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Por qué ‘Ortodoxia’ de Chesterton ayuda a salir de los errores heréticos actuales

Francis Bacon (1561-1626) es uno de los primeros exponentes de la mentalidad 'moderna'. Imagen: Wikipedia.

Francis Bacon (1561-1626) es uno de los primeros exponentes de la mentalidad ‘moderna’. Imagen: Wikipedia.

Hemos esbozado en diversas entradas la situación de crisis espiritual por la que atravesó el joven Chesterton así como el ambiente intelectual y artístico de principios de siglo XX que tanto influyó en él. Para salir del túnel al que las ideas dominantes le habían conducido tuvo que abrir camino por su cuenta buscando una salida al escepticismo y al pesimismo. La crónica de ese esfuerzo solitario para evitar el error herético de sospechar de la verdad y de olvidar el bien fue registrada en el libro de Ortodoxia que Chesterton publicó en 1908. Dedicamos esta entrada a mostrar cómo nuestra época, que aparentemente tiene otra sensibilidad y otro modo de razonar, no es tan diferente a la suya, y que, por eso, Ortodoxia continúa siendo actual.
En la vida personal de Chesterton se verificó a la letra la intuición que Dostoievski puso en boca del protagonista de El idiota: “la belleza salvará al mundo”.[1] En sus años de pesadilla, GK no perdió la afición por una literatura que hacía presente la belleza de la vida cotidiana y de la condición humana. En la Autobiografía menciona explícitamente a los autores Walt Whitman, Robert Browning y Robert Louis Stevenson. A este elenco probablemente habría que añadir Charles Dickens. En este sentido, también resultó determinante su encuentro con Frances Blogg, su futura esposa, sucedido en 1896. La belleza literaria y la belleza del amor contribuyeron a dejar de dirigir su mirada hacia el interior del pensamiento y abrirse a la realidad del exterior con auténtica admiración.

En Ortodoxia Chesterton trató de dar razón de este nuevo modo de ver el mundo. Lo más increíble, lo que él jamás podía haber imaginado, es que esa teoría elaborada a tientas ya existía y era la explicación que daba la fe cristiana. Si podía considerarla verdadera, el motivo no era otro que el que adujo en las páginas de la Autobiografía: “Mi sensación general era de que la vieja teoría teológica parecía, bien que mal, encajar en la experiencia, mientras que las nuevas y negativas teorías no encajaban en nada y menos aún entre sí mismas”.[2] En su mirada las ideas cristianas se ajustaban mejor a la realidad que las teorías modernas.
Inicialmente Chesterton no se planteó saber si lo suyo era la fe cristiana. Él quería otra cosa: necesitaba salir de la crisis espiritual en la que se encontraba. En las primeras páginas de Ortodoxia describió el problema al que se enfrentó: cómo se podía considerar el mundo de tal suerte que podamos fundir la idea del asombro con la idea del bienestar,[3] es decir, de qué modo sería posible fomentar una admiración ante la realidad sintiendo al mismo tiempo la tranquilidad y el honor de encontrarse en el propio hogar.
Este problema incidía directamente en el corazón de la modernidad. Uno de los primeros indicios de la mentalidad moderna se reflejó en la afirmación de Francis Bacon, en el siglo XVII, de que “el conocimiento es poder”.[4] Esta idea desplazó radicalmente el paradigma del saber.
En la época clásica griega no faltaron tampoco este tipo de planteamientos. Era el caso, por ejemplo, de los sofistas. Sin embargo, una serie de filósofos señalaron que el conocimiento podía ser considerado valioso en sí mismo, con independencia de los resultados y, por tanto, no sometido al interés propio. En concreto, Aristóteles escribió que “los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por la admiración”.[5] El asombro ante la realidad constituía el arranque del conocimiento genuino, el cual era alimentado por una sincera actitud de contemplación.

El planteamiento moderno fomentó una actitud diferente y desarrolló una lógica distinta. El conocimiento debía proporcionar, sobre todo, capacidad de actuación. Su eje de coordenadas vendría marcado por los conceptos de control y predicción, y su finalidad sería eminentemente pragmática y utilitaria.
Con Bacon, el afán de dominio de la realidad se coloca por encima del asombro ante ella. A partir de entonces, se prima la elaboración de modelos teóricos que pueda servir para comprender la realidad y, sobre todo, para transformarla. En la medida en que el modelo fuera más preciso y abarcante, se podría asegurar mayor eficacia en su aplicación a la realidad. Pero así era difícil armonizar lo que Chesterton anhelaba: si se quería asegurar el bienestar en el mundo: necesariamente antes había que cambiarlo para que se ajustara al modelo ideal que se hubiera proyectado.
El curso de los acontecimientos en el siglo XX fue agotando la pujanza de la mentalidad moderna. La confianza en la razón estaba alcanzando su máximo apogeo en la época del joven Chesterton: cada vez más el hombre podía disponer de la vida social y política para adecuarla a un modelo teórico. Aunque los regímenes totalitarios del siglo XX tuvieron suertes distintas, la debacle intelectual se produjo tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Además de tratarse de un conflicto marcado por nítidas diferencias ideológicas, el poder de la tecnología alcanzó una capacidad destructiva desconocida hasta entonces. El proyecto moderno quedó muy herido tras la Guerra, y prácticamente fue rematado con la caída del Muro de Berlín en 1989. El desplome de los regímenes comunistas hizo patente que no se podía obligar a la realidad a adecuarse a una idea fija.

Ruinas de Dresde (1945). Las dos guerras mundiales fueron consecuencia directa de los planteamientos 'modernos'. Imagen: heroeenunmundodetitanes.

Ruinas de Dresde (1945). Las dos guerras mundiales fueron consecuencia directa de los planteamientos ‘modernos’. Imagen: Héroe en un mundo de titanes.

Al agotamiento de la mentalidad moderna le ha seguido un nuevo modo de pensar. Si la razón moderna buscaba ‘construir’ modelos sistemáticos para dominar la realidad, la razón posmoderna aspira a ‘deconstruir’ las propuestas y los discursos que se le ofrecen. Viene a ser como un desengaño, o un estar de vuelta por parte de la razón. Se parte de que la realidad no está dotada de ningún sentido y que carece de unidad. De ahí que el uso más noble de la razón ahora no sea otro que el de intentar explicar las cosas como producto de un proceso histórico, o de una acumulación de influencias recibidas o de una serie de juegos de palabras. En el fondo, se presenta a la realidad como un mosaico de fragmentos dispersos. En este nuevo panorama intelectual, el escepticismo se encuentra como incrustado en el mismo ADN de la razón posmoderna. El pesimismo resultante es especialmente insidioso.

Cuando Chesterton se decidió a buscar un nuevo camino intelectual para salir de la crisis pesimista en que había caído, las ideas modernas se encontraban en plena vigencia. Él observó que los intelectuales contemporáneos dirigían sus ojos fundamentalmente hacia el pensamiento, y apenas hacia la realidad misma. Este aspecto también se encuentra en el corazón del planteamiento posmoderno, si bien se orienta a un fin distinto. En efecto, la razón posmoderna continúa mirándose a sí misma en un juego interminable de descomposición de ideas.
Esta similitud en la raíz de las mentalidades moderna y posmoderna potencia aún más la actualidad de un libro como Ortodoxia. Su autor nos narra el recorrido que siguió para revitalizar intelectualmente la capacidad de asombro ante la realidad de la que nosotros también formamos parte, sin renunciar a razonar con profundidad. Para alguien que ha respirado un aire cargado de escepticismo, este camino puede resultar muy saludable para gozar una alegría que esté dotada de sentido.

La primera etapa de este recorrido consistió en identificar la causa que provocaba ese modo de pensar que condujo a Chesterton a un estado pesimista tan lamentable. Cayó en la cuenta de que el pensamiento moderno, en su afán de racionalizar todo, se había dejado fuera precisamente aquello que permitía dar sentido a la realidad: la apertura al misterio. Esta intuición le hizo reflexionar sobre la experiencia vivida a través de los cuentos de hadas. Hubo dos puntos básicos que aprendió de ellos: el agradecimiento ante un mundo que aparecía maravilloso porque podía no haber sido, y la aventura de una libertad que se compromete personalmente para buscar y preservar la alegría. En los dos capítulos siguientes nos centraremos en estos descubrimientos.
La visión que rememoró de aquellas narraciones escuchadas a su niñera no encajaba con las explicaciones modernas. Para su sorpresa, quien mejor se ajustaba a estas intuiciones rudimentarias fue la doctrina cristiana. Chesterton describe este hallazgo como quien encuentra una llave que le permite abrir las puertas que hasta ese momento se resistían a no dejarle salir. Los capítulos 4 y 5 de Ortodoxia describen y contextualizan este proceso.

[1] Fiódor Dostoievski, El idiota, Biblioteca Homo Legens, Madrid 2006, p.621.
[2] Autobiografía, Acantilado, p.201.
[3] Ortodoxia, Altafulla, pp.5-6.
[4] Francis Bacon, Novum Organum o Indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza, 1620.
[5] Aristóteles, Metafísica, 982b.

Chesterton, la ‘pesadilla’ de El hombre que fue Jueves y el problema del bien

Me gustaría seguir describiendo en estos artículos la compleja situación del joven Chesterton y su reflejo en su obra. Entre Herejes y Ortodoxia, GK publicó en 1908 la novela El hombre que fue Jueves. Mi opinión es que GK estaba contando de un modo metafórico su propia experiencia existencial en la que acabaría por ser probablemente su novela más famosa.

Portada de El hombre que fue Jueves, de GK Chesterton. La edición es tan antigua, que Plaza aún no se había unido con Janés, quienes publicarían después sus obras completas

Portada de El hombre que fue Jueves, de GK Chesterton. La edición es anterior a 1959, año de la creación de Plaza & Janés, quienes publicarían a partir de 1968, 4 volúmenes de ‘Obras completas’.

El protagonista de la historia, Syme, es un policía que quiere luchar contra el crimen y se infiltra en un grupo anarquista. Pero el crimen al que se enfrenta es de naturaleza intelectual, y por ello más difícil de neutralizar. Uno de los policías involucrados en la misma misión que Syme expresa en qué consiste su tarea con unas palabras que recuerdan la denuncia intelectual que Chesterton había hecho en Herejes: Afirmamos que el criminal peligroso es el criminal culto; que hoy por hoy el más peligroso de los criminales es el filósofo moderno que ha roto con todas las leyes. En comparación con él, los ladrones y los bígamos casi resultan de una perfecta moralidad, ya que, por lo menos, aceptan el ideal humano fundamental, si bien lo procuran por caminos equivocados[1].

El hombre que fue Jueves adelanta el contenido de Ortodoxia. Syme manifiesta lo que él considera el secreto del mundo, cuando se encuentra próximo el final de las peripecias sufridas en esta estrambótica aventura: ¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás: por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo por enfrente!…[2]

Syme está convencido –lo mismo que está Chesterton- de que el mal es tan malo, que, junto a él, el bien parece un mero accidente; el bien es tan bueno, que, junto a él, hasta el mal resulta explicable.[3]

El subtítulo de la novela –Una pesadilla- aporta la clave hermenéutica para la interpretación de El hombre que fue Jueves. Al tratar de ver el mundo de frente, en la perspectiva adecuada que permite descubrir lo que hay de auténtico bien, se disfruta de su atractivo y se le pierde el miedo. Todavía hay más: cuando se encuentra lo bueno, entonces se está en condiciones de dar una explicación coherente de lo malo. Así fue como Chesterton despertó de su pesadilla y vio el mundo en toda su luz.

Cuando en su Autobiografía Chesterton evoca la publicación de El hombre que fue Jueves, aflora precisamente su preocupación por la cuestión de lo bueno: No me importaba demasiado el pesimista que se quejaba de que lo bueno existiera en una proporción tan pequeña, sino que me enfurecía –al borde del asesinato- el pesimista que preguntaba para qué servía lo bueno.[4] En estas palabras se muestra una de las claves del credo chestertoniano: lo bueno tiene entidad por sí mismo. Cuando uno pretende buscar el para qué de lo bueno, como si hubiera un interés detrás o fuera un medio para otra cosa, lo bueno se diluye. Eso es justamente lo que los intelectuales contemporáneos no eran capaces de ver, porque habían perdido su capacidad de asombro.

[1] El hombre que fue Jueves, Planeta, Barcelona, 1979, p.50.
[2] Ibídem, p.202.
[3] Ibídem, p.201.
[4] Autobiografía, Acantilado, p.114.

El impresionismo como imagen de la crisis existencial de Chesterton

En muchos de los escritos de Chesterton –hasta en ese último fragmento de su Autobiografía que se acaba de publicar en dos entradas en el blog ( y )- se hace referencia a los colores. Las descripciones que tanto abundan en sus novelas parecen escritas por un pintor entusiasmado por los colores. Basta recordar el principio y el final de El hombre que fue Jueves, en los que Chesterton ‘pinta’ con palabras, respectivamente, un crepúsculo y un alba, quizá para enmarcar la pesadilla en que consiste el relato.

Elegimos una imagen de la serie de Monet sobre la Catedral de Rouen (1982, 'Al caer el sol de la tarde', Museo Marmottan de París) por la afición de Chesterton a la Edad Media

Elegimos una imagen de la serie de Monet sobre la Catedral de Rouen (1982, ‘Al caer el sol de la tarde’, Museo Marmottan de París) por la afición de Chesterton a la Edad Media

En la escuela el joven Chesterton disfrutaba con la literatura y con el arte. Al terminar el bachillerato se decidió profesionalmente por la pintura y se matriculó en la Slade School. Ahí estuvo tres años, de 1893 a 1896. Sin embargo, al introducirse en los ambientes artísticos empezó a asimilar las ideas imperantes y se vio sumido poco a poco en una honda crisis espiritual.

Los recuerdos de aquellos años -que Chesterton puso por escrito al final de su vida en la Autobiografía- evocan un estado de locura, como hemos podido comprobar: tenía la sensación de estar yendo a la deriva, sin un norte por el que orientarse. Su mente se había visto ensombrecida por una filosofía muy negativa.

La corriente pictórica de moda en esos momentos era el impresionismo. En su Autobiografía, Chesterton se valió de este método pictórico para ilustrar lo que le estaba sucediendo entonces: Sean cuales sean los méritos de este método artístico, es evidente que, como método de pensamiento, hay en él algo totalmente subjetivo y escéptico. Se presta naturalmente a la insinuación metafísica de que las cosas sólo existen como las percibimos o que ni siquiera existen. La filosofía del impresionismo está necesariamente cerca de la filosofía de la ilusión. Y este clima también contribuyó, aunque indirectamente, a un cierto estado anímico de irrealidad y aislamiento estéril que en aquella época se apoderó de mí –y creo que de muchos otros (p.101).

Chesterton se embebió del espíritu de su época, y llevó a sus últimas consecuencias el planteamiento de ‘ilusión’ de la realidad que subyacía en el método impresionista. Se vio arrastrado a un profundo escepticismo, hasta el punto de llegar a sostener –como escribió en la Autobiografía– que no existía nada salvo el pensamiento. Lo que Chesterton vivió interiormente no le resultó agradable: lo describe como una anarquía dominada por una exuberancia imaginativa en la que se le ocurrían las más depravadas atrocidades, para terminar diciendo que era como un ciego suicidio espiritual.

En esta situación de pesimismo existencial, Chesterton subraya que tuvo un impulso de rebeldía para liberarse de toda esta pesadilla. No podía recurrir a los filósofos contemporáneos, puesto que le habían conducido a tan lamentable estado, ni tampoco a la religión, cuyo conocimiento le había sido proporcionado por esos mismos filósofos. Cuenta que se inventó una teoría rudimentaria por la que afirmaba que la mera existencia, reducida a sus límites más primarios, era lo bastante extraordinaria como para ser emocionante. Cualquier cosa era magnífica comparada con la nada y aunque la luz del día fuera un sueño, era una ensoñación, no una pesadilla (pp.103-4).

Esta fue la forma de superar la filosofía de la ilusión: afirmar que las cosas ‘son’. La realidad se mantiene por sí misma, no por el propio pensamiento. Y además, puesto que la existencia es mejor que la nada, la realidad tiene que ser algo mínimamente bueno. Tal teoría rudimentaria le sirvió a Chesterton para alentar la llama del asombro, algo que con las filosofías de la ilusión apenas era posible.

El fruto de esta crisis existencial fue un Chesterton renovado. En esos turbios momentos fue capaz de elaborar sus propias explicaciones, sabiendo que iban en contra de casi todos los planteamientos propuestos por los intelectuales. Pero no iba a quedar ahí la cosa. Como apasionado por la vida y amante de la polémica, el nuevo Chesterton salió con la firme decisión de escribir contra los pesimistas que gobernaban la cultura de la época. Todos sus artículos periodísticos están impregnados de esta determinación, la misma que le movió a publicar el ensayo de Herejes, que acabamos de comentar.

Chesterton y el enigma de ‘Herejes’: el problema del bien y la verdad

Portada de 'Herejes', de Chesterton, publicado por Acantilado

‘Herejes’, de Chesterton, en la edición de Acantilado

Chesterton publicó Herejes (Acantilado, 2007) en el año 1905. Por sus páginas desfilan casi todos los escritores de referencia de esos años, como George Bernard Shaw, H.G. Wells o Henrik Ibsen.

El libro llamó mucho la atención cuando salió a las librerías. Además del título, en Herejes había otro aspecto todavía más provocativo: su autor, un periodista algo belicoso y de estilo un tanto coloquial, hacía una crítica a los intelectuales consagrados, para decir que, simplemente, estaban equivocados. Y este autor ¡sólo tenía 31 años!

¿En qué consistía el error herético de la intelectualidad de finales del siglo XIX? Chesterton lo expresa de diversas formas. En una primera aproximación, detecta que no se toleran las generalizaciones. Estos autores no acaban de transmitir una visión general que pueda dar razón de la realidad. Cada uno asume un enfoque particular, que lógicamente entra en conflicto con el propuesto por otro. A lo sumo, todos parecen estar de acuerdo en la idea expresada por Shaw y recogida por Chesterton en Herejes: La regla de oro es que no hay regla de oro (p.10).

Para hacernos cargo mejor del ambiente intelectual, conviene tener presente que el XIX fue el siglo de los inventos. Los avances científicos precedentes fueron aplicados para el uso social. En relativamente poco tiempo la forma de vida de la gente corriente cambió notablemente a mejor gracias –entre otras cosas- a la iluminación de las ciudades, las líneas de ferrocarril y las comunicaciones telegráficas. El salto cualitativo contribuyó a consolidar una admiración general por la ciencia y una esperanza en el progreso técnico (ver por ejemplo, J. L. Comellas, El último cambio de siglo, Ariel, 2000).

Alimentado por el rigor y la precisión proporcionados por el método científico, el clima intelectual moderno tendía inevitablemente a la especialización. Chesterton ya advierte de la consecuencia de este modo pensar: todo es importante, a excepción de todo (p.10): se sabe mucho de casi cualquier cosa en particular mientras que apenas se indaga por alcanzar una visión de conjunto con un mínimo de rigor intelectual.

Aquí es donde Chesterton pone el dedo en la llaga. En Herejes señala lo que echa en falta en las reflexiones y propuestas de sus contemporáneos: cada una de las frases y los ideales modernos más populares es una evasión para esquivar el problema de qué es lo bueno (p.24).

Este fue el enigma que hizo salir a Chesterton en busca de una luz que no terminaba de encontrar en las explicaciones que le proporcionaron sus coetáneos: de alguna forma, sus escritos siempre vuelven a la cuestión de lo bueno. Quizá el texto en el que mejor lo expresó fue al final del primer capítulo del ensayo Lo que está mal en el mundo (1910), publicado dos años después de Ortodoxia: He llamado a este libro Lo que está mal en el mundo y el resultado del título puede entenderse fácil y claramente. Lo que está mal es que no nos preguntamos qué está bien (Acantilado, Lo que está mal en el mundo, 2008, p. 17).

En cambio, Chesterton advierte que lo que ocupa en buena medida la mente moderna era ya por aquel entonces la idea de romper límites, de eliminar fronteras y de deshacerse de dogmas. Al fin y al cabo, se trata de una consecuencia lógica de asumir que no hay regla de oro.

Un eco portentoso de este planteamiento resonó en la sociedad occidental en la década de 1960. Probablemente la mejor síntesis fue el lema ‘Prohibido prohibir’, proclamado en mayo del 68 por los universitarios de París. La generación posterior a la Segunda Guerra Mundial mostraba síntomas de una fuerte alergia al principio de autoridad, que no ha hecho más que agravarse con el paso del tiempo.

Si Chesterton había detectado la gravedad de estos síntomas en la cultura de su época, su diagnóstico no fue menos certero. El problema de fondo tenía mucho que ver con la verdad y con cómo alcanzarla. En Herejes escribió: La mente humana es una máquina para llegar a conclusiones; si no puede llegar a conclusiones está herrumbrada (p.215). Para Chesterton, el ejercicio intelectual que no se oxida es aquel que desemboca en afirmaciones cuya validez se apoya en la lógica, independientemente de las preferencias del sujeto.

Quizá sea éste uno de los errores más trágicos del mundo moderno: haber perdido la confianza en poder componer un mapa intelectual que sirva para guiar el curso de la propia existencia. Como todo mapa, deberá señalar los riesgos y las oportunidades, los peligros y los sitios de interés. Al interpretarlo correctamente se puede descubrir el camino más acertado y desechar aquellos que no valgan la pena. Para componer ese mapa hace falta criterio que dé capacidad de juzgar y advertir lo que es valioso por sí mismo, es decir, se requiere de una regla de oro que ayude a buscar una respuesta auténtica a la pregunta por lo bueno.