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¿A dónde nos lleva el quijotesco Chesterton?

El Quijote es el paisaje infantil que, plasmado en nuestros ojos, se nos presenta a lo largo de nuestra vida igual y distinto. Cada vez que leemos/vemos este paisaje real y literario caemos en la contemplación de su belleza y de su grandeza. Y, puesto que igual, es un ámbito conocido: somos poseedores de la delicia en la que hasta podemos refugiarnos para reconocernos siempre niños. Y, como distinto, aprendemos la maravillosa creación que es el hombre corriente elevado a la inmortalidad por la virtud. Y aún esto no es siquiera la primera lección del singular ‘Catón’ de la vida que Cervantes nos deja al alcance del corazón.

En estos pensamientos de inicio se reflejan los sentires comunes del héroe Quijote-Cervantes y del caballero Chesterton. Por mi parte, no estoy nada lejos de G.K. Chesterton en la consideración que nuestro autor tiene del arquetipo español. Pues como Quijote-Cervantes, Chesterton que también asume lo igual y lo distinto, explayan su existencia y, por ende, su discurso hacia el presente, sin olvidar el pasado ni el porvenir. Uno y otro, renovadores veraces apoyados en la tradición, no tienen miedo ni a lo pretérito ni a lo que ha de venir. No tienen un sentido trágico del tiempo, como sí lo padece cierta progresía.  A la que le llega la desazón por considerar, fascinados por un inauténtico futuro, que el progreso (que se presenta indefinido) nunca se conquista en el presente, sin entender que el hombre corriente y vivo (Manalive) prefiere la felicidad hic et nunc; y además, es la puerta hacia el presente perpetuo y feliz.

Otro sentir coincidente es el entendimiento que ambos –Quijote-Cervantes y Chesterton- tienen de la vida como camino y del hombre como peregrino. Al que se le ofrece un paseo por el libro que en sus hojas ha compuesto, expuesto y argumentado la asignatura de la vida. Así, se nos invita a un camino no que no va a ninguna parte sino al lugar seguro del Encuentro. Cuando nos acercamos con finura a los personajes chestertonianos son lúcidos representantes del personaje-peregrino: Herne y Murrel (El regreso de D. Quijote), Innocent Smith (Manalive), Gabriel Syme (El hombre que fue jueves), Adam Wayne y Auberon Quinn (El Napoleón de Notting Hill)… Valgan unos ejemplos: dice Herne (protagonista de El regreso de Don Quijote): Súbitamente dejó la tarima y fue como si al descender del estrado hubiera crecido de estatura.

-Si ceso de ser rey o juez –clamó-, no por ello dejaré de ser un caballero, errante, como en vuestra comedia dramática…

Y si ponemos atención al discurso de Herne nos convencemos del clasicismo de la pieza: Quiero decir que la vieja sociedad fue veraz y sincera […] Esto no supone que la vieja sociedad llamara siempre a las cosas por su nombre real, entendámonos… aunque entonces se hablaba al menos de déspotas y vasallos, como ahora de habla de coerciones y desigualdad. Vea usted que, así y todo, ahora se falsea más que entonces el nombre cristiano de las cosas. […] En este tiempo cada cosa prolonga su existencia mediante la negación de que existe.

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En un lugar cercano a Mildyke…: El regreso de ‘Don Quijote’ une a Chesterton y a Cervantes

Chesterton critica en El regreso de don Quijote los defectos de su tiempo

Chesterton critica en El regreso de Don Quijote los defectos de su tiempo

En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme… Cervantes, al par del Quijote, inician el camino que va a la decadencia, a la meta a la que arriban fracasados, abatidos, vencidos. ¿Vencidos? ¿Antes de emprender el viaje ya están derrotados? Cervantes ¿a dónde va por los andurriales, vericuetos y senderos del mundo y de la vida: Madrid, Sevilla, Nápoles, Lepanto, Argel? ¿Es Cervantes, además, un buscador de una nueva Ítaca humana y divina?  A mi entender en Quijote-Cervantes se produce un bautismo, entierro en vida en las aguas de la lealtad, el amor, la bondad y la sonrisa, para deshacer entuertos, para ayudar a la patria en “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”, sinrazones que  enmendar, abusos que combatir y deudas que pagar. Al fin, es una narración que plasma una vida de iniciación con un punto de llegada: volver a la Edad Dorada. “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”. (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Primera parte, cap. XI).

Nuestros personajes, histórico uno –Cervantes-, literario el otro –Quijote, no menos, real y verosímil-, hermoseados por las sanas propuestas del Renacimiento, buscan la nobleza en una época pasada y se empapan en la espléndida época greco-romana. En sus clasificaciones, esta época distinguía una Edad de oro en donde reinaba la felicidad, frente a la crueldad, egoísmo y violencia de la Edad de hierro.

Llegan a la meta que se propusieron al comienzo de su aventura. Pero antes consiguen entender que la ensoñación y el ideal se alcanzan en el día a día, en la cotidianidad; y de esta forma, Quijote y Cervantes, Cervantes y Quijote, emprenden la más fantástica de las aventuras, la aventura del ser, con la paciencia, sosiego y resignación de los caballeros cristianos. Por la tarde llega la hora de rendir cuentas. Mueren en paz. ¿Han sido vencidos? ¿Acaso no han compatibilizado las aventuras y ensueños con las potencias de sus almas y sus cuerpos? ¿Han sido extremadamente incongruentes? No quisiera dar la razón a Ramiro de Maeztu, cuando afirmaba la condición decadente del Quijote y, por tanto, la obligación de no ofrecerlo como ejemplo en la España postrada de su tiempo: tiempo herido del regreso de los tercios y de las quiebras de la Hacienda pública. Y sin tener una idea del grado o estrato de ejemplaridad de Quijote-Cervantes, creo que transcienden la ética al uso, la ética rutinaria; y salta más allá, hacia los luceros  del cielo nuevo y la tierra nueva. Sus vidas huelen a redención. Y, por todo ello, con el Quijote, con Cervantes, con los libros sagrados ocurre como con nuestro autor de cabecera, con nuestro Chesterton, que tras leerlos, sentimos una mejoría que hasta  nos embellece la mirada.

Pues bien, a estas alturas algunos se preguntarán ¿a qué viene este preludio? Viene a colación de un Quijote con nombre inglés. Nombre-mosaico, hecho de las teselas etopéyicas de varios personajes, que nos cuenta una historia bella, cercana pero no aburguesada, sino altruista, generosa, potente y animada por altas virtudes humanas. Y, ¿dónde ocurre?  En un lugar cercano a Mildyke…

En El regreso de Don Quijote, Chesterton se embarca en la peripecia de unos personajes –Murrel, Herne, Hendry e, incluso, Olive– que forman un solo personaje de múltiples y cambiantes facetas, caleidoscópico. Igual que los territorios cervantinos, aquí las geografías son reales y ciertas, como también el autor y los personajes actuantes, que juntos buscan el tiempo perdido y que quieren recobrarlo, reanimarlo, revivirlo. En lugares reales, las dos novelas contrastadas elaboran la ficción literaria. Mejor, fraguan la fantasía en lo conocido y vivido: no es necesario forzar la imaginación, para intuir el mundo de todos los días, como una existencia construida en el milagro, en la maravillosa voz de la amistad, en el esfuerzo por los demás, en la ayuda al próximo; en fin, en la suave armonía del espíritu que, por influjo de ciertos brujos aojadores de potencia disminuida, devenidos  de la Caída, tiende en ocasiones al disforme movimiento de la duda, del caos o de la separación del Centro. Nuestros autores y sus hijos literarios, convencidos de la victoria sobre el mal, sonríen en las ricas estancias del Más Allá.

Los mundos perseguidos por nuestros héroes son los mejores mundos. Se forjan en la virtud.  Están preñados de lealtad, de bondad y de equidad. O sea, de amor. Al igual que aseveraba Quijote en su discurso de la Edad Dorada, nuestros personajes que son un personaje: nuevo Quijote, delinean esos sus mundos perfectos, cincelados en el ensueño y en la realidad:

Miran hacia el pasado como un mundo bello. Habla Olive: Me refiero […] a que toda vuestra ciencia y pesada estupidez moderna no ha hecho otra cosa sino que todo sea más feo. […] Por eso  me gustan la pintura y la arquitectura góticas, te obligan a levantar los ojos. El gótico eleva las líneas, que señalan al cielo. La belleza construye una poesía ascendente.

Murrel –el más quijote de todos- es caracterizado, bajo el mote de Mono, como un hombre auténticamente democrático, o mejor, ecuánime: Y el Mono pasó a demostrar, desde aquel preciso momento, que tenía ese gusto por la clase baja del que hacen ostentación muchos aristócratas  que se pretenden ajenos a los prejuicios sociales, manifestándolo incongruentemente, cual suele decirse, en lo estrafalario de su atavío, cosa que a menudo le hacía parecer un mozo de cuadra. Y aunque parezca una boutade, Murrel –el más quijote de todos- con una falsa falta de gusto, se niega a hacer compartimentos diferenciados del hombre, y nos dice: En el fondo, creo que la vulgaridad  es cosa muy simpática. ¿Tú qué opinas? Más adelante con una frase quijotesca, entra en un calificativo moral más grueso, fuertemente enfatizado por el contraargumentativo ‘al contrario’, con vistas a que no queden dudas de la catadura moral de la gente de alta alcurnia: El trato con gente de baja estofa no convierte a nadie en un ladrón -replicó Murrel-. Al contrario, es el trato con gente de alta alcurnia lo que suele hacerlo.

Puede parecer extraño que una dama sea un aspecto de la confección de este personaje-mosaico, que es nuestro quijote chestertoniano; no obstante presenta rasgos propios de los andantes caballeros del Medievo glorioso. Así en su piedad acendrada, se nos dibuja a Olive,como dama alejada de la avaricia y dispuesta a la liberalidad: “¿ Sabes que en otro tiempo siempre se ponía con letras doradas el nombre de Dios? Pero, en nuestros días, me parece que  si se decidiera dorar una palabra no sería otra que la palabra oro”. Son posturas ético- religiosas acompasadas a un tiempo desaparecido.

La verdad hasta donde llegue y más allá. La verdad y la bondad son las grandes preseas del caballero andante. Son atributos por los que merece dar la vida. Un quijotizado bibliotecario, Herne, proclama como artículo de fe: A mí si me importa decir la verdad.  Nos recuerda al licenciado Vidriera y su empeño obsesivo de este medio-quijote, enajenado con decir lo que pensaba  que era  la verdad. Herne reúne en un todo compacto verdad y pasado: -Quiero decir que la vieja sociedad fue veraz y sincera, y quiero decir también que usted anda enredado en una maraña de mentiras, o por lo menos de falsedades -respondió Herne-. Eso no supone que la vieja sociedad llamara siempre a las cosas por su nombre real, entendámonos… Aunque entonces se hablaba de déspotas y vasallos, como ahora se habla de coerciones y desigualdad. Vea usted que, así y todo, se falsea ahora más que entonces el nombre cristiano de las cosas. Todo lo defienden aludiendo a los nuevos tiempos, a las cosas diferentes.

Ya cuando inicia su descenso el telón, los personajes se reconcilian con la realidad del prodigio y, tras un proceso de transmutación de personalidades, se ‘sanchifican’ o se ‘quijotizan’ Y surcan los caminos de la nueva aventura contagiados por sus contrarios: modernidad y tradición, aventura y vida sedentaria. Llegados al final de esta entrada, mi deseo es que –con Unamuno- marchemos en busca de todos los quijotes que en el mundo han sido.

Chesterton da otra vez en el clavo: naturaleza genuina frente a exceso institucional.

Continuamos recogiendo algunas críticas (, , ) del bibliotecario Herne -reconvertido en rey medieval- al mundo de hoy, que muestra la perspectiva sociológica de Chesterton (El regreso de Don Quijote, 1927). Al enterarse del intento de encerrar en un manicomio a un técnico y artista sabio que ha desarrollado una teoría sobre la ceguera de sus contemporáneos para ver el color del mundo, Herne vuelve a proporcionarnos otro retrato de nuestro mundo, esta vez centrado en el excesivo peso de las instituciones en la vida social, que no sólo es compatible con una sociedad de individuos, sino que es su contrapeso necesario: al deshacerse los lazos sociales básicos, tan sólo quedan el individuo y el Estado, y éste ha de tomar sobre sí las necesidades que la persona sola no puede hacer frente. El resultado lo estamos viviendo, en lo positivo y lo negativo: un complejísimo ‘sistema’ o maquinaria social que nos proporciona grandes posibilidades, pero que abarca casi todos los aspectos de la vida y nos somete a él sin apenas darnos cuenta. En condiciones de normalidad, todo parece ir bien; pero en cuanto algo sale del estándar, puede ser considerado patológico y el Estado interviene con sus controles. Si uno se fija bien, aquí están recogidas cuarenta años antes, las críticas de Mayo del 68 a la sociedad establecida. Los que hayan visto Tiempos Modernos (1936) de Charles Chaplin, también reconocerán la crítica a la maquinaria y a los ‘internamientos institucionales’:

'Tiempos modernos' de Chaplin (1936): Capitalismo y Estado se hacen cargo del individuo

‘Tiempos modernos’ de Chaplin (1936): Capitalismo y Estado se hacen cargo del individuo. Todocolección.net

¿Cuándo se vio que todo un ejército se movilizase para arrancar a una hija de su padre, es este caso un viejo mendigo? Ya podían los reyes atravesar las aldeas a caballo arrojando monedas o maldiciones, pero jamás se entretuvieron en desmembrar laboriosamente, trozo a trozo, a una pequeña familia, traspasando con la más lenta de las agonías el pobre corazón humano que se alimenta de cariño. Incluso reyes hubo que sirvieron a mendigos, y eso que se trataba de mendigos leprosos. Y otros malvados que ensartaron a los mendigos en su lanza y los cocearon con su caballo, per a los que recordaron con terror en la hora de su muerte dejándoles en dote una buena suma para misas y obras de caridad. No, en la Edad media no se encadenaba al anciano sólo por ser ciego, como se ha hecho hoy con este anciano por su teoría de la ceguera cromática. ¡Esa es la telaraña de miseria y de angustia que hemos tejido sobre el común de los humanos!, porque -¡el cielo nos valga!- somos demasiado humanos, demasiados liberales y demasiados filantrópicos para soportar el humano gobierno de un rey.

¿Nos acusaréis entonces de soñar con el regreso a lo naturalmente genuino? ¿Nos acusaréis si tenemos la fantasía que el ser humano dejaría de construir esas máquinas con sólo que nosotros renunciásemos a tratarlo como a una máquina? ¿Qué otra cosa intenta decirnos Braintree [el revolucionario] sino que somos sentimentales y que lo ignoramos todo sobre la ciencia, la sociología, la economía, o eso que difícilmente podría ser juzgado de ciencia lógica y objetiva, una ciencia que arranca al anciano de aquellos a los que ama como si fuese un leproso? Permítasenos decir a John Braintree que no ignoramos esa ciencia. Digámosle que sabemos ya demasiado de esa ciencia. Digámosle a la cara que tenemos demasiada ciencia, demasiada ilustración, demasiada educación, demasiado orden social, demasiado de esa trampa humana que se llama burocracia y de ese rayo de muerte que es la experiencia. (El regreso de Don Quijote, Cátedra, 2010, p.388).

Chesterton: valor y honor contemplados desde otra época

El protagonista de El regreso de Don Quijote, el bibliotecario Herne, que ha asumido el papel de un rey medieval, sigue juzgando en la entrada de hoy ( y ) nuestra conducta y palabras. Es la forma elegida por Chesterton para ayudar a comprendernos:

La figura de Ricardo Corazón de León es el ejemplo constante de El regreso de Don Quijote, de Chesterton

La figura de Ricardo Corazón de León es el ejemplo constante de El regreso de Don Quijote, de Chesterton. Foto: Wikipedia.

Nuestro espíritu es el de esa edad en que la presa del soberano, el jabalí o el corzo, podía volverse rugiendo hacia él y despedazar al cazador. Es decir, un mundo en el que se respetaba a los enemigos incluso cuando se trataba meramente de bestias salvajes. Conozco a John Braintree y sé que es el hombre más valiente de este mundo. ¿Cómo seremos capaces de defender el propio ideal si despreciamos al que lucha por el suyo? Ande, vaya y mátelo si puede, pero si lo que sucede es lo contrario, que es él quien finalmente le da muerte, quiero decirle que quedaría usted más honrado en la muerte que con esas palabras que acaban de ganarle el deshonor.
Fue un instante de estupor e ilusión perfectas. Herne había hablado de modo espontáneo, según lo sentía, y sin embargo, el efecto había sido el de una reencarnación. Exactamente como lo habría hecho el propio Rey Ricardo Corazón de León si hubiera tenido que censurar a un cortesano que hubiese osado motejar de cobarde a Saladino[1].

Spoiler:
Como otras veces, si alguien prefiere quedarse con su interpretación, que no siga leyendo. Pero en el Chestertonblog damos la nuestra al menos en un par de aspectos:

Primero, el reconocimiento del contrario y de su ideal es el reconocimiento del valor del propio ideal: cuando uno tiene un ideal verdadero lo primero que hace es ver el mérito, el honor y el valor del contrario… porque sabe lo que vale lo suyo. Dado que en nuestra época la violencia ocupa un lugar secundario, las luchas se han convertido en lucha política o en lucha dialéctica, en guerra de frases, en las que todo parece valer, con tal de desacreditar al otro y a sus argumentos, y alzarse con el triunfo. De hecho, apenas hay debate hoy, y en las cuestiones disputadas se funciona más con slóganes que con ideas. Como muestra un botón: nulo debate sobre la propuesta de reforma de ley del aborto en España. Tan sólo un eslogan se ha alzado, el de quienes consideran que es un recorte de derechos de la mujer. No más discusión: sin datos, sin problemas latentes, ni propuestas de soluciones por parte de políticos de un lado y de otro: el apasionante debate entre los bienes y los derechos aplastado por las imágenes de  las chicas de Femen, y sin contraargumentos ni más apoyos del propio partido que pretende la reforma, ni si quiera debate interno dentro del mismo. Sólo si gusta o no gusta, y lo que más poder consiga, eso se impondrá.
En segundo lugar, la pérdida de la valentía del líder, que ya no se expone en primera persona, como los reyes medievales o los antiguos, que estaban al frente de su ejército: Ricardo y Saladino, Alejandro y Darío. En ausencia de violencia, los que mandan se parapetan con contratos blindados. La lucha por la igualdad es una batalla que hay que pelear continuamente, en nuevos terrenos o de nuevas formas, porque si no, sucede lo que está pasando una vez más: los más débiles vuelven a cargar con el peso de la crisis económica. Sólo un dato: según numerosas fuentes, el consumo de bienes de lujo es el único sector de la economía que ha crecido durante estos años.

Mañana, un nuevo ejemplo.

[1]Saladino y Ricardo Corazón de León son los protagonistas de la Tercera Cruzada: Ricardo no consigue conquistar Jerusalén, defendida por el primero.

Chesterton: así somos vistos desde otro tiempo: eufemismo y veracidad

Ayer nos quedamos hablando del cambio continuo como elemento constitutivo de nuestra sociedad. Hoy seguimos con la crítica de Herne -en El regreso de Don Quijote-, exactamente en el mismo punto del diálogo sobre la Edad Media en que lo dejamos. Habla Braintree, el sindicalista amante del progreso, de un progreso justo, no tanto del gusto capitalista:

-Pues yo sí le entiendo -contestó violento Braintree- y le digo que está en un grave error. Mr. Herne, ¿de verdad se cree todo ese misticismo? ¿cómo puede decir que la vieja sociedad era más juiciosa?
-Esa vieja sociedad era al menos veraz. Ustedes, en cambio, viven atrapados en una maraña de mentiras -respondió Herne. Y no puedo negar que fuese una sociedad imperfecta o decir que no estuviese marcada por el dolor. Pero llamaba a la imperfección y al esfuerzo por su propio nombre. Usted mismo acaba de decirlo: esa sociedad la componían déspotas y vasallos. Cierto. Pero no faltan hoy las injusticias o la coacción, y nadie se atreve a hablar de eso en cristiano. Podemos defender cualquier cosa, a condición de que la llamemos por otro nombre (El regreso de Don Quijote, Cátedra, p.340).
Y a continuación, comenzando por el rey –tenemos un rey, pero que quede claro que no tiene derecho alguno a ser rey-, Chesterton comienza a repasar las instituciones de su tiempo y a lo que se dedican: lo contrario de lo que predican.
Lo primero que se nos viene a la cabeza es George Orwell y la transformación del lenguaje en la sociedad del Gran Hermano. Pero ya que ayer dimos un tono académico a la entrada, hoy vamos a centrarnos en el vocabulario de los políticos de hoy, empezando por los eufemismos ‘interrupción voluntaria del embarazo’ y ‘salud reproductiva’, que no están incluidos en esta lista, porque son políticamente incorrectos:

Eufemismos políticos:

Eufemismos de carácter económico y político. Curioseadores.blogspot.com.es

Chesterton: así somos, vistos desde otro tiempo: la obsesión por el cambio

El punto central de El regreso de Don Quijote tiene lugar cuando el bibliotecario Herne ha decidido no cambiarse de ropa tras la representación teatral, y continuar vistiendo su atuendo medieval, como explicábamos el otro día. Se ha metido tanto en el personaje, que ve nuestro mundo desde otra perspectiva. En los párrafos que incluyo hoy se expresan una realidad importante sobre nuestra sociedad, que comento al final del texto de Chesterton:

-Pero oiga -increpó Archer- ¿es que no va a cambiarse ‘de una vez’?
Quizá fue esa frase, repetida por sexta vez, la que acabó de volver loco al bibliotecario de Seawood. Herne se giró en redondo para mirarle con fijeza y dio un grito que retumbó por el jardín.
-¡No! ¡No voy a cambiarme! ¡No volveré a cambiarme jamás!
Y echándole una mirada salvaje prosiguió:
-Eso es lo que ustedes aman, el cambio. Por eso viven para el cambio. Lo que es yo, no volveré a cambiarme. Es por esa locura suya del cambio, lo único que les importa, por lo que han fracasado. Ya tuvieron su oportunidad, cuando la sociedad era sencilla, juiciosa, apegada al terruño que les había dado el ser… Pero la perdieron; y si alguna vez volvieran a recuperarla les faltaría el suficiente sentido común para aprovecharla. De manera que no volveré jamás a cambiarme.
-No tengo la menor idea de lo que haya querido decir -observó Archer con el aire de quien ha intentado hablar con una animal irracional, o por lo menos con un niño de pecho (El regreso de Don Quijote, Cátedra, p.339).

Chesterton critica nuestra  obsesión por el cambio

Chesterton critica nuestra
obsesión por el cambio. Foto: luismiguelmanene.com

Un siglo después de estos párrafos, un profesor francés (Roger Pol Droit, en Occidente explicado a todo el mundo, Paidós, 2010), al enumerar los rasgos que constituyen la sociedad occidental, entiende que uno de los tres elementos más importantes de nuestro mundo actual es la obsesión por lo nuevo, es decir, por el cambio: lo vemos fomentado por los gobiernos, a través políticas públicas orientadas a la innovación y desarrollo para competir en el entorno internacional. La razón es evidente: la empresa necesita la innovación para adelantar a la competencia, en esta carrera sin fin. Y la consecuencia la vemos todos los días en los bienes de consumo, que cambian continuamente: ya no es sólo el mundo de la moda en el vestido el que se renueva sin cesar, sino la tecnología, los alimentos, los electrodomésticos, el mobiliario…
En el mundo intelectual sucede lo mismo: no se busca lo verdadero o lo bueno, sino lo original, lo que dice ‘algo nuevo’, porque en seguida nos hemos cansado de lo de ayer, esa novedad que era la última maravilla.
Un sociólogo de fama internacional, Richard Sennett –La cultura del nuevo capitalismo, Anagrama, 2006-, plantea cómo las empresas -aunque funcionen bien- han de dar señales de cambio continuo para mantener contentos a sus accionistas. Y lo peor de todo es que la Administración pública se ha contagiado de este mismo ‘espíritu’- y continuamente se realizan reorganizaciones, que tienen como principal finalidad latente no tanto mejorar las cosas, sino dar señales al resto de la sociedad de que ‘nos estamos adaptando a los tiempos’. El mejor ejemplo es el ‘Plan Bolonia’, que afecta a toda la Universidad europea.
Todo esto recuerda las palabras del clásico Lampedusa: ‘Cambiarlo todo para que todo siga igual’: buscando lo nuevo, no buscamos lo verdadero, y por tanto, volvemos al punto de partida, sin posibilidad de salir del círculo vicioso en que nos ha colocado la Modernidad.
Mañana continuaremos con otra crítica de Chesterton-Herne al mundo de hoy.

Chesterton, sobre Quijotes

Las intenciones de los justos son equidad; los planes de los malos, son engaño. (Proverbios, 12,5)

El bibliotecario Herne –protagonista de El regreso de D. Quijote– sigue vestido de verde y de hombre medieval, aunque hace tiempo que la representación teatral se acabó. No es capricho su indumentaria y, por ello razona su postura: Herne está inmerso en la época medieval, absorto en su espíritu; Herne ha dejado su ‘carácter’ paleohitita, se ha transmutado en todo un caballero del Medievo, andante. Incluso tiene una dama de sus sueños de nombre épico: Rosamund, la hija de lord Seawood.

Abadía de Selby. Yorkshire, Inglaterra.

Abadía de Selby. Yorkshire, Inglaterra.

De esta forma, nuestro bibliotecario, instalado en un medio y un ambiente por él inimaginado, se da de bruces con un deporte poco al uso, selecto, arcaico, caballeresco: el tiro con arco. Los nobles, que merodean la antigua Abadía de Seawood, envían mensajes escritos, envueltos en sus flechas, que lanzan al azar, a voleo, a tontas y a locas.

La antigua Abadía brilla esplendente. La Abadía, actual residencia de lord Seawood, es espectadora de un suceso curioso –¿quizás  chusco?- y capital para el desenlace de la historia de estos nuevos quijotes. Estos hechos están recogidos en las páginas de la Historia del Lugar. Mi conocimiento de los mismos son de primera mano. Aparcado en la embellecida balaustrada de la Abadía, sentí pasar ágil, veloz, huidizo un dardo que rozando mi honrosa calva fue a alojarse en una viga del Cenador, a un palmo de la cabeza del Primer Ministro lord Eden, huésped de lord Seawood. Era una flecha envenenada que no una envenenada flecha. Cumplió su objetivo.

El dardo, ¿abre el conflicto? No, creo que inicia alguna solución. El mensaje nos habla de la necesidad de la creación de un nuevo orden de la nobleza, basada en la antigua caballería y la lealtad.

En una esquina del salón, Chesterton, sonríe al unísono del espíritu de Quijote, y menea la cabeza afirmativamente. Se muestra contento y, antes de dar una solución definitiva al conflicto creado, intenta inocular en el Primer Ministro la sensata locura de instituir el nuevo orden.

Lord Eden se afana en contar con los arqueros para establecer los Reyes de Armas para las distintas regiones, dependientes del soberano de Londres. Los jóvenes –que forman las Órdenes de Caballería- impartirán justicia de conformidad con las leyes medievales.

Se produce la quijotización del mundo: Había obligado a los demás a seguir vistiendo los trajes de la pantomima, y a representarla con fe incluso hasta el último de sus suspiros, de haber sido necesario. Colgándose el arco de Robin Hood y empuñando la lanza se había puesto al frente de todos ellos.

Herne es elegido Rey.

Chesterton defiende otra vez lo medieval: capuchas y ojivas, héroes y santos.

Nota: esta entrada estaba preparada justo cuando nos enteramos del fallecimiento del ilustre medievalista Jacques Le Goff (1924-2014), que trató -igual que Chesterton- de romper mitos asociados a la Edad Media. Sirva este texto de homenaje al gran historiador.

Tras representar a Ricardo Corazón de León en una obra de teatro, Michael Herne –en El retorno de Don Quijote, de 1927, Edición de Cátedra, 2005, pp.335-338)- se ha metido tanto en su personaje que ha decidido mantener la vestimenta que ‘hace’ al personaje. Todos le insisten en que no es lo apropiado, pero él defiende su comportamiento con sólidos argumentos:

Ventanas ojivales del Castillo de Yedra, s.XIII. Cazorla, Jaén, España.

Ventanas ojivales del Castillo de Yedra, s.XIII. Cazorla, Jaén, España.

–Dígame, ¿qué es lo que hace usted cada mañana? –preguntó en el mismo tono de suavidad-. Se levanta, se lava.
–Está bien –concedió Braintree- estoy dispuesto a confesar que me dejo llevar por los convencionalismos.
Pero el otro continuaba con su tema:
–Se pone una camisa, coge después una tira de no sé qué tela y se la ata al cuello con un complicado nudo que sujetan ojales y alfileres. No contento con eso, coge otra tira larga del mismo tejido, del color que le parece más sugestivo, y la enlaza con la anterior desarrollando una complicada espiral de acuerdo a la naturaleza del nudo seleccionado. Y eso lo hace cada mañana, y lo hará toda la vida, y jamás se habrá parado a pensar que pueda hacerse otra cosa como, por ejemplo, clamar a Dios mientras uno se rasga las vestiduras como hacían los antiguos profetas. Y todo esto lo hace por la sencilla razón de que a esa misma hora la mayoría de sus semejantes se encuentran misteriosamente ocupados en una operación idéntica. Y nunca se le ha ocurrido pensar que tal vez se trate de una molestia excesiva y que valdría la pena quejarse de esta práctica. No, es lo que se ha hecho siempre. Y luego dice usted que es un revolucionario y se jacta de llevar una corbata roja.
—Hay algo de verdad en lo que dice —concedió Braintree- ¿pero no querrá hacerme creer que por eso no encuentra maldita la hora en que abandonar su fantástico atavío?
—¿Y por qué le parece mi atavío fantástico? —preguntó a su vez Heme-. Para empezar es mucho más sencillo que el suyo. No hay más que meterlo por la cabeza, y ya está. Pero además tiene otras ventajas que no se descubren hasta que uno no lo lleva puesto por lo menos un día entero. Por ejemplo —y miró al cielo con el ceño fruncido- ya puede llover, nevar, o soplar el viento todo lo fuerte que quiera. ¿Qué haría usted? Correr a la casa para regresar con toda una parafernalia de objetos con los que proteger a esta dama: quizá un horrible e inmenso paraguas que le obligaría a caminar tras ella como detrás del baldaquino del emperador de la China. O quizá toda una colección de impermeables y trajes para la lluvia. Y, sin embargo, con este clima la mayor parte de las veces lo que vendría bien es cubrirse así —y Herne se echó encima la capucha que le colgaba sobre los hombros- y mientras, seguir formando parte de la liga de los ‘Sin sombrero’. ¿Sabe? —añadió bajando la voz- hay algo placentero en eso de llevar capucha. No me sorprendería que de ahí proviniese el nombre del gran héroe medieval, Robin Hood [que significa literalmente, ‘la capucha de Robin’].
Olive Ashley miraba distraídamente a través del valle ondulante cómo el horizonte del paisaje se difuminaba en la neblina brillante del atardecer, y no parecía atenta a la charla. Pero, de pronto, pareció volver en sí. El sonido de aquella palabra había logrado traspasar su ensueño.
—¿Qué quiere decir con eso de que la capucha es un símbolo? —preguntó.
—¿Alguna vez ha mirado el paisaje a través de un arco sin pensar que era tan hermoso como un paraíso perdido? —preguntó a su vez Herne-. El cuadro lo es por razón del marco… el marco delimita y permite que algo pueda ser contemplado. ¿Cuándo comprenderemos que este mundo no es un vano infinito, una ventana en el muro de la nada infinita? Llevando esta capucha llevo conmigo una ventana y puedo decirme a mí mismo: este es el mundo que vio Francisco de Asís y si lo amó tanto fue porque era limitado. La capucha hace el mismo papel de la ventana gótica.
Olive miró a Braintree de reojo y le dijo:
—¿Te acuerdas de lo que dijo Monkey? No, claro —rectificó- fue justo antes de que tú llegases.
—Antes de que yo llegase —repitió Braintree momentáneamente dudoso.
—Antes de que llegases el primer día —respondió ella enrojeciendo y mirando de nuevo al horizonte-. Dijo que seguramente de haber nacido en la Edad Media habría tenido que asomarse a la iglesia mirando por un ventanuco como hacían los leprosos.
—Claro. Una ventana típicamente medieval —añadió Braintree algo avinagrado.
El rostro de aquel hombre disfrazado de personaje medieval llameó súbitamente, casi retando a la batalla.
—¿Quién me mostrará un rey? —rugió- ¿un rey moderno que reine por la gracia de Dios y que vaya a rozarse con los leprosos de los hospitales como lo hizo S. Luis?
—No seré yo quien pague tal tributo para que un rey llegue a reinar —contestó despectivamente Braintree.
Pero el otro insistía:
—Pues hábleme de un líder tan genuinamente popular como S. Francisco. Si ahora viese a un leproso cruzando el césped, ¿sería capaz de correr a su encuentro y abrazarlo?
—Haría lo que cualquiera de nosotros —le defendió Olive-, puede que más.
—Tiene razón —dijo Heme, reportándose-. Ninguno haríamos algo semejante… y eso es lo que el mundo necesita: déspotas y demagogos como aquéllos.
Lentamente, Braintree levantó la cabeza para observarle con atención.
—Como aquéllos —repitió- y frunció más el ceño.