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El tweed y otros detalles british

Me entusiasma cómo arrancan las historias del Padre Brown. Son como el primer plano de una película que promete. Con pocas y precisas palabras -y ese ritmo tan propio de la prosa inglesa, contenido y elegante-, Chesterton describe un personaje enigmático. Lea, por ejemplo, cómo empieza El paraíso de los ladrones:

El gran Muscari, el más original de los jóvenes poetas toscanos, entró rápidamente en su restaurante favorito, que daba al Mediterráneo y estaba cubierto por un toldo y cercado por pequeños naranjos y limoneros.

Sencillo, pero muy completo. Merece la pena leer despacito (primera redundancia: ¿es que podemos llamar lectura a unos frenéticos vagabundeos por el libro?). No hay detalle que perder. ¿Quién este Muscari que aquí comparece, poeta toscano y refinado? ¿Qué va a acontecer en ese bello paraje, frente al mar, a la sombra de un toldo y con el aroma entremezclado de árboles frutales? Uno lee ese principio y tiene que seguir leyendo.

Continúa después de la descripción del gran Muscari (que, más por respeto al lector interesado que por falta de ganas, aquí omitiré), y, a renglón seguido, se cita a la hermosa hija de un banquero de Yorkshire. Luego se insinúa apenas la presencia discreta de un par de curillas (uno de ellos, claro está, el Padre Brown), y es entonces cuando un personaje misterioso se dirige al poeta toscano. Es un tipo cuya «figura iba vestida con un tweed a cuadros; llevaba una corbata rosa, el cuello almidonado y unas enormes botas amarillas». Uno lee eso -¡y estamos sólo en el cuarto párrafo!- y sabe que hay que seguir leyendo. Un poeta, dos curas, un restaurante, la bella hija del banquero y ese tipo del tweed. Esto promete.

Aclaro que, desde luego, mi intención no es glosar aquí cada uno de los párrafos del relato citado. Eso sería, además de farragoso, inútil, y pura vanidad de lector. Lo que Chesterton escribió se explica por sí mismo. Ni sobra nada ni hay, a mi juicio, nada que añadirle.

Sólo pretendo destacar que, para gozo del lector moroso (segunda redundancia: ¿es que podemos llamar lectura a la mera voracidad por consumir el núcleo de la historia?), en estos relatos hay un sinfín de pequeñas cosas. Detalles muy british.

Así sucede, por ejemplo, en El paraíso de los ladrones. Los hechos discurren en Italia, como queda dicho; y esa ubicación es perfecta para que, por contraste, Chesterton haga aflorar detalles típicos de Inglaterra. Hay un personaje del que siempre se dice que lleva un traje de tweed (y recuérdese que estamos frente al Mediterráneo, a la sombre de un toldo, con calor, entre naranjos y limoneros). Hay un momento en el que, al estrellarse el carruaje en el que viajan, el poeta Muscari y la bella hija del banquero se tocan. Es algo fortuito, y se describe de una forma delicadamente inglesa (o, tanto monta, británicamente delicada): «Muscari le echó un brazo por encima a Ethel, que se agarró a él y soltó un grito. Momentos así eran los que daban sentido a la existencia del joven».

También hay momentos para la amable crítica hacia los compatriotas. Suenan a lo lejos unos caballos y un italiano se percata de ello. No así el británico, porque todo sucede «mucho antes de que la vibración alcanzara los menos experimentados oídos ingleses». Que los ingleses son duros de oído, vamos.

Los detalles son múltiples, y sin duda le toca al lector descubrirlos (y, tras el esfuerzo de la búsqueda, disfrutarlos). Todo es de una contención muy inglesa. No me resisto, pues -y así advertirá el lector que yo no soy contenido… ni inglés-, a transcribir de qué forma se justifica que un bandolero pretenda liberar sólo al Padre Brown y a Muscari (y no, por contra, al resto de los rehenes):

«Al reverendo Padre Brown y al famoso signor Muscari los liberaré mañana al amanecer y los escoltaré hasta los límites de mis dominios. Los curas y los poetas, si me perdonan la sencillez de mi lenguaje, nunca tienen dinero. Así que (puesto que es imposible sacarles nada) lo mejor es aprovechar la oportunidad de demostrar nuestra admiración por la literatura clásica y nuestra reverencia hacia la Santa Madre Iglesia».

No son sólo detalles, curiosidades, menudencias para un lector sibarita. Son las pequeñas cosas que dan vida y verosimilitud al relato, y que le confieren ese tono tan particular a las historietas de nuestro cura-sabueso, esa sonrisa brit con la que se leen.

Sucede en fin que, como ha escrito recientemente un experto en anglofilia (Ignacio Peyró, en su impagable Pompa y circunstancia), «al cabo, esa sonrisa de Chesterton no era sino la bienvenida a las cosas tan serias que tenía que decir».

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Una hermana Brown: Chesterton, Mihura y «Melocotón el almíbar»

Además de las adaptaciones más o menos directas y confesas, el rastro del siempre escurridizo padre Brown a veces se intuye en otras ficciones, en otros personajes. Es el caso de Sor María, una monjita española con una implacable capacidad deductiva, una comprensión profunda de la naturaleza humana, y una tendencia un poco repulsiva a decir constantemente «si yo no sé nada, pobrecita de mí» para hacerse la inocente.

El 20 de noviembre de 1958 se estrena en Madrid Melocotón en  almíbar, la nueva comedia de Miguel Mihura Santos (1905-1977), y permanece dos meses en cartel. Mihura está disfrutando por fin de un éxito teatral tardío: después de que su primera comedia escrita en 1932, Tres sombreros de copa, permaneciera guardada en un cajón durante veinte años porque ninguna compañía se atrevía a representar un libreto tan vanguardista, el humorista se las arregló para «aburguesar» su humor (para «prostituírlo», como llegó a decir él mismo en alguna entrevista) y convertirse en uno de los comediógrafos favoritos del público. Si sus primeras comedias representadas (Ni pobre ni rico sino todo lo contrario, escrita con el gran Antonio Lara «Tono«, y El caso de la mujer asesinadita, con Álvaro de Laiglesia) participan del humor surrealista que ha popularizado con la revista La codorniz, tras el estreno de Tres sombreros de copa en 1952 escribe obras más accesibles para el gran público, como A media luz los tres (1953), ¡Sublime decisión! (1955) o Mi adorado Juan (1956).

Melocotón en Almíbar (Escelicer)

Primera edición de «Melocotón en almíbar», publicada en 1959.

El germen de Melocotón en almíbar es una asociación de ideas fortuita: Mihura regresa a su hotel en San Sebastián tras ver en el cine una película de gángsters y se encuentra una excursión de monjas en la recepción. Julián Moreiro recoge la reacción del comediógrafo en su excelente biografía Miguel Mihura, humor y melancolía: «No había tratado en mi vida a una monja. Para mí las monjas eran unos seres desconocidos, que veía por la calle con unos trajes negros y unas cofias blancas» (Moreiro, 2004, pág. 324). De ahí surge la idea de enfrentar a una monjita aparentemente indefensa contra un grupo de gángsters que acaban de dar un golpe.

Isabel Garcés como Sor María

Folleto de mano del montaje original de «Melocotón en almíbar», con Isabel Garcés como Sor María.

Sor María entra en escena cuando uno de los miembros de la banda, que parecía estar simplemente acatarrado, cae enfermo con una doble pulmonía. Los cacos ocultan el botín en una maceta del piso de alquiler que están usando como base de operaciones y piden a la propietaria que haga llamar a una enfermera. Pero, como cuenta Sor María «resulta que todas las enfermeras de la clínica estaban comprometidas para salir con sus novios. Y don Vicente me ha enviado a mí para que cuide del enfermo». Desde el momento en que la religiosa irrumpe en la vivienda, comienza un peculiar juego del gato y el ratón, en este caso la gata y los ratones, en el que Sor María va acorralando a los maleantes con su lógica demoledora camuflada en observaciones inocentes y comentarios autodespectivos: «… como tengo la mala costumbre de ser tan observadora, enseguida pienso cosas que no debo… Nuestra querida Madre Superiora siempre me está reprendiendo por ser así, y la verdad es que yo no puedo remediarlo…»

Mihura

Miguel Mihura observa perplejo a las monjas, esos «seres desconocidos con trajes negros y cofias blancas».

Al final, Sor María se queda con las joyas robadas para los pobres, ahuyenta a los atracadores y por el camino incluso ayuda a una de ellos, Nuria: «Yo lo que trato es de salvarla, porque estoy segura de que está arrepentida de haberse metido en todos estos jaleos».

NURIA: ¡Usted sabe mucho de mí…! Desde que entró en esta casa no ha dejado de mirarme… Como si me conociera de algo…

SOR MARÍA: No. ¿De qué iba a conocerla? Lo que pasa es que conozco a otras mujeres como usted, que están descontentas de sí mismas…

NURIA: Sí. Eso me pasa a mí… Que no me gusto cómo soy.

(Melocotón en almíbar, Acto Segundo, p. 915 en la edición del Teatro Completo de Cátedra, 2004)

Melocotón en Almíbar (Recatero)

El montaje de 2005, dirigido por Mara Recatero, con Ana María Vidal como Sor María.

A diferencia de los relatos del Padre Brown, Melocotón en almíbar no es un misterio. Desde el prólogo, el espectador sabe quiénes son los criminales, qué han hecho, y dónde han metido el «cuerpo del delito». El auténtico misterio es la propia Sor María: es ella quien pica la curiosidad el espectador con sus indirectas, es ella quien tensa la situación, siempre desde una ambigüedad que podría revelarse cálculo o genuina inocencia.

No sabemos con certeza si Mihura se pudo inspirar en Chesterton para la creación de Sor María. Es conocida su afición a la novela criminal en general, y a la obra de Simenon en particular. El comisario Maigret, como el padre Brown, suele preocuparse más por la psicología e incluso el alma del criminal que por la mecánica del crimen y las exigencias burocráticas de las fuerzas del orden. Además, el humorista Antonio Mingote recuerda, en la introducción a la edición de Austral de Melocotón en almíbar, que Mihura acababa de descubrir por aquel entonces al comisario San-Antonio de Frédéric Dard. Considerando la popularidad del personaje de Chesterton en la España de aquellos años, parece poco probable que un gran aficionado al género como Mihura lo desconociera.

De un modo u otro, las similitudes entre el Padre Brown y Sor María son notables. La obstinación en reducirse a la insignificancia, en hacerse pasar por tonta, el sentido del humor, la salvación de los criminales como prioridad, incluso el gusto por la paradoja que se resuelve desde el sentido común. La continuación del diálogo anterior entre Nuria y Sor María ofrece una elocuente ilustración de esto último:

NURIA: ¡Pero cómo me conoce usted! ¡Hay que ver qué talento! ¡Porque parece que no, pero yo soy muy complicada!

SOR MARÍA: Tan complicada que hasta le gustaría tener un niño. ¿No es verdad?

(Op. Cit., pp. 915-916)

Ana María Vidal como Sor María

Ana María Vidal intenta recordar si estaba interpretando a Sor María o al Padre Brown.

Y así, irónicamente, un autor cuya vida privada se condujo por las antípodas de la de Chesterton (solterón empedernido, adverso por principio al matrimonio y a la vida burguesa convencional, frecuentador de prostitutas) alumbró una de las versiones más conseguidas del Padre Brown… pese a ser estrictamente oficiosa y tal vez hasta involuntaria.

Por supuesto, no todo el mundo vio con buenos ojos a su detective con cofia. Hubo una adaptación cinematográfica de 1960, dirigida por Antonio del Amo, conocida en México como Rififí en el convento. A la censura española no le hizo demasiada gracia el personaje de Sor María tal como aparecía en el guión. El censor Avelino Esteban escribe: «La monja de este guión será una monja en la película que no podremos aprobar. Tiene toda una serie de defectos profesionales y hasta diría yo ‘profesionales’ como religiosa que deja mal a la clase a la que pertenece. El autor necesitaba, para la comicidad de su trama, una figura ‘cándida’ a base de ser tonta… ¡y pensó en una monja! Tal vez pensó que en la realidad social no existen ya cándidos que no sean tontos; o tontos que no sean religiosos o religiosas» (en Moreiro, 2004, p. 326). Antonio del Amo se defiende culpando a Mihura, alegando que no se había atrevido a corregir los «errores» en la concepción del personaje por respeto al autor: «Está claro que la monja es entrometida, fisgona y a veces hasta ordinaria, como si fuese una chulapa de los barrios bajos» (Op. cit., p. 326).

Cabe sospechar que el director se expresaba en tales términos  intentando granjearse las simpatías del censor, pero de este último no hay duda: no había entendido absolutamente nada.

Chesterton como excusa: los otros padres Brown (1)

Con mayor o, habitualmente, menor fortuna, las adaptaciones de los relatos del padre Brown comentadas en entradas anteriores intentaban ser fieles, si no a la letra, siquiera al espíritu del personaje de Chesterton. Las que vamos a repasar a continuación, por afán de exhaustividad más que por méritos propios, se contentan con la superficie del personaje, con la imagen estrambótica del detective con sotana, el hipotético gancho de su nombre y una vulgarización a menudo chocarrera del tono humorístico de sus aventuras.

La primera pieza en este safari internacional de caza y captura de los padres Brown que en el mundo han sido nos la cobramos en Alemania. En 1960, el prolífico Heinz Rühmann se enfunda la sotana para protagonizar «Das schwarze Schaf» (Helmut Ashley), es decir, «la oveja negra», que no es otra que el padre Brown, empeñado, para desesperación de su obispo, en investigar crímenes, con resultados pretendidamente hilarantes.

El padre Brown, pistola en mano, se dispone a ganarse el título de "oveja negra",

El padre Brown, pistola en mano, se dispone a ganarse el título de «oveja negra»,

A Rühmann,  que se despidió del cine en 1993 con «¡Tan lejos, tan cerca!» (Wim Wenders), lo recordamos en España por su papel en la extraordinaria «El cebo» (1958, Ladislao Wajda). En esta película cumple eficazmente con lo que se espera de él, que no es precisamente encarnar al padre Brown de Chesterton, sino componer un cura de sainete, irlandés en este caso (y por ende, no tan peculiar en su catolicismo), más preocupado por leer novelas de detectives que por estudiar la Biblia. La secuencia de presentación del personaje es muy elocuente en ese sentido: lo que interesa a este padre Brown es, como a cualquier otro detective, la mecánica del crimen, no tanto el alma del criminal. Es decir, justo lo contrario que al padre Brown de Chesterton.

Heinz Rühmann, un padre Brown más preocupado por la mecánica del crimen que por el alma del criminal.

El padre Brown, decepcionado con su propia película, se entrega al vandalismo callejero.

Quizá el mayor interés de «Das schwarze Schaf» estribe en la caricatura de la sociedad irlandesa tal como se imagina desde la Alemania de los años sesenta, y que, como suele ocurrir tantas veces con las caricaturas, dice mucho más del caricaturista que del caricaturizado. Otro tanto ocurre con su continuación, «Er kann’s nicht lassen» (1962, Axel von Ambesser), traducida como «La pista del crimen» aunque su título original significa, literalmente, «No puede dejar de hacerlo».

Pese a examinarla minuciosamente con lupa, ni el mismo padre Brown encuentra en su película el menor parecido con los relatos de Chesterton.

Pese a examinarla minuciosamente con lupa, ni el mismo padre Brown encuentra en «La pista del crimen» el menor parecido con los relatos de Chesterton.

En esta ocasión, la oveja negra ha sido desterrada por el obispo a una isla remota con propósito de desintoxicarlo de su fascinación por el delito. Pero, como anuncia el título, «él no puede dejar de hacerlo», y no tarda en encontrar enigmas a su medida, empezando por la desaparición de un valioso cuadro. Puede decirse en favor de la segunda entrega que la trama detectivesca está un tanto mejor cuidada que la de su predecesora, pero no mucho mejor, de modo que a ese respecto apenas llega a la mediocridad, lo cual es especialmente lamentable considerando la cantidad de ideas ingeniosas derrochadas en los relatos de Chesterton que no se han tomado la molestia de adaptar.

Así pues, si no les interesaba el personaje, ni tampoco los argumentos de sus historias, ¿qué querían hacer con el padre Brown estas películas? Tal vez una lectura epidérmica del Quijote, es decir, advertirnos por enésima vez de los peligros de dejarnos sorber el seso por noveluchas de baja estofa.

Un pórtico para el Padre Brown (2)

El Padre Brown y la salvación del criminal. Chesterton reinventa la novela de detectives.

Sostiene Chesterton que, cuando un escritor inventa un personaje de ficción, no trata de hacer una foto, sino de pintar un cuadro. El Padre Brown no es, por tanto, una foto del Padre O´Connor.

Del sacerdote irlandés tomó Chesterton sus portentosas cualidades intelectuales, pero no su aspecto externo. El Padre O´Connor no es desastrado, sino pulido; no es torpe, sino delicado y diestro; no sólo parece, sino que es gracioso y divertido; es un irlandés sensible y perspicaz, con la profunda ironía y la tendencia a la irritabilidad propias de su raza. Por el contrario, el Padre Brown aparece descrito como una masa de pan de Suffolk, East Anglia, porque el rasgo característico del Padre Brown era no tener rasgos característicos. De él dice su creador que su gracia era parecer soso, y se podría decir que su cualidad más sobresaliente era la de no sobresalir, y Chesterton le hizo aparecer desastrado e informe, con una cara redonda e inexpresiva, torpes modales, etcétera. Con ello, se trataba de que su aspecto corriente contrastara con su insospechada atención e inteligencia. El personaje estaba, por tanto, al servicio de una finalidad: construir una comedia en la que un sacerdote aparentaría no saber nada, conociendo en el fondo el crimen mejor que los propios criminales.

"En un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena". Lo dice Chesterton y lo sabe el Padre Brown

«En un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena». Lo dice Chesterton y lo sabe el Padre Brown. Ilustración: casapomelo.

El Padre Brown es original y novedoso. No es un sabueso más. En primer lugar, porque es sacerdote, y, en segundo lugar, porque es cura. Me explicaré.

Chesterton reflexionó con gracia acerca del género policíaco, que tanto cultivó y defendió. Como es sabido, dedicó varios artículos a las novelas de detectives y al modo en que, a su juicio, éstas debían ser escritas. En esas reflexiones encontramos los porqués del Padre Brown: por qué el sabueso es un sacerdote y por qué, haciendo real su ministerio, este sacerdote cura, sana y pretender cauterizar las heridas.

Chesterton admiraba las historias de Sherlock Holmes, pero no quería que todo el género policíaco consistiera en imitar, con mayor o menor acierto, las peripecias del personaje por Conan Doyle. Existía, además, el riesgo de una sofisticación excesiva, de modo que lo que solía llamarse novela policíaca se convertirá en una novela donde los problemas serán demasiado sutiles como para que sea posible solucionarlos llamando a la policía. Para Chesterton, lo importante no son ya las minucias y detalles de la investigación (por ejemplo, el Padre Brown no realiza sesudas disquisiciones sobre tipos de venenos, y tampoco elucubra sobre fuerzas físicas), sino los elementos humanos del crimen: los motivos, las emociones, la inocencia, la culpabilidad, los vicios en los que el criminal se desploma fatalmente.

Hay una concepción de las novelas policíacas que descansa en el “error materialista”, que consiste, según Chesterton, en suponer que nuestro interés completo por la trama es mecánico, cuando realmente es moral. Nuestro autor detecta ese error y, ejecutando una de sus geniales piruetas, refunda el género policíaco. El razonamiento tiene la verticalidad y contundencia de un gran salto:

Lo más emocionante de cualquier novela de misterio reside de alguna manera en la conciencia y en la voluntad. Implica descubrir que los hombres son peores o mejores de lo que parecen, y esto por su propia elección. Por tanto, mucho más apasionante que la mera verdad mecánica de cómo un hombre logró hacer algo difícil es descubrir el mero hecho de que quiso hacerlo.

Como se ve, el punto de partida de Chesterton es distinto. El hombre -sus afanes, sus miedos, su flaqueza… y, por tanto, también su posibilidad de grandeza- es el que está al principio de la historia. Frente al “error materialista”, hay un principio de humanismo que resulta más verdadero y feraz.

Este principio tiene una primera consecuencia práctica. Es el canon que establece el propio Chesterton: en un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena. Incluso el hombre verdaderamente truculento debería ser bueno, o debería aparentar serlo de forma convincente. Si esto no es así, lo que se le proporciona al lector es una amplia variedad de sospechosos, para que la imaginación pueda cernirse sobre ellos antes de abatirse (si es que llega a abatirse) sobre el verdadero culpable. Chesterton carga con ironía sobre esa forma común y ya agotada de construir el relato policíaco. Descarta un cliché que ya no funciona. Evita esa historia en la que todo comienza con una atmósfera recargada de cócteles y ocasionales inhalaciones de cocaína (es inevitable que, al compás de esta cita, uno piense en los ambientes de gran parte de la narrativa contemporánea, desagradables sin necesidad y carentes de la verdadera “truculencia”, que radica en el fondo del corazón). Chesterton abomina de lo obvio, y destaca que, en esos relatos, los sospechosos son tan sospechosos que casi podríamos llamarlos culpables; no necesariamente del crimen en cuestión, pero sí de otro medio centenar.

¿Pero cuál es, entonces, el problema narrativo de esos relatos trufados de sospechosos desde la página 1? Cuando por el relato circulan, ya desde el principio, traficantes, toxicómanos o cualesquiera otros moradores del lado salvaje de la vida, ¿qué se le hurta al lector? Se le quita la sorpresa, y, de este modo, se elimina el sobresalto y, por tanto, la novela de detectives se frustra irremediablemente. Comparece una paradoja puramente chestertoniana: todos esos moradores del lado salvaje de la vida tienen un inevitable toque de mansedumbre (…) todos tienen un elemento que hace que cualquier final nos parezca blando”. La sofisticación y el detalle artificioso eliminan la sorpresa. Resulta que, al final, los sedicentes malvados no son tan malos.

La conclusión de lo expuesto es también puro Chesterton. El ejemplo, lleno de humor, nos conduce sin remedio a Beaconsfield. Leamos:

Si lo que queremos son emociones, las emociones sólo pueden encontrarse en los virtuosos hogares victorianos, cuando descubrimos que quien le cortó el gaznate a la abuelita fue el cura o la recatada gobernanta. También el amor por las historias de asesinatos, como otras tendencias morales y religiosas, nos lleva de vuelta al hogar y a la vida sencilla.

Recapitulemos. Sepámoslo o no, lo cierto es que nuestro interés por la trama policíaca es moral (y no mecánico, por más que algún detalle físico o químico pueda aderezar la historia), y, además, es en la vida sencilla donde puede surgir la posibilidad de la sorpresa, y donde, por tanto, mejor germinarán los relatos detectivescos. Así las cosas, Chesterton necesita un sabueso experimentado, alguien que conozca el mal que habita en el corazón del hombre. Alguien entrenado, alguien que sepa ver en el interior del asesino y que descubra los recónditos porqués de una voluntad torcida. ¿Dónde hallarlo? ¿En una academia policial? ¿En una escuela técnica de probada eficacia? Chesterton vuelve a sorprendernos: el perfecto detective ha de ser un sacerdote. Ni psicólogos ni psiquiatras forenses. No son suficientes las horas de diagnóstico clínico. El verdadero detective ha de tener muchas horas de silencio, de oración y de confesionario.

Si el detective es un sacerdote, forzosamente su método deberá ser peculiar y distinto, acorde con la idea general que Chesterton tiene del género policíaco. Y así es. Sostiene Chesterton que el objetivo de las novelas de misterio no es la oscuridad, sino la luz, que la gente que está sentada en la oscuridad es la que ha visto la luz más intensa, y que la oscuridad sólo es valiosa porque hace brillar intensamente una luz en la imaginación. Luz y claridad. La historia debe ser, en definitiva, un Resplandor plateado (título de la que Chesterton considera la mejor historia de Sherlock Holmes). No se trata, pues, de llevar al lector a un baile y dejarlo en una zanja.

El Padre Brown descubre al criminal y quiere que salga de la oscuridad de la zanja. En los relatos del Padre Brown late la posibilidad del perdón y de la dicha inmerecida de redimirse. El Padre Brown es sacerdote porque quiere curar. Y así, mientras salva al criminal, reinventa la novela de detectives.

El último padre Brown de la BBC: ¿GK Chesterton como excusa?

Si de audiencias se trata, el último «Father Brown» (2013) de la BBC se puede considerar un éxito indiscutible: en enero de 2014 se renovó por una tercera temporada tras haber alcanzado la emisión de la segunda una cuota de pantalla del 24’7%. Significativamente, el productor ejecutivo Will Trotter interpretaba que «El éxito de la segunda temporada ha demostrado que los espectadores realmente han aceptado a Mark Williams como el padre Brown. Estamos encantados de poder seguir dando vida a un personaje tan querido». Una vez más, la pregunta es, por supuesto, ¿realmente ha dado vida Mark Williams al padre Brown?

El padre Brown ha seguido haciendo amistades a espaldas de su creador.

El padre Brown ha seguido haciendo amistades a espaldas de su creador.

No es la primera incursión del sacerdote en la pequeña pantalla británica: hay una serie anterior de los años 70, protagonizada por Kenneth More, que trataremos en otra entrada más adelante: con mejores o peores resultados artísticos, se quedó en una única tanda de trece capítulos, sin continuidad, y aparentemente sin el impacto suficiente para incentivar otras aproximaciones al personaje durante los siguientes cuarenta años. Así pues, podríamos decir que el nuevo «Father Brown» de la BBC es la primera serie que consigue enganchar al público y mantenerse a lo largo de los años… si no fuera por «Pater Brown«, una coproducción austro-alemana protagonizada por Josef Meinrad que duró cinco temporadas (treinta y nueve episodios en total) entre 1966 y 1973, y que también abordaremos en una futura entrada.

El último «Father Brown» no es fruto, en principio, de la especial predilección de cualquiera de sus responsables por el personaje o su creador. Nace de un encargo de la BBC1, que quiere programar una serie de misterio en horario de tarde.  Tras considerar diversas propuestas de creación original, la BBC decide que no quiere arriesgarse con un personaje nuevo y que prefiere una «marca» reconocible. Según cuenta la productora Ceri Meyrik, la idea de rescatar al padre Brown se le ocurre al productor ejecutivo John Yorke tras escuchar un documental radiofónico sobre Chesterton.

Es más, los creadores de la serie no están particularmente interesados en seguir a Chesterton al pie de la letra. A cada uno de los guionistas se le da a elegir entre adaptar uno de los cuentos o inventarse una nueva aventura del padre Brown; así, en la primera temporada la mitad de los episodios adaptan cuentos de Chesterton sin excesiva fidelidad, y la otra mitad cuenta historias totalmente nuevas.

El padre Brown pedalea rumbo a lo desconocido, alejándose del "canon" chestertoniano.

El padre Brown pedalea rumbo a lo desconocido, alejándose del «canon» chestertoniano.

Además, a la hora de establecer el «universo» de la serie, se toman otras libertades notables.  Aunque se quedan muy lejos de la hipermodernidad del brillantísimo «Sherlock» de Moffat y Gatiss, «actualizan» al padre Brown llevándolo a los años 50. En palabras de Meyrick, pretendían hacer una serie de época, pero ambientada en un periodo histórico que pudiera formar parte de la memoria viva de muchos de sus espectadores. Tampoco tienen inconveniente en limitar el ímpetu trotamundos del cura y prescindir de sus viajes para ambientar todas sus aventuras en el condado de Gloucestershire. Por último, rodean al padre Brown de un reparto más o menos variopinto de secundarios:  «Adjudicamos a nuestro padre Brown una banda de ‘ayudantes'», dice Meyrick, «como parte del proceso necesario para hacer que la serie funcionase como drama de cuarenta y cinco minutos, lo cual es distinto de un relato corto. Nos permitió dar más cuerpo a las historias».

Pero a pesar de todo, la productora es categórica: «Aunque cambiamos muchas cosas con respecto a las historias, queríamos mantener la esencia del personaje del padre Brown».

¿Lo han conseguido?

El padre Brown de la BBC se queda patidifuso al leer a Chesterton.

El padre Brown de la BBC se queda patidifuso al leer a Chesterton.

Como mínimo, dar el papel a un secundario en lugar de a una estrella como Guinness ya sería un acierto: hemos visto a Mark Williams en infinidad de películas (la saga de Harry Potter, sin ir más lejos), pero aunque su cara nos suena vagamente, no es probable que lo reconozcamos a la primera. Esa sensación escurridiza parece muy adecuada para un personaje escurridizo. Williams, además, maneja con habilidad los distintos registros del personaje y, siendo un excelente actor de comedia, no cae en la tentación de exagerar su lado cómico. Y el nutrido elenco de secundarios, en efecto, permite dosificar sus apariciones y no quemar su peculiar carisma: unos y otros no nos dan oportunidad de cansarnos de ese curilla torpón con un brillo peculiar en la mirada que parece guardar un gran secreto.

No son las historias del padre Brown de Chesterton: son nuevas aventuras protagonizadas por un sacerdote que se le parece bastante, probablemente más que cualquier otro de los que han llevado su nombre en la pantalla pequeña o grande.

No es poco, y quizá no podamos pedir mucho más.

Un pórtico para el Padre Brown (1)

El Padre O´Connor y el Padre Brown. A Chesterton se le aparece un personaje.

Siempre sucede. Las claves más profundas se hallan en un encuentro personal. Detrás de los más esquivos porqués suele haber un quién. Podemos afanarnos en las más sesudas elucubraciones. Podemos exprimir las casi infinitas posibilidades de nuestra imaginación. Podemos incluso hacer psicología de salón. Todo eso, si se mantiene la soberbia a raya -no hay espectáculo más triste que el del intelectual arrogante, pagado de sí mismo-, está muy bien y puede dar algún fruto. Pero si, encerrados en una mera recreación de la vida pensada, prescindimos de la vida vivida, no podremos comprender nada. Ni comprendernos a nosotros ni comprender a los demás. Seremos, pues, vulgares, en el sentido más chestertoniano del término: pasaremos junto a la grandeza y no la advertiremos. Habremos perdido la capacidad de asombrarnos. Acaso sin saberlo, estaremos muertos.

Chesterton era humano -muy humano: una humanidad de más de 1,90 centímetros de estatura y de más de 120 kilos de peso- y, por tanto, su vida fue una sucesión de encuentros personales. Como, además, Chesterton era un hombre de alegría excesiva (si es que en eso cabe el exceso, que probablemente no quepa), la mayoría de sus encuentros fueron de una dicha contundente. Pensemos en su matrimonio con Frances Blogg (no exento de dificultades y, justamente por eso, felicísimo). Pensemos también en su querido y llorado hermano Cecil, en su fraternal amigo Hilaire Belloc, en su eficiente colaboradora Dorothy Collins, en sus amistosos oponentes G.B. Shaw y H.G. Wells. Pensemos, cómo no, en su encuentro personal con Cristo, que tanto iluminó su vida y su obra.

"Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón". Palabras del Padre Brown que pudo pronunciar el Padre O´Connor.

«Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón». Palabras del Padre Brown que sin duda suscribiría el Padre O´Connor.

Es que sucede eso: los verdaderos encuentros son fructíferos. Así le sucedió a Chesterton el día que conoció al Padre O´Connor. Ese día no sólo comenzó una amistad. Ese día a Chesterton se le apareció un personaje.

En su Autobiografía, Chesterton hace una estupenda narración del día en que conoció al Padre O´Connor, al que se refiere como aquel encuentro accidental de Yorkshire que tendría consecuencias para mí mucho más importantes de lo que la mera coincidencia puede sugerir. Chesterton había ido a dar una conferencia a Keighley y pasó la noche en casa de un importante ciudadano de aquella pequeña localidad. Allí se reunió con un pequeño grupo de amigos de su anfitrión; entre ellos, el cura de la iglesia católica, un hombre pequeño, lampiño y con expresión típica de duende. Se llamaba John O´Connor, y, desde el primer momento, a Chesterton le sorprendieron gratamente el tacto y el buen humor con el que aquel hombrecillo se conducía en aquel ambiente (fundamentalmente protestante). La conversación entre ambos continuó a la mañana siguiente durante un paseo hasta la localidad de Ilkley, a la que Chesterton quiso desplazarse para visitar a otros amigos. Aquella primera conversación larga tuvo algo de inaugural. Cuenta Chesterton que, cuando llegaron a Ilkley, tras unas cuantas horas de charla por aquellos páramos, pude presentar un nuevo amigo a mis antiguos amigos. El Padre O´Connor se convirtió de inmediato en un nuevo huésped de los amigos de Chesterton en Ilkley, en donde comenzaron a reunirse periódicamente.

Precisamente en una de esas visitas se produjo la aparición del Padre Brown. En una más de sus peripatéticas conversaciones, Chesterton le hizo saber al Padre O´Connor su opinión acerca de “temas sociales bastante sórdidos de vicios y crimen”. A juicio del Padre O´Connor, la opinión de Chesterton era errada porque ignoraba algunas cosas, y, para ilustrarle, le contó “ciertos hechos que él conocía sobre prácticas depravadas”. Chesterton descubrió entonces que “aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo” y que él no había llegado a imaginarse “que el mundo albergara tales horrores”. Faltaba, no obstante, el colofón de esta historia.

Resultó que, al llegar de su paseo, Chesterton y el Padre O´Connor se encontraron la casa de sus huéspedes llena de gente, y comenzaron a charlar con dos cordiales y saludables estudiantes de Cambridge. Hablaron largo y tendido de música, del paisaje y, en general, de cuestiones artísticas. Luego la conversación derivó hacia cuestiones filosóficas y morales, en cuyo examen el Padre O´Connor también se mostró extraordinariamente perspicaz; tanto, que, cuando finalmente el sacerdote abandonó la habitación, los dos estudiantes alabaron la sabiduría del cura. Uno de ellos, sin embargo, quiso matizar su alabanza: «(…) todo eso está muy bien cuando se está encerrado y no se sabe nada sobre el mal real en el mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento”.

A Chesterton aquel comentario le pareció, además de engreído, verdaderamente cómico. Lo cuenta así:

Para mí, que aún temblaba casi con los pasmosos datos prácticos de los que el sacerdote me había advertido, este comentario me pareció de una ironía tan colosal y aplastante que a punto estuve de estallar de risa en aquel mismo salón, pues sabía perfectamente que, comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebés en el mismo cochecito.

Fue precisamente en aquel instante cuando a Chesterton se le apareció el Padre Brown. Fue entonces cuando se me ocurrió dar a estos tragicómicos equívocos un uso artístico y construir una comedia en la que hubiera un cura que pareciera que no se enteraba de nada y en realidad supiera más de crímenes que los criminales.

Aventuro incluso que, de alguna manera, el Padre Brown se le apareció a Chesterton a pesar de Chesterton. Recordemos que, según confesión propia, nuestro autor se había mostrado contrario a la idea general de que los personajes de las novelas debieran “representar” o “estar tomados” de alguien. Decía que esa idea “se basa en una incomprensión de cómo funcionan la narración imaginativa y especialmente las fantasías tan triviales como las mías”. Pero, ¿y en el caso del Padre Brown, en el que, como hemos visto, el personaje está claramente “tomado” de un original en el mundo real?

Podemos afinar un poco más la pregunta. ¿Por qué, a diferencia de lo que sucede con otros personajes chestertonianos, aquí -y sólo aquí- el personaje ficticio (el Padre Brown) surge sin disimulo de una persona real (el sacerdote John O´Connor)? Chesterton no expresa el porqué de esta afortunada excepción, pero creo que, en su Autobiografía, GKC nos da una pista (y no quisiera ser yo quien, en este punto hiciera, psicología de salón).

Reparemos en que, cuando Chesterton se encontró con el Padre O´Connor, comprendió la inmensa sabiduría de la Iglesia Católica, a la que entonces nuestro autor no pertenecía. Fue algo así como una metasorpresa: Me sorprendía mi propia sorpresa: que la Iglesia Católica supiera más que yo acerca del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble. Esa potente sorpresa pareció, pues, quebrar todo esquema previo, incluso las ideas generales que el Chesterton narrador tenía acerca de cómo crear un personaje.

El encuentro personal con el Padre O´Connor tuvo, pues, tal fuerza -fue tanto lo que, gracias a él, Chesterton pudo intuir acerca del mal- que el personaje del Padre Brown se personó de inmediato, sin necesidad de que se lo permitiera una teoría narrativa previa. El Padre Brown tenía una misión urgente que cumplir: muchos criminales esperaban la salvación.

«El detective»: ¿es Alec Guinness el padre Brown de Chesterton?

Tan poca prisa tuvo el padre Brown para debutar en el cine como para repetir la experiencia: veinte años separan la primera película, «Father Brown, Detective» (1934), de la segunda, estrenada como «The Detective» en Estados Unidos y como «Father Brown» en su país de origen, Gran Bretaña.

Cartel El detectiveSu aparición coincide con el máximo apogeo artístico y comercial de los Estudios Ealing,  que tras la II Guerra Mundial han venido produciendo una serie de comedias de considerable éxito comercial y alta calidad artística. Entre ellas destaca «Ocho sentencias de muerte» (1949), una maravillosa comedia negra dirigida por Robert Hamer en la que Alec Guinness interpreta a los ocho víctimas de un asesino empeñado en heredar un título nobiliario. Ambos, director e intérprete, se reencuentran en «El detective», una película que en principio parece reunir los ingredientes necesarios para hacer justicia a la creación de Chesterton.

Otro cartel de El detective

El resultado es una estimable comedia de misterio, con un guión ingenioso y divertido que, una vez más, toma como punto de partida «La cruz azul», y un protagonista que exprime todo el jugo cómico a cada situación. La creación de la película tuvo, además, una consecuencia decisiva en la vida de Alec Guinness. Como recoge el crítico Steven D. Greydanus, el propio actor contó en su autobiografía «Blessings in Disguise» el efecto que tuvo interpretar al padre Brown en su posterior conversión al catolicismo. Durante el rodaje en Francia, caracterizado como sacerdote…

«…escuché pasos precipitados y una voz aguda llamando ‘mon pere!’. Un niño de siete u ocho años cogió mi mano, la apretó con fuerza y la balanceó mientras no cesaba de parlotear. Estaba lleno de entusiasmo, saltaba, brincaba y daba botes, pero no me soltaba ni por un instante. No me atrevía a hablar, no fuera que mi atroz francés lo asustase. Aunque yo le era totalmente desconocido, obviamente me había tomado por un sacerdote y, por tanto, por digno de su confianza. Súbitamente, con un ‘Bonsoir, mon pere’ y una especie de saludo apresurado de refilón, desapareció por un agujero en una valla. Mientras continuaba mi paseo, pensé que una iglesia que podía inspirar semejante confianza en un niño, haciendo a sus sacerdotes, incluso a los desconocidos, tan fácilmente accesibles, no podía ser tan perversa y siniestra como tan a menudo se pretende. Comencé a zafarme de mis prejuicios de tanto tiempo».

En suma, tenemos una película francamente bien hecha, debida a un equipo creativo especialmente dotado para la comedia inteligente, y que incluso tuvo un impacto espiritual profundo en la vida de uno de los componentes más notables de dicho equipo. Y sin embargo, si el objetivo era capturar en celuloide al padre Brown, «El detective» es a todas luces un fracaso.

Cartel español de El detective

Greydanus señala algunos cambios con respecto a la fuente literaria que, a su juicio, traicionan el espíritu del personaje. Por un lado, el padre Brown cinematográfico es menos astuto, es más propenso a caer en trampas que a tenderlas. Por otro, su relación con las fuerzas del orden no está del todo clara, y parece cambiar a medida que avanza la película: en un momento dado, no tiene reparos en inculpar a un inocente cuando parece convenir a sus propósitos. Entiende el crítico que el padre Brown de Guinness habla como el padre Brown de Chesterton, pero no se comporta como él.

Por mi parte, suscribo sus apreciaciones y voy más allá. Hay dos razones básicas por las que «El detective» lo tenía muy difícil para reflejar fielmente al padre Brown de Chesterton. La primera, su excepcional protagonista. La segunda, su condición de largometraje.

En cuanto a la primera, basta con echar un vistazo al reclamo del póster norteamericano: «Cuando Guinness se hace detective privado… ¡es un escándalo público!». A ojos del público de su tiempo, no era el padre Brown, sino otro disfraz más de Alec Guinness, el genio del humor, el hombre vestido de blanco, el divertidísimo camaleón que había interpretado nada menos que a ocho personajes distintos en «Ocho sentencias de muerte». Incluso a día de hoy, para quien nunca haya oído hablar de él, para quien no reconozca los rasgos de Obi-Wan Kenobi, el padre Brown de «El detective» puede resultar demasiado llamativo, demasiado carismático.

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Lo cual nos lleva a la segunda cuestión. Levantar un largometraje a partir de «La cruz azul» implica dos tipos de problemas. El primero se refiere a la estructura del relato y la construcción de la trama: el padre Brown puede tender a Flambeau una trampa de entre diez o veinte páginas, pero resulta mucho más difícil sostenerla durante hora y media, justificar que todas las peripecias habían sido previstas por el sacerdote, a menos que el personaje se convierta en una suerte de manipulador maquiavélico que disfruta jugando con sus víctimas. Por tanto, una posible solución consiste en cambiar las tornas y hacer que sea el padre Brown el primero en caer en la trampa para finalmente salir victorioso en el tercer acto. Es una solución estructuralmente válida, pero que inevitablemente se aparta del padre Brown de Chesterton, que se caracteriza entre otras cosas por aparentar ser un ingenuo y no serlo en absoluto.

El segundo puede ser aún más difícil de soslayar: durante la hora y media de un largometraje, tenemos demasiado tiempo para ver al padre Brown, para acostumbrarnos a él, para despojarlo de su misterio, para que ver la mediocridad detrás de la pátina superficial de carisma. El proceso es inverso al encuentro con el padre Brown literario: no se trata de un curilla con aire inocentón del que gradualmente vamos descubriendo que esconde tras su disfraz mucho más de lo que nunca podremos conocer, sino de un sacerdote singular y carismático que al principio nos deslumbra para luego mostrarnos que en realidad no es tan listo como cree.

Todos los rasgos que Chesterton dejó deliberadamente indefinidos necesariamente toman forma en un sentido u otro, y configuran un personaje que jamás podrá ser el que Chesterton había escrito. Esto, que ocurre prácticamente con todo personaje literario, se agrava en aquellos que viven en el misterio, como los monstruos (y no olvidemos lo que decía Ogden Nash: «Pero allí donde hay un monstruo, hay un milagro»), como Domingo, como el padre Brown.

Chesterton, Dante y el Averno

Hace unos días comencé una discusión cordial a cuenta del Padre Brown. Mi interlocutor, filósofo muy leído, sostuvo que las historias del Padre Brown le enternecían y que tenían su gracia. Eso en la parte del haber. Pero, queriendo cuadrar el balance, mi cordial oponente hizo una breve anotación en el debe. A su juicio, esas historias eran ya antiguas y quizá -es verdad que lo dijo sin contundencia- muy ingenuas. Entonces, cual Flambeau ante un misterio, tuve que saltar.

No duró mucho mi salto, porque un tercero vino a interrumpirnos y la cosa acabó en tablas. Me quedé, no obstante, rumiando las palabras de mi súbito contrincante (quien, por cierto, minutos antes me había insistido en que leyera La taberna errante, también de Chesterton). ¿Los relatos del Padre Brown son antiguos? ¿Y, una vez supuestos el candor y la inocencia del Padre Brown, resulta que las historias son, sin más, ingenuas?

La imagen del infierno de Dante coincide con la de Chesterton: un lugar que cada vez se hace más y más estrecho… Imagen: misterios.co.

La idea del infierno de Dante coincide con la de Chesterton: un lugar que cada vez se hace más y más estrecho… Imagen: misterios.co.

Como tantas otras veces, la lectura atenta vino a sacarme de dudas. Leí, en concreto, El cartel de la espada rota, otro de los relatos que forman parte de «El candor del Padre Brown» (que es la primera serie de relatos que Chesterton le dedicó al cura-sabueso).

Concluí que los relatos del Padre Brown no pueden tildarse de ingenuos. La trama puede ser sencilla -otro día hablaremos de por qué Chesterton buscó precisamente distanciarse de la creciente sofisticación de los relatos policíacos-, pero los temas de fondos son siempre grandes temas. En el caso de El cartel de la espada rota, desfilan por la historia la prudencia, el honor, la traición… y la maldad. ¿Acaso son éstos temas menores, cosas ingenuas, inquietudes pasadas? No me lo parece.

Ni me lo parece a mí ni -esto es lo importante- se lo parece al propio Chesterton. En el relato se pone en boca de Flambeau, amigo inseparable del Padre Brown, una explicación sencilla y plana del misterio que, en ese momento, se traen entre manos. Y, justamente porque la explicación es demasiado simple -ingenua, podríamos decir-, el Padre Brown reacciona:

-La suya, amigo mío, es una historia limpia -gritó el Padre Brown, profundamente conmovido-. Una historia dulce, pura y honrada, tan clara y blanca como esa luna. La locura y la desesperación son relativamente inocentes. Hay cosas peores, Flambeau.

Eso es: hay cosas peores. El Padre Brown lo sabe. La ingenuidad -que es, en definitiva, no pensar o pensar muy poco- conduce al error. La inocencia, en cambio, permite ver más claro (no en vano, el color de la inocencia es el blanco, que es la luz, es decir, todos los colores a un tiempo).

«Siempre se puede pensar más», dijo Leonardo Polo. Eso es lo que hace el Padre Brown. ¿Por qué la maldad? ¿Dónde radica el mal de la maldad? El Padre Brown alumbra parcialmente estos misterios:

En cualquier caso, lo que ocurre con la maldad es que abre una puerta tras otra en el Infierno y siempre se entra en estancias más y más pequeñas. Ése es el principal argumento que puede esgrimirse contra el crimen: no es que vuelva a la gente más y más osada, sino más y más mezquina.

Seguidamente, y casi como colofón, el Padre Brown cita a Dante y extrae argumentos de ‘La divina comedia‘. El relato se carga entonces de intensidad y de patetismo. Los misterios se adensan. Recordamos que Dante puso a los traidores en el último círculo de hielo, y eso ni es broma ni es literatura. En el Averno los espacios se reducen por momentos, al tiempo que se acreciente la mezquindad del hombre.

El Padre Brown habla con fuerza de estos asuntos esenciales. Será tal vez porque, como Dante, Chesterton supo también dónde hallar las puertas mismas del Infierno. Suerte que jamás las traspasara.

El padre Brown, detective: la primera película

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El padre Brown, tan poco aficionado a los focos y a la atención pública, no se dejó capturar por una cámara de cine hasta 1934, veinticuatro años después de la publicación original de «La cruz azul» en el Saturday Evening Post.

El cine americano había roto a hablar hacía muy poco, especialmente a partir del éxito del musical «El cantor de jazz» (1927). Las viejas estrellas del cine mudo que no consiguieron reciclarse fueron eclipsadas por una nueva oleada de artistas que hablaban y cantaban. Y hacían falta escritores, muchos escritores para poner palabras en sus bocas: aunque el cine mudo había dado relatos de excepcional complejidad y ambición literaria (valgan como ejemplo las obras monumentales del malogrado Erich von Stroheim), el sonoro abre nuevas posibilidades, desde los diálogos hilarantes entre Groucho y Chico Marx («Los cuatro cocos«, 1929) hasta las observaciones sentenciosas de un vampiro con ínfulas poéticasDrácula«, 1931). Para esa industria, hambrienta de historias con gancho, diálogos impactantes y personajes memorables, los relatos de misterio son una fuente riquísima. Uno tras otro, todos los grandes detectives van desfilando por la pantalla grande: Sherlock Holmes (es justamente recordada la serie de catorce películas que protagonizó Basil Rathbone), Charlie Chan, Hércules Poirot… y, tarde o temprano tenía que ocurrir, también el padre Brown.

La proeza se debe a Edward Sedgwick, compinche habitual de Buster Keaton y director de todas las películas de «Cara de palo» para la Metro-Goldwyn-Mayer. Ambos, de hecho, compartieron decadencia en la MGM de los 40, almacenados como trastos viejos en la misma oficina, sin mucho que hacer salvo idear gags para las nuevas estrellas de la comedia. Pese a ello, Sedgwick aún dirigió unas quince películas después de «Father Brown, Detective», incluyendo un triste largo propagandístico de Laurel y Hardy («Los vigilantes del cielo«, 1943) y un episodio especial de la sitcom canónica «I Love Lucy» (1953).

Igual que ocurrirá otros veinte años después con la británica «El detective» (1954), los veteranos guionistas C. Gardner Sullivan y Henry Myers (que participaría más adelante en la «Alicia en el País de las Maravillas» de Disney) usan como punto de partida el relato «La cruz azul» para tomar a continuación varios desvíos y rodeos pintorescos en la carrera de ingenio entre Flambeau y el padre Brown hasta completar un largometraje.

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El primer rostro que toma prestado el padre Brown para asomarse a la pantalla es el de Walter Connolly, que desde 1932 venía interpretando en la radio a otro detective clásico, el Charlie Chan de Ear Derr Biggers, y no mucho después encarnaría a Nero Wolfe en «The League of Frightened Men» (1937).

¿Consiguió Connolly dar vida al padre Brown o, como en el caso de Alec Guinness, se limitó a cubrir a su personaje habitual con una sotana? A juicio del autor de la única reseña en la entrada de la película en la Internet Movie DataBase, el trabajo de Connolly va más allá de la técnica de la interpretación: «Realmente es el padre Brown». Su actitud, sus gestos, sus guiños; todo ello, escribe, confiere vida a un sacerdote creíble.

Es imposible valorarlo sin haber visto la película. Diríase que, por su peculiaridades, el padre Brown es un personaje especialmente difícil para un actor. Y lo es en gran medida por lo que tiene en común con un actor, esa capacidad para meterse en la piel ajena, para ver el mundo con ojos de otros, para sentir como ellos, pero que, a diferencia del actor, ejerce sin llamar la atención sobre sí mismo, ocultándose tras una suerte de carisma negativo.

Esto probablemente tenga que ver con la especial aproximación de Chesterton al relato detectivesco. El misterio al uso nos plantea un enigma fascinante cuya solución a menudo corre el riesgo de decepcionarnos, como el mago que nos explica la trampa pedestre de la ilusión que nos había maravillado. Chesterton intenta que la solución del enigma sea aún más prodigiosa que el enigma mismo, y al mostrarnos que hay más magia en la realidad que en la apariencia, nos señala el mayor de los misterios, aquel no se puede explicar, o apenas enunciar, sino solo mostrar. El padre Brown, y por esto tan difícil atraparlo en el celuloide, es otro misterio que existe para celebrar ese misterio mayor, y sabe, como su autor, que hay cosas que no puede compartir con nosotros, como nos recuerdan las bellas y escalofriantes líneas finales del relato El hombre invisible, recogido en El candor del padre Brown: Pero el padre Brown siguió caminando durante muchas horas, bajo las estrellas, por aquellas colinas cubiertas de nieve en compañía de un asesino, y lo que se dijeron el uno al otro nunca se sabrá.

El parpadeo de Chesterton

Chesterton es un maestro de los pinceles. En apenas un párrafo, GKC traza los rasgos esenciales de un personaje. Cuatro brochazos le bastan para que comparezca, con toda su intensidad, un determinado tipo. Y digo tipo no como sinónimo cheli de sujeto o de individuo, sino para señalar que, a través de sus personajes, Chesterton nos presenta actitudes típicas del hombre y de la mujer modernos.

La editorial Siruela escogió este relato del Padre Brown para una selección realizada por J.L. Borges

Ediciones Siruela escogió este relato del Padre Brown para la portada de una selección realizada por Jorge Luis Borges

Sólo así se explica que, en el breve espacio de un relato, los personajes de Chesterton nos cautiven de ese modo. Esa simpatía natural debe de proceder, por tanto, de la extraordinaria capacidad con la que GKC condensa la prosa.
Me sirve todo esto para, en primer lugar, justificar mi pasmo ante Pauline Stacey, que es una de las protagonistas de El ojo de Apolo, que es, a su vez, otro de los relatos del Padre Brown (de la primera serie, El candor…). Pauline es el prototipo de mujer autosuficiente, del mismo modo que Kalon -también protagonista del relato- es un ejemplar perfecto del hombre que se basta (y se sobra) a sí mismo.

En el relato mencionado hay dos deliciosos enfrentamientos (verbales, of course) entre Pauline y Flambeau. El primero se da por causa de las opiniones fundamentales de la hermosa Pauline, que consistían, a grandes rasgos, en que era una mujer trabajadora y de su tiempo a la que le apasionaba la maquinaria moderna. Sus radiantes ojos negros brillaban con ira abstracta contra quienes se oponían a la ciencia mecánica y pedían el regreso al romanticismo.
La respuesta de Flambeau es elegante y discreta, pero el lector la percibe con contundencia. Después de oír el discurso de Pauline -que el lector se puede imaginar con voz campanuda-, Flambeau entró en su apartamento sonriendo algo confundido al pensar en aquella fogosa declaración de autosuficiencia.

El segundo enfrentamiento es muy parecido. Frente a la autosuficiencia -parece decirnos Chesterton-, el humor, que todo lo cura, sobre todo la tontería. Pauline se confiesa admiradora de la ciencia, pero, a renglón seguido, desprecia con virulencia los auxilios de la medicina (los apoyos y las escayolas para los cojos y tullidos, por ejemplo). Ese desprecio contrasta con lo que, unos minutos antes, el Padre Brown le ha enseñado a Flambeau: que la única enfermedad espiritual es creerse que uno está totalmente sano. La autosuficiente Pauline dice entonces que la gente sólo cree que necesita esas cosas porque les han acostumbrado a tener miedo en lugar de enseñarles a apreciar el poder y el valor, igual que las niñeras estúpidas les dicen a los niños que no miren al sol, cuando podrían hacerlo sin parpadear.
Y continúa su fogoso discurso: ¿Por qué habría de existir una estrella entre las estrellas que no me estuviera dado contemplar? El Sol no es mi dueño y abriré los ojos  y lo miraré siempre que me plazca.
La réplica de Flambeau vale por un tratado de simpatía: Sus ojos -declaró Flambeau con exótica reverencia- deslumbrarían al Sol.

Hasta aquí Pauline y Flambeau. Pero, ¿qué dice el Padre Brown a este respecto? ¿El hombre puede mirar derecha y fijamente al Sol? ¿Esa inmensa estrella se pliega al designio humano, a su mirada?  ¿Hasta dónde debería llegar, por tanto, la adoración a la Naturaleza? ¿Quién adora a quién?
Al tiempo que el Padre Brown desvela un misterioso asesinato (en este caso, un doble crimen, pero el lector puede estar tranquilo, que no destriparé la historia), quedan expuestas -¡encarnadas!- las dos formas de contestar a estas preguntas inquietantes.

Es entonces cuando, magistralmente, Chesterton saca de nuevo los pinceles, y nos pinta, en primer termino, la apariencia externa de quienes en este punto sostienen posiciones distintas, que aquí son el ya citado Kalon (Nuevo Sacerdote de Apolo y adorador del dios Sol) y nuestro discreto Padre Brown (discreto sacerdote de Cristo y sencillo adorador del Dios trino). La descripción del contraste entre ambos no tiene desperdicio:
En la prolongada y sobresaltada quietud de la habitación, el profeta de Apolo se levantó lentamente y fue como si saliera el sol. Llenó la habitación con su vida y su luz de un modo que todos tuvieron la sensación de que habría podido iluminar con la misma facilidad toda la llanura de Salisbury. Su silueta envuelta en túnicas pareció adornar la habitación con tapices clásicos, su gesto épico le convirtió en un panorama de mayor grandeza, hasta que la pequeña figura negra del clérigo moderno dio la impresión de ser un defecto una intrusión, una mancha negra y redonda sobre el esplendor de la Helare.
Parece claro que, por fuera, el Padre Brown tiene perdida la batalla con Kalon. Chesterton lo dice unas páginas antes. Kalon es el bello sacerdote de Apolo y aparece, erguido y con argénteos ropajes, asomado al balcón, mientras el reverendo J. Brown aparece «un cura bajito de cara redonda que lo miraba [a Kalon] desde la calle con ojos parpadeantes», y que es «el feo sacerdote de Cristo».

Pero las verdaderas diferencias -las que en realidad importan- no son las de fuera, sino las de dentro. El Padre Brown era incapaz de mirar a ninguna parte sin parpadear; en cambio, el sacerdote de Apolo podía mirar al sol a mediodía sin mover un párpado.
Hay que elegir, pues, entre la soberbia de quien mira al sol y no se inmuta (o al menos eso parece) y la sencilla normalidad de quien, al verse ciego ante la luz, parpadea de forma espontánea.
La primera opción es sencillamente irrealizable. Quien la practica, se malogra, porque ha olvidado que esos paganos estoicos siempre fracasan por su propia fuerza, porque la adoración a la Naturaleza tiene un lado cruel. La mucha luz produce ceguera.

Me quedo, pues, con el parpadeo del Padre Brown. En esos ojos parpadeantes y vivos están la lucidez y el sentido en su más justa medida.