valor del cristianismo, que son de tipo meramente humano, pero le resultan plenamente convincentes. Hoy vemos la siguiente:

Los protagonistas de 'Las invasiones bárbaras' (Denys Arcand) repasan su trayectoria intelectual, dando implícitamente la razón a Chesterton.

Los protagonistas de ‘Las invasiones bárbaras’ (Denys Arcand, 2003) repasan su trayectoria intelectual, dando implícitamente la razón a Chesterton.

3. Es lo único que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser hijo de su tiempo.

Hay mucha gente que considera a Chesterton un escritor conservador, en parte por ser cristiano, y en parte, por pensar –como dice Ricardo Jordana (Gran Enciclopedia Rialp, voz Chesterton)- que “defiende el convencionalismo», aunque sea «de manera muy poco convencional”. En realidad, como afirma Abelardo Linares (contraportada de El hombre corriente, Espuela de Plata, 2013), Chesterton es un rebelde, y precisamente un rebelde contra las convenciones: no las convenciones sociales –que facilitan la convivencia- sino las convenciones ideológicas modernas –que diluyen el sentido común-.

No es que GK quiera ser rebelde por serlo –aunque como dice al principio de Herejes– a los 18 años él también quería ser hereje, como todos los demás, porque era lo que se llevaba. Eso suponía buscar su propio camino, aunque pronto se hizo consciente de la terrible incongruencia que había en ese planteamiento: un hereje es una persona que afirma tener la verdad frente a la verdad establecida. Si todos quieren ser herejes por el mero hecho de serlo –es decir, por ser diferentes al resto-, la verdad ha pasado a un segundo plano, se ha vuelto indiferente y a las personas les da lo mismo estar en la verdad que en el error, poniendo por delante una cuestión secundaria. Se había perdido así el ‘sentido común’ que coloca lo importante en su lugar.

Chesterton es un intelectual de primera –aunque no sea un filósofo convencional-, que se plantea lo que la mayoría no es capaz de hacer –sean de la ideología que sean-, y que tiene sobre todo una gran preocupación por la coherencia, es decir, por llegar a las últimas consecuencias de lo que se cree o lo que se hace.

Cuando se planteó ser hereje, advirtió el relativismo generalizado de su tiempo –que es también el nuestro- y sustituyó el deseo de la herejía por la búsqueda de la verdad, probablemente por su humildad –una virtud nada de moda- y su capacidad de asombrarse ante el mundo, que le crearon un sentido del agradecimiento fuera de lo común (Ver este fragmento de la Autobiografía). Esto le condujo al cristianismo, tal y como expone en Ortodoxia –que no podemos glosar aquí- lo que le sirvió para comprender que paradójicamente se había convertido en el único hereje verdadero entre su grupo de colegas periodistas e intelectuales de corte progresista (Chesterton fue realmente librepensador y socialista antes de acercarse al cristianismo). Era realmente el único que estaba convencido de las verdades (o dogmas como a él le gustaba decir) en las que había depositado su confianza, y por tanto la única voz discordante dispuesta a afirmar su verdad por encima de todo.

La genialidad de Chesterton nos muestra la locura que supone estar siempre a la última, la estúpida necesidad que tenemos los seres humanos de sentirnos en la cresta de la ola, fomentada por las actitudes intelectuales de nuestro tiempo. En algún lugar afirma que lo que antes se llamaban herejías, ahora se llaman modas; si lo pensamos, es cierto en su sentido más profundo –más allá de las modas superficiales de ropa u otros hábitos de vida cotidiana, lógicamente. Es decir, están destinadas a pasar. Hay una excelente película canadiense –Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand, Oscar en 2003 a la mejor película de habla no inglesa- en la que los protagonistas –veteranos profesores universitarios- recuerdan irónicamente todas las corrientes intelectuales que siguieron como si fueran la definitiva.

Las palabras de Chesterton –la degradante esclavitud de ser hijo del tiempo– suenan fuertes a nuestros débiles oídos. Chesterton no teme llamar a las cosas por su nombre, primero porque desde su roca firme, no tiene miedo a los envites de los colegas o las modas intelectuales, y segundo, porque se atreve a rastrear en el pasado y encontrar en qué consisten esas corrientes intelectuales: de hecho, concluimos con este texto del Santo Tomás de Aquino, a propósito de la permanencia cuasi oculta de los mismos errores a lo largo de la historia humana:

Quizá la historia no registre ninguna revolución de verdad. Lo que siempre ha habido han sido contrarrevoluciones. Los hombres siempre han estado rebelándose contra los últimos rebeldes, o incluso arrepintiéndose de la última rebelión.
Se podría ver esto en las más intrascendentes modas contemporáneas, si la mentalidad de moda no hubiera adquirido la costumbre de ver al último rebelde como rebelde frente a todas las épocas a la vez. La chica moderna de cóctel y labios pintados es tan rebelde frente a la sufragista de 1880, con su cuello duro y su abstinencia estricta, como ésta era rebelde frente a la dama victoriana de los valses lánguidos y el álbum lleno de citas de Byron; o como esta última, a su vez, era rebelde frente a una madre puritana para quien el vals era una orgía desenfrenada y Byron, el bolchevique de su tiempo. Sigamos incluso la ascendencia de la madre puritana en la historia, y representa una rebelión frente a la laxitud de la Iglesia anglicana de los Cavaliers[1], que al principio fue rebelde frente a la civilización católica, que había sido rebelde frente a la civilización pagana.
Sólo un lunático defendería que esas cosas sean un progreso, porque obviamente van primero en una dirección y luego en la otra. Sea lo que fuere correcto, una cosa sin duda está equivocada: la costumbre moderna de contemplarlas sólo desde el lado moderno. Pero eso es ver sólo el final del cuento: se rebelan contra no saben qué, porque surgió no saben cuándo. Atentos sólo al final, desconocen su comienzo, y por lo tanto su mismo ser. La diferencia entre los casos menores y el mayor está en que éste es realmente un cataclismo humano tan enorme que los hombres parten de él como si estuvieran en un mundo nuevo, y esa misma novedad les permite ir muy lejos, en general demasiado lejos (Santo Tomas, 03-11).

No es de extrañar así que Chesterton prefiriese la philosophia perennis de Santo Tomás, que inspira sentido común y contacto con la realidad.

[1] Los partidarios de Carlos I en las guerras civiles de 1642-1648 [N. de MLB].

La aportación de Santo Tomás de Aquino, según Chesterton: la bondad del orden natural

Llevamos unas semanas comentando el libro ‘Santo Tomás de Aquino‘ pero he encontrado un texto sintético tan excelente que no me resisto a reproducirlo. Se encuentra en la selección titulada «La cosa» (Espuela de Plata, 2010, pp.204-7; no confundir con el libro del mismo título), y fue publicado en el semanario casi bicentenario The Spectator el 27.02.1932, antes de recibir el encargo del libro sobre Santo Tomás, por parte de la editorial Hoddern & Stoughton, según la web de la American Chesterton Society, que lo publica en versión original. Como dice el propio Chesterton, la dificultad es seleccionar entre las muchas facetas de su mente, la que mejor sugiera su tamaño o escala. Y como es habitual, GK lo resuelve estupendamente:

Santo Tomás de Aquino era profundamente admirado por Chesterton. Imagen: Fluvium.org

Santo Tomás de Aquino era profundamente admirado por Chesterton. Imagen: Fluvium.org

Para entender su importancia, hay que compararlo con los dos o tres credos cósmicos alternativos: él es todo el intelecto cristiano hablando con el paganismo o el pesimismo. Discute, a través de los siglos, con Platón o con Buda, y él gana. Su mente era tan amplia, y de un equilibrio tan hermoso, que para sugerirla habría que hablar de un millón de cosas.
Tal vez la mejor simplificación sea ésta: Santo Tomás se enfrenta a otros credos del bien y del mal, sin negar para nada el mal, con la teoría de dos niveles del bien. El orden sobrenatural es el bien supremo, como para cualquier místico oriental, pero el orden natural es bueno, tan sólidamente bueno como para cualquier hombre corriente. Así es como “acaba con los maniqueos”.
La fe es más elevada que la razón, pero la razón es más elevada que todo lo demás, y tiene derechos supremos en su propio dominio. Ahí es donde anticipa y responde al grito anti-racional de Lutero y compañía. Como me dijo un poeta altamente pagano: “La Reforma tuvo lugar porque la gente no tenía cerebro para entender a Aquino”. La Iglesia es más inmortalmente importante que el Estado, pero el Estado tiene sus derechos, así y todo.
Esta dualidad cristiana siempre ha estado implícita, como en la distinción que hizo Cristo entre Dios y el César, o la distinción dogmática entre las naturalezas de Cristo. Pero a Santo Tomás corresponde la gloria de haber descubierto ese doble hilo como clave de mil cosas. Y así, creó el único credo en el que los santos pueden estar cuerdos. Se presenta ante el mundo moderno como el único credo en el que los poetas pueden estar cuerdos. Porque ahora no hay nadie que acabe con los maniqueos, y toda la cultura está infectada de la leve sensación impura de que la naturaleza, y todas las cosas que tenemos detrás y debajo, son malas.
Para el intelectual sólo hay exaltación en las alturas. Santo Tomás exaltó a Dios sin rebajar al Hombre; exaltó al Hombre sin rebajar la naturaleza. Así, hizo un cosmos de sentido común, ‘terra viventium’, tierra de los vivos. Su filosofía, como su teología, es la del sentido común.
No tortura el cerebro con desesperados intentos de explicar la existencia restándole importancia. Los primeros pasos de su mente son los primeros pasos de cualquier mente honesta, igual que las primeras virtudes de su fe podían ser las de cualquier campesino sincero.
Él, que combinó tantas cosas, también combinó la sutileza con la sencillez intelectual, y el sacerdote que asistió en su lecho de muerte a este titán de energía intelectual, cuyo cerebro había arrancado de raíz el mundo entero, y penetrado en cada estrella, y dividido cada paja del universo del pensamiento e incluso del escepticismo, dijo que al escuchar la confesión del moribundo, de repente le pareció estar escuchando la primera confesión de un niño de cinco años.

La comparación como método de análisis en Chesterton

Estamos comentando un texto paradigmático de GK, no sólo por su contenido, sino también porque en él se refleja su forma de trabajar intelectualmente. Además de los contenidos que podemos denominar sustantivos, ya hemos visto la necesidad de llegar a sus últimas consecuencias, la importancia de las actitudes y la relevancia de la psicología. Hoy quiero destacar algo que también hemos visto en algunas entradas del blog, que es la pasión por la comparación. En la entrada sobre optimistas y pesimistas, nos mostraba GK -tomando como excusa el diente de león- la comparación como una mezcla de herramienta de análisis y ejemplo.

En este texto, Chesterton utiliza la comparación entre cuchillos. Foto: cuchillos criollos argentinos. lagazeta.com.ar

En este texto, Chesterton utiliza la comparación entre cuchillos. Foto: cuchillos criollos argentinos. lagazeta.com.ar.

Ahora vamos a ver otro ejemplo, de uno de sus primeros textos: la introducción a El Acusado, que también hemos tenido ocasión de ver en el blog (01-06 a 08), y que quizá sea uno de los mejores, puesto que explica el funcionamiento y el sentido de la comparación (además de relacionarlo con la necesidad de llegar a las últimas consecuencias, como siempre): comparar es emitir un juicio por nuestra parte, que refleja nuestra comprensión de la realidad (que puede ser más o menos verdadera) y nuestra actitud hacia ella (que refleja la consideración que tenemos de nosotros mismos). Aunque la cuestión de la comparación termina en un momento dado, hemos optado por dejar el texto algo más largo, pero completo hasta el final.

Cada vez se hace más evidente, así pues, que el mundo se halla permanentemente amenazado de ser juzgado mal. Y que esta no es ninguna idea extravagante o mística puede comprobarse mediante ejemplos sencillos. Las dos palabras absolutamente básicas ‘bueno’ y ‘malo’, que describen dos sensaciones fundamentales e inexplicables, no son ni han sido nunca empleadas con propiedad. Nadie que lo haya experimentado alguna vez llama bueno a lo que es malo; en cambio, las cosas que son buenas son llamadas malas por el veredicto universal de la humanidad.
Pero, permítaseme explicarme mejor. Ciertas cosas son malas por sí mismas, como el dolor, y nadie -ni siquiera un lunático- podría decir que un dolor de muelas es en sí mismo bueno. Pero un cuchillo que corta mal y con dificultad es llamado un mal cuchillo, lo que desde luego no es cierto. Únicamente no es tan bueno como otros cuchillos a los que los hombres se han ido acostumbrando. Un cuchillo no es malo salvo en esas raras ocasiones en que es cuidadosa y científicamente introducido en nuestra espalda. El cuchillo más tosco y romo que alguna vez ha roto un lápiz en pedazos en lugar de afilarlo es bueno en la medida en que es un cuchillo: habría parecido un milagro en la Edad de Piedra.
Lo que nosotros llamamos un mal cuchillo es simplemente un buen cuchillo no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos un mal sombrero es simplemente un buen sombrero no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos una mala civilización es una buena civilización no lo bastante buena para nosotros.
Decidimos llamar mala a la mayor parte de la historia de la humanidad no porque sea mala, sino porque nosotros somos mejores. Y esto es a todas luces un principio injusto. El marfil puede no ser tan blanco como la nieve, pero todo el continente Ártico no hace negro el marfil.
Ahora bien, me parece injusto que la humanidad se empeñe continuamente en llamar malas a todas esas cosas que han sido lo bastante buenas como para hacer que otras cosas sean mejores, en derribar siempre de una patada la misma escalera por la que acaba de subir.
Creo que el progreso debería ser algo más que un continuo parricidio, y es por eso que he buscado en los cubos de basura de la humanidad y he encontrado un tesoro en todos ellos. He descubierto que la humanidad no se dedica de manera circunstancial, sino eterna y sistemáticamente, a tirar oro a las alcantarillas y diamantes al mar. He descubierto que cada hombre está dispuesto a decir que la hoja verde del árbol es algo menos verde y la nieve de la Navidad algo menos blanca de lo que en realidad son.
Todo lo cual me ha llevado a pensar que el principal cometido del hombre, por humilde que sea, es la defensa. He llegado a la conclusión de que por encima de todo hace falta un acusado[1] cuando los mundanos desprecian el mundo, que un abogado defensor no habría estado fuera de lugar en aquel terrible día en que el sol se oscureció sobre el Calvario y el Hombre fue rechazado por los hombres.

[1] Quizá la mejor traducción de defendant sea la de demandado, más que acusado, pues es el demandado quien necesita un abogado defensor, que es la tarea que realiza en los artículos de libro.

Marshall McLuhan: Chesterton fue un maestro del argumento en las cuestiones más confusas de nuestra era

Imagen de la cuenta oficial de Marshall McLuhan en Twitter.

Imagen de la cuenta ‘Marshall McLuhan’ -sobre comunicación- en Twitter.

Va siendo hora de volver a colocar en el Chestertonblog algún tipo de prólogo o estudio. En esta ocasión, hemos escogido un fragmento de Marshall McLuhan (Alberta, Canadá, 1911-1980), el autor de expresiones famosas –porque son reales- como la ‘aldea global’ o ‘el medio es el mensaje’. McLuhan se convirtió al catolicismo influido por los escritos de Chesterton, y escribió varias cosas sobre él, y algunas están recogidas en la selección que D.J. Conlon realizó para la Universidad de Oxford (G.K. Chesterton. A Half Century of Views. Oxford, 1987). En concreto, hemos seleccionado –y traducido, gracias a nuestro sensacional  y siempre amable colaborador Carlos D. Villamayor- el capítulo Dónde entra Chesterton (pp.75-77). Nuestra idea inicial fue publicarlo entero (aquí el texto completo en castellano y en inglés), pero como resultaba demasiado extenso, hemos eliminado una parte, en la que McLuhan considera que la parte poética y artística no es la mejor de Chesterton (la historia juzgará sus méritos y sus influencias literarias). La aportación de Chesterton estaría en otro sitio:

“Hoy en día, el público de Chesterton sigue siendo en gran parte el público que leyó sus libros tal como fueron publicados. Y para estos lectores, representa inevitablemente una variedad de actitudes y costumbres literarias que han empezado a ‘pasar de moda’ en una manera que impide a muchos lectores más jóvenes acercarse a él. De manera que, por ejemplo –incluso en universidades católicas- los libros de Chesterton no están frecuentemente en las listas de lectura, ni muchos estudiantes actuales leen más que ocasionalmente las historias del Padre Brown.

“La relevancia contemporánea de Chesterton es –específicamente- que su intuición metafísica del ser estuvo siempre al servicio de la búsqueda de un orden moral y político en el caos actual. Fue un tomista por connaturalidad con el ser, no por estudio de Santo Tomás. Y a diferencia de los neo-tomistas, su infalible sentido de la relevancia de la analogía del ser dirigió su mirada intelectual no a los escolásticos, sino al corazón del caos de nuestro tiempo.

“La enseñanza católica de la filosofía y las artes tiende a ser catequética. Busca precisamente esa pseudo-certeza cartesiana que oficialmente deplora, y se separa a sí misma de la vida compleja de la filosofía y las artes. Esto es sólo para decir que las universidades católicas son justamente como las no-católicas: reflejos de un mundo mecanizado. Por otro lado están los descubrimientos críticos genuinos, hechos por T. S. Eliot y F. R. Leavis, sobre cómo entrenar, simultáneamente, percepciones estéticas y morales en actos de conciencia y juicio unidos: estos grandes descubrimientos son ignorados por educadores católicos. Más bien en los patrones racionalistas y dialécticos de Buchanan y Adler se imaginan que existe algún residuo tomista en que se puede confiar.

“Ahí es donde entra Chesterton. Su infalible sentido de relevancia y de la ubicación del corazón del caos contemporáneo lo llevó siempre a atacar el problema de la moral y la psicología. Él estuvo siempre en el orden práctico. Es importante, pues, que se haga una antología de Chesterton de acuerdo a lo indicado por el Sr. Kenner: no una antología que preserve el sabor victoriano de su periodismo a través de citación extensa, sino una de fragmentos que le permitan al lector sentir la poderosa intrusión de Chesterton a todo tipo de cuestión moral y psicológica confusa de nuestro tiempo. Puesto que parece que él nunca llegó a posición alguna mediante dialéctica o doctrina, sino que disfrutó de un tipo de connaturalidad con toda clase de sensatez.

[…]

“En pocas palabras, Chesterton no fue un poeta. La superstición de que lo fue está basada en las connotaciones vagamente edificantes de ‘lo poético’, prevalecientes hasta hace poco. Fue un moralista metafísico. Por tanto, él no tenía dificultad en imaginar qué tipo de presiones psicológicas ocurrirían en la mente de un egipcio del siglo cuarto, o un miembro de clan de las Highlands escocesas, o un californiano moderno; o en meterse en la cabeza de estos y en ver con sus ojos en la manera que hace al Padre Brown único entre los detectives. Pero no estaba ocupado en representar su propia época en términos de tan variada experiencia, como típicamente lo está el artista. El artista nos ofrece no un sistema, sino un mundo. Un mundo interior es explorado y desarrollado y entonces proyectado como un objeto. Pero ese nunca fue el método de Chesterton. Todas mis puertas mentales abren hacia fuera, a un mundo que yo no he hecho [en ‘El asombro y el poste de madera’ de Los países de colores], dijo en una formulación básica. Y esta distinción debe permanecer siempre entre el artista ocupado en construir un mundo y el metafísico ocupado en contemplar un mundo. También debe liberar las mentes de aquellos que, de un sentido de lealtad al poder filosófico de Chesterton, se han sentido obligados a defender su retórica y sus versos también.

“Es hora de abandonar al Chesterton literario y periodístico al destino crítico que le espere de parte de evaluadores futuros. Es hora también de verlo libre de la acumulación accidental de gestos literarios efímeros. Esto significa verlo como un maestro de la percepción analógica y del argumento, que nunca erró al enfocar –con un alto grado de sabiduría moral- las cuestiones más confusas de nuestra era”.

Chesterton: ‘Mi final es mi principio’

Con motivo aniversario del fallecimiento de Chesterton -el 14 de junio de 1936- decidimos publicar uno de sus últimos textos, en el que explica el sentido de su propia existencia: la segunda mitad del largo capítulo 16 de la Autobiografía (Acantilado, 2003): El Dios de la llave dorada. Como todavía era muy larga, y a su vez podía dividirse coherentemente en otras dos partes, publicamos el día 14 la que titulamos ‘Agradecimiento por el diente de león, y hoy lo que constituiría el último bloque del largo capítulo, a la que hemos denominado ‘Teología del diente de león y filosofía realista’, por su contenido, aunque la entrada está titulada con una frase del final. Como se ve, a GK le interesa hacer pensar y razonar hasta el último minuto, en su perpetuo debate con las carencias intelectuales del mundo moderno. Son los párrafos 21 a 30 del capítulo: tras debatir sobre la actitud vital con que hay que enfrentarse a la vida –que tiene un sentido cósmico para ser plena, pues requiere el misticismo y la teología-, Chesterton repasa brevísimamente todo su sistema filosófico –incluyendo una aguda crítica a la falsa tolerancia de hoy- y concluye de manera característica, son su magistral habilidad para devolvernos al punto de partida -las novelas de misterio- como había empezado el capítulo. Como siempre, si alguien desea leer toda la segunda parte completa (párr. 13-30), puede hacerlo en versión bilingüe.

El fragmento de GK de hoy   procede del cap.16 de su 'Autobiografía', llamado 'El Dios de la llave de oro'

El fragmento de GK de hoy procede del cap.16 de su ‘Autobiografía’, llamado ‘El Dios de la llave dorada’

16.3. Teología del diente de león y filosofía realista
16.3.1 El realismo frente al relativismo actual
He recurrido aquí a una metáfora tópica de un libro de versos afortunadamente olvidado,[1] únicamente porque es ligera y trivial, y los niños pueden dispersarla de un soplido –como si fuera un vilano de cardo- y porque es más apropiado para un lugar como éste, al que no se ajustaría el argumento formal. Pero, a no ser que alguien crea que el concepto no guarda relación con el razonamiento, sino que es sólo una fantasía sentimental sobre malas hierbas o flores silvestres, indicaré superficial y brevemente lo bien que esta imagen encaja en todos los aspectos del razonamiento.
En cuanto a lo primero, un eventual crítico dirá: “¡Vaya tontería que es todo esto! ¿Quiere usted decir que un poeta no puede dar gracias por la hierba y las flores silvestres sin ponerlo en relación con la teología, y no digamos ya que tenga que ser su teología?” A lo que yo respondo: “Sí, quiero decir que no puede hacerlo sin relacionarlo con la teología, a no ser que pueda hacerlo al margen del pensamiento. Si consigue ser agradecido y que no haya nadie a quien agradecer ni buenas intenciones por las que dar las gracias, entonces él simplemente se refugia en ser desconsiderado para evitar tener que ser desagradecido”. Pero, desde luego, el razonamiento va más allá de la gratitud consciente y puede aplicarse a cualquier clase de paz, seguridad o tranquilidad, incluso a la seguridad y la tranquilidad inconscientes.
En último término, incluso la adoración por la naturaleza de los paganos o el amor por la naturaleza de los panteístas dependen tanto de la intención implícita y la bondad objetiva de las cosas como la acción de gracias directa de los cristianos. En realidad, la Naturaleza es, en el mejor de los casos, otro nombre femenino que damos a la Providencia cuando no la tratamos muy en serio, un fragmento de mitología feminista. Hay una especie de cuento de hadas, más adecuado para contarlo al amor de la lumbre que en el altar, en el que lo que se llama Naturaleza puede ser una especie de hada madrina. Pero sólo puede haber hadas madrinas porque hay madrinas; y hay madrinas porque hay madre; y si hay madre, es porque existe un Padre.[2]

Lo que me ha molestado toda la vida sobre los escépticos es su extraordinaria lentitud para llegar a la conclusión, aunque sea sobre sus propias posturas. He escuchado cómo los criticaban o cómo los admiraban por su temeraria precipitación y su imprudente furia innovadora, pero yo siempre he encontrado difícil lograr que se movieran unas pulgadas y terminaran su razonamiento.
Cuando por primera vez se insinuó que tal vez el universo no obedeciera a un gran diseño, sino que tan sólo fuera una excrecencia ciega e indiferente, deberíamos habernos dado cuenta inmediatamente de que aquello impediría para siempre el que un poeta se instalase en los verdes campos como en su casa o buscara inspiración en el cielo azul. La hierba verde pasaría a ser como el verde herrumbre o el verde podredumbre, y dejaría de tener relación con ese algo auténtico con el que tradicionalmente se la ha asociado. De igual forma, el cielo azul nos evocaría lo mismo que una nariz amputada en un congelado universo muerto.
Los poetas, incluso los paganos, sólo pueden creer directamente en la Naturaleza si indirectamente creen en Dios. Si la segunda idea se desvaneciera de verdad, tarde o temprano la primera seguirá el mismo camino. Y aunque sólo sea por una especie de dolorido respeto por la lógica humana, desearía que fuera lo más temprano posible.
Desde luego, un hombre puede mostrar un interés casi animal ante ciertos accidentes de forma y color en una roca o un charco, igual que ante una bolsa para trapos o ante un guardapolvos, pero no puede mostrar eso a lo que se refieren los grandes poetas o los grandes paganos al hablar de los misterios de la Naturaleza o de la inspiración de los poderes elementales. Cuando ya no existe siquiera una vaga idea de los fines o las presencias, entonces el bosque multicolor es realmente una bolsa de trapos, y el espectáculo del polvo queda reducido al guardapolvo. Se puede ver cómo esta constatación invade como una lenta parálisis a todos los poetas modernos que no han reaccionado ante lo religioso. Su filosofía del diente de león no es la de que todas las malas hierbas son flores, sino más bien la de que todas las flores son malas hierbas. En realidad, llega a convertirse en una especie de pesadilla, como si la propia Naturaleza no fuera natural.
Tal vez esa sea la causa por la que muchos de ellos intentan desesperadamente escribir sobre las máquinas, cuyo diseño, de momento, nadie discute. Ningún Darwin ha sostenido todavía que los motores empezaran como esquirlas de metal y que en su mayoría fueran chatarra; o que sólo los coches que por casualidad desarrollaron un carburador sobrevivieron a la lucha por la vida en Piccadilly. Sea cual sea la razón, he leído poemas modernos que claramente intentan que la hierba parezca algo meramente áspero, pinchudo y repugnante como una barbilla sin afeitar.

Ése es el primer distintivo: que este misticismo humano común hacia el polvo, el diente de león, a la luz del día o a la vida diaria del hombre, depende absolutamente y siempre ha dependido de la teología, si es que ha tenido relación con el pensamiento. Y si a continuación me preguntan que por qué esta teología, respondería que porque es la única que no sólo ha pensado, sino que ha pensado en todo.
No sólo no negaré que casi todas las teologías o filosofías contienen una verdad, sino que lo afirmo rotundamente, y de eso es de lo que me quejo. Todas y cada una de las doctrinas o sectas que conozco se conforman con seguir una verdad, bien sea teológica, teosófica, ética o metafísica. Y  cuanto más universales afirman ser, tanto más parece que lo único que hacen es simplemente coger algo y aplicarlo a todo. Un científico y erudito hindú muy brillante me dijo: “Sólo existe una cosa: la unidad y la universalidad. Los puntos en los que las cosas discrepan no son importantes; lo único importante es aquello en lo que coinciden”. Y yo le respondí: “El acuerdo al que realmente queremos llegar es el acuerdo entre acuerdo y desacuerdo. Es el sentido de que las cosas difieren aunque sean una”. Mucho después, descubrí que lo que yo quería decir ya lo había formulado mucho mejor el escritor católico Coventry Patmore: “Dios no es infinito; es la síntesis entre lo infinito y el límite”.
En resumen, los otros profesores eran siempre hombres de una sola idea, aunque aquella única idea fuese la universalidad. Y eran especialmente estrechos cuando su única idea era la amplitud. Sólo he encontrado un credo que no se contenta con una sola verdad, sino únicamente con la Verdad, hecha de un millón de verdades y, sin embargo, una.
Incluso en esta ilustración sobre mis propias fantasías personales, lo que afirmo se demuestra doblemente. Si hubiera divagado como Bergson o Bernard Shaw y hubiera construido mi propia filosofía a partir de mi precioso fragmento de verdad, por el simple hecho de haberla descubierto yo sólito, pronto habría descubierto cómo esa verdad se distorsionaba y convertía en falsedad. Incluso en este caso, hay dos modos en los que podría haberse vuelto contra mí y haberme destrozado: uno habría sido alentando el engaño al que yo estaba más predispuesto; y el otro, excusando la falsedad que me parecía más inexcusable.
Respecto al primero, el sentido exagerado de que aquella luz del día, el diente de león y toda aquella primera experiencia eran una suerte de visión increíble, se habría convertido en mi caso, sin el contrapeso de otras verdades, en algo realmente desequilibrado. Porque la idea de ver visiones estaba peligrosamente cercana a mi vieja pesadilla original, que me había conducido a moverme como en un sueño y, en determinado momento, a perder el sentido de la realidad y con él, gran parte de la responsabilidad. Y en lo tocante a la responsabilidad, en un terreno más práctico y ético, podría haber provocado en mí una especie de quietismo político, al que yo me oponía en conciencia tanto como al cuaquerismo.
Porque, ¿qué habría podido decir yo si un tirano hubiera tergiversado esta idea de la conformidad trascendental y la hubiera convertido en una excusa para la tiranía? Supongamos que hubiera citado mis propios versos sobre la idoneidad de una existencia elemental y sobre la verde visión de la vida; supongamos que lo hubiera utilizado para demostrar que los pobres deben contentarse con cualquier cosa y que hubiera dicho como el viejo tirano: “Que coman hierba”.[3]

En una palabra, tenía el humilde propósito de no ser un maníaco, un monomaniaco, sobre todo, no ser un monomaniaco con una sola idea simplemente porque era la mía. La idea era bastante normal y bastante consistente con la fe; en realidad, era parte de ella. Pero sólo siendo parte de ella, podía haber permanecido normal.
Estoy convencido que esto sirve para casi todas las ideas de las que mis contemporáneos más capaces han extraído nuevas filosofías, muchas de ellas bastante normales al principio. Por tanto, he llegado a la conclusión de que existe una absoluta falacia contemporánea sobre la libertad de las ideas individuales: que tales flores crecen mejor e incluso más grandes en un jardín, y que en pleno campo se marchitan y mueren.

Y de nuevo soy muy consciente de que habrá alguien que haga esa pregunta natural y normalmente razonable: “¿De verdad quiere usted decir que a menos que un hombre acepte el particular credo que usted defiende, no puede poner objeciones a que se pida a la gente que coma hierba?” A esto, de momento, sólo contestaré: “Sí, eso quiero decir, pero no exactamente como usted lo formula”. Sólo añadiré, de pasada, que lo que realmente me subleva a mí y a todos de esa famosa burla del tirano es que transmite la insinuación de que se puede tratar a los hombres como bestias. Añadiré también que mi objeción no desaparecería por el hecho de que las bestias tuvieran suficiente hierba ni aunque los botánicos demostraran que la hierba es la dieta más nutritiva.

16.3.2 La vida, una historia de misterio
Me dirán que por qué ofrezco aquí este puñado de tópicos deshilvanados, tipos y metáforas, todo absolutamente inconexo. Pues porque ahora no estoy exponiendo un sistema religioso: estoy acabando una historia y redondeando lo que –al menos para mí- ha tenido mucho de aventura romántica y de novela de misterio. Es una narración totalmente personal que empezó en las primeras páginas de este libro, y tan sólo estoy respondiendo al final las preguntas que planteé al principio.
He dicho que tuve en la infancia, y en parte la he preservado, cierta debilidad romántica que ni el pecado ni el dolor han podido matar, porque a pesar de no haber tenido graves problemas, he tenido muchos. Un hombre no se hace viejo sin tener preocupaciones, aunque por lo menos yo me he hecho viejo sin aburrirme. La existencia es todavía para mí una cosa extraña y como a una extraña le doy la bienvenida.
Pues bien, para empezar, pongo ese principio de todos mis impulsos intelectuales ante la autoridad a la que finalmente he llegado, y descubro que estaba allí antes de que yo la pusiera. Me ratifico en mi constatación del milagro de estar vivo, no en ese oscuro sentido literario en el que los escépticos lo utilizan, sino en un sentido claro y dogmático que consiste en haber recibido la vida de lo único capaz de obrar milagros.

He dicho que esta tosca y primitiva religión de la gratitud no me salvaba de la ingratitud, del pecado que –para mí- tal vez sea el más horrible porque significa desagradecimiento. Pero también en esto he descubierto que me aguardaba una respuesta. Precisamente porque el mal estaba sobre todo en la imaginación, sólo podía ser penetrado por esa idea de la confesión, que significa el final de la simple soledad y el secreto.
Sólo he encontrado una religión que se atreviera a descender conmigo a mis propias profundidades. Sé, desde luego, que la práctica de la confesión, tras haber sido denigrada durante tres o cuatro siglos y durante gran parte de mi propia vida, se está recuperando con cierto retraso. Los científicos materialistas –siempre por detrás de su tiempo- reivindican todo lo que en ella se denigró como indecente e introspectivo. He oído que una nueva secta ha comenzado una vez más las prácticas de los primitivos monasterios, a tratar la confesión comunitariamente: a diferencia de los primitivos monjes del desierto, a los miembros de esta secta parece gustarles realizar el ritual vestidos con traje de noche.
En resumen, no quiero dar la impresión de que ignoro que distintos grupos en el mundo moderno se preparan para facilitarnos las gracias de la confesión. Ninguno de los grupos, hasta donde yo sé, manifiesta facilitar esa pequeña gracia de la absolución.

He dicho que mis morbideces eran tanto mentales como morales y que se hundían en la más pasmosa profundidad del escepticismo y solipsismo fundamentales. Y una vez más, volví a descubrir que la Iglesia se me había adelantado y había establecido sus inquebrantables bases;  que había afirmado la realidad de las cosas externas, de forma que incluso los locos pudieran oír su voz y que, mediante la revelación que tenía lugar en su mente, empezaran a creer lo que veían.

16.3.3 Conclusión: ‘Mi final es mi principio’
Para terminar, he dicho que he intentado -aunque imperfectamente- servir a la justicia y que he visto nuestra civilización industrial enraizada en la injusticia mucho antes de que se convirtiera en un comentario corriente como lo es hoy en día. Cualquiera que se moleste en mirar los ficheros de los grandes periódicos, incluso de los supuestamente radicales, y vea lo que dicen sobre las grandes huelgas y lo compare con lo que mis amigos y yo decíamos en las mismas fechas, puede fácilmente comprobar si lo que digo es una fanfarronada o una simple realidad.
Pero cualquiera que lea este libro (si alguien lo hace) verá que desde el principio mi instinto sobre la justicia, la libertad y la igualdad era de alguna forma distinto del habitual en mi época, distinto de todas aquellas tendencias dirigidas a la concentración y la generalización. Mi instinto me llevaba a defender la libertad de las naciones pequeñas y de las familias pobres, es decir, una defensa de los derechos del hombre que incluía los derechos de propiedad; sobre todo, la propiedad de los pobres. Realmente no entendí el significado de la palabra libertad, hasta que oí que la llamaban con el nuevo nombre de dignidad humana. Era un nombre nuevo para mí, aunque era parte de un credo con casi dos mil años de antigüedad.
En resumen, había deseado fervientemente que el hombre pudiera ser dueño de algo, aunque sólo fuera de su propio cuerpo. Al ritmo que avanza la concentración de bienes materiales, un hombre no poseerá nada, ni siquiera su propio cuerpo. Se ciernen ya en el horizonte vastas plagas de esterilización o higiene social, aplicadas a todos y que nadie impone. Por lo menos no voy a discutir aquí con las pintorescamente llamadas autoridades científicas del otro lado. He encontrado una autoridad que está de mi lado.

Esta historia, por tanto, sólo puede acabar como una historia de detectives, con respuestas a sus particulares preguntas y con una solución al problema planteado inicialmente. Miles de historias totalmente diferentes, con problemas totalmente distintos han acabado en el mismo punto y con los problemas resueltos.
Pero para mí, mi final es mi principio –como la frase de María Estuardo citada por Maurice Baring– y la aplastante convicción de que existe una llave que puede abrir todas las puertas me devuelve a la primera percepción del glorioso regalo de los sentidos y la sensacional experiencia de la sensación.
Surge de nuevo ante mí, nítida y clara como antaño, la figura de un hombre con una llave que cruza un puente, tal como lo vi cuando por primera vez miré el país de las hadas a través de la ventana del teatrillo de juguete de mi padre. Pero sé que aquel a quien llaman Pontifex -el constructor del puente- también se llama Claviger –el portador de la llave-, y que esas llaves le fueron entregadas para atar y desatar cuando era un pobre pescador de una lejana provincia, junto a un pequeño mar casi secreto.

[1]Se refiere a los versos de Swinburne –el poeta pesimista-, que citó en la parte anterior. Para verlos, pinchar en el enlace de la entrada.
[2] Aunque Olivia de Miguel, la traductora de la Autobiografía ha realizado una gran tarea, consideramos que este fragmento sólo puede comprenderse cabalmente si se confronta con el original inglés: Nature can be a sort of fairy godmother. But there can only be fairy godmothers because there are godmothers; and there can only be godmothers because there is God.
[3] La frase hace referencia a la respuesta de Andrew Myrick, un comerciante de Minnesota, ante la petición de alimentos que el jefe sioux Little Crow le hizo para poder así alimentar a su pueblo, que había sido confinado en una reserva junto al río. Pocos días después se encontró el cadáver de Myrick con la boca llena de hierba y el incidente dio pie a la revuelta de los indios de Minnesota de 1862 [N de OM].

Una clave de Chesterton: llegar a las últimas consecuencias, en el pensamiento y en la vida. El ejemplo de la confesión

Con motivo del 78 aniversario de la muerte de GK hemos publicado un texto –El sentido de mi existencia-, quizá uno de los últimos escritos de su vida, pues concluyó la Autobiografía –es un fragmento del último capítulo, n.16- pocos meses antes de morir.
Al releerlo, para comentar no he podido resistir la tentación de volver a colocar de nuevo algunos fragmentos de los párrafos 13 y 14. No quiero a hacer –como él mismo señala en uno de los subpárrafos suprimidos- una apología del Cristianismo, pues para eso hay otros lugares. Lo que me interesa destacar ahora es cómo GK comprende una determinada verdad y la lleva a sus últimas consecuencias (precisamente lo que en los párrafos siguientes criticará de pesimistas y optimistas: que no fundamentan bien sus argumentos, como él hace). Se puede estar de acuerdo o no, pero es innegable su capacidad por esforzarse en llegar hasta el fondo de lo que tiene entre manos: eso lo hizo rebelde en su tiempo, y lo hará rebelde también ante los conformistas de cualquier tipo, también de su propia religión, especialmente aquellos que ‘no se enteran’ en qué consiste ésta.

Confesonarios en la JMJ de Río de Janeiro, en 2013. Panorama móvil.

Confesonarios en la JMJ de Río de Janeiro, en 2013. Panorama móvil.

Cuando la gente me pregunta: “¿Por qué abrazó usted la Iglesia de Roma?”, la respuesta fundamental –aunque en cierto modo elíptica- es: “Para librarme de mis pecados”, pues no hay otra organización religiosa que realmente admita librar a la gente de sus pecados. Está confirmado por una lógica que a muchos sorprende, según la cual la Iglesia concluye que el pecado confesado y adecuadamente arrepentido queda realmente abolido, y el pecador vuelve a empezar de nuevo como si nunca hubiera pecado. Y esto me retrae vivamente a aquellas visiones o fantasías de las que ya he tratado en el capítulo dedicado a la infancia. En él hablaba de aquella extraña luz, algo más que la simple luz del día, que todavía parece brillar en mi memoria sobre los empinados caminos que bajaban de Campden Hill, desde donde se podía ver, a lo lejos, el Palacio de Cristal.
Pues bien, cuando un católico se confiesa, vuelve realmente a entrar de nuevo en ese amanecer de su propio principio y mira con ojos nuevos, más allá del mundo, un Palacio de Cristal que es verdaderamente de cristal. Él cree que en ese oscuro rincón y en ese breve ritual, Dios vuelve a crearle a Su propia imagen. Se convierte en un nuevo experimento de su Creador, tanto como lo era cuando tenía sólo cinco años. Se yergue, como dije, en la blanca luz del valioso principio de la vida de un hombre. La acumulación de años ya no puede aterrorizarle. Podrá estar canoso y gotoso, pero sólo tiene cinco minutos de edad.
[…]
El sacramento de la penitencia otorga una nueva vida y reconcilia al hombre con todo lo vivo, pero no como hacen los optimistas, los hedonistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don tiene un precio y está condicionado por un reconocimiento. En otras palabras, el nombre del precio es la Verdad, que también puede llamarse Realidad: se trata de encarar la realidad sobre uno mismo. Cuando el proceso sólo se aplica a los demás, se llama Realismo (Autobiografía 16, 13-14).

Es frecuente el lenguaje hiperbólico en Chesterton, como este terrible que aparece en la introducción a El acusado: En algunas mesetas infinitas como enormes planicies que hubieran cobrado alturas vertiginosas, pendientes que parecen contradecir la idea de la existencia de algo semejante al nivel y nos hacen advertir que vivimos en un planeta con un techo inclinado, encontraremos, de vez en cuando, valles enteros cubiertos de rocas sueltas y cantos rodados tan enormes como montañas rotas. Todo podría ser una creación experimental destrozada. […] el escenario de la lapidación de algún profeta prehistórico, un profeta mucho más gigantesco que los profetas posteriores como esos peñascos en comparación con simples guijarros. Aquel profeta habría pronunciado unas palabras –unas palabras que resultarían ignominiosas y terribles-, y el mundo, aterrorizado, lo habría enterrado bajo un desierto de piedras (El acusado, 1-01).
Pero, ¿de qué otra manera se puede expresar el misterio inefable que significa comprender que –por medio de la confesión- uno vuelve a tener cinco minutos de edad, tener cinco años, perder el miedo a los errores cometidos y volver a ser un nuevo experimento del Creador, a cuya semejanza estamos hechos?

Chesterton y el enigma de ‘Herejes’: el problema del bien y la verdad

Portada de 'Herejes', de Chesterton, publicado por Acantilado

‘Herejes’, de Chesterton, en la edición de Acantilado

Chesterton publicó Herejes (Acantilado, 2007) en el año 1905. Por sus páginas desfilan casi todos los escritores de referencia de esos años, como George Bernard Shaw, H.G. Wells o Henrik Ibsen.

El libro llamó mucho la atención cuando salió a las librerías. Además del título, en Herejes había otro aspecto todavía más provocativo: su autor, un periodista algo belicoso y de estilo un tanto coloquial, hacía una crítica a los intelectuales consagrados, para decir que, simplemente, estaban equivocados. Y este autor ¡sólo tenía 31 años!

¿En qué consistía el error herético de la intelectualidad de finales del siglo XIX? Chesterton lo expresa de diversas formas. En una primera aproximación, detecta que no se toleran las generalizaciones. Estos autores no acaban de transmitir una visión general que pueda dar razón de la realidad. Cada uno asume un enfoque particular, que lógicamente entra en conflicto con el propuesto por otro. A lo sumo, todos parecen estar de acuerdo en la idea expresada por Shaw y recogida por Chesterton en Herejes: La regla de oro es que no hay regla de oro (p.10).

Para hacernos cargo mejor del ambiente intelectual, conviene tener presente que el XIX fue el siglo de los inventos. Los avances científicos precedentes fueron aplicados para el uso social. En relativamente poco tiempo la forma de vida de la gente corriente cambió notablemente a mejor gracias –entre otras cosas- a la iluminación de las ciudades, las líneas de ferrocarril y las comunicaciones telegráficas. El salto cualitativo contribuyó a consolidar una admiración general por la ciencia y una esperanza en el progreso técnico (ver por ejemplo, J. L. Comellas, El último cambio de siglo, Ariel, 2000).

Alimentado por el rigor y la precisión proporcionados por el método científico, el clima intelectual moderno tendía inevitablemente a la especialización. Chesterton ya advierte de la consecuencia de este modo pensar: todo es importante, a excepción de todo (p.10): se sabe mucho de casi cualquier cosa en particular mientras que apenas se indaga por alcanzar una visión de conjunto con un mínimo de rigor intelectual.

Aquí es donde Chesterton pone el dedo en la llaga. En Herejes señala lo que echa en falta en las reflexiones y propuestas de sus contemporáneos: cada una de las frases y los ideales modernos más populares es una evasión para esquivar el problema de qué es lo bueno (p.24).

Este fue el enigma que hizo salir a Chesterton en busca de una luz que no terminaba de encontrar en las explicaciones que le proporcionaron sus coetáneos: de alguna forma, sus escritos siempre vuelven a la cuestión de lo bueno. Quizá el texto en el que mejor lo expresó fue al final del primer capítulo del ensayo Lo que está mal en el mundo (1910), publicado dos años después de Ortodoxia: He llamado a este libro Lo que está mal en el mundo y el resultado del título puede entenderse fácil y claramente. Lo que está mal es que no nos preguntamos qué está bien (Acantilado, Lo que está mal en el mundo, 2008, p. 17).

En cambio, Chesterton advierte que lo que ocupa en buena medida la mente moderna era ya por aquel entonces la idea de romper límites, de eliminar fronteras y de deshacerse de dogmas. Al fin y al cabo, se trata de una consecuencia lógica de asumir que no hay regla de oro.

Un eco portentoso de este planteamiento resonó en la sociedad occidental en la década de 1960. Probablemente la mejor síntesis fue el lema ‘Prohibido prohibir’, proclamado en mayo del 68 por los universitarios de París. La generación posterior a la Segunda Guerra Mundial mostraba síntomas de una fuerte alergia al principio de autoridad, que no ha hecho más que agravarse con el paso del tiempo.

Si Chesterton había detectado la gravedad de estos síntomas en la cultura de su época, su diagnóstico no fue menos certero. El problema de fondo tenía mucho que ver con la verdad y con cómo alcanzarla. En Herejes escribió: La mente humana es una máquina para llegar a conclusiones; si no puede llegar a conclusiones está herrumbrada (p.215). Para Chesterton, el ejercicio intelectual que no se oxida es aquel que desemboca en afirmaciones cuya validez se apoya en la lógica, independientemente de las preferencias del sujeto.

Quizá sea éste uno de los errores más trágicos del mundo moderno: haber perdido la confianza en poder componer un mapa intelectual que sirva para guiar el curso de la propia existencia. Como todo mapa, deberá señalar los riesgos y las oportunidades, los peligros y los sitios de interés. Al interpretarlo correctamente se puede descubrir el camino más acertado y desechar aquellos que no valgan la pena. Para componer ese mapa hace falta criterio que dé capacidad de juzgar y advertir lo que es valioso por sí mismo, es decir, se requiere de una regla de oro que ayude a buscar una respuesta auténtica a la pregunta por lo bueno.

Chesterton: La filosofía es para el hombre corriente, 2: rastrear el origen del propio pensamiento

La primera parte del ensayo El restablecimiento de la filosofía se dedica a considerar las consecuencias sociales de la ausencia de filosofía, es decir, el favorecimiento de los más ricos y poderosos, puesto que se carece de argumentación sólida para ponerles freno.

Para GK -frente al cientifismo materialista- la filosofía sienta las bases para una adecuada comprensión del mundo y del ser humano

Para Chesterton, la filosofía sienta las bases para una adecuada comprensión del mundo y el hombre, frente al cientifismo materialista.

La segunda parte del argumento (párrafos 05-10) es algo más complicada. El punto de partida es que todo lo que tenemos ha sido pensado por alguien, seamos conscientes o no: El hombre siempre sufre la influencia de alguna clase de pensamientos, los propios o los de algún otro; los de alguien en quien confía o los de alguien de quien nunca oyó hablar; pensados de primera, segunda o tercera mano; pensados a partir de desacreditadas leyendas o de rumores no verificados; pero siempre algo con la sombra de un sistema de valores y una razón para su preferencia (05).

Es lo que se llama cultura o civilización, y actúa como filtro para considerar las realidades que nos rodean. Sin embargo, las corrientes filosóficas subyacentes son raramente examinadas por los hombres corrientes, que prefieren llamarse librepensadores o modernos, cuando en realidad utilizan ese pensamiento subyacente sin capacidad crítica. GK ha nuevamente en esta segunda parte –como antes lo hizo en la primera con las ideas del hombre práctico (ver original)- un análisis de la filosofía dominante, que viene a decir que todo es una repetición mecánica de causas y consecuencias inmediatas, sin dejar espacio a una voluntad superior, creadora de ese juego de causas y consecuencias –y por tanto que pueda alterarlo ocasionalmente, como sería el caso de los milagros.

Éstas son las tesis principales de Chesterton en el ensayo:
-Nadie trata de llegar al fondo, de la cuestión, la moda se impone sin verdadero espíritu crítico: Lo que realmente le ocurre al hombre moderno es que no conoce siquiera su propia filosofía, sino sólo su propia fraseología (09). Eso lo sabe GK por experiencia, porque se atrevió a enfrentarse a la cultura dominante en su tiempo, como mostró en Herejes y en Ortodoxia.
-Pensar en términos de una voluntad superior o un espíritu creador no es menos inteligente, porque la explicación de los hechos naturales no agota la explicación de la realidad, por más que los materialistas se empeñen. Hay muchas posturas que no son materialistas y no son menos inteligentes:

No es una negación de inteligencia sostener un concepto coherente y lógico en un mundo tan misterioso: No es una negación de inteligencia creer que toda experiencia es un sueño. No es signo de falta de inteligencia creer que es una ilusión, como creen ciertos budistas; y mucho menos creer que es un producto de una voluntad creadora, tal como creen los cristianos (10).

La clave está en comprender la naturaleza de los hechos: pero esta ‘naturaleza’ no es un concepto físico, sino metafísico, es decir, está más allá de lo que piensa la ciencia, y precisa la filosofía. En realidad esto está aceptado implícitamente por nuestra cultura: sabemos que los humanos somos átomos y materia, pero también que somos algo más que átomos y materia, lo que nos confiere una especial dignidad: es la base de los derechos humanos, y no se deduce de la ciencia, sino de la filosofía.

La conclusión del artículo es una magnífica chestertonada, poniendo de relieve otro mito de nuestro tiempo: Siempre nos dicen que los hombres ya no deberían estar divididos de un modo tan abrupto por sus distintas religiones. Como paso inmediato en el progreso, es mucho más urgente que estén divididos más clara y abruptamente por distintas filosofías (10).

Chesterton: La filosofía es para el hombre corriente, 1: el ejemplo de ‘Margin call’

Hemos publicado en el Chestertonblog El resurgir de la filosofía. ¿Por qué?, un breve pero denso ensayo que merece la pena ser analizado con más detalle. Remito al texto –aquí en su versión bilingüe anotada-.

Para empezar, hay que reseñar una importante paradoja en Chesterton, y es que el interés filosófico de GK no es el interés académico de los temas que estudian habitualmente los filósofos. Por ejemplo, desde Kant, la cuestión de las ‘condiciones de posibilidad’ ha sido una constante, que llevó a estudiar durante el siglo XX las implicaciones estudio del lenguaje y la lógica –como Wittgenstein y algunos filósofos postmodernos, como Derrida o Vattimo-. Esta ‘filosofía’ –con ser necesaria- no es la importante para GK, puesto no resulta relevante para la vida cotidiana. Pero ¡ojo, mucho cuidado! Porque podemos caer en la misma trampa de la que nos avisa Chesterton: como la filosofía es algo teórico, nos invita a dirigirnos al sentido práctico. Pero olvidarnos de ella tiene graves repercusiones, como muestra en la primera parte del artículo:

Sin duda aparecerá un hombre práctico, uno de la interminable sucesión de hombres prácticos; y sin duda vendrá y sacará unos cuantos millones para él mismo y dejará el lío más embarullado que antes; como ha hecho anteriormente cada uno de los demás hombres prácticos (03).

Así, Chesterton habla de la necesidad de un ‘rey’ que sea ‘filósofo’, porque sabrá distinguir los asuntos de los que trata. A la gente no le gusta mucho la idea del rey –hoy se entiende esto muy bien en España- pero, guiados por el ‘pragmatismo’ de los ‘hombres prácticos’, aceptarán sus ideas y éstas gobernarán su vida, puesto que carecen de una filosofía que les guíe:

La República Romana y todos sus ciudadanos tuvieron hasta el final horror a la palabra ‘rey’. En consecuencia, inventaron y nos impusieron la palabra ‘emperador’. Los grandes republicanos que fundaron América también tenían horror a la palabra ‘rey’, que por tanto reapareció con el especial matiz de Rey del Acero, Rey del Petróleo, Rey del Puerco y otros monarcas similares, hechos de materiales similares.
La labor del filósofo no es necesariamente condenar la innovación o negar el distingo. Pero tiene el deber de preguntarse qué es exactamente lo que hay en la palabra ‘rey’ que le disgusta a él o a otros. […] Pero, de todos modos, tendrá la costumbre de examinar el asunto por el pensamiento, por la idea de lo que le gusta o le disgusta; y no sólo por el modo como suena una sílaba o como lucen tres letras que comienzan con una ‘R’
(04).

¿Qué pasa cuando no hay un análisis filosófico de la realidad o no está bien hecho, se pregunta GK? Pues exactamente lo que tenemos hoy (en general en el mundo moderno y en particular en esta crisis de 2008-2014), descrito con irónica maestría hace 80 años:

Algunos temen que la filosofía los aburra o los aturda, porque creen que no sólo es una retahíla de palabras largas, sino una maraña de ideas complicadas. A esas personas se les escapa el aspecto más importante de la moderna situación. Esos son exactamente los males que todavía perduran, principalmente por falta de una filosofía.
Los políticos y los periódicos siempre están usando palabras largas. No es un completo consuelo que las usen mal. Las relaciones políticas y sociales se han complicado más allá de toda esperanza. Son mucho más complicadas que cualquier página de metafísica medieval; la única diferencia está en que los hombres de la Edad Media podían desenredar la maraña y seguir las complicaciones; y los modernos no pueden.
En nuestros días las cosas más prácticas, como las finanzas y la política, son terriblemente complicadas. Nos contentamos con tolerarlas porque nos contentamos con comprenderlas mal, no con entenderlas
(01).

Es lo que describe la película ‘Margin call’ (2011, J.C. Chandor, protagonizada por Kevin Spacey y Jeremy Irons), que narra 24 horas en la vida de una empresa en el momento en que los expertos han comprendido las consecuencias desastrosas de las desastrosas prácticas financieras que llevan años realizando. Alguien había dado la voz de alerta un año antes, pero ninguno quiso atenderlo; de hecho, es despedido. En un  momento determinado, el ‘Gran Jefe’ pide al experto que le explique las cosas en lenguaje llano, porque él no entiende nada de tecnicismos: él cobra por dedicarse a oler por dónde van las cosas… y en ese momento ‘no huele nada’.

Chesterton sentencia con sensatez: El mundo de los negocios necesita de la metafísica… para que lo simplifique. No en vano se ha dicho mucho que esta crisis económica está vinculada a la confianza… una confianza abstracta en que el sistema funcionaba por sí sólo. Dan ganas de concluir este primer análisis rogando a Dios que nos libre de los hombres prácticos.

Esta entrada está dedicada a mi gran amigo filósofo José Escandell.