Archivo mensual: septiembre 2014

Chesterton, las actitudes mentales y la retirada de la ley del aborto en España

Alberto Ruiz Gallardón, ministro de Justicia, ha dimitido como consecuencia de la retirada de su anteproyecto de ley sobre el aborto.

Alberto Ruiz Gallardón, ministro de Justicia, ha dimitido como consecuencia de la retirada de su anteproyecto de ley sobre el aborto.

En el Chestertonblog tratamos de trascender las cosas del día a día, pero es difícil dejar de lado algunos acontecimientos cuando hace unos días precisamente publicamos un texto que plantea exactamente la realidad de lo sucedido en España con la retirada de un proyecto de ley sobre el aborto más restrictivo que el actual, que es prácticamente una ley de aborto libre.
Hace un par de semanas publicamos por primera vez en castellano el texto El voto y la Cámara de los Comunes, de All things considered (1908), traducido por Carlos Villamayor –aquí en versión bilingüe-. Es un texto complejo en el que –entre otras cosas- Chesterton vuelve a plantear una vez más la cuestión de las actitudes, partiendo del optimista y el pesimista. En él se critica algo que fue frecuente entre los ingleses de su tiempo: algunos se sentían orgullosos de no ser lógicos, porque era expresión de pragmatismo (lo que les había conducido al Imperio), aunque eso fuera una anomalía. También se plantea la importancia hay que conservar una capacidad de asombro y reacción ante las cosas, la actitud optimista de reaccionar ante cualquier anomalía, de cualquier tipo (en el texto critica varias cosas absurdas de la ley electoral vigente)… y no dejarlas en manos de los políticos.
Vayamos al fondo, con una selección de sus propias palabras, que –como ocurre en otros casos- reflejan bien el ambiente en torno a la ley del aborto. Chesterton, como buen periodista que era, había observado el comportamiento humano en procesos similares, son adecuados a nuestra realidad actual:

El gran peligro es ese silencio que viene siempre antes de la descomposición. La persuasión dialéctica en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional: son las persuasiones silenciosas las que son absolutamente detestables. […]
Cualquiera bien familiarizado con la naturaleza humana puede ver por sí mismo [que] toda injusticia comienza en la mente. Y las anomalías acostumbran la mente a la idea de sinrazón y falsedad. […]
Para que los hombres se opongan a la injusticia se necesita algo más que el que consideren la injusticia desagradable. Deben considerarla absurda, y sobre todo, deben considerarla alarmante. Deben preservar virgen la violencia del asombro. […]
Y lo mismo sucede en cuanto a las relaciones de una anomalía con la lógica mental. […] Cuando la gente se ha acostumbrado a la sinrazón, ya no se puede sobresaltar con la injusticia. Cuando la gente se ha familiarizado con una anomalía, ya está preparada en esa medida para un agravio: será un agravio agraviante, pero ya no lo ve como extraño. […] Si la trompeta da un sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla?

 

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Un pórtico para el Padre Brown (2)

El Padre Brown y la salvación del criminal. Chesterton reinventa la novela de detectives.

Sostiene Chesterton que, cuando un escritor inventa un personaje de ficción, no trata de hacer una foto, sino de pintar un cuadro. El Padre Brown no es, por tanto, una foto del Padre O´Connor.

Del sacerdote irlandés tomó Chesterton sus portentosas cualidades intelectuales, pero no su aspecto externo. El Padre O´Connor no es desastrado, sino pulido; no es torpe, sino delicado y diestro; no sólo parece, sino que es gracioso y divertido; es un irlandés sensible y perspicaz, con la profunda ironía y la tendencia a la irritabilidad propias de su raza. Por el contrario, el Padre Brown aparece descrito como una masa de pan de Suffolk, East Anglia, porque el rasgo característico del Padre Brown era no tener rasgos característicos. De él dice su creador que su gracia era parecer soso, y se podría decir que su cualidad más sobresaliente era la de no sobresalir, y Chesterton le hizo aparecer desastrado e informe, con una cara redonda e inexpresiva, torpes modales, etcétera. Con ello, se trataba de que su aspecto corriente contrastara con su insospechada atención e inteligencia. El personaje estaba, por tanto, al servicio de una finalidad: construir una comedia en la que un sacerdote aparentaría no saber nada, conociendo en el fondo el crimen mejor que los propios criminales.

"En un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena". Lo dice Chesterton y lo sabe el Padre Brown

«En un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena». Lo dice Chesterton y lo sabe el Padre Brown. Ilustración: casapomelo.

El Padre Brown es original y novedoso. No es un sabueso más. En primer lugar, porque es sacerdote, y, en segundo lugar, porque es cura. Me explicaré.

Chesterton reflexionó con gracia acerca del género policíaco, que tanto cultivó y defendió. Como es sabido, dedicó varios artículos a las novelas de detectives y al modo en que, a su juicio, éstas debían ser escritas. En esas reflexiones encontramos los porqués del Padre Brown: por qué el sabueso es un sacerdote y por qué, haciendo real su ministerio, este sacerdote cura, sana y pretender cauterizar las heridas.

Chesterton admiraba las historias de Sherlock Holmes, pero no quería que todo el género policíaco consistiera en imitar, con mayor o menor acierto, las peripecias del personaje por Conan Doyle. Existía, además, el riesgo de una sofisticación excesiva, de modo que lo que solía llamarse novela policíaca se convertirá en una novela donde los problemas serán demasiado sutiles como para que sea posible solucionarlos llamando a la policía. Para Chesterton, lo importante no son ya las minucias y detalles de la investigación (por ejemplo, el Padre Brown no realiza sesudas disquisiciones sobre tipos de venenos, y tampoco elucubra sobre fuerzas físicas), sino los elementos humanos del crimen: los motivos, las emociones, la inocencia, la culpabilidad, los vicios en los que el criminal se desploma fatalmente.

Hay una concepción de las novelas policíacas que descansa en el “error materialista”, que consiste, según Chesterton, en suponer que nuestro interés completo por la trama es mecánico, cuando realmente es moral. Nuestro autor detecta ese error y, ejecutando una de sus geniales piruetas, refunda el género policíaco. El razonamiento tiene la verticalidad y contundencia de un gran salto:

Lo más emocionante de cualquier novela de misterio reside de alguna manera en la conciencia y en la voluntad. Implica descubrir que los hombres son peores o mejores de lo que parecen, y esto por su propia elección. Por tanto, mucho más apasionante que la mera verdad mecánica de cómo un hombre logró hacer algo difícil es descubrir el mero hecho de que quiso hacerlo.

Como se ve, el punto de partida de Chesterton es distinto. El hombre -sus afanes, sus miedos, su flaqueza… y, por tanto, también su posibilidad de grandeza- es el que está al principio de la historia. Frente al “error materialista”, hay un principio de humanismo que resulta más verdadero y feraz.

Este principio tiene una primera consecuencia práctica. Es el canon que establece el propio Chesterton: en un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena. Incluso el hombre verdaderamente truculento debería ser bueno, o debería aparentar serlo de forma convincente. Si esto no es así, lo que se le proporciona al lector es una amplia variedad de sospechosos, para que la imaginación pueda cernirse sobre ellos antes de abatirse (si es que llega a abatirse) sobre el verdadero culpable. Chesterton carga con ironía sobre esa forma común y ya agotada de construir el relato policíaco. Descarta un cliché que ya no funciona. Evita esa historia en la que todo comienza con una atmósfera recargada de cócteles y ocasionales inhalaciones de cocaína (es inevitable que, al compás de esta cita, uno piense en los ambientes de gran parte de la narrativa contemporánea, desagradables sin necesidad y carentes de la verdadera “truculencia”, que radica en el fondo del corazón). Chesterton abomina de lo obvio, y destaca que, en esos relatos, los sospechosos son tan sospechosos que casi podríamos llamarlos culpables; no necesariamente del crimen en cuestión, pero sí de otro medio centenar.

¿Pero cuál es, entonces, el problema narrativo de esos relatos trufados de sospechosos desde la página 1? Cuando por el relato circulan, ya desde el principio, traficantes, toxicómanos o cualesquiera otros moradores del lado salvaje de la vida, ¿qué se le hurta al lector? Se le quita la sorpresa, y, de este modo, se elimina el sobresalto y, por tanto, la novela de detectives se frustra irremediablemente. Comparece una paradoja puramente chestertoniana: todos esos moradores del lado salvaje de la vida tienen un inevitable toque de mansedumbre (…) todos tienen un elemento que hace que cualquier final nos parezca blando”. La sofisticación y el detalle artificioso eliminan la sorpresa. Resulta que, al final, los sedicentes malvados no son tan malos.

La conclusión de lo expuesto es también puro Chesterton. El ejemplo, lleno de humor, nos conduce sin remedio a Beaconsfield. Leamos:

Si lo que queremos son emociones, las emociones sólo pueden encontrarse en los virtuosos hogares victorianos, cuando descubrimos que quien le cortó el gaznate a la abuelita fue el cura o la recatada gobernanta. También el amor por las historias de asesinatos, como otras tendencias morales y religiosas, nos lleva de vuelta al hogar y a la vida sencilla.

Recapitulemos. Sepámoslo o no, lo cierto es que nuestro interés por la trama policíaca es moral (y no mecánico, por más que algún detalle físico o químico pueda aderezar la historia), y, además, es en la vida sencilla donde puede surgir la posibilidad de la sorpresa, y donde, por tanto, mejor germinarán los relatos detectivescos. Así las cosas, Chesterton necesita un sabueso experimentado, alguien que conozca el mal que habita en el corazón del hombre. Alguien entrenado, alguien que sepa ver en el interior del asesino y que descubra los recónditos porqués de una voluntad torcida. ¿Dónde hallarlo? ¿En una academia policial? ¿En una escuela técnica de probada eficacia? Chesterton vuelve a sorprendernos: el perfecto detective ha de ser un sacerdote. Ni psicólogos ni psiquiatras forenses. No son suficientes las horas de diagnóstico clínico. El verdadero detective ha de tener muchas horas de silencio, de oración y de confesionario.

Si el detective es un sacerdote, forzosamente su método deberá ser peculiar y distinto, acorde con la idea general que Chesterton tiene del género policíaco. Y así es. Sostiene Chesterton que el objetivo de las novelas de misterio no es la oscuridad, sino la luz, que la gente que está sentada en la oscuridad es la que ha visto la luz más intensa, y que la oscuridad sólo es valiosa porque hace brillar intensamente una luz en la imaginación. Luz y claridad. La historia debe ser, en definitiva, un Resplandor plateado (título de la que Chesterton considera la mejor historia de Sherlock Holmes). No se trata, pues, de llevar al lector a un baile y dejarlo en una zanja.

El Padre Brown descubre al criminal y quiere que salga de la oscuridad de la zanja. En los relatos del Padre Brown late la posibilidad del perdón y de la dicha inmerecida de redimirse. El Padre Brown es sacerdote porque quiere curar. Y así, mientras salva al criminal, reinventa la novela de detectives.

Chesterton: la vida es alegre cuando aceptamos… ¡el pecado!

Esta foto en la que una niña entrega a GK una flor es conocida como 'The Dandelion'

Esta foto en la que una niña entrega a GK una flor es conocida como ‘The Dandelion’

Hemos acabado la ronda sobre la antropología de GK en seis entradas, pero aparecen textos relacionados que uno se resiste a dejar de lado, en esta difícil tarea de seleccionar entre tanta idea inteligente. Al actualizar la página de Blogs sobre Chesterton en otros idiomas, encontré este interesante artículo titulado ‘More Chestertonian Wit and Wisdom‘, en la GK Chesterton Irish Society, y pensé que valía la pena explorar la idea del pecado un poco más, puesto que GK, con su habitual habilidad para hacernos ver las cosas de otra manera, es capaz de darle la vuelta al argumento más pesimista acerca del hombre, y lo que es todavía mejor -como en este caso- al que parece más optimista. Como en esa página no se citaba la fuente original de GK, una búsqueda en Internet me condujo al blog The Hebdomadal Chesterton, que reproduce sus palabras en The Illustrated London News, del 27 de enero de 1906 (aunque debe haber una errata, porque se dice de 2006). Aquí, la versión original de ¡Qué espléndidos son!
El argumento es sencillo, y está basado en otro principio básico de Chesterton: date cuenta de la realidad, reconócela como es, y verás todo de otra manera. Para poder hacerlo hay un requisito importante, el reconocimiento del pecado, que es un tema recurrente en GK: lo plantea en el famoso primer artículo introductorio de El acusado y en el último capítulo de su Autobiografía, pasando por un capítulo entero de Ortodoxia.
El planteamiento, sin duda, es una chestertonada genial, que paradójicamente nos llena de paz y confianza en el hombre corriente. La traducción es propia:

La vida se hace verdaderamente alegre y ‘vivible’ cuando creemos en el pecado original.
Si pensamos que –como algunos dicen hoy día- que todo hombre nace inocente, entonces sólo puedo decir que para ese creyente todo hombre debe parecer un demonio. Las palabras del más salvaje pesimista, del satanista más salvaje no están en condiciones de expresar la inmensidad de esa ingeniosa villanía: ¿con qué clase de abominable agudeza, con qué odioso ingenio se las arregló ese niño sin pecado para retorcerse a sí mismo en esa especie de horror que es un hombre común?
Pero si advertimos que todos los hombres ordinarios tienen esa desventaja ordinaria, ¡qué sencillas se vuelven sus luchas! El hombre corriente puede ser considerado como un soldado que está con otros, ocupados en luchar contra el mismo enemigo. Una vez que los hombres están bajo el pecado original, ¡qué espléndidos son!

La Resurrección de Roma, según Chesterton

Chesterton escribió La resurrección de Roma en la ocasión de su visita a la Ciudad Eterna en 1929 —cuenta Maisie Ward en su biografía, Gilbert Keith Chesterton (1943, Nueva York: Sheed & Ward)—, durante la cual asistió a la beatificación de los mártires ingleses que celebró el Papa Pío XI ese año. También aprovechó para entrevistar a Mussolini y tener una audiencia con Pío XI. Ward nos dice que, según Dorothy Collins (secretaria y asistente de Chesterton, quien lo acompañaba en sus viajes), la audiencia le causó tanta emoción a Chesterton que éste no trabajó dos días antes y dos días después.

Jornalero en la tumba de LeónXIII

Un jornalero con sus herramientas de trabajo, de rodillas en la tumba de León XIII (en la Basílica de San Juan de Letrán), quien ‘escribió, sobre las páginas…de los economistas modernos de la era industrial, esas palabras que no deben ser olvidadas; que los ricos de nuestro tiempo han colocado sobre las masas trabajadoras de la humanidad un yugo poco mejor que la esclavitud’. Foto del autor.

Continuando con sus observaciones, otro punto que Chesterton hace en La resurrección de Roma me recuerda a algo que escuché hace algunos años en una clase de mercadotecnia. Hablando del valor de un producto, la profesora mencionó la duración en el mercado. Hay productos nuevos y hay productos ‘vintage’ —productos que por su antigüedad han recuperado valor y se consideran clásicos. El peligro, por decirlo de algún modo, lo corren esos productos que son demasiado viejos para ser nuevos pero demasiado nuevos para ser clásicos. Pues bien, algo parecido pasa con la historia: Para entender [la ciudad] no debemos estar satisfechos con el presente o con el pasado remoto. Debemos recordar eso que la mayoría de los hombres olvidan al instante: el pasado reciente. Esta es la respuesta de Chesterton a aquellos que, como él escribe, dicen a la Iglesia que viva a la altura del siglo veinte, mientras que se enorgullecen de cerrar los ojos a todo lo que ésta ha hecho después del doce. Ese pasado reciente del que habla Chesterton —eso a lo que algunos cierran los ojos— comprende el papado de León XIII, autor de la encíclica Rerum Novarum, que influenció al movimiento distributista.

Chesterton también aprovecha para rebatir a quienes gustan de decir que el Renacimiento fue de carácter pagano. A su clásica manera, nos dice que muy pocas personas hacen la conexión entre la misma palabra ‘renacimiento’ y aquellas palabras: Te aseguro que el que no renace […]. Es más, Chesterton escribe que donde se preservaron cosas paganas, se preservaron abiertamente, y donde se destruyeron, se destruyeron abiertamente. Asimismo, explica, nunca hubo duda de qué es superior a qué: Santa Maria ‘sopra’ Minerva. Yo añadiría a los ejemplos las columnas de Trajano y de Marco Aurelio, sobre las que ahora se encuentran estatuas de San Pedro y San Pablo.

A esos que laboriosamente nos demuestran que el cristianismo, si son ateos, o el catolicismo, si son protestantes, es ‘sólo’ una repetición del paganismo, Chesterton contesta que es como decir que la ciencia pretende ser independiente, pero realmente le ha robado todos sus datos a la naturaleza. Como escribe en La superstición del divorcio (1920): Bien podrían decir que nuestras piernas son de origen pagano. Nadie alguna vez ha disputado que la humanidad era humana antes de que fuera cristiana, y ninguna iglesia fabricó las piernas con las que los hombres caminaban o bailaban. En pocas palabras, el cristianismo no se va a deshacer de lo auténticamente humano y bueno que hay en el paganismo, precisamente porque es auténticamente humano. Regresando a La resurrección de Roma, añade que es completamente falso que los principios católicos fueran conocidos de la misma forma por los paganos: Si tú le hubieras dicho a cualquier pagano en la calle, ‘Júpiter murió por amor a ti como si fueras la única persona viva […]’, el pagano no tendría ni la noción más remota de lo que estabas hablando.

El embrollo ha surgido, explica Chesterton, porque los hombres comenzaron nuevamente a estudiar mitología cuando abruptamente rechazaron estudiar teología […] Promovieron, más bien apresuradamente, la opinión de que no podemos tener conocimiento de cosas teístas.

Así como éstas, hay más y más joyas del pensamiento de Chesterton en La resurrección de Roma. Una de las mejores observaciones que hace es la siguiente:
La historia real, si pudiera haber tal cosa, no consistiría de lo que los hombres hicieron o siquiera de lo que dijeron. Consistiría mucho más de las poderosas y enormes cosas que no dijeron. Las suposiciones de una época son más vitales que los actos de una época. La frase más importante es la frase que una generación entera se ha olvidado de decir, o que ha sentido que es inútil decir.
Basta pensar al respecto para ver lo cierto que es. Vemos que tantas cosas que ocurren hoy en día son resultado de ideas que se suponen mucho más de lo que se dicen. ¿Qué hay de la silenciosa suposición de que el ser humano es un animal más en este mundo? ¿O la suposición de que lo inmediato es lo que cuenta?

El último padre Brown de la BBC: ¿GK Chesterton como excusa?

Si de audiencias se trata, el último «Father Brown» (2013) de la BBC se puede considerar un éxito indiscutible: en enero de 2014 se renovó por una tercera temporada tras haber alcanzado la emisión de la segunda una cuota de pantalla del 24’7%. Significativamente, el productor ejecutivo Will Trotter interpretaba que «El éxito de la segunda temporada ha demostrado que los espectadores realmente han aceptado a Mark Williams como el padre Brown. Estamos encantados de poder seguir dando vida a un personaje tan querido». Una vez más, la pregunta es, por supuesto, ¿realmente ha dado vida Mark Williams al padre Brown?

El padre Brown ha seguido haciendo amistades a espaldas de su creador.

El padre Brown ha seguido haciendo amistades a espaldas de su creador.

No es la primera incursión del sacerdote en la pequeña pantalla británica: hay una serie anterior de los años 70, protagonizada por Kenneth More, que trataremos en otra entrada más adelante: con mejores o peores resultados artísticos, se quedó en una única tanda de trece capítulos, sin continuidad, y aparentemente sin el impacto suficiente para incentivar otras aproximaciones al personaje durante los siguientes cuarenta años. Así pues, podríamos decir que el nuevo «Father Brown» de la BBC es la primera serie que consigue enganchar al público y mantenerse a lo largo de los años… si no fuera por «Pater Brown«, una coproducción austro-alemana protagonizada por Josef Meinrad que duró cinco temporadas (treinta y nueve episodios en total) entre 1966 y 1973, y que también abordaremos en una futura entrada.

El último «Father Brown» no es fruto, en principio, de la especial predilección de cualquiera de sus responsables por el personaje o su creador. Nace de un encargo de la BBC1, que quiere programar una serie de misterio en horario de tarde.  Tras considerar diversas propuestas de creación original, la BBC decide que no quiere arriesgarse con un personaje nuevo y que prefiere una «marca» reconocible. Según cuenta la productora Ceri Meyrik, la idea de rescatar al padre Brown se le ocurre al productor ejecutivo John Yorke tras escuchar un documental radiofónico sobre Chesterton.

Es más, los creadores de la serie no están particularmente interesados en seguir a Chesterton al pie de la letra. A cada uno de los guionistas se le da a elegir entre adaptar uno de los cuentos o inventarse una nueva aventura del padre Brown; así, en la primera temporada la mitad de los episodios adaptan cuentos de Chesterton sin excesiva fidelidad, y la otra mitad cuenta historias totalmente nuevas.

El padre Brown pedalea rumbo a lo desconocido, alejándose del "canon" chestertoniano.

El padre Brown pedalea rumbo a lo desconocido, alejándose del «canon» chestertoniano.

Además, a la hora de establecer el «universo» de la serie, se toman otras libertades notables.  Aunque se quedan muy lejos de la hipermodernidad del brillantísimo «Sherlock» de Moffat y Gatiss, «actualizan» al padre Brown llevándolo a los años 50. En palabras de Meyrick, pretendían hacer una serie de época, pero ambientada en un periodo histórico que pudiera formar parte de la memoria viva de muchos de sus espectadores. Tampoco tienen inconveniente en limitar el ímpetu trotamundos del cura y prescindir de sus viajes para ambientar todas sus aventuras en el condado de Gloucestershire. Por último, rodean al padre Brown de un reparto más o menos variopinto de secundarios:  «Adjudicamos a nuestro padre Brown una banda de ‘ayudantes'», dice Meyrick, «como parte del proceso necesario para hacer que la serie funcionase como drama de cuarenta y cinco minutos, lo cual es distinto de un relato corto. Nos permitió dar más cuerpo a las historias».

Pero a pesar de todo, la productora es categórica: «Aunque cambiamos muchas cosas con respecto a las historias, queríamos mantener la esencia del personaje del padre Brown».

¿Lo han conseguido?

El padre Brown de la BBC se queda patidifuso al leer a Chesterton.

El padre Brown de la BBC se queda patidifuso al leer a Chesterton.

Como mínimo, dar el papel a un secundario en lugar de a una estrella como Guinness ya sería un acierto: hemos visto a Mark Williams en infinidad de películas (la saga de Harry Potter, sin ir más lejos), pero aunque su cara nos suena vagamente, no es probable que lo reconozcamos a la primera. Esa sensación escurridiza parece muy adecuada para un personaje escurridizo. Williams, además, maneja con habilidad los distintos registros del personaje y, siendo un excelente actor de comedia, no cae en la tentación de exagerar su lado cómico. Y el nutrido elenco de secundarios, en efecto, permite dosificar sus apariciones y no quemar su peculiar carisma: unos y otros no nos dan oportunidad de cansarnos de ese curilla torpón con un brillo peculiar en la mirada que parece guardar un gran secreto.

No son las historias del padre Brown de Chesterton: son nuevas aventuras protagonizadas por un sacerdote que se le parece bastante, probablemente más que cualquier otro de los que han llevado su nombre en la pantalla pequeña o grande.

No es poco, y quizá no podamos pedir mucho más.

Chesterton: Libertad, voto y conformismo ante los políticos

Chesterton es muy crítico con los políticos a quienes votamos

Chesterton es muy crítico con los políticos a quienes votamos

Volvemos -tras el breve paréntesis estival- a publicar textos originales de Chesterton en el blog. El de hoy es de una inusitada actualidad, no sólo en el panorama español, sino en el de todas los países desarrollados, habida cuenta la crisis que sufre la democracia en todo el contexto occidental. Fue publicado en All Things considered (1908, cap.5) y ha sido traducido especialmente para el Chestertonblog por nuestro colaborador habitual y excelente traductor Carlos D. Villamayor. Como siempre, para el que lo desee, ofrecemos la versión bilingüe del mismo. Si en un texto GK pasa de lo humorístico a lo grave de manera magistral, es en éste. Ah, y se me olvidaba dar un dato que ayudará a entender el texto: que en torno a 1900, el propio Chesterton se presentó a unas elecciones por el partido liberal, en las que no salió elegido (pero es una historia que merece ser contada aparte).

El voto y la cámara de los comunes

Pronto se nos pedirá el voto a la mayoría de nosotros, supongo. Puede que incluso algunos de nosotros lo pidamos a otros. Nada me persuadirá a declarar, por supuesto, a qué lado apoyaremos, más allá de decir –por singular coincidencia- que será en cualquier caso al único lado al que un ciudadano patriótico, cívico e inteligente pudiera tomar siquiera un interés momentáneo.
Pero podemos acercarnos a la cuestión general de las votaciones mismas, que no es una cuestión de partido político. Las reglas para los candidatos son bastante familiares para cualquiera que alguna vez haya participado en unas elecciones. Están impresas en esa pequeña tarjeta que llevas contigo hasta que pierdes. Ahí se afirma, creo, que no debes ofrecerle comida o bebida al elector. Por más hospitalario que te puedas sentir hacia él en su propia casa, no debes llevarle comida: no debes sacar un filete de ternera de tu bolsillo del frac; no debes esconder huevos escalfados entre tu ropa; no debes, como un mago, sacar patatas al horno de tu sombrero. En pocas palabras, el candidato no debe alimentar al elector de manera alguna.
Si al elector se le permite alimentar al candidato –si puede darle ternera con patatas- es un punto de la ley del cual nunca me he podido informar. A veces, cuando me encontraba pidiendo el voto a un caballero, me sentía tentado de preguntarle si había alguna regla en contra de que me diera de comer y beber, pero el asunto parecía delicado de abordar. Su actitud hacia mí también a veces me hacía dudar de si lo haría, incluso si pudiera. Pero hay electores para quienes valdría la pena averiguar si hay alguna ley en contra de sobornar a un candidato: podrían sobornarlo para que se fuera.
La segunda prohibición para los candidatos, impresa en esa pequeña tarjeta, decía que no debes persuadir a nadie de hacerse pasar por un elector. No tengo ni idea de lo que esto significa. Vestirse como un elector promedio parece algo impreciso. No hay un uniforme reconocido, que yo sepa, con chaleco cívico y patillas patrióticas. La tarea se resuelve de manera algo similar a la tarea de un amigo mío rico, que fue a un elegante baile de etiqueta vestido de caballero.
Quizás quiere decir que existe la práctica de hacerse pasar por algún elector individual. El candidato se arrastra a casa de su cómplice con un disfraz en una bolsa. Saca de la bolsa unos bigotes blancos y un solo anteojo, suficiente para darle a la persona más corriente un sorprendente parecido al Coronel del número 80 de la calle. O le fija de prisa a su amigo la gran nariz y la calva, esenciales para crear la ilusión de la presencia del Profesor Budger.
No asumiré deshacer estos nudos. Sólo puedo decir que cuando fui candidato, la pequeña tarjeta me indicó, con toda circunstancia de seriedad y autoridad, que no debía persuadir a nadie de hacerse pasar por un elector, y con la mano sobre el corazón puedo afirmar que nunca lo hice.

El tercer mandato de la tarjeta me parecía que –si se interpretaba exactamente según sus palabras- socava las bases mismas de nuestra política. Me indicaba que no debo ‘amenazar al elector con consecuencia alguna’. Sin duda, esto pretendía aplicarse a amenazas de carácter personal e ilegítimo como, por ejemplo, si un candidato adinerado amenazara con subir todas las rentas o erigirse una estatua a sí mismo. Pero tal como estaba expresado verbal y gramáticamente, ciertamente cubriría esas amenazas generales de desastre para la comunidad entera que son el objeto principal de la discusión política.
Cuando un encuestador dice que si el candidato de la oposición gana el país se irá a la ruina, está amenazando a los electores con ciertas consecuencias. Cuando el partidario del libre comercio dice que si se adoptan aranceles la gente en Brompton o en Bayswater se arrastrará comiendo hierba, los está amenazando con consecuencias. Cuando el reformador arancelario dice que si el libre comercio persiste otro año, la Catedral de San Pablo será una ruina y Ludgate Hill [una estación de metro junto a ella] quedará tan desierta como Stonehenge, también está amenazando.
¿Y cuál es la gracia de ser un reformador arancelario si no puedes decir eso? ¿De qué sirve ser un político o un candidato parlamentario si uno no puede decirle a la gente que si el otro gana Inglaterra será instantáneamente invadida y esclavizada, con sangre corriendo por la Strand [una calle principal en Londres] y todas las damas inglesas siendo llevadas a harenes? Pues todas estas cosas son, después de todo, consecuencias, por así decirlo.

La mayoría de las personas refinadas de nuestros días pueden ser escuchadas insultando la práctica de pedir el voto. De la misma manera que la mayoría de las personas refinadas, comúnmente las mismas personas refinadas, pueden ser escuchadas insultando la práctica de entrevistar celebridades. Me parece algo muy singular que este mundo refinado se reserva toda su indignación para el elemento comparativamente abierto e inocente en ambos estilos de vida. Realmente hay una gran cantidad de corrupción e hipocresía en nuestra política electoral; cerca de lo más honesto que existe en todo el lío son las encuestas.
Un hombre no tiene derecho a atender o ‘criar’ un electorado con acciones caritativas agresivas, a comprarlo con grandes regalos como parques y bibliotecas, a dar muestras imprecisas de futura benevolencia: todo esto, que se lleva a cabo sin reprensión, es soborno y nada más. Pero un hombre tiene el derecho a ir con otro hombre libre y preguntarle cortésmente si va a votar por él. La información puede ser preguntada, proporcionada o denegada sin ninguna pérdida de dignidad por ninguna parte, lo cual es más de lo que puede decirse de un parque.
Ocurre lo mismo con las entrevistas dentro del periodismo. En una profesión en la que existen laberintos de insinceridad, entrevistar es de lo más simple y lo más sincero que hay. El encuestador, cuando quiere conocer la opinión de un hombre, va y le pregunta.  Puede ser aburrido, pero es de lo más sencillo y recto que podría hacer. Así también el periodista, cuando quiere conocer la opinión de un hombre, va y le pregunta. De nuevo, puede ser aburrido, pero de nuevo es de lo más sencillo y recto que cualquier cosa podría ser.
Sin embargo todos los demás cinismos reales y sistemáticos de nuestro periodismo pasan sin ser vituperados e incluso sin ser conocidos: los motivos financieros de las políticas, los anuncios engañosos, la supresión de letras justas de queja. Una declaración sobre un hombre podrá ser infamemente falsa, pero se lee con calma. Pero una declaración de un hombre al ser entrevistado se siente indefensiblemente vulgar. Que el periódico lo represente falsamente no es nada; que él se represente a sí mismo es de mal gusto.
Todo el error en ambos casos está en el hecho de que las personas refinadas atacan la política y el periodismo por razones de vulgaridad. Por supuesto, la política y el periodismo son, como es el caso, muy vulgares, pero su vulgaridad no es lo peor que tienen. Las cosas andan tan mal con ambos en estos tiempos que su vulgaridad es lo mejor que tienen. Su vulgaridad es por lo menos ruidosa, y el gran peligro es ese silencio que viene siempre antes de la descomposición. La persuasión conversacional en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional: son las persuasiones silenciosas las que son absolutamente detestables.

Si bien es cierto que la Cámara de los Comunes no llegará a estar ocupada por todos los Comunes, esto es un ejemplo muy bueno de lo que llamamos las anomalías de la Constitución Inglesa. También es –pienso yo- un ejemplo muy bueno de lo sumamente indeseables que son en realidad esas anomalías.
La mayoría de los ingleses dicen que esas anomalías no importan, que ellos no se avergüenzan de ser ilógicos, que se enorgullecen de serlo. Lord Macaulay –un inglés típico: romántico, prejuicioso, poético- dijo que él no levantaría su mano para deshacerse de una anomalía que no fuera también un agravio. Muchos otros ingleses románticos robustos dicen lo mismo. Presumen de nuestras anomalías, presumen de nuestra falta de lógica; dicen que muestra qué gente tan práctica somos.
Están totalmente equivocados. Lord Macaulay estaba en este asunto, como en algunos otros, totalmente equivocado. Las anomalías importan muchísimo y hacen mucho daño: las faltas de lógica abstractas importan mucho y hacen mucho daño. Y esto por una razón que cualquiera bien familiarizado con la naturaleza humana puede ver por sí mismo: toda injusticia comienza en la mente. Y las anomalías acostumbran la mente a la idea de sinrazón y falsedad.
Supongamos que tengo por alguna ley prehistórica el poder de forzar a todo hombre en Battersea [área de Londres donde vivía GK] a mover su cabeza tres veces antes de que saliera de su cama. Los políticos prácticos podrían decir que tal poder es una anomalía inofensiva, que no es un agravio. No le causaría daño alguno a mis vecinos, no me causaría provecho alguno a mí. La gente de Battersea, dirían esos políticos, podría someterse con toda seguridad.
Sin embargo, la gente de Battersea no podría someterse con toda seguridad: si yo hubiera estado moviendo sus cabezas durante cincuenta años, al final podría cortárselas con muchísima más facilidad. Puesto que a todos se les grabaría en la mente permanentemente la noción de que es algo natural que yo tenga un poder fantástico e irracional, se habrían ido acostumbrando a la locura.

Para que los hombres se opongan a la injusticia se necesita algo más que el que consideren la injusticia desagradable. Deben considerarla absurda, y sobre todo, deben considerarla alarmante. Deben preservar la violencia del asombro virgen.
Esa es la explicación del hecho singular que debe haber sorprendido a mucha gente respecto a las relaciones entre filosofía y reforma. Me refiero al hecho de que los optimistas son reformadores más prácticos que los pesimistas. Superficialmente, uno se imagina que el injurioso sería el reformador, que el hombre que piensa que todo está mal sería el hombre que arreglaría todo.
En la práctica histórica, la cosa es de otra manera: curiosamente, es el hombre al que le gustan las cosas como son quien realmente las quiere mejorar. El optimista Dickens ha logrado más reformas que el pesimista [George] Gissing. Un hombre como Rosseau tiene una teoría de la naturaleza humana demasiado halagüeña, pero produce una revolución. Un hombre como David Hume piensa que casi todas las cosas son deprimentes, pero es un conservador, y desea que se queden como están. Un hombre como [William] Godwin cree que la existencia es benévola, pero él es un rebelde. Un hombre como Carlyle cree que la existencia es cruel, pero él es un Tory [del partido conservador británico].
En todas partes, el hombre que transforma las cosas comienza por gustar de las cosas. Y la explicación real de este éxito del reformador optimista, de esta falla del reformador pesimista, es, después de todo, una explicación de suficiente sencillez. Es porque el optimista puede ver el error no sólo con indignación, sino con una indignación sobresaltada. Cuando el pesimista ve cualquier infamia, es para él, después de todo, sólo una repetición de la infamia de la existencia. El Tribunal de la Cancillería es indefensible, como la humanidad. La Inquisición es abominable, como el universo.
El optimista ve la injusticia como algo discordante e inesperado, y le empuja a la acción. El pesimista puede enfurecerse por el error, pero sólo el optimista puede sorprenderse por él.

Y lo mismo sucede en cuanto a las relaciones de una anomalía con la lógica mental. El pesimista se molesta con el mal –como Lord Macaulay- solamente porque es un agravio. Al optimista también le molesta, porque es una anomalía, una contradicción a su concepción del rumbo de las cosas.
Y no es del todo sin importancia, sino, al contrario, muy importante, que tal rumbo de las cosas en la política y otros lados deba ser lúcido, explicable y defendible. Cuando la gente se ha acostumbrado a la sinrazón ya no se puede sobresaltar con la injusticia. Cuando la gente se ha familiarizado con una anomalía, ya está preparada en esa medida para un agravio: será un agravio agraviante, pero ya no lo ve como extraño.
Tomemos, por lo menos como un excelente ejemplo, el asunto aludido arriba: quiero decir los asientos, o mejor dicho la falta de asientos, en la Cámara de los Comunes. Quizá sea cierto que en las mejores circunstancias nunca ocurriría que todos los miembros se presenten, quizá una asistencia completa nunca tenga lugar. Pero, ¿quién puede decir cuánta influencia para mantenerlos fuera se ha ejercido con la tranquila suposición de que ellos permanecerían lejos? ¿Cómo se puede esperar que cualquier hombre procure una asistencia completa cuando sabe que una asistencia completa está prohibida en realidad? ¿Cómo pueden los hombres que conforman la Cámara cumplir con su deber razonablemente cuando los hombres mismos que construyeron la Cámara no han hecho el suyo razonablemente?
Si la trompeta da un sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla? Y qué si las notas de la trompeta toman esta forma: ‘Yo os exhorto, por amor a vuestro rey y vuestra patria, a acudir a este Consejo. Y sé que no lo harán’.

Antropología de Chesterton, y 6: Dignidad, voluntad y fe en el hombre corriente

Concluimos hoy el último de los seis puntos de Por qué soy católico, que constituyen una visión de la antropología de Chesterton. Hoy vamos con la 6ª frase. Las anteriores pueden verse aquí (pasión por la verdad, la igualdad humana, la liberación de ser hijo del tiempo, la firmeza en la posesión de la verdad, el reconocimiento a todos los seres humanos):

6. Es el único gran intento de cambiar el mundo desde dentro, a través de las voluntades y no de las leyes.

El mundo moderno aumenta su confianza en la técnica a medida que los gobernantes disminuyen la suya en el hombre corriente, según Chesterton. Imagen: cinestav.mx.

El mundo moderno aumenta su confianza en la técnica a medida que los gobernantes dejan de creer en el hombre corriente, según Chesterton. Imagen: cinestav.mx.

Somos muchos los que estamos convencidos de que la mayoría de las personas que gobiernan el mundo occidental han dejado de comprender este aspecto de la realidad humana. Repasemos un poco de historia: la Ilustración propuso la razón –concretada en la ciencia y la técnica- para lograr el objetivo de tener el mundo que deseamos, al aplicar esas herramientas de manera sistemática. Los logros científico-técnicos son apabullantes, desde la capacidad para curar (medicina) a la de matar (bombas atómicas, gases, minas y otras). Aplicados a lo social, los logros son menos espectaculares: los países comunistas son el gran intento fallido de ingeniería social, pero con menor intensidad se aplican mecanismos parecidos –ya hemos mencionado el ‘soft power’ alguna vez- para ciertos aspectos similares en las sociedades occidentales y las de su área de influencia, así como todos los demás gobiernos: para eso vivimos en un mundo que se llama moderno y se apoya sobre esos principios de razón y técnica, en grados diversos.

Pues bien, se diría que Occidente –que ya es de hecho una sociedad postcristiana, aunque los cristianos sean una minoría mayoritaria- sólo confía en la técnica para resolver sus problemas: el primero de ellos, es la ley: todo se hace a golpe de ley… y está bien que sea así, porque la arbitrariedad no es permisible. Pero cuando se trata de violencia de género, de terrorismo, de nacionalismo, o de corrupción, la ley no llega al corazón de los hombres. La misma fe se tiene en la educación, otro mecanismo técnico donde determinados inputs deberían conseguir determinados outputs en las personas. Sin embargo, las cosas no parecen mejorar mucho, al menos a corto plazo: las soluciones técnicas –ya lo dijo Benedicto XVI en aquel famoso discurso tan criticado por plantear que el preservativo sólo es una solución técnica y por tanto insuficiente para el problema del sida- aplicadas a cuestiones sociales no llegan al problema de fondo, porque no alcanzan al corazón ni la voluntad del hombre.

¿Qué dice Chesterton de todo esto? Encontramos su opinión en la última parte de Esbozo de sensatez, esa recopilación de artículos de 1927 sobre la situación económica de su tiempo –que cobra especial actualidad en los días de nuestra crisis de 2008 en adelante-. La solución que Chesterton y sus compañeros del GK´s Weekly proponen es la pequeña propiedad, la posibilidad de instalarse en tierras vírgenes o repartir la tierra existente y –dotados de un nuevo espíritu- empezar de nuevo alejados de la oligarquía capitalista y del estado plutocrático. Hoy el diagnóstico suena realista, pero poca gente cree de verdad en la solución propuesta. Más allá de que sea o no viable, estos textos muestran un Chesterton que advierte que la sociedad moderna ha dejado de confiar en el ser humano –para hacerlo completamente en la técnica-, porque ha perdido el espíritu religioso –y no necesariamente el espíritu cristiano, sino de cualquier religión. Por eso el marxismo –con su fuerte componente de fe religiosa- fue capaz de expandirse durante el siglo XX y lo mismo sucede durante el siglo XXI con el Islam.

Es decir, cualquier objetivo que se proponga a los seres humanos, para hacer que dejen de buscar sus pequeños objetivos personales e implicarlos en un gran cambio social –aunque sea gradual, más que revolucionario- debe tener al menos cierta relación con el fin último del universo y especialmente con la naturaleza del hombre (Esbozo de sensatez, 18-15), debe afectar al fondo del corazón humano y tocar su voluntad.

Tengo que elegir entre insistir en el contenido positivo de la fe religiosa o en el negativo del mundo de hoy, que justifica las políticas sociales actuales, de carácter tecnológico. Y escojo esta opción, con otro fragmento de Esbozo de sensatez (18-16), de una clarividencia y actualidad prodigiosas:

Lo que hay detrás del bolchevismo y muchas otras cosas modernas es una duda nueva. No es meramente la duda acerca de Dios, sino más bien una duda acerca del hombre. La moral antigua, la religión cristiana, la Iglesia católica se apartaron de toda esta nueva mentalidad porque creían realmente en los derechos de los hombres. Esto es, creían que los hombres corrientes estaban investidos de poderes y privilegios y de una forma de autoridad.

Así, el hombre corriente tenía derecho a disponer, dentro de lo razonable, de los otros animales: es una objeción al vegetarianismo y a otras muchas cosas. El hombre corriente tenía derecho a juzgar sobre su propia salud, y sobre los riesgos que correría con las cosas ordinarias de su contorno: es una objeción al prohibicionismo y a otras muchas cosas. El hombre corriente tenía derecho a opinar sobre la salud de sus hijos, y en general a criarlos como mejor pudiera: es la objeción a muchas interpretaciones de la moderna educación por el Estado.

Ahora bien, en todas estas cosas primordiales en las que la antigua religión mostraba su confianza en el hombre, la nueva filosofía muestra su desconfianza. Insiste ésta en que debe ser una especie rara de hombre para tener algún derecho en esas cuestiones. Y cuando pertenece a esa especie rara, lo que tiene es más derecho a gobernar sobre los otros que sobre sí mismo.

Este escepticismo profundo con respecto al hombre corriente es el punto donde coinciden los elementos más contradictorios del pensamiento moderno. Por eso el señor Bernard Shaw quiere producir un nuevo animal que viva más tiempo y llegue a ser más sabio que el hombre. Por eso el señor Sidney Webb quiere reunir a los hombres en rebaños, como a las ovejas o cualquier otro animal mucho más tonto que el hombre. Estos autores no se rebelan contra lo que consideran una tiranía anormal, sino contra lo que consideran una tiranía normal, esto es, contra la tiranía de los seres normales. No se alzan contra el rey, se alzan contra el ciudadano.

El viejo revolucionario, cuando se encontraba en los tejados –como el revolucionario del ‘El dinamitero’ de Stevenson– y contemplaba la ciudad, solía decirse: “Miren cómo disfrutan en sus palacios príncipes y nobles, miren cómo los capitanes y sus cohortes pasan a caballo por las calles y pisotean a las gentes”. Las cavilaciones del nuevo revolucionario no son ésas. Éste dice: «Miren a todos esos hombres estúpidos que habitan en casas vulgares y barrios ordinarios. Piensen en lo mal que educan a sus hijos, piensen en lo mal que tratan al perro y en cómo hieren los sentimientos del loro».

En resumen, estos sabios –acertada o equivocadamente- no confían en que el hombre corriente pueda gobernar su casa, y ciertamente no quieren que gobierne el Estado. En realidad, no quieren concederle ningún poder político. Están dispuestos a otorgarle el voto porque hace tiempo que descubrieron que ese voto no le otorga ningún poder. No están dispuestos a darle una casa, ni una mujer, ni un hijo, ni un perro, ni una vaca, ni un pedazo de tierra, porque esas cosas sí le otorgan poder realmente.

Antropología de Chesterton, 5: Incluir a todos los hombres, también a los ‘respetables’

Seguimos comentando los seis puntos de Por qué soy católico, que constituyen una visión de la antropología de Chesterton. Hoy vamos con la 5ª frase. Las anteriores pueden verse aquí (pasión por la verdad, la igualdad humana, la liberación de ser hijo del tiempo, la firmeza en la posesión de la verdad):

5. Es el único cristianismo que verdaderamente incluye a todo tipo de hombre, incluso al hombre respetable.

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En el texto de hoy, Chesterton lanza cuchillos a los árboles, a imitación de los personajes de Stevenson. Imagen libre de 123rf.com

A la mayoría de las personas nos gusta pensar que estamos en lo correcto –al menos en lo más importante-, que nuestros criterios son los sanos y por tanto –aun a pesar de nuestras limitaciones y defectos- constituimos una base sobre la que la sociedad puede constituirse y funcionar. Y puede que eso sea realmente así, pero el resultado es la tendencia considerarnos ‘bienpensantes’, es decir, ciudadanos respetables, cumplidores y responsables. Como se dice hoy, ‘buena gente’.

Chesterton ironizaba continuamente sobre esa gente ‘respetable’, especialmente sobre la que goza del reconocimiento social en base a riqueza, sabiduría, posición social o inteligencia: nadie –salvo el hombre corriente- quedaba libre de sus simpáticas ironías. Eran realmente ironías para hacernos pensar, porque de hecho tenía amigos entre todos los grupos sociales. En uno de sus más sensatos ensayos –Dos policías y una moraleja, en Enormes minucias, n.27, que esperamos publicar pronto en el CB- comienza con la historia de dos policías que intentan detenerlo mientras se entretiene lanzando un cuchillo a los árboles del bosque, esa técnica tan útil con la que se asesinan unos a otros en la novelas de Stevenson. Los policías interrogan a Chesterton, que lógicamente explica sus argumentos y se defiende, con escaso éxito… hasta que dice a los policías que se halla alojado en casa del magnate local. Y en ese momento la cosa cambia: Me dejaron marchar porque demostré que estaba invitado en casa de una familia conocida. La conclusión está penosamente clara: o bien no es una prueba de delito lanzar un cuchillo en un bosque solitario o por el contrario es una prueba de inocencia conocer a un hombre rico.

Chesterton reflexiona aplicando sus argumentos al mundo inglés –que era lo que mejor conocía y lógicamente más le interesaba, pero en seguida nos daremos cuenta de que pueden aplicarse a cualquier país- y critica el hábito de respetar a los caballeros. El esnobismo tiene, como la bebida, una especie de noble poesía. Y también una cualidad peculiar y diabólica que está muy extendida entre la gente amable que nos abre su corazón y sus casas. Ése es el gran vicio inglés y deberíamos temerlo más que a la viruela. Si un hombre desea oír lo peor y más malvado de Inglaterra resumido de manera informal, no lo encontrará en ningún obsceno juramento o discusión entre maleantes. […] El poder de la riqueza en su forma más vil aumenta en el mundo moderno. Un pueblo muy bueno y justo, sin esta tentación, tal vez podría no necesitar crear normas y sistemas para protegerse contra el poder de nuestros grandes financieros. Porque un pueblo muy justo les habría fusilado hace mucho tiempo, por mera buena fe.

Este ensayo está incluido en la selección Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos), publicada por Acantilado, 2005, traducción de Miguel Temprano, pp.624-628, de donde se han tomado los fragmentos. El último bloque de artículos –al que pertenece éste- se llama ‘El culto a los ricos’, y ofrece un elenco de textos semejantes, donde avaros, filántropos, funcionarios, políticos y otros seres respetables por el estilo son ironizados de igual manera.

Y ahora viene la paradoja: la gente respeta a estas personas por lo que tienen, no por lo que son; Chesterton se ríe justificadamente de lo que son y de lo que tienen. Pero por fin, en la frase de hoy, encontramos a un Chesterton que se admira del Dios de los católicos que –a diferencia de los protestantes, tan preocupados la decencia y las apariencias- es capaz de entrar en el fondo del corazón de todos los hombres -también de los ‘respetables’- y concederles –si lo merecen- un puesto en el Reino de los cielos. Eso sí que es asombroso.

Lo que Chesterton vio en Roma

En mayo de este año tuve la oportunidad de vivir y estudiar en Roma por tres semanas como parte de un curso de viaje de Pace University, en Pleasantville, (Nueva York), titulado ‘Roma: La ciudad eterna’. El curso fue un panorama de la historia, arte y religión de Roma, así como de las ideas que las han definido; llevado a cabo en campo: veíamos aquello de lo que hablábamos.

Aprovechando la ocasión, adquirí por tanto La resurrección de Roma de Chesterton (incluido en el volumen XXI de las Obras Completas editadas por Ignatius Press; 1990) y comencé a leerlo unos días antes del vuelo a Italia. Y por supuesto -está de más decirlo-, Chesterton enriqueció mucho mi experiencia. Teniendo en cuenta lo que GK escribe y lo que yo vi, me gustaría compartir con los lectores del Chestertonblog primero algunas de las mejores observaciones que GK hace, y más adelante también algunas de mis experiencias. Las traducciones y las fotos son mías.

Vista de la Basílica de San Pedro, desde la iglesia de la Trinità dei Monti. Esta visión inspiró a GK a ver a Roma como ciudad de valles y tumbas abiertas.

Basílica de San Pedro, desde la iglesia de la Trinità dei Monti. Esta visión inspiró a GK a ver a Roma como ciudad de valles y tumbas abiertas. Foto del autor.

La imagen de Roma que guía a Chesterton a través del libro es la opuesta de lo que estamos acostumbrados a escuchar: se llama a Roma la Ciudad de las Siete Colinas, pero él veía… valles entre colinas. La vista desde la iglesia de la Trinità dei Monti -cerca de la cual se hospedó Chesterton- ayudó a fijar esta impresión:
Mientras miraba abajo hacia esos barrancos o desfiladeros de la ciudad hundida debajo de mí […], vino a mi mente la sombra de un significado que me ha seguido en mis andanzas desde entonces […] Era el sentido general de algo continuamente levantándose desde abajo […] Es más bien como si todos esos valles fueran tumbas abiertas, abiertas porque los muertos nunca hubieran muerto […] Es un lugar donde todo está enterrado y nada está perdido […] No me refiero a un lugar donde la mente pueda de forma ilusoria regresar al pasado. Me refiero a que es un lugar donde el pasado puede realmente regresar al presente. 

Chesterton vio una palabra escrita en toda Roma: Resurgam. Esa idea -junto a un constante esfuerzo por explicar por qué Roma es como es- da la forma y el título al libro.

Entonces procede: las ideas tienen consecuencias. Todas las cosas comienzan en la mente, escribe. Y como ejemplo toma el caso de las imágenes: los iconoclastas y el arte romano. Las personas hablan de ‘imágenes’ y de ‘figuras’ retóricas: no es por nada que incluso aquellos que censuran el culto de las imágenes elogian la imaginación. El creciente misticismo de Oriente había desembocado en la Iconoclasia (siglo VIII) y cuando Roma defendió las imágenes estaba defendiendo el ‘Éxtasis de Santa Teresa’ de Bernini y al ‘David’ de Miguel Ángel. En otras palabras, a menos que entendamos las ideas y los principios de hace cientos y cientos de años, no entenderemos el presente.

Con el mismo propósito de entender el presente, GK nos aconseja aprender a despensar el pasado: No nos damos cuenta de lo que el pasado ha sido hasta que también nos damos cuenta de lo que pudo haber sido. Estamos meramente aprisionados y reducidos por el pasado, siempre y cuando pensemos que así debió haber sido […] Hasta que, retrospectivamente, podamos remover esas cosas enormes, como si fueran obstáculos enormes, no podemos siquiera realmente entender la diferencia que han ocasionado en el paisaje […] La raíz de toda religión es que un hombre sabe que no es nada con el fin de agradecerle a Dios porque es algo. De la misma manera la raza humana, como el ser humano, no sale realmente del abismo hasta que no lo ha abolido en abstracto.