El Padre O´Connor y el Padre Brown. A Chesterton se le aparece un personaje.
Siempre sucede. Las claves más profundas se hallan en un encuentro personal. Detrás de los más esquivos porqués suele haber un quién. Podemos afanarnos en las más sesudas elucubraciones. Podemos exprimir las casi infinitas posibilidades de nuestra imaginación. Podemos incluso hacer psicología de salón. Todo eso, si se mantiene la soberbia a raya -no hay espectáculo más triste que el del intelectual arrogante, pagado de sí mismo-, está muy bien y puede dar algún fruto. Pero si, encerrados en una mera recreación de la vida pensada, prescindimos de la vida vivida, no podremos comprender nada. Ni comprendernos a nosotros ni comprender a los demás. Seremos, pues, vulgares, en el sentido más chestertoniano del término: pasaremos junto a la grandeza y no la advertiremos. Habremos perdido la capacidad de asombrarnos. Acaso sin saberlo, estaremos muertos.
Chesterton era humano -muy humano: una humanidad de más de 1,90 centímetros de estatura y de más de 120 kilos de peso- y, por tanto, su vida fue una sucesión de encuentros personales. Como, además, Chesterton era un hombre de alegría excesiva (si es que en eso cabe el exceso, que probablemente no quepa), la mayoría de sus encuentros fueron de una dicha contundente. Pensemos en su matrimonio con Frances Blogg (no exento de dificultades y, justamente por eso, felicísimo). Pensemos también en su querido y llorado hermano Cecil, en su fraternal amigo Hilaire Belloc, en su eficiente colaboradora Dorothy Collins, en sus amistosos oponentes G.B. Shaw y H.G. Wells. Pensemos, cómo no, en su encuentro personal con Cristo, que tanto iluminó su vida y su obra.

«Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón». Palabras del Padre Brown que sin duda suscribiría el Padre O´Connor.
Es que sucede eso: los verdaderos encuentros son fructíferos. Así le sucedió a Chesterton el día que conoció al Padre O´Connor. Ese día no sólo comenzó una amistad. Ese día a Chesterton se le apareció un personaje.
En su Autobiografía, Chesterton hace una estupenda narración del día en que conoció al Padre O´Connor, al que se refiere como aquel encuentro accidental de Yorkshire que tendría consecuencias para mí mucho más importantes de lo que la mera coincidencia puede sugerir. Chesterton había ido a dar una conferencia a Keighley y pasó la noche en casa de un importante ciudadano de aquella pequeña localidad. Allí se reunió con un pequeño grupo de amigos de su anfitrión; entre ellos, el cura de la iglesia católica, un hombre pequeño, lampiño y con expresión típica de duende. Se llamaba John O´Connor, y, desde el primer momento, a Chesterton le sorprendieron gratamente el tacto y el buen humor con el que aquel hombrecillo se conducía en aquel ambiente (fundamentalmente protestante). La conversación entre ambos continuó a la mañana siguiente durante un paseo hasta la localidad de Ilkley, a la que Chesterton quiso desplazarse para visitar a otros amigos. Aquella primera conversación larga tuvo algo de inaugural. Cuenta Chesterton que, cuando llegaron a Ilkley, tras unas cuantas horas de charla por aquellos páramos, pude presentar un nuevo amigo a mis antiguos amigos. El Padre O´Connor se convirtió de inmediato en un nuevo huésped de los amigos de Chesterton en Ilkley, en donde comenzaron a reunirse periódicamente.
Precisamente en una de esas visitas se produjo la aparición del Padre Brown. En una más de sus peripatéticas conversaciones, Chesterton le hizo saber al Padre O´Connor su opinión acerca de “temas sociales bastante sórdidos de vicios y crimen”. A juicio del Padre O´Connor, la opinión de Chesterton era errada porque ignoraba algunas cosas, y, para ilustrarle, le contó “ciertos hechos que él conocía sobre prácticas depravadas”. Chesterton descubrió entonces que “aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo” y que él no había llegado a imaginarse “que el mundo albergara tales horrores”. Faltaba, no obstante, el colofón de esta historia.
Resultó que, al llegar de su paseo, Chesterton y el Padre O´Connor se encontraron la casa de sus huéspedes llena de gente, y comenzaron a charlar con dos cordiales y saludables estudiantes de Cambridge. Hablaron largo y tendido de música, del paisaje y, en general, de cuestiones artísticas. Luego la conversación derivó hacia cuestiones filosóficas y morales, en cuyo examen el Padre O´Connor también se mostró extraordinariamente perspicaz; tanto, que, cuando finalmente el sacerdote abandonó la habitación, los dos estudiantes alabaron la sabiduría del cura. Uno de ellos, sin embargo, quiso matizar su alabanza: «(…) todo eso está muy bien cuando se está encerrado y no se sabe nada sobre el mal real en el mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento”.
A Chesterton aquel comentario le pareció, además de engreído, verdaderamente cómico. Lo cuenta así:
Para mí, que aún temblaba casi con los pasmosos datos prácticos de los que el sacerdote me había advertido, este comentario me pareció de una ironía tan colosal y aplastante que a punto estuve de estallar de risa en aquel mismo salón, pues sabía perfectamente que, comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebés en el mismo cochecito.
Fue precisamente en aquel instante cuando a Chesterton se le apareció el Padre Brown. Fue entonces cuando se me ocurrió dar a estos tragicómicos equívocos un uso artístico y construir una comedia en la que hubiera un cura que pareciera que no se enteraba de nada y en realidad supiera más de crímenes que los criminales.
Aventuro incluso que, de alguna manera, el Padre Brown se le apareció a Chesterton a pesar de Chesterton. Recordemos que, según confesión propia, nuestro autor se había mostrado contrario a la idea general de que los personajes de las novelas debieran “representar” o “estar tomados” de alguien. Decía que esa idea “se basa en una incomprensión de cómo funcionan la narración imaginativa y especialmente las fantasías tan triviales como las mías”. Pero, ¿y en el caso del Padre Brown, en el que, como hemos visto, el personaje está claramente “tomado” de un original en el mundo real?
Podemos afinar un poco más la pregunta. ¿Por qué, a diferencia de lo que sucede con otros personajes chestertonianos, aquí -y sólo aquí- el personaje ficticio (el Padre Brown) surge sin disimulo de una persona real (el sacerdote John O´Connor)? Chesterton no expresa el porqué de esta afortunada excepción, pero creo que, en su Autobiografía, GKC nos da una pista (y no quisiera ser yo quien, en este punto hiciera, psicología de salón).
Reparemos en que, cuando Chesterton se encontró con el Padre O´Connor, comprendió la inmensa sabiduría de la Iglesia Católica, a la que entonces nuestro autor no pertenecía. Fue algo así como una metasorpresa: Me sorprendía mi propia sorpresa: que la Iglesia Católica supiera más que yo acerca del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble. Esa potente sorpresa pareció, pues, quebrar todo esquema previo, incluso las ideas generales que el Chesterton narrador tenía acerca de cómo crear un personaje.
El encuentro personal con el Padre O´Connor tuvo, pues, tal fuerza -fue tanto lo que, gracias a él, Chesterton pudo intuir acerca del mal- que el personaje del Padre Brown se personó de inmediato, sin necesidad de que se lo permitiera una teoría narrativa previa. El Padre Brown tenía una misión urgente que cumplir: muchos criminales esperaban la salvación.