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Lectores ilustres de Chesterton (1): Martin Gardner

Martin Gardner, author of Undiluted Hocus-Pocus: The Autobiography of Martin Gardner

Martin Gardner (1914-2010) (Fotografía por Adam Fish)

Recordamos a Martin Gardner, fallecido en mayo de 2010, sobre todo por los artículos de divulgación matemática que publicó regularmente en la revista Scientific American durante veinticinco años; después fueron recogidos en libros que en España publicó en su mayoría Alianza Editorial.

Y aunque no es poco, Gardner escribió mucho más: ensayos escépticos contra las pseudociencias (el más conocido probablemente sea La ciencia: lo bueno, lo malo y lo falso), manuales de ilusionismo (su inagotable Encyclopedia of Impromptu Magic será objeto próximamente de una reedición corregida y aumentada), filosofía (disciplina en la que, de hecho, se graduó), crítica literaria, etc.

Precisamente en este último campo de la crítica literaria dedicó especial atención a dos autores concretos, de cuyas obras preparó exquisitas ediciones anotadas: Lewis Carroll y G. K. Chesterton.

Annotated Thursday

La edición anotada por Gardner de «El hombre que era Jueves»

En su maravillosa autobiografía publicada póstumamente, Undiluted Hocus-Pocus (Princeton University Press, 2013), Martin Gardner escribe:

«Otros dos de mis héroes literarios son H. G. Wells y G. K. Chesterton. He dicho en otro sitio que si puedes entender por qué admiro a ambos hombres, uno un ateo devoto, el otro un católico devoto, puedes empezar a comprender mi modalidad de teísmo. Ambos tienen a mi juicio un lado positivo y otro negativo. Wells no concebía la posibilidad de que pudiera haber un Dios y vida después de la muerte, pero sentía un gran respeto por la ciencia y la conocía bien. Aprecio a Wells principalmente por sus visiones utópicas, la convicción de que la humanidad ya es capaz de crear un mundo libre de guerras e injusticias. Aprecio a Chesterton por su sentido del humor, su estilo literario, sus fantasías, sobre todo por su asombro y su gratitud constantes por nuestra existencia y la del universo» (pág. 184).

En un capítulo posterior, añade:

«Un escritor británico que tuvo una enorme influencia en mi pensamiento fue Gilbert Keith Chesterton. Aunque no me convenció su poderosa retórica en defensa de Roma, releo su Ortodoxia cada pocos años, y siempre con placer. Considero su El hombre que era Jueves una obra maestra de la fantasía filosófica. Mi aprecio por la ficción de Chesterton, especialmente los misterios del Padre Brown, queda patente en mi libro The Fantastic Fiction of Gilbert Chesterton. Por encima de todo, me encanta leer cualquier cosa escrita por él por su incesante emoción de maravilla y gratitud hacia Dios, no solo por cosas tan complejas como él mismo, su mujer y el universo, sino por «enormes minucias» (como él las llamó una vez) tales como la lluvia, la luz del sol, las flores, los árboles, los colores, las estrellas, incluso las piedras que «brillan a lo largo del camino / y son y no pueden ser», como lo expresa en su gran poema religioso A Second Childhood» (pág. 205).

No es casual que Los porqués de un escriba filósofo (Tusquets, 1989; edición original en inglés de 1983, revisada en 1999) , el libro donde exponía de forma sistemática y, como siempre, tan clara como amena, su posición sobre las grandes cuestiones de la existencia, se abra y se cierre con sendas citas de Chesterton. El último capítulo, titulado «La fe y el futuro: a modo de prólogo», concluye así:

«Al fin y al cabo, comparto con Chesterton, lo que él llamó la idea central de su vida, y, aunque lamente que se hiciera católico tanto como lamento que Wells se hiciera ateo, me siento más próximo a GK que a HG. A Chesterton le gustaban los colores, todos. En su ensayo, The Glory of Grey, insiste en que el gris es un color magnífico y su mayor grandeza estriba en que sobre un fondo gris todos los colores resultan inusitadamente bellos» (pág. 384).

La primera edición en castellano de "Los porqués de un escriba filósofo"

La primera edición en castellano de «Los porqués de un escriba filósofo»

P. D.: A propósito de uno de los grandes enigmas de la hermenéutica chestertoniana, la identidad de Domingo, Gardner escribe lo siguiente:

«Chesterton escribió su ‘pesadilla’ mucho antes de convertirse al catolicismo, y hay constancia de que negó que fuera una alegoría cristiana. Bien, está claro que al final del libro se convierte en tal. El libro ha dejado perplejos a muchos autores, y acaso el propio GK no fuera plenamente consciente de lo que intentaba decir (…). Yo lo veo así: Domingo es Dios, en el sentido de que toda la naturaleza forma parte de Dios. Y no lo es, en el sentido de que el Creador trasciende el universo. Es, como dice Garry Wills en Chesterton: Man and Mask (1961), «el Dios de Whitman». Sólo al final, cuando la cara de Domingo se expande hasta cubrir el cielo y todo se vuelve negro, podemos oír la voz del Creador y comprender que tras Domingo está el verdadero Sabbath, la paz de Dios, en la que el bien y el mal hallan su inescrutable reconciliación final» (pág. 430).

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Una hermana Brown: Chesterton, Mihura y «Melocotón el almíbar»

Además de las adaptaciones más o menos directas y confesas, el rastro del siempre escurridizo padre Brown a veces se intuye en otras ficciones, en otros personajes. Es el caso de Sor María, una monjita española con una implacable capacidad deductiva, una comprensión profunda de la naturaleza humana, y una tendencia un poco repulsiva a decir constantemente «si yo no sé nada, pobrecita de mí» para hacerse la inocente.

El 20 de noviembre de 1958 se estrena en Madrid Melocotón en  almíbar, la nueva comedia de Miguel Mihura Santos (1905-1977), y permanece dos meses en cartel. Mihura está disfrutando por fin de un éxito teatral tardío: después de que su primera comedia escrita en 1932, Tres sombreros de copa, permaneciera guardada en un cajón durante veinte años porque ninguna compañía se atrevía a representar un libreto tan vanguardista, el humorista se las arregló para «aburguesar» su humor (para «prostituírlo», como llegó a decir él mismo en alguna entrevista) y convertirse en uno de los comediógrafos favoritos del público. Si sus primeras comedias representadas (Ni pobre ni rico sino todo lo contrario, escrita con el gran Antonio Lara «Tono«, y El caso de la mujer asesinadita, con Álvaro de Laiglesia) participan del humor surrealista que ha popularizado con la revista La codorniz, tras el estreno de Tres sombreros de copa en 1952 escribe obras más accesibles para el gran público, como A media luz los tres (1953), ¡Sublime decisión! (1955) o Mi adorado Juan (1956).

Melocotón en Almíbar (Escelicer)

Primera edición de «Melocotón en almíbar», publicada en 1959.

El germen de Melocotón en almíbar es una asociación de ideas fortuita: Mihura regresa a su hotel en San Sebastián tras ver en el cine una película de gángsters y se encuentra una excursión de monjas en la recepción. Julián Moreiro recoge la reacción del comediógrafo en su excelente biografía Miguel Mihura, humor y melancolía: «No había tratado en mi vida a una monja. Para mí las monjas eran unos seres desconocidos, que veía por la calle con unos trajes negros y unas cofias blancas» (Moreiro, 2004, pág. 324). De ahí surge la idea de enfrentar a una monjita aparentemente indefensa contra un grupo de gángsters que acaban de dar un golpe.

Isabel Garcés como Sor María

Folleto de mano del montaje original de «Melocotón en almíbar», con Isabel Garcés como Sor María.

Sor María entra en escena cuando uno de los miembros de la banda, que parecía estar simplemente acatarrado, cae enfermo con una doble pulmonía. Los cacos ocultan el botín en una maceta del piso de alquiler que están usando como base de operaciones y piden a la propietaria que haga llamar a una enfermera. Pero, como cuenta Sor María «resulta que todas las enfermeras de la clínica estaban comprometidas para salir con sus novios. Y don Vicente me ha enviado a mí para que cuide del enfermo». Desde el momento en que la religiosa irrumpe en la vivienda, comienza un peculiar juego del gato y el ratón, en este caso la gata y los ratones, en el que Sor María va acorralando a los maleantes con su lógica demoledora camuflada en observaciones inocentes y comentarios autodespectivos: «… como tengo la mala costumbre de ser tan observadora, enseguida pienso cosas que no debo… Nuestra querida Madre Superiora siempre me está reprendiendo por ser así, y la verdad es que yo no puedo remediarlo…»

Mihura

Miguel Mihura observa perplejo a las monjas, esos «seres desconocidos con trajes negros y cofias blancas».

Al final, Sor María se queda con las joyas robadas para los pobres, ahuyenta a los atracadores y por el camino incluso ayuda a una de ellos, Nuria: «Yo lo que trato es de salvarla, porque estoy segura de que está arrepentida de haberse metido en todos estos jaleos».

NURIA: ¡Usted sabe mucho de mí…! Desde que entró en esta casa no ha dejado de mirarme… Como si me conociera de algo…

SOR MARÍA: No. ¿De qué iba a conocerla? Lo que pasa es que conozco a otras mujeres como usted, que están descontentas de sí mismas…

NURIA: Sí. Eso me pasa a mí… Que no me gusto cómo soy.

(Melocotón en almíbar, Acto Segundo, p. 915 en la edición del Teatro Completo de Cátedra, 2004)

Melocotón en Almíbar (Recatero)

El montaje de 2005, dirigido por Mara Recatero, con Ana María Vidal como Sor María.

A diferencia de los relatos del Padre Brown, Melocotón en almíbar no es un misterio. Desde el prólogo, el espectador sabe quiénes son los criminales, qué han hecho, y dónde han metido el «cuerpo del delito». El auténtico misterio es la propia Sor María: es ella quien pica la curiosidad el espectador con sus indirectas, es ella quien tensa la situación, siempre desde una ambigüedad que podría revelarse cálculo o genuina inocencia.

No sabemos con certeza si Mihura se pudo inspirar en Chesterton para la creación de Sor María. Es conocida su afición a la novela criminal en general, y a la obra de Simenon en particular. El comisario Maigret, como el padre Brown, suele preocuparse más por la psicología e incluso el alma del criminal que por la mecánica del crimen y las exigencias burocráticas de las fuerzas del orden. Además, el humorista Antonio Mingote recuerda, en la introducción a la edición de Austral de Melocotón en almíbar, que Mihura acababa de descubrir por aquel entonces al comisario San-Antonio de Frédéric Dard. Considerando la popularidad del personaje de Chesterton en la España de aquellos años, parece poco probable que un gran aficionado al género como Mihura lo desconociera.

De un modo u otro, las similitudes entre el Padre Brown y Sor María son notables. La obstinación en reducirse a la insignificancia, en hacerse pasar por tonta, el sentido del humor, la salvación de los criminales como prioridad, incluso el gusto por la paradoja que se resuelve desde el sentido común. La continuación del diálogo anterior entre Nuria y Sor María ofrece una elocuente ilustración de esto último:

NURIA: ¡Pero cómo me conoce usted! ¡Hay que ver qué talento! ¡Porque parece que no, pero yo soy muy complicada!

SOR MARÍA: Tan complicada que hasta le gustaría tener un niño. ¿No es verdad?

(Op. Cit., pp. 915-916)

Ana María Vidal como Sor María

Ana María Vidal intenta recordar si estaba interpretando a Sor María o al Padre Brown.

Y así, irónicamente, un autor cuya vida privada se condujo por las antípodas de la de Chesterton (solterón empedernido, adverso por principio al matrimonio y a la vida burguesa convencional, frecuentador de prostitutas) alumbró una de las versiones más conseguidas del Padre Brown… pese a ser estrictamente oficiosa y tal vez hasta involuntaria.

Por supuesto, no todo el mundo vio con buenos ojos a su detective con cofia. Hubo una adaptación cinematográfica de 1960, dirigida por Antonio del Amo, conocida en México como Rififí en el convento. A la censura española no le hizo demasiada gracia el personaje de Sor María tal como aparecía en el guión. El censor Avelino Esteban escribe: «La monja de este guión será una monja en la película que no podremos aprobar. Tiene toda una serie de defectos profesionales y hasta diría yo ‘profesionales’ como religiosa que deja mal a la clase a la que pertenece. El autor necesitaba, para la comicidad de su trama, una figura ‘cándida’ a base de ser tonta… ¡y pensó en una monja! Tal vez pensó que en la realidad social no existen ya cándidos que no sean tontos; o tontos que no sean religiosos o religiosas» (en Moreiro, 2004, p. 326). Antonio del Amo se defiende culpando a Mihura, alegando que no se había atrevido a corregir los «errores» en la concepción del personaje por respeto al autor: «Está claro que la monja es entrometida, fisgona y a veces hasta ordinaria, como si fuese una chulapa de los barrios bajos» (Op. cit., p. 326).

Cabe sospechar que el director se expresaba en tales términos  intentando granjearse las simpatías del censor, pero de este último no hay duda: no había entendido absolutamente nada.

Chesterton como excusa: los otros padres Brown (1)

Con mayor o, habitualmente, menor fortuna, las adaptaciones de los relatos del padre Brown comentadas en entradas anteriores intentaban ser fieles, si no a la letra, siquiera al espíritu del personaje de Chesterton. Las que vamos a repasar a continuación, por afán de exhaustividad más que por méritos propios, se contentan con la superficie del personaje, con la imagen estrambótica del detective con sotana, el hipotético gancho de su nombre y una vulgarización a menudo chocarrera del tono humorístico de sus aventuras.

La primera pieza en este safari internacional de caza y captura de los padres Brown que en el mundo han sido nos la cobramos en Alemania. En 1960, el prolífico Heinz Rühmann se enfunda la sotana para protagonizar «Das schwarze Schaf» (Helmut Ashley), es decir, «la oveja negra», que no es otra que el padre Brown, empeñado, para desesperación de su obispo, en investigar crímenes, con resultados pretendidamente hilarantes.

El padre Brown, pistola en mano, se dispone a ganarse el título de "oveja negra",

El padre Brown, pistola en mano, se dispone a ganarse el título de «oveja negra»,

A Rühmann,  que se despidió del cine en 1993 con «¡Tan lejos, tan cerca!» (Wim Wenders), lo recordamos en España por su papel en la extraordinaria «El cebo» (1958, Ladislao Wajda). En esta película cumple eficazmente con lo que se espera de él, que no es precisamente encarnar al padre Brown de Chesterton, sino componer un cura de sainete, irlandés en este caso (y por ende, no tan peculiar en su catolicismo), más preocupado por leer novelas de detectives que por estudiar la Biblia. La secuencia de presentación del personaje es muy elocuente en ese sentido: lo que interesa a este padre Brown es, como a cualquier otro detective, la mecánica del crimen, no tanto el alma del criminal. Es decir, justo lo contrario que al padre Brown de Chesterton.

Heinz Rühmann, un padre Brown más preocupado por la mecánica del crimen que por el alma del criminal.

El padre Brown, decepcionado con su propia película, se entrega al vandalismo callejero.

Quizá el mayor interés de «Das schwarze Schaf» estribe en la caricatura de la sociedad irlandesa tal como se imagina desde la Alemania de los años sesenta, y que, como suele ocurrir tantas veces con las caricaturas, dice mucho más del caricaturista que del caricaturizado. Otro tanto ocurre con su continuación, «Er kann’s nicht lassen» (1962, Axel von Ambesser), traducida como «La pista del crimen» aunque su título original significa, literalmente, «No puede dejar de hacerlo».

Pese a examinarla minuciosamente con lupa, ni el mismo padre Brown encuentra en su película el menor parecido con los relatos de Chesterton.

Pese a examinarla minuciosamente con lupa, ni el mismo padre Brown encuentra en «La pista del crimen» el menor parecido con los relatos de Chesterton.

En esta ocasión, la oveja negra ha sido desterrada por el obispo a una isla remota con propósito de desintoxicarlo de su fascinación por el delito. Pero, como anuncia el título, «él no puede dejar de hacerlo», y no tarda en encontrar enigmas a su medida, empezando por la desaparición de un valioso cuadro. Puede decirse en favor de la segunda entrega que la trama detectivesca está un tanto mejor cuidada que la de su predecesora, pero no mucho mejor, de modo que a ese respecto apenas llega a la mediocridad, lo cual es especialmente lamentable considerando la cantidad de ideas ingeniosas derrochadas en los relatos de Chesterton que no se han tomado la molestia de adaptar.

Así pues, si no les interesaba el personaje, ni tampoco los argumentos de sus historias, ¿qué querían hacer con el padre Brown estas películas? Tal vez una lectura epidérmica del Quijote, es decir, advertirnos por enésima vez de los peligros de dejarnos sorber el seso por noveluchas de baja estofa.

El último padre Brown de la BBC: ¿GK Chesterton como excusa?

Si de audiencias se trata, el último «Father Brown» (2013) de la BBC se puede considerar un éxito indiscutible: en enero de 2014 se renovó por una tercera temporada tras haber alcanzado la emisión de la segunda una cuota de pantalla del 24’7%. Significativamente, el productor ejecutivo Will Trotter interpretaba que «El éxito de la segunda temporada ha demostrado que los espectadores realmente han aceptado a Mark Williams como el padre Brown. Estamos encantados de poder seguir dando vida a un personaje tan querido». Una vez más, la pregunta es, por supuesto, ¿realmente ha dado vida Mark Williams al padre Brown?

El padre Brown ha seguido haciendo amistades a espaldas de su creador.

El padre Brown ha seguido haciendo amistades a espaldas de su creador.

No es la primera incursión del sacerdote en la pequeña pantalla británica: hay una serie anterior de los años 70, protagonizada por Kenneth More, que trataremos en otra entrada más adelante: con mejores o peores resultados artísticos, se quedó en una única tanda de trece capítulos, sin continuidad, y aparentemente sin el impacto suficiente para incentivar otras aproximaciones al personaje durante los siguientes cuarenta años. Así pues, podríamos decir que el nuevo «Father Brown» de la BBC es la primera serie que consigue enganchar al público y mantenerse a lo largo de los años… si no fuera por «Pater Brown«, una coproducción austro-alemana protagonizada por Josef Meinrad que duró cinco temporadas (treinta y nueve episodios en total) entre 1966 y 1973, y que también abordaremos en una futura entrada.

El último «Father Brown» no es fruto, en principio, de la especial predilección de cualquiera de sus responsables por el personaje o su creador. Nace de un encargo de la BBC1, que quiere programar una serie de misterio en horario de tarde.  Tras considerar diversas propuestas de creación original, la BBC decide que no quiere arriesgarse con un personaje nuevo y que prefiere una «marca» reconocible. Según cuenta la productora Ceri Meyrik, la idea de rescatar al padre Brown se le ocurre al productor ejecutivo John Yorke tras escuchar un documental radiofónico sobre Chesterton.

Es más, los creadores de la serie no están particularmente interesados en seguir a Chesterton al pie de la letra. A cada uno de los guionistas se le da a elegir entre adaptar uno de los cuentos o inventarse una nueva aventura del padre Brown; así, en la primera temporada la mitad de los episodios adaptan cuentos de Chesterton sin excesiva fidelidad, y la otra mitad cuenta historias totalmente nuevas.

El padre Brown pedalea rumbo a lo desconocido, alejándose del "canon" chestertoniano.

El padre Brown pedalea rumbo a lo desconocido, alejándose del «canon» chestertoniano.

Además, a la hora de establecer el «universo» de la serie, se toman otras libertades notables.  Aunque se quedan muy lejos de la hipermodernidad del brillantísimo «Sherlock» de Moffat y Gatiss, «actualizan» al padre Brown llevándolo a los años 50. En palabras de Meyrick, pretendían hacer una serie de época, pero ambientada en un periodo histórico que pudiera formar parte de la memoria viva de muchos de sus espectadores. Tampoco tienen inconveniente en limitar el ímpetu trotamundos del cura y prescindir de sus viajes para ambientar todas sus aventuras en el condado de Gloucestershire. Por último, rodean al padre Brown de un reparto más o menos variopinto de secundarios:  «Adjudicamos a nuestro padre Brown una banda de ‘ayudantes'», dice Meyrick, «como parte del proceso necesario para hacer que la serie funcionase como drama de cuarenta y cinco minutos, lo cual es distinto de un relato corto. Nos permitió dar más cuerpo a las historias».

Pero a pesar de todo, la productora es categórica: «Aunque cambiamos muchas cosas con respecto a las historias, queríamos mantener la esencia del personaje del padre Brown».

¿Lo han conseguido?

El padre Brown de la BBC se queda patidifuso al leer a Chesterton.

El padre Brown de la BBC se queda patidifuso al leer a Chesterton.

Como mínimo, dar el papel a un secundario en lugar de a una estrella como Guinness ya sería un acierto: hemos visto a Mark Williams en infinidad de películas (la saga de Harry Potter, sin ir más lejos), pero aunque su cara nos suena vagamente, no es probable que lo reconozcamos a la primera. Esa sensación escurridiza parece muy adecuada para un personaje escurridizo. Williams, además, maneja con habilidad los distintos registros del personaje y, siendo un excelente actor de comedia, no cae en la tentación de exagerar su lado cómico. Y el nutrido elenco de secundarios, en efecto, permite dosificar sus apariciones y no quemar su peculiar carisma: unos y otros no nos dan oportunidad de cansarnos de ese curilla torpón con un brillo peculiar en la mirada que parece guardar un gran secreto.

No son las historias del padre Brown de Chesterton: son nuevas aventuras protagonizadas por un sacerdote que se le parece bastante, probablemente más que cualquier otro de los que han llevado su nombre en la pantalla pequeña o grande.

No es poco, y quizá no podamos pedir mucho más.

«El detective»: ¿es Alec Guinness el padre Brown de Chesterton?

Tan poca prisa tuvo el padre Brown para debutar en el cine como para repetir la experiencia: veinte años separan la primera película, «Father Brown, Detective» (1934), de la segunda, estrenada como «The Detective» en Estados Unidos y como «Father Brown» en su país de origen, Gran Bretaña.

Cartel El detectiveSu aparición coincide con el máximo apogeo artístico y comercial de los Estudios Ealing,  que tras la II Guerra Mundial han venido produciendo una serie de comedias de considerable éxito comercial y alta calidad artística. Entre ellas destaca «Ocho sentencias de muerte» (1949), una maravillosa comedia negra dirigida por Robert Hamer en la que Alec Guinness interpreta a los ocho víctimas de un asesino empeñado en heredar un título nobiliario. Ambos, director e intérprete, se reencuentran en «El detective», una película que en principio parece reunir los ingredientes necesarios para hacer justicia a la creación de Chesterton.

Otro cartel de El detective

El resultado es una estimable comedia de misterio, con un guión ingenioso y divertido que, una vez más, toma como punto de partida «La cruz azul», y un protagonista que exprime todo el jugo cómico a cada situación. La creación de la película tuvo, además, una consecuencia decisiva en la vida de Alec Guinness. Como recoge el crítico Steven D. Greydanus, el propio actor contó en su autobiografía «Blessings in Disguise» el efecto que tuvo interpretar al padre Brown en su posterior conversión al catolicismo. Durante el rodaje en Francia, caracterizado como sacerdote…

«…escuché pasos precipitados y una voz aguda llamando ‘mon pere!’. Un niño de siete u ocho años cogió mi mano, la apretó con fuerza y la balanceó mientras no cesaba de parlotear. Estaba lleno de entusiasmo, saltaba, brincaba y daba botes, pero no me soltaba ni por un instante. No me atrevía a hablar, no fuera que mi atroz francés lo asustase. Aunque yo le era totalmente desconocido, obviamente me había tomado por un sacerdote y, por tanto, por digno de su confianza. Súbitamente, con un ‘Bonsoir, mon pere’ y una especie de saludo apresurado de refilón, desapareció por un agujero en una valla. Mientras continuaba mi paseo, pensé que una iglesia que podía inspirar semejante confianza en un niño, haciendo a sus sacerdotes, incluso a los desconocidos, tan fácilmente accesibles, no podía ser tan perversa y siniestra como tan a menudo se pretende. Comencé a zafarme de mis prejuicios de tanto tiempo».

En suma, tenemos una película francamente bien hecha, debida a un equipo creativo especialmente dotado para la comedia inteligente, y que incluso tuvo un impacto espiritual profundo en la vida de uno de los componentes más notables de dicho equipo. Y sin embargo, si el objetivo era capturar en celuloide al padre Brown, «El detective» es a todas luces un fracaso.

Cartel español de El detective

Greydanus señala algunos cambios con respecto a la fuente literaria que, a su juicio, traicionan el espíritu del personaje. Por un lado, el padre Brown cinematográfico es menos astuto, es más propenso a caer en trampas que a tenderlas. Por otro, su relación con las fuerzas del orden no está del todo clara, y parece cambiar a medida que avanza la película: en un momento dado, no tiene reparos en inculpar a un inocente cuando parece convenir a sus propósitos. Entiende el crítico que el padre Brown de Guinness habla como el padre Brown de Chesterton, pero no se comporta como él.

Por mi parte, suscribo sus apreciaciones y voy más allá. Hay dos razones básicas por las que «El detective» lo tenía muy difícil para reflejar fielmente al padre Brown de Chesterton. La primera, su excepcional protagonista. La segunda, su condición de largometraje.

En cuanto a la primera, basta con echar un vistazo al reclamo del póster norteamericano: «Cuando Guinness se hace detective privado… ¡es un escándalo público!». A ojos del público de su tiempo, no era el padre Brown, sino otro disfraz más de Alec Guinness, el genio del humor, el hombre vestido de blanco, el divertidísimo camaleón que había interpretado nada menos que a ocho personajes distintos en «Ocho sentencias de muerte». Incluso a día de hoy, para quien nunca haya oído hablar de él, para quien no reconozca los rasgos de Obi-Wan Kenobi, el padre Brown de «El detective» puede resultar demasiado llamativo, demasiado carismático.

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Lo cual nos lleva a la segunda cuestión. Levantar un largometraje a partir de «La cruz azul» implica dos tipos de problemas. El primero se refiere a la estructura del relato y la construcción de la trama: el padre Brown puede tender a Flambeau una trampa de entre diez o veinte páginas, pero resulta mucho más difícil sostenerla durante hora y media, justificar que todas las peripecias habían sido previstas por el sacerdote, a menos que el personaje se convierta en una suerte de manipulador maquiavélico que disfruta jugando con sus víctimas. Por tanto, una posible solución consiste en cambiar las tornas y hacer que sea el padre Brown el primero en caer en la trampa para finalmente salir victorioso en el tercer acto. Es una solución estructuralmente válida, pero que inevitablemente se aparta del padre Brown de Chesterton, que se caracteriza entre otras cosas por aparentar ser un ingenuo y no serlo en absoluto.

El segundo puede ser aún más difícil de soslayar: durante la hora y media de un largometraje, tenemos demasiado tiempo para ver al padre Brown, para acostumbrarnos a él, para despojarlo de su misterio, para que ver la mediocridad detrás de la pátina superficial de carisma. El proceso es inverso al encuentro con el padre Brown literario: no se trata de un curilla con aire inocentón del que gradualmente vamos descubriendo que esconde tras su disfraz mucho más de lo que nunca podremos conocer, sino de un sacerdote singular y carismático que al principio nos deslumbra para luego mostrarnos que en realidad no es tan listo como cree.

Todos los rasgos que Chesterton dejó deliberadamente indefinidos necesariamente toman forma en un sentido u otro, y configuran un personaje que jamás podrá ser el que Chesterton había escrito. Esto, que ocurre prácticamente con todo personaje literario, se agrava en aquellos que viven en el misterio, como los monstruos (y no olvidemos lo que decía Ogden Nash: «Pero allí donde hay un monstruo, hay un milagro»), como Domingo, como el padre Brown.

El padre Brown, detective: la primera película

Father Brown Detective Title Card

El padre Brown, tan poco aficionado a los focos y a la atención pública, no se dejó capturar por una cámara de cine hasta 1934, veinticuatro años después de la publicación original de «La cruz azul» en el Saturday Evening Post.

El cine americano había roto a hablar hacía muy poco, especialmente a partir del éxito del musical «El cantor de jazz» (1927). Las viejas estrellas del cine mudo que no consiguieron reciclarse fueron eclipsadas por una nueva oleada de artistas que hablaban y cantaban. Y hacían falta escritores, muchos escritores para poner palabras en sus bocas: aunque el cine mudo había dado relatos de excepcional complejidad y ambición literaria (valgan como ejemplo las obras monumentales del malogrado Erich von Stroheim), el sonoro abre nuevas posibilidades, desde los diálogos hilarantes entre Groucho y Chico Marx («Los cuatro cocos«, 1929) hasta las observaciones sentenciosas de un vampiro con ínfulas poéticasDrácula«, 1931). Para esa industria, hambrienta de historias con gancho, diálogos impactantes y personajes memorables, los relatos de misterio son una fuente riquísima. Uno tras otro, todos los grandes detectives van desfilando por la pantalla grande: Sherlock Holmes (es justamente recordada la serie de catorce películas que protagonizó Basil Rathbone), Charlie Chan, Hércules Poirot… y, tarde o temprano tenía que ocurrir, también el padre Brown.

La proeza se debe a Edward Sedgwick, compinche habitual de Buster Keaton y director de todas las películas de «Cara de palo» para la Metro-Goldwyn-Mayer. Ambos, de hecho, compartieron decadencia en la MGM de los 40, almacenados como trastos viejos en la misma oficina, sin mucho que hacer salvo idear gags para las nuevas estrellas de la comedia. Pese a ello, Sedgwick aún dirigió unas quince películas después de «Father Brown, Detective», incluyendo un triste largo propagandístico de Laurel y Hardy («Los vigilantes del cielo«, 1943) y un episodio especial de la sitcom canónica «I Love Lucy» (1953).

Igual que ocurrirá otros veinte años después con la británica «El detective» (1954), los veteranos guionistas C. Gardner Sullivan y Henry Myers (que participaría más adelante en la «Alicia en el País de las Maravillas» de Disney) usan como punto de partida el relato «La cruz azul» para tomar a continuación varios desvíos y rodeos pintorescos en la carrera de ingenio entre Flambeau y el padre Brown hasta completar un largometraje.

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El primer rostro que toma prestado el padre Brown para asomarse a la pantalla es el de Walter Connolly, que desde 1932 venía interpretando en la radio a otro detective clásico, el Charlie Chan de Ear Derr Biggers, y no mucho después encarnaría a Nero Wolfe en «The League of Frightened Men» (1937).

¿Consiguió Connolly dar vida al padre Brown o, como en el caso de Alec Guinness, se limitó a cubrir a su personaje habitual con una sotana? A juicio del autor de la única reseña en la entrada de la película en la Internet Movie DataBase, el trabajo de Connolly va más allá de la técnica de la interpretación: «Realmente es el padre Brown». Su actitud, sus gestos, sus guiños; todo ello, escribe, confiere vida a un sacerdote creíble.

Es imposible valorarlo sin haber visto la película. Diríase que, por su peculiaridades, el padre Brown es un personaje especialmente difícil para un actor. Y lo es en gran medida por lo que tiene en común con un actor, esa capacidad para meterse en la piel ajena, para ver el mundo con ojos de otros, para sentir como ellos, pero que, a diferencia del actor, ejerce sin llamar la atención sobre sí mismo, ocultándose tras una suerte de carisma negativo.

Esto probablemente tenga que ver con la especial aproximación de Chesterton al relato detectivesco. El misterio al uso nos plantea un enigma fascinante cuya solución a menudo corre el riesgo de decepcionarnos, como el mago que nos explica la trampa pedestre de la ilusión que nos había maravillado. Chesterton intenta que la solución del enigma sea aún más prodigiosa que el enigma mismo, y al mostrarnos que hay más magia en la realidad que en la apariencia, nos señala el mayor de los misterios, aquel no se puede explicar, o apenas enunciar, sino solo mostrar. El padre Brown, y por esto tan difícil atraparlo en el celuloide, es otro misterio que existe para celebrar ese misterio mayor, y sabe, como su autor, que hay cosas que no puede compartir con nosotros, como nos recuerdan las bellas y escalofriantes líneas finales del relato El hombre invisible, recogido en El candor del padre Brown: Pero el padre Brown siguió caminando durante muchas horas, bajo las estrellas, por aquellas colinas cubiertas de nieve en compañía de un asesino, y lo que se dijeron el uno al otro nunca se sabrá.

El Orson que era Jueves

En 1938 la compañía Mercury Theatre, fundada por Orson Welles y John Houseman, saltó a las ondas con el programa «The Mercury Theatre on the Air», en el que dramatizaron una infinidad de obras literarias. La más célebre, por supuesto, es «La guerra de los mundos», por el pánico que provocó su entonces novedosa estructura de falso noticiario. Pero hay mucho más, eclipsado por la flota de naves marcianas, y para nuestra inmensa fortuna e infinito regocijo, alguien se está encargando de rescatar todos aquellos programas y ponerlos a disposición del público en descarga gratuita.

Hay de todo: Dickens («Historia de dos ciudades», «Los papeles del club Pickwick», la inevitable pero siempre deliciosa «Canción de navidad»), Dumas (¡»El conde de Montecristo»!), Stoker (un «Drácula» arrebatador), Conan Doyle (Holmes, por supuesto), Verne («La vuelta al mundo en ochenta días»), Conrad («El corazón de las tinieblas»), Hugo («Los miserables»), Saki (su maravilloso relato «La ventana abierta», una deslumbrante exhibición de funambulismo entre el horror y el humor), o incluso una breve conversación entre Orson Welles y H. G. Wells, quien, como es sabido, fue buen amigo y cordial antagonista de Chesterton.

Y también hay lugar para el propio Chesterton: nada menos que «El hombre que era Jueves«. Aunque se trata de una versión sumamente condensada, la energía de los intérpretes y la fuerza del relato garantizan una escucha apasionante. Es más, la estructura de la novela, que va desplegando sus revelaciones como una caja china (¡o una matriushka!) hasta llegar al gran enigma que es Domingo, la hace idónea para un narrador tan aficionado a encajar misterios dentro de misterios como era Welles.

A propósito de la afinidad entre Welles y Chesterton, creo que el amigo Gilbert suscribiría casi palabra por palabra lo que dice Orson a propósito de Chartres en «Fraude», en una secuencia que es el verdadero corazón de la película, oculto bajo numerosas capas de cinismo y habilidoso escamoteo. Si no la habéis visto, es muy recomendable: la secuencia de Chartres resulta mucho más conmovedora en su contexto y, en términos de lenguaje cinematográfico, «Fraude» fue tan innovadora e influyente como «Ciudadano Kane».Image