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Chesterton: Cristianismo y socialismo 3/5: La humildad en unos y otros

Magnífico huecograbado de E.C Ricart, realizado con ocasión de una de las estancias de GK en Cataluña. Recogido en 'Textos sobre G.K.Chesterton', Univ. Ramón Llull, 2005.

Huecograbado de Chesterton, por E.C. Ricart.

Había programado concluir hoy la serie sobre cristianismo y socialismo dedicada -como anunciaba el propio GK en su critica al socialismo (2ª entrada), tras mostrar las similitudes (1ª entrada)- a las tres virtudes que los diferencian. En el último momento he decidido ofrecer cada virtud en una entrada. Apenas tengo tiempo para comentarlas, pero me parecen tan ricas, que vale la pena leerlas una a una. Vamos con la primera, tomada del texto juvenil sólo recogido por Maisie Ward.

La humildad es una cosa grandiosa, emocionante. La exaltadora paradoja del cristianismo y la triste falta de ella en nuestra época es, a nuestro parecer, lo que realmente nos hace encontrar la vida aburrida –como un cínico- en vez de maravillosa –como un niño. Esto, sin embargo, no nos interesa en este momento.
Lo que nos interesa es el hecho desafortunado de que no hay personas en que falte más que entre los socialistas, sean o no cristianos. La protesta -aislada o dispersa- para un cambio completo en el orden social, el constante tocar de una sola cuerda, la contemplación necesariamente histérica de un régimen ya condenado y, sobre todo, el obsesionante murmullo pesimista de una posible desesperanza de vencer a las gigantescas fuerzas del éxito, todo ello, innegablemente, comunica al socialista moderno un tono excesivamente imperioso y amargo.
Y no podemos razonablemente censurar al público buscadinero por su impaciencia ante la monótona virulencia de hombres que lo vituperan constantemente porque no vive a lo comunista y que, después de todo, tampoco lo hacen ellos. De buen grado concedemos que estos últimos entusiastas creen imposible, en el estado presente de la sociedad, practicar su ideal. Pero este hecho, que abona su indisputable sinceridad, arroja una desafortunada indecisión y vaguedad sobre sus acusaciones contra otra gente que se halla en la misma posición.
Comparemos este tono arrogante y airado existente entre los modernos utopistas -que sólo pueden soñar con ‘la vida’- con el tono del cristiano primitivo que andaba atareado viviéndola: por lo que sabemos, los cristianos primitivos nunca consideraron asombroso que el mundo, tal como lo hallaban, fuese competitivo y falto de regeneración: al parecer creían -en su ignorancia precristiana- que no podía ser otra cosa, y todo su interés se concentraba en su propia conducta y la exhortación necesaria para convertirlo. Creían que no era ningún mérito suyo lo que les había permitido entrar en la vida antes que los romanos, sino simplemente el hecho de haber aparecido Cristo en Galilea y no en Roma. Por fin, nunca pareció que abrigaran dudas acerca de que la buena nueva convertiría al mundo con una rapidez y facilidad que no daba lugar a una severa condenación de las sociedades paganas.

Estas palabras son densas y hay que leerlas un par de veces para comprenderlas del todo. Sólo quiero insistir en un punto que enlaza con la entrada anterior: la humildad cristiana no espera la sociedad mejor, sino que directamente se pone a construirla, comenzando por un cambio en primera persona… que es lo que Chesterton echa en falta en sus amigos socialistas. Quizá muchos cristianos de hoy también han olvidado esa virtud de los primeros cristianos.

Chesterton: cristianismo y socialismo 2/5: la diferente actitud de los protagonistas

Estamos en condiciones de volver a retomar el breve estudio con el que Chesterton zanja la cuestión entre cristianismo y socialismo. Tras ver el origen común y el ideal compartido, el joven Chesterton en seguida advierte que las expectativas entre el socialista son completamente distintas de las del cristiano, como muestra en este agudísimo párrafo, que completaremos el próximo día, con las virtudes personales que definitivamente distinguen a un sistema de pensamiento de otro. Volvamos pues al famoso Cuaderno de notas:

Por mi parte, no puedo de ningún modo estar de acuerdo con los que no ven ninguna diferencia entre el socialismo cristiano y el moderno y tampoco me uno a los ataques de ciertos socialistas cristianos contra aquellas dignas personas de la clase media que no pueden ver la relación. No puedo dejar de pensar que, en cierto modo, estas personas están en lo cierto. Ningún hombre razonable puede leer el Sermón de la Montaña y pensar que su tono no es muy diferente del de la mayoría de las especulaciones colectivistas de nuestros días, y los filisteos sienten la diferencia aunque no saben expresarla distintamente. Hay una diferencia entre el programa socialista de Cristo y el de nuestro tiempo, una diferencia profunda, auténtica e importantísima, y es esta diferencia lo que deseo señalar.

Tomemos dos tipos paralelos, o mejor, el mismo tipo en los dos ambientes distintos. Tomemos al ‘joven rico’ de los Evangelios y coloquemos junto a él al joven rico de hoy, en el umbral del socialismo. Si siguiésemos las dificultades, teorías, dudas, resoluciones y conclusiones de cada uno de estos personajes, encontraríamos dos tendencias muy distintas de examen de conciencia a lo largo de las dos vidas. Y la esencia de la diferencia sería ésta: el socialista moderno dice: ‘¿Qué hará la sociedad?’, mientras que su prototipo, según leemos, dijo: ‘¿Qué haré yo?’. Adecuadamente considerada, esta última frase contiene toda la esencia del antiguo comunismo. El socialista moderno considera su teoría de regeneración como un deber de la sociedad hacia él, el cristiano primitivo la consideraba como un deber suyo hacia la sociedad; el socialista moderno se atarea trazando planes para llevarla a cabo, el cristiano primitivo se atareaba considerando si él la llevaría a cabo sobre la marcha; el ideal del socialismo moderno es una complicada utopía, hacia la cual, según espera, tenderá el mundo; el ideal del cristiano primitivo era un núcleo real que ‘vivía la nueva vida’, al que podría unirse si quería. De ahí la nota que suena constantemente en todo el Evangelio, de la importancia, dificultad y excitación de la ‘llamada’, el requerimiento individual y práctico hecho por Cristo a cada rico: «Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres.»

A nosotros nos viene el socialismo especulativamente, como una noble y optimista teoría de lo que podría ser remate del progreso; a Pedro, Santiago y Juan les vino en la práctica como una crisis de su propia vida cotidiana, como una agitada cuestión de conducta y de renuncia.

No convenimos, pues, en modo alguno con los que sostienen que el socialismo moderno es la exacta reproducción o cumplimiento del socialismo del cristianismo. Hallamos importante y profunda la diferencia, a pesar del terreno común de colectivismo altruista. El socialista moderno considera el comunismo como una remota panacea para la sociedad; el cristiano primitivo lo consideraba como una inmediata y difícil regeneración de sí mismo. El socialista moderno vitupera, o por lo menos censura, la sociedad, porque no lo adopta; el cristiano primitivo concentraba sus pensamientos en el problema de su propia buena o mala disposición a adoptarlo. Para el socialista moderno es una teoría; para el cristiano primitivo era una llamada. El socialismo moderno dice: «Elabora un sistema amplio, noble y práctico y somételo al intelecto progresista de la sociedad». El cristianismo primitivo dijo: «Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres.»

Esta distinción entre el modo social y personal de considerar el cambio tiene dos aspectos: el espiritual y el práctico a que vamos a referirnos. El aspecto espiritual, aunque de importancia menos directa y revolucionaria que el práctico, tiene sin embargo una significación filosófica profunda. A nosotros nos parece extraordinario que este aspecto cristiano del socialismo, el aspecto de la dificultad del sacrificio personal, y la paciencia, alegría y buen humor necesarios para una prolongada sumisión personal, sea tan constantemente pasado por alto. El mundo literario se ve inundado de viejos que ven visiones y jóvenes que sueñan sueños, con varias etapas de entusiasmo anticompetidor, con apocalipsis económicos, complicadas utopías y efímeros destinos de la humanidad. Y por lo que hayamos visto, en todo este torbellino de excitación teórica, no se dice una palabra de la intensa dificultad práctica de la llamada para eI individuo, la pesada cruz, sin recompensa, llevada por aquel que renuncia al mundo.

Seguramente, no se negará que no sólo será imposible el socialismo sin algún esfuerzo por parte de los individuos, sino que el socialismo, si se estableciera, quedaría rápidamente disuelto o, peor aún, enfermo, si los miembros individuales de la comunidad no hicieran un esfuerzo constante por hacer lo que, en el estado actual de la naturaleza humana, ha de significar un esfuerzo, por vivir la vida superior. Los meros regímenes de Estado no conseguirían y aún menos mantendrían un reinado del altruismo sin la alegre decisión -por parte de los miembros- de olvidar el egoísmo aun en pequeñas cosas, y Cristo proveyó a esta dificilísima y a la vez importantísima decisión personal, pero los teorizantes modernos no proveyeron de ningún modo. En realidad, algunos socialistas modernos creen que, para alcanzar la edad de oro, es necesario algo más que ingresos fijos y boletos para almacenes universales, y que las fuentes de todo mejoramiento real han de buscarse en el temperamento y el carácter humanos. Mr. William Morris, por ejemplo, en sus ‘Noticias de Ningún Sitio’, pinta un hermoso cuadro de un país regido por el Amor, y basa acertadamente el altruista compañerismo de su Estado ideal en un supuesto mejoramiento de la naturaleza humana. Pero él no nos dice cómo ha de efectuarse ese mejoramiento, mientras Cristo nos lo dijo. Del método de Cristo en esta cuestión hablaré después, al tratar del aspecto práctico; mi objeto ahora es comparar los efectos espirituales y emotivos de la llamada de Cristo con los de la visión de Mr. William Morris. Cuando comparamos las actitudes espirituales de dos pensadores –y vemos que uno está considerando si la historia social ha sido suficientemente un proceso de mejora para abonar la creencia de que culminará en altruismo universal, mientras el otro está considerando si ama bastante a los demás para presentarse el día siguiente en la plaza pública y distribuir todos sus bienes, excepto su báculo y su zurrón- no se negará la probabilidad de que éste último esté experimentando ciertas emociones profundas y agudas que serán completamente desconocidas para el primero. Y estas experiencias emotivas constituyen lo que entendemos por aspecto espiritual de la distinción. A tres características, por lo menos, provee el programa galileo: humildad, actividad, alegría, la verdadera triada de virtudes cristianas.

Chesterton: El maestro de la paradoja critica la paradoja

En el texto de hoy, Chesterton menciona lo que entonces era un lujo... y hoy está superado. Imagen: Jabonerassa.

En el texto de hoy, Chesterton menciona lo que entonces era un lujo… y hoy está superado. Imagen: Jabonerassa.

Recogíamos en la última entrada –Actitudes mentales y ley del aborto– cómo Chesterton critica las anomalías de la vida social. He encontrado un texto relacionado, un fragmento del libro sobre Santo Tomás –que acabamos de publicar entero en pdf, en el que insiste en la necesidad –como es habitual en él- de llegar al fondo de la cuestión.
Se conoce a Chesterton como el maestro de la paradoja. El ambiente literario de su tiempo estaba marcado por autores que dominaban esta figura retórica, –caracterizado por la búsqueda de la originalidad formal y el esteticismo-, de manera que ésta fue cultivada por escritores de la talla de Óscar Wilde (1854-1900) y G. Bernard Shaw (1856-1938). A nuestro autor de gustaba sobre todo porque hace pensar. En el Chestertonblog hemos dedicado varias entradas al tema (-si vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo mal; la tendencia de los hombres a minusvalorar su felicidad; desear la vida como el agua y apurar la muerte como el vino…). En éste último caso, Chesterton distingue entre paradojas de vida y paradojas de muerte. Vamos con el análisis de GK:

Para bien o para mal, Europa –desde la Reforma, y particularmente Inglaterra- viene siendo en un sentido peculiar la casa de la paradoja: lo digo en el sentido peculiar de que la paradoja ha estado en su casa, y la gente en su casa con ella. El ejemplo más conocido es el de que los ingleses presuman de ser prácticos porque no son lógicos. A un griego antiguo o un chino eso le parecería exactamente igual que decir que los contables londinenses son unos fenómenos a la hora de cuadrar sus libros porque no hacen bien las cuentas.
Pero no sólo es esta paradoja, sino que el cultivo de la paradoja se ha hecho ortodoxia, y los hombres descansan en una paradoja con la misma placidez que en una perogrullada. No es que el hombre práctico se ponga cabeza abajo, lo que puede ser a veces una gimnasia estimulante aunque insólita; es que descansa cabeza abajo, y hasta duerme cabeza abajo. Es un punto importante, porque la utilidad de la paradoja está en despertar la mente.
Tomemos una buena paradoja, como aquella de Oliver Wendell Holmes: “Dadnos los lujos de la vida y prescindiremos de las cosas necesarias”. Hace gracia y por tanto impresiona: tiene un punto atractivo de desafío, contiene una verdad real, aunque romántica. Parte de la gracia es que se formula como una contradicción en los términos.
Pero la mayoría de la gente estará de acuerdo en que sería considerablemente peligroso fundamentar todo el sistema social en la idea de que las cosas necesarias no son necesarias, lo mismo que algunos han fundamentado toda la Constitución británica en la idea de que la falta de sentido siempre acabará desembocando en sentido común. E incluso en esto se podría decir que ha cundido el ejemplo, y que el moderno sistema industrial realmente dice: “Dadnos lujos como el jabón de brea, y prescindiremos de cosas necesarias como el trigo” (Santo Tomás de Aquino, 6-1).

El mundo de hoy late según este diagnóstico: podríamos decir “dadnos jamón de pata negra o el último modelo de celular, que lo demás no importa. Dadnos diversión, que bastante amargura tiene la vida. La verdad es menos importante”. Con este planteamiento, no es extraño que Chesterton considere nuestra tendencia a empequeñecer nuestra felicidad.

 

Chesterton: Libertad, voto y conformismo ante los políticos

Chesterton es muy crítico con los políticos a quienes votamos

Chesterton es muy crítico con los políticos a quienes votamos

Volvemos -tras el breve paréntesis estival- a publicar textos originales de Chesterton en el blog. El de hoy es de una inusitada actualidad, no sólo en el panorama español, sino en el de todas los países desarrollados, habida cuenta la crisis que sufre la democracia en todo el contexto occidental. Fue publicado en All Things considered (1908, cap.5) y ha sido traducido especialmente para el Chestertonblog por nuestro colaborador habitual y excelente traductor Carlos D. Villamayor. Como siempre, para el que lo desee, ofrecemos la versión bilingüe del mismo. Si en un texto GK pasa de lo humorístico a lo grave de manera magistral, es en éste. Ah, y se me olvidaba dar un dato que ayudará a entender el texto: que en torno a 1900, el propio Chesterton se presentó a unas elecciones por el partido liberal, en las que no salió elegido (pero es una historia que merece ser contada aparte).

El voto y la cámara de los comunes

Pronto se nos pedirá el voto a la mayoría de nosotros, supongo. Puede que incluso algunos de nosotros lo pidamos a otros. Nada me persuadirá a declarar, por supuesto, a qué lado apoyaremos, más allá de decir –por singular coincidencia- que será en cualquier caso al único lado al que un ciudadano patriótico, cívico e inteligente pudiera tomar siquiera un interés momentáneo.
Pero podemos acercarnos a la cuestión general de las votaciones mismas, que no es una cuestión de partido político. Las reglas para los candidatos son bastante familiares para cualquiera que alguna vez haya participado en unas elecciones. Están impresas en esa pequeña tarjeta que llevas contigo hasta que pierdes. Ahí se afirma, creo, que no debes ofrecerle comida o bebida al elector. Por más hospitalario que te puedas sentir hacia él en su propia casa, no debes llevarle comida: no debes sacar un filete de ternera de tu bolsillo del frac; no debes esconder huevos escalfados entre tu ropa; no debes, como un mago, sacar patatas al horno de tu sombrero. En pocas palabras, el candidato no debe alimentar al elector de manera alguna.
Si al elector se le permite alimentar al candidato –si puede darle ternera con patatas- es un punto de la ley del cual nunca me he podido informar. A veces, cuando me encontraba pidiendo el voto a un caballero, me sentía tentado de preguntarle si había alguna regla en contra de que me diera de comer y beber, pero el asunto parecía delicado de abordar. Su actitud hacia mí también a veces me hacía dudar de si lo haría, incluso si pudiera. Pero hay electores para quienes valdría la pena averiguar si hay alguna ley en contra de sobornar a un candidato: podrían sobornarlo para que se fuera.
La segunda prohibición para los candidatos, impresa en esa pequeña tarjeta, decía que no debes persuadir a nadie de hacerse pasar por un elector. No tengo ni idea de lo que esto significa. Vestirse como un elector promedio parece algo impreciso. No hay un uniforme reconocido, que yo sepa, con chaleco cívico y patillas patrióticas. La tarea se resuelve de manera algo similar a la tarea de un amigo mío rico, que fue a un elegante baile de etiqueta vestido de caballero.
Quizás quiere decir que existe la práctica de hacerse pasar por algún elector individual. El candidato se arrastra a casa de su cómplice con un disfraz en una bolsa. Saca de la bolsa unos bigotes blancos y un solo anteojo, suficiente para darle a la persona más corriente un sorprendente parecido al Coronel del número 80 de la calle. O le fija de prisa a su amigo la gran nariz y la calva, esenciales para crear la ilusión de la presencia del Profesor Budger.
No asumiré deshacer estos nudos. Sólo puedo decir que cuando fui candidato, la pequeña tarjeta me indicó, con toda circunstancia de seriedad y autoridad, que no debía persuadir a nadie de hacerse pasar por un elector, y con la mano sobre el corazón puedo afirmar que nunca lo hice.

El tercer mandato de la tarjeta me parecía que –si se interpretaba exactamente según sus palabras- socava las bases mismas de nuestra política. Me indicaba que no debo ‘amenazar al elector con consecuencia alguna’. Sin duda, esto pretendía aplicarse a amenazas de carácter personal e ilegítimo como, por ejemplo, si un candidato adinerado amenazara con subir todas las rentas o erigirse una estatua a sí mismo. Pero tal como estaba expresado verbal y gramáticamente, ciertamente cubriría esas amenazas generales de desastre para la comunidad entera que son el objeto principal de la discusión política.
Cuando un encuestador dice que si el candidato de la oposición gana el país se irá a la ruina, está amenazando a los electores con ciertas consecuencias. Cuando el partidario del libre comercio dice que si se adoptan aranceles la gente en Brompton o en Bayswater se arrastrará comiendo hierba, los está amenazando con consecuencias. Cuando el reformador arancelario dice que si el libre comercio persiste otro año, la Catedral de San Pablo será una ruina y Ludgate Hill [una estación de metro junto a ella] quedará tan desierta como Stonehenge, también está amenazando.
¿Y cuál es la gracia de ser un reformador arancelario si no puedes decir eso? ¿De qué sirve ser un político o un candidato parlamentario si uno no puede decirle a la gente que si el otro gana Inglaterra será instantáneamente invadida y esclavizada, con sangre corriendo por la Strand [una calle principal en Londres] y todas las damas inglesas siendo llevadas a harenes? Pues todas estas cosas son, después de todo, consecuencias, por así decirlo.

La mayoría de las personas refinadas de nuestros días pueden ser escuchadas insultando la práctica de pedir el voto. De la misma manera que la mayoría de las personas refinadas, comúnmente las mismas personas refinadas, pueden ser escuchadas insultando la práctica de entrevistar celebridades. Me parece algo muy singular que este mundo refinado se reserva toda su indignación para el elemento comparativamente abierto e inocente en ambos estilos de vida. Realmente hay una gran cantidad de corrupción e hipocresía en nuestra política electoral; cerca de lo más honesto que existe en todo el lío son las encuestas.
Un hombre no tiene derecho a atender o ‘criar’ un electorado con acciones caritativas agresivas, a comprarlo con grandes regalos como parques y bibliotecas, a dar muestras imprecisas de futura benevolencia: todo esto, que se lleva a cabo sin reprensión, es soborno y nada más. Pero un hombre tiene el derecho a ir con otro hombre libre y preguntarle cortésmente si va a votar por él. La información puede ser preguntada, proporcionada o denegada sin ninguna pérdida de dignidad por ninguna parte, lo cual es más de lo que puede decirse de un parque.
Ocurre lo mismo con las entrevistas dentro del periodismo. En una profesión en la que existen laberintos de insinceridad, entrevistar es de lo más simple y lo más sincero que hay. El encuestador, cuando quiere conocer la opinión de un hombre, va y le pregunta.  Puede ser aburrido, pero es de lo más sencillo y recto que podría hacer. Así también el periodista, cuando quiere conocer la opinión de un hombre, va y le pregunta. De nuevo, puede ser aburrido, pero de nuevo es de lo más sencillo y recto que cualquier cosa podría ser.
Sin embargo todos los demás cinismos reales y sistemáticos de nuestro periodismo pasan sin ser vituperados e incluso sin ser conocidos: los motivos financieros de las políticas, los anuncios engañosos, la supresión de letras justas de queja. Una declaración sobre un hombre podrá ser infamemente falsa, pero se lee con calma. Pero una declaración de un hombre al ser entrevistado se siente indefensiblemente vulgar. Que el periódico lo represente falsamente no es nada; que él se represente a sí mismo es de mal gusto.
Todo el error en ambos casos está en el hecho de que las personas refinadas atacan la política y el periodismo por razones de vulgaridad. Por supuesto, la política y el periodismo son, como es el caso, muy vulgares, pero su vulgaridad no es lo peor que tienen. Las cosas andan tan mal con ambos en estos tiempos que su vulgaridad es lo mejor que tienen. Su vulgaridad es por lo menos ruidosa, y el gran peligro es ese silencio que viene siempre antes de la descomposición. La persuasión conversacional en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional: son las persuasiones silenciosas las que son absolutamente detestables.

Si bien es cierto que la Cámara de los Comunes no llegará a estar ocupada por todos los Comunes, esto es un ejemplo muy bueno de lo que llamamos las anomalías de la Constitución Inglesa. También es –pienso yo- un ejemplo muy bueno de lo sumamente indeseables que son en realidad esas anomalías.
La mayoría de los ingleses dicen que esas anomalías no importan, que ellos no se avergüenzan de ser ilógicos, que se enorgullecen de serlo. Lord Macaulay –un inglés típico: romántico, prejuicioso, poético- dijo que él no levantaría su mano para deshacerse de una anomalía que no fuera también un agravio. Muchos otros ingleses románticos robustos dicen lo mismo. Presumen de nuestras anomalías, presumen de nuestra falta de lógica; dicen que muestra qué gente tan práctica somos.
Están totalmente equivocados. Lord Macaulay estaba en este asunto, como en algunos otros, totalmente equivocado. Las anomalías importan muchísimo y hacen mucho daño: las faltas de lógica abstractas importan mucho y hacen mucho daño. Y esto por una razón que cualquiera bien familiarizado con la naturaleza humana puede ver por sí mismo: toda injusticia comienza en la mente. Y las anomalías acostumbran la mente a la idea de sinrazón y falsedad.
Supongamos que tengo por alguna ley prehistórica el poder de forzar a todo hombre en Battersea [área de Londres donde vivía GK] a mover su cabeza tres veces antes de que saliera de su cama. Los políticos prácticos podrían decir que tal poder es una anomalía inofensiva, que no es un agravio. No le causaría daño alguno a mis vecinos, no me causaría provecho alguno a mí. La gente de Battersea, dirían esos políticos, podría someterse con toda seguridad.
Sin embargo, la gente de Battersea no podría someterse con toda seguridad: si yo hubiera estado moviendo sus cabezas durante cincuenta años, al final podría cortárselas con muchísima más facilidad. Puesto que a todos se les grabaría en la mente permanentemente la noción de que es algo natural que yo tenga un poder fantástico e irracional, se habrían ido acostumbrando a la locura.

Para que los hombres se opongan a la injusticia se necesita algo más que el que consideren la injusticia desagradable. Deben considerarla absurda, y sobre todo, deben considerarla alarmante. Deben preservar la violencia del asombro virgen.
Esa es la explicación del hecho singular que debe haber sorprendido a mucha gente respecto a las relaciones entre filosofía y reforma. Me refiero al hecho de que los optimistas son reformadores más prácticos que los pesimistas. Superficialmente, uno se imagina que el injurioso sería el reformador, que el hombre que piensa que todo está mal sería el hombre que arreglaría todo.
En la práctica histórica, la cosa es de otra manera: curiosamente, es el hombre al que le gustan las cosas como son quien realmente las quiere mejorar. El optimista Dickens ha logrado más reformas que el pesimista [George] Gissing. Un hombre como Rosseau tiene una teoría de la naturaleza humana demasiado halagüeña, pero produce una revolución. Un hombre como David Hume piensa que casi todas las cosas son deprimentes, pero es un conservador, y desea que se queden como están. Un hombre como [William] Godwin cree que la existencia es benévola, pero él es un rebelde. Un hombre como Carlyle cree que la existencia es cruel, pero él es un Tory [del partido conservador británico].
En todas partes, el hombre que transforma las cosas comienza por gustar de las cosas. Y la explicación real de este éxito del reformador optimista, de esta falla del reformador pesimista, es, después de todo, una explicación de suficiente sencillez. Es porque el optimista puede ver el error no sólo con indignación, sino con una indignación sobresaltada. Cuando el pesimista ve cualquier infamia, es para él, después de todo, sólo una repetición de la infamia de la existencia. El Tribunal de la Cancillería es indefensible, como la humanidad. La Inquisición es abominable, como el universo.
El optimista ve la injusticia como algo discordante e inesperado, y le empuja a la acción. El pesimista puede enfurecerse por el error, pero sólo el optimista puede sorprenderse por él.

Y lo mismo sucede en cuanto a las relaciones de una anomalía con la lógica mental. El pesimista se molesta con el mal –como Lord Macaulay- solamente porque es un agravio. Al optimista también le molesta, porque es una anomalía, una contradicción a su concepción del rumbo de las cosas.
Y no es del todo sin importancia, sino, al contrario, muy importante, que tal rumbo de las cosas en la política y otros lados deba ser lúcido, explicable y defendible. Cuando la gente se ha acostumbrado a la sinrazón ya no se puede sobresaltar con la injusticia. Cuando la gente se ha familiarizado con una anomalía, ya está preparada en esa medida para un agravio: será un agravio agraviante, pero ya no lo ve como extraño.
Tomemos, por lo menos como un excelente ejemplo, el asunto aludido arriba: quiero decir los asientos, o mejor dicho la falta de asientos, en la Cámara de los Comunes. Quizá sea cierto que en las mejores circunstancias nunca ocurriría que todos los miembros se presenten, quizá una asistencia completa nunca tenga lugar. Pero, ¿quién puede decir cuánta influencia para mantenerlos fuera se ha ejercido con la tranquila suposición de que ellos permanecerían lejos? ¿Cómo se puede esperar que cualquier hombre procure una asistencia completa cuando sabe que una asistencia completa está prohibida en realidad? ¿Cómo pueden los hombres que conforman la Cámara cumplir con su deber razonablemente cuando los hombres mismos que construyeron la Cámara no han hecho el suyo razonablemente?
Si la trompeta da un sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla? Y qué si las notas de la trompeta toman esta forma: ‘Yo os exhorto, por amor a vuestro rey y vuestra patria, a acudir a este Consejo. Y sé que no lo harán’.

Antropología de Chesterton, y 6: Dignidad, voluntad y fe en el hombre corriente

Concluimos hoy el último de los seis puntos de Por qué soy católico, que constituyen una visión de la antropología de Chesterton. Hoy vamos con la 6ª frase. Las anteriores pueden verse aquí (pasión por la verdad, la igualdad humana, la liberación de ser hijo del tiempo, la firmeza en la posesión de la verdad, el reconocimiento a todos los seres humanos):

6. Es el único gran intento de cambiar el mundo desde dentro, a través de las voluntades y no de las leyes.

El mundo moderno aumenta su confianza en la técnica a medida que los gobernantes disminuyen la suya en el hombre corriente, según Chesterton. Imagen: cinestav.mx.

El mundo moderno aumenta su confianza en la técnica a medida que los gobernantes dejan de creer en el hombre corriente, según Chesterton. Imagen: cinestav.mx.

Somos muchos los que estamos convencidos de que la mayoría de las personas que gobiernan el mundo occidental han dejado de comprender este aspecto de la realidad humana. Repasemos un poco de historia: la Ilustración propuso la razón –concretada en la ciencia y la técnica- para lograr el objetivo de tener el mundo que deseamos, al aplicar esas herramientas de manera sistemática. Los logros científico-técnicos son apabullantes, desde la capacidad para curar (medicina) a la de matar (bombas atómicas, gases, minas y otras). Aplicados a lo social, los logros son menos espectaculares: los países comunistas son el gran intento fallido de ingeniería social, pero con menor intensidad se aplican mecanismos parecidos –ya hemos mencionado el ‘soft power’ alguna vez- para ciertos aspectos similares en las sociedades occidentales y las de su área de influencia, así como todos los demás gobiernos: para eso vivimos en un mundo que se llama moderno y se apoya sobre esos principios de razón y técnica, en grados diversos.

Pues bien, se diría que Occidente –que ya es de hecho una sociedad postcristiana, aunque los cristianos sean una minoría mayoritaria- sólo confía en la técnica para resolver sus problemas: el primero de ellos, es la ley: todo se hace a golpe de ley… y está bien que sea así, porque la arbitrariedad no es permisible. Pero cuando se trata de violencia de género, de terrorismo, de nacionalismo, o de corrupción, la ley no llega al corazón de los hombres. La misma fe se tiene en la educación, otro mecanismo técnico donde determinados inputs deberían conseguir determinados outputs en las personas. Sin embargo, las cosas no parecen mejorar mucho, al menos a corto plazo: las soluciones técnicas –ya lo dijo Benedicto XVI en aquel famoso discurso tan criticado por plantear que el preservativo sólo es una solución técnica y por tanto insuficiente para el problema del sida- aplicadas a cuestiones sociales no llegan al problema de fondo, porque no alcanzan al corazón ni la voluntad del hombre.

¿Qué dice Chesterton de todo esto? Encontramos su opinión en la última parte de Esbozo de sensatez, esa recopilación de artículos de 1927 sobre la situación económica de su tiempo –que cobra especial actualidad en los días de nuestra crisis de 2008 en adelante-. La solución que Chesterton y sus compañeros del GK´s Weekly proponen es la pequeña propiedad, la posibilidad de instalarse en tierras vírgenes o repartir la tierra existente y –dotados de un nuevo espíritu- empezar de nuevo alejados de la oligarquía capitalista y del estado plutocrático. Hoy el diagnóstico suena realista, pero poca gente cree de verdad en la solución propuesta. Más allá de que sea o no viable, estos textos muestran un Chesterton que advierte que la sociedad moderna ha dejado de confiar en el ser humano –para hacerlo completamente en la técnica-, porque ha perdido el espíritu religioso –y no necesariamente el espíritu cristiano, sino de cualquier religión. Por eso el marxismo –con su fuerte componente de fe religiosa- fue capaz de expandirse durante el siglo XX y lo mismo sucede durante el siglo XXI con el Islam.

Es decir, cualquier objetivo que se proponga a los seres humanos, para hacer que dejen de buscar sus pequeños objetivos personales e implicarlos en un gran cambio social –aunque sea gradual, más que revolucionario- debe tener al menos cierta relación con el fin último del universo y especialmente con la naturaleza del hombre (Esbozo de sensatez, 18-15), debe afectar al fondo del corazón humano y tocar su voluntad.

Tengo que elegir entre insistir en el contenido positivo de la fe religiosa o en el negativo del mundo de hoy, que justifica las políticas sociales actuales, de carácter tecnológico. Y escojo esta opción, con otro fragmento de Esbozo de sensatez (18-16), de una clarividencia y actualidad prodigiosas:

Lo que hay detrás del bolchevismo y muchas otras cosas modernas es una duda nueva. No es meramente la duda acerca de Dios, sino más bien una duda acerca del hombre. La moral antigua, la religión cristiana, la Iglesia católica se apartaron de toda esta nueva mentalidad porque creían realmente en los derechos de los hombres. Esto es, creían que los hombres corrientes estaban investidos de poderes y privilegios y de una forma de autoridad.

Así, el hombre corriente tenía derecho a disponer, dentro de lo razonable, de los otros animales: es una objeción al vegetarianismo y a otras muchas cosas. El hombre corriente tenía derecho a juzgar sobre su propia salud, y sobre los riesgos que correría con las cosas ordinarias de su contorno: es una objeción al prohibicionismo y a otras muchas cosas. El hombre corriente tenía derecho a opinar sobre la salud de sus hijos, y en general a criarlos como mejor pudiera: es la objeción a muchas interpretaciones de la moderna educación por el Estado.

Ahora bien, en todas estas cosas primordiales en las que la antigua religión mostraba su confianza en el hombre, la nueva filosofía muestra su desconfianza. Insiste ésta en que debe ser una especie rara de hombre para tener algún derecho en esas cuestiones. Y cuando pertenece a esa especie rara, lo que tiene es más derecho a gobernar sobre los otros que sobre sí mismo.

Este escepticismo profundo con respecto al hombre corriente es el punto donde coinciden los elementos más contradictorios del pensamiento moderno. Por eso el señor Bernard Shaw quiere producir un nuevo animal que viva más tiempo y llegue a ser más sabio que el hombre. Por eso el señor Sidney Webb quiere reunir a los hombres en rebaños, como a las ovejas o cualquier otro animal mucho más tonto que el hombre. Estos autores no se rebelan contra lo que consideran una tiranía anormal, sino contra lo que consideran una tiranía normal, esto es, contra la tiranía de los seres normales. No se alzan contra el rey, se alzan contra el ciudadano.

El viejo revolucionario, cuando se encontraba en los tejados –como el revolucionario del ‘El dinamitero’ de Stevenson– y contemplaba la ciudad, solía decirse: “Miren cómo disfrutan en sus palacios príncipes y nobles, miren cómo los capitanes y sus cohortes pasan a caballo por las calles y pisotean a las gentes”. Las cavilaciones del nuevo revolucionario no son ésas. Éste dice: «Miren a todos esos hombres estúpidos que habitan en casas vulgares y barrios ordinarios. Piensen en lo mal que educan a sus hijos, piensen en lo mal que tratan al perro y en cómo hieren los sentimientos del loro».

En resumen, estos sabios –acertada o equivocadamente- no confían en que el hombre corriente pueda gobernar su casa, y ciertamente no quieren que gobierne el Estado. En realidad, no quieren concederle ningún poder político. Están dispuestos a otorgarle el voto porque hace tiempo que descubrieron que ese voto no le otorga ningún poder. No están dispuestos a darle una casa, ni una mujer, ni un hijo, ni un perro, ni una vaca, ni un pedazo de tierra, porque esas cosas sí le otorgan poder realmente.

Lo que Chesterton vio en Roma

En mayo de este año tuve la oportunidad de vivir y estudiar en Roma por tres semanas como parte de un curso de viaje de Pace University, en Pleasantville, (Nueva York), titulado ‘Roma: La ciudad eterna’. El curso fue un panorama de la historia, arte y religión de Roma, así como de las ideas que las han definido; llevado a cabo en campo: veíamos aquello de lo que hablábamos.

Aprovechando la ocasión, adquirí por tanto La resurrección de Roma de Chesterton (incluido en el volumen XXI de las Obras Completas editadas por Ignatius Press; 1990) y comencé a leerlo unos días antes del vuelo a Italia. Y por supuesto -está de más decirlo-, Chesterton enriqueció mucho mi experiencia. Teniendo en cuenta lo que GK escribe y lo que yo vi, me gustaría compartir con los lectores del Chestertonblog primero algunas de las mejores observaciones que GK hace, y más adelante también algunas de mis experiencias. Las traducciones y las fotos son mías.

Vista de la Basílica de San Pedro, desde la iglesia de la Trinità dei Monti. Esta visión inspiró a GK a ver a Roma como ciudad de valles y tumbas abiertas.

Basílica de San Pedro, desde la iglesia de la Trinità dei Monti. Esta visión inspiró a GK a ver a Roma como ciudad de valles y tumbas abiertas. Foto del autor.

La imagen de Roma que guía a Chesterton a través del libro es la opuesta de lo que estamos acostumbrados a escuchar: se llama a Roma la Ciudad de las Siete Colinas, pero él veía… valles entre colinas. La vista desde la iglesia de la Trinità dei Monti -cerca de la cual se hospedó Chesterton- ayudó a fijar esta impresión:
Mientras miraba abajo hacia esos barrancos o desfiladeros de la ciudad hundida debajo de mí […], vino a mi mente la sombra de un significado que me ha seguido en mis andanzas desde entonces […] Era el sentido general de algo continuamente levantándose desde abajo […] Es más bien como si todos esos valles fueran tumbas abiertas, abiertas porque los muertos nunca hubieran muerto […] Es un lugar donde todo está enterrado y nada está perdido […] No me refiero a un lugar donde la mente pueda de forma ilusoria regresar al pasado. Me refiero a que es un lugar donde el pasado puede realmente regresar al presente. 

Chesterton vio una palabra escrita en toda Roma: Resurgam. Esa idea -junto a un constante esfuerzo por explicar por qué Roma es como es- da la forma y el título al libro.

Entonces procede: las ideas tienen consecuencias. Todas las cosas comienzan en la mente, escribe. Y como ejemplo toma el caso de las imágenes: los iconoclastas y el arte romano. Las personas hablan de ‘imágenes’ y de ‘figuras’ retóricas: no es por nada que incluso aquellos que censuran el culto de las imágenes elogian la imaginación. El creciente misticismo de Oriente había desembocado en la Iconoclasia (siglo VIII) y cuando Roma defendió las imágenes estaba defendiendo el ‘Éxtasis de Santa Teresa’ de Bernini y al ‘David’ de Miguel Ángel. En otras palabras, a menos que entendamos las ideas y los principios de hace cientos y cientos de años, no entenderemos el presente.

Con el mismo propósito de entender el presente, GK nos aconseja aprender a despensar el pasado: No nos damos cuenta de lo que el pasado ha sido hasta que también nos damos cuenta de lo que pudo haber sido. Estamos meramente aprisionados y reducidos por el pasado, siempre y cuando pensemos que así debió haber sido […] Hasta que, retrospectivamente, podamos remover esas cosas enormes, como si fueran obstáculos enormes, no podemos siquiera realmente entender la diferencia que han ocasionado en el paisaje […] La raíz de toda religión es que un hombre sabe que no es nada con el fin de agradecerle a Dios porque es algo. De la misma manera la raza humana, como el ser humano, no sale realmente del abismo hasta que no lo ha abolido en abstracto.

 

Antropología de Chesterton, 3: Liberarse de la degradante esclavitud de ser hijo del propio tiempo

Habíamos comenzado a comentar las características de la antropología de Chesterton según el texto Por qué soy católico (Pasión por la verdad y La falsa superioridad de los intelectuales), y que por diversas razones hemos tenido que interrumpir. Recordemos que en ese fragmento, GK proporciona seis razones por las que considera el valor del cristianismo, que son de tipo meramente humano, pero le resultan plenamente convincentes. Hoy vemos la siguiente:

Los protagonistas de 'Las invasiones bárbaras' (Denys Arcand) repasan su trayectoria intelectual, dando implícitamente la razón a Chesterton.

Los protagonistas de ‘Las invasiones bárbaras’ (Denys Arcand, 2003) repasan su trayectoria intelectual, dando implícitamente la razón a Chesterton.

3. Es lo único que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser hijo de su tiempo.

Hay mucha gente que considera a Chesterton un escritor conservador, en parte por ser cristiano, y en parte, por pensar –como dice Ricardo Jordana (Gran Enciclopedia Rialp, voz Chesterton)- que “defiende el convencionalismo», aunque sea «de manera muy poco convencional”. En realidad, como afirma Abelardo Linares (contraportada de El hombre corriente, Espuela de Plata, 2013), Chesterton es un rebelde, y precisamente un rebelde contra las convenciones: no las convenciones sociales –que facilitan la convivencia- sino las convenciones ideológicas modernas –que diluyen el sentido común-.

No es que GK quiera ser rebelde por serlo –aunque como dice al principio de Herejes– a los 18 años él también quería ser hereje, como todos los demás, porque era lo que se llevaba. Eso suponía buscar su propio camino, aunque pronto se hizo consciente de la terrible incongruencia que había en ese planteamiento: un hereje es una persona que afirma tener la verdad frente a la verdad establecida. Si todos quieren ser herejes por el mero hecho de serlo –es decir, por ser diferentes al resto-, la verdad ha pasado a un segundo plano, se ha vuelto indiferente y a las personas les da lo mismo estar en la verdad que en el error, poniendo por delante una cuestión secundaria. Se había perdido así el ‘sentido común’ que coloca lo importante en su lugar.

Chesterton es un intelectual de primera –aunque no sea un filósofo convencional-, que se plantea lo que la mayoría no es capaz de hacer –sean de la ideología que sean-, y que tiene sobre todo una gran preocupación por la coherencia, es decir, por llegar a las últimas consecuencias de lo que se cree o lo que se hace.

Cuando se planteó ser hereje, advirtió el relativismo generalizado de su tiempo –que es también el nuestro- y sustituyó el deseo de la herejía por la búsqueda de la verdad, probablemente por su humildad –una virtud nada de moda- y su capacidad de asombrarse ante el mundo, que le crearon un sentido del agradecimiento fuera de lo común (Ver este fragmento de la Autobiografía). Esto le condujo al cristianismo, tal y como expone en Ortodoxia –que no podemos glosar aquí- lo que le sirvió para comprender que paradójicamente se había convertido en el único hereje verdadero entre su grupo de colegas periodistas e intelectuales de corte progresista (Chesterton fue realmente librepensador y socialista antes de acercarse al cristianismo). Era realmente el único que estaba convencido de las verdades (o dogmas como a él le gustaba decir) en las que había depositado su confianza, y por tanto la única voz discordante dispuesta a afirmar su verdad por encima de todo.

La genialidad de Chesterton nos muestra la locura que supone estar siempre a la última, la estúpida necesidad que tenemos los seres humanos de sentirnos en la cresta de la ola, fomentada por las actitudes intelectuales de nuestro tiempo. En algún lugar afirma que lo que antes se llamaban herejías, ahora se llaman modas; si lo pensamos, es cierto en su sentido más profundo –más allá de las modas superficiales de ropa u otros hábitos de vida cotidiana, lógicamente. Es decir, están destinadas a pasar. Hay una excelente película canadiense –Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand, Oscar en 2003 a la mejor película de habla no inglesa- en la que los protagonistas –veteranos profesores universitarios- recuerdan irónicamente todas las corrientes intelectuales que siguieron como si fueran la definitiva.

Las palabras de Chesterton –la degradante esclavitud de ser hijo del tiempo– suenan fuertes a nuestros débiles oídos. Chesterton no teme llamar a las cosas por su nombre, primero porque desde su roca firme, no tiene miedo a los envites de los colegas o las modas intelectuales, y segundo, porque se atreve a rastrear en el pasado y encontrar en qué consisten esas corrientes intelectuales: de hecho, concluimos con este texto del Santo Tomás de Aquino, a propósito de la permanencia cuasi oculta de los mismos errores a lo largo de la historia humana:

Quizá la historia no registre ninguna revolución de verdad. Lo que siempre ha habido han sido contrarrevoluciones. Los hombres siempre han estado rebelándose contra los últimos rebeldes, o incluso arrepintiéndose de la última rebelión.
Se podría ver esto en las más intrascendentes modas contemporáneas, si la mentalidad de moda no hubiera adquirido la costumbre de ver al último rebelde como rebelde frente a todas las épocas a la vez. La chica moderna de cóctel y labios pintados es tan rebelde frente a la sufragista de 1880, con su cuello duro y su abstinencia estricta, como ésta era rebelde frente a la dama victoriana de los valses lánguidos y el álbum lleno de citas de Byron; o como esta última, a su vez, era rebelde frente a una madre puritana para quien el vals era una orgía desenfrenada y Byron, el bolchevique de su tiempo. Sigamos incluso la ascendencia de la madre puritana en la historia, y representa una rebelión frente a la laxitud de la Iglesia anglicana de los Cavaliers[1], que al principio fue rebelde frente a la civilización católica, que había sido rebelde frente a la civilización pagana.
Sólo un lunático defendería que esas cosas sean un progreso, porque obviamente van primero en una dirección y luego en la otra. Sea lo que fuere correcto, una cosa sin duda está equivocada: la costumbre moderna de contemplarlas sólo desde el lado moderno. Pero eso es ver sólo el final del cuento: se rebelan contra no saben qué, porque surgió no saben cuándo. Atentos sólo al final, desconocen su comienzo, y por lo tanto su mismo ser. La diferencia entre los casos menores y el mayor está en que éste es realmente un cataclismo humano tan enorme que los hombres parten de él como si estuvieran en un mundo nuevo, y esa misma novedad les permite ir muy lejos, en general demasiado lejos (Santo Tomas, 03-11).

No es de extrañar así que Chesterton prefiriese la philosophia perennis de Santo Tomás, que inspira sentido común y contacto con la realidad.

[1] Los partidarios de Carlos I en las guerras civiles de 1642-1648 [N. de MLB].

Antropología de Chesterton, 2: la falsa superioridad de los intelectuales

 

El día 30 de julio -aniversario de la incorporación de Chesterton a la Iglesia católica- comenzamos a glosar un párrafo de ‘Por qué soy católico’, texto que comienza con seis argumentos, que responden a una cierta visión del ser humano. Hoy vemos el segundo:

2. Es lo único en que el superior no puede ser superior, en el sentido de altanero.

Finis gloriae mundi, de Valdés Leal, representando el final de todas las jerarquías humanas

‘Finis gloriae mundi’, de Valdés Leal, representando el final de todas las jerarquías humanas.

Las jerarquías son un elemento esencial de la vida social, y todos ocupamos diversos puestos, unas veces más arriba y otras más abajo. Sin embargo, el catolicismo considera a todos los seres humanos iguales ante Dios. Esta consideración me trae a la cabeza los famosos cuadros de Valdés Leal (1622-1690) en el Hospital de la Caridad de Sevilla, en el que hombres caracterizados como reyes, papas y obispos son presentados en proceso de descomposición, para recordarnos a todos la futilidad de las categorías humanas. Sin embargo, en la vida social, las cosas son a veces distintas. Pero Chesterton, como buen sociólogo, advertía que más allá de las personas, lo estructural genera determinadas actitudes y tipos sociales.

Chesterton escribe siempre de modo amigable, es decir, sin acritud. Pero también fue muy crítico con quienes detentaban el poder, especialmente político y económico, que es claramente visible. Se advierte muy bien en distintos capítulos de Esbozo de sensatez, en los que critica abiertamente a políticos y capitalistas, con nombres y apellidos. Sin embargo, también es crítico con un tipo peculiar de personaje, que ha creado la modernidad: el intelectual.

Durante siglos, tras la decadencia del imperio romano, el conocimiento se refugió en los monasterios y de ahí la Iglesia lo recuperó para las universidades, que son una creación netamente medieval. Será a partir del Renacimiento cuando la mayoría de los intelectuales ya no tengan una vinculación directa con el ámbito religioso. La Modernidad, a través de la invención y expansión de los medios de comunicación en el siglo XVIII creará la figura del intelectual, ese personaje culto que trata directamente de influir en la sociedad pero que –dada la pluralidad de los medios- necesita granjearse el reconocimiento social y el aplauso del público, lo que genera determinadas servidumbres, como la necesidad de gustar y coincidir con determinados valores dominantes de cada momento.

De hecho, Chesterton no reúne estas condiciones: empezó su carrera criticando el imperialismo británico, cuando Cecil Rhodes era aclamado por extender las colonias por Sudáfrica. Jamás quiso agradar –más allá de lo que es hacer pensar y escribir bien- y su movimiento distributista le costó mucho esfuerzo y sacrificio, con tal de influir en la sociedad de manera alternativa a las grandes corrientes ‘aceptadas’ socialmente, capitalismo y socialismo. No le importó ser diferente cuando empezó a escribir sobre el cristianismo, y siempre defendió sus creencias sin importarle lo que pensarían los demás.

Como en el club Chesterton estamos leyendo el libro de Sto. Tomás de Aquino, voy a poner un ejemplo de ese libro, concretamente del último capítulo, citando a un precedente del modo de actuar de muchos modernos intelectuales. Se refiere a Martín Lutero -tan distinto del Aquinate-, al que Chesterton reconoce su gran papel en la inauguración de la Modernidad, añadiendo irónicamente un interesante matiz:

Lutero inauguró la actitud moderna de apoyarse en cosas no meramente intelectuales. No es cuestión de alabanza ni de censura; poco importa que digamos que fue una personalidad fuerte o que fue un poquito matón. Cuando –al citar un texto de la Escritura- insertó una palabra que no está en la Escritura, como respuesta a todos los objetantes se contentó con vociferar: “¡Decidles que lo dice el doctor Martín Lutero!”. Eso es lo que ahora llamamos personalidad. Un poco más tarde se llamó psicología. Después se llamó publicidad o arte de vender (Sto. Tomás de Aquino, 08-18).

Así pues, las actitudes vitales son esenciales para Chesterton. Vivía en un mundo de intelectuales y le encantaba debatir con ellos, por escrito o de palabra, lo que no le impedía ser crítico.[1] Pero de quienes se hizo realmente amigo fue de aquellos que no exhibían el aire de superioridad de Lutero: una cosa era debatir en el plano de las ideas y otra otorgar la amistad verdadera, como la que disfrutó de contendientes tan distintos a él como H.G. Wells o G.B. Shaw. Al final, sobre las estructuras, siempre se alzan las  personas.

[1] Otro ejemplo que podríamos poner de la actitud de los intelectuales es la tendencia a aferrarse a ‘su verdad’, es decir, el trozo de verdad que ellos han descubierto, que con ser cierto, hace que el conjunto de ideas que se derivan se alejen del conjunto de la verdad.

Por qué ‘Ortodoxia’ de Chesterton ayuda a salir de los errores heréticos actuales

Francis Bacon (1561-1626) es uno de los primeros exponentes de la mentalidad 'moderna'. Imagen: Wikipedia.

Francis Bacon (1561-1626) es uno de los primeros exponentes de la mentalidad ‘moderna’. Imagen: Wikipedia.

Hemos esbozado en diversas entradas la situación de crisis espiritual por la que atravesó el joven Chesterton así como el ambiente intelectual y artístico de principios de siglo XX que tanto influyó en él. Para salir del túnel al que las ideas dominantes le habían conducido tuvo que abrir camino por su cuenta buscando una salida al escepticismo y al pesimismo. La crónica de ese esfuerzo solitario para evitar el error herético de sospechar de la verdad y de olvidar el bien fue registrada en el libro de Ortodoxia que Chesterton publicó en 1908. Dedicamos esta entrada a mostrar cómo nuestra época, que aparentemente tiene otra sensibilidad y otro modo de razonar, no es tan diferente a la suya, y que, por eso, Ortodoxia continúa siendo actual.
En la vida personal de Chesterton se verificó a la letra la intuición que Dostoievski puso en boca del protagonista de El idiota: “la belleza salvará al mundo”.[1] En sus años de pesadilla, GK no perdió la afición por una literatura que hacía presente la belleza de la vida cotidiana y de la condición humana. En la Autobiografía menciona explícitamente a los autores Walt Whitman, Robert Browning y Robert Louis Stevenson. A este elenco probablemente habría que añadir Charles Dickens. En este sentido, también resultó determinante su encuentro con Frances Blogg, su futura esposa, sucedido en 1896. La belleza literaria y la belleza del amor contribuyeron a dejar de dirigir su mirada hacia el interior del pensamiento y abrirse a la realidad del exterior con auténtica admiración.

En Ortodoxia Chesterton trató de dar razón de este nuevo modo de ver el mundo. Lo más increíble, lo que él jamás podía haber imaginado, es que esa teoría elaborada a tientas ya existía y era la explicación que daba la fe cristiana. Si podía considerarla verdadera, el motivo no era otro que el que adujo en las páginas de la Autobiografía: “Mi sensación general era de que la vieja teoría teológica parecía, bien que mal, encajar en la experiencia, mientras que las nuevas y negativas teorías no encajaban en nada y menos aún entre sí mismas”.[2] En su mirada las ideas cristianas se ajustaban mejor a la realidad que las teorías modernas.
Inicialmente Chesterton no se planteó saber si lo suyo era la fe cristiana. Él quería otra cosa: necesitaba salir de la crisis espiritual en la que se encontraba. En las primeras páginas de Ortodoxia describió el problema al que se enfrentó: cómo se podía considerar el mundo de tal suerte que podamos fundir la idea del asombro con la idea del bienestar,[3] es decir, de qué modo sería posible fomentar una admiración ante la realidad sintiendo al mismo tiempo la tranquilidad y el honor de encontrarse en el propio hogar.
Este problema incidía directamente en el corazón de la modernidad. Uno de los primeros indicios de la mentalidad moderna se reflejó en la afirmación de Francis Bacon, en el siglo XVII, de que “el conocimiento es poder”.[4] Esta idea desplazó radicalmente el paradigma del saber.
En la época clásica griega no faltaron tampoco este tipo de planteamientos. Era el caso, por ejemplo, de los sofistas. Sin embargo, una serie de filósofos señalaron que el conocimiento podía ser considerado valioso en sí mismo, con independencia de los resultados y, por tanto, no sometido al interés propio. En concreto, Aristóteles escribió que “los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por la admiración”.[5] El asombro ante la realidad constituía el arranque del conocimiento genuino, el cual era alimentado por una sincera actitud de contemplación.

El planteamiento moderno fomentó una actitud diferente y desarrolló una lógica distinta. El conocimiento debía proporcionar, sobre todo, capacidad de actuación. Su eje de coordenadas vendría marcado por los conceptos de control y predicción, y su finalidad sería eminentemente pragmática y utilitaria.
Con Bacon, el afán de dominio de la realidad se coloca por encima del asombro ante ella. A partir de entonces, se prima la elaboración de modelos teóricos que pueda servir para comprender la realidad y, sobre todo, para transformarla. En la medida en que el modelo fuera más preciso y abarcante, se podría asegurar mayor eficacia en su aplicación a la realidad. Pero así era difícil armonizar lo que Chesterton anhelaba: si se quería asegurar el bienestar en el mundo: necesariamente antes había que cambiarlo para que se ajustara al modelo ideal que se hubiera proyectado.
El curso de los acontecimientos en el siglo XX fue agotando la pujanza de la mentalidad moderna. La confianza en la razón estaba alcanzando su máximo apogeo en la época del joven Chesterton: cada vez más el hombre podía disponer de la vida social y política para adecuarla a un modelo teórico. Aunque los regímenes totalitarios del siglo XX tuvieron suertes distintas, la debacle intelectual se produjo tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Además de tratarse de un conflicto marcado por nítidas diferencias ideológicas, el poder de la tecnología alcanzó una capacidad destructiva desconocida hasta entonces. El proyecto moderno quedó muy herido tras la Guerra, y prácticamente fue rematado con la caída del Muro de Berlín en 1989. El desplome de los regímenes comunistas hizo patente que no se podía obligar a la realidad a adecuarse a una idea fija.

Ruinas de Dresde (1945). Las dos guerras mundiales fueron consecuencia directa de los planteamientos 'modernos'. Imagen: heroeenunmundodetitanes.

Ruinas de Dresde (1945). Las dos guerras mundiales fueron consecuencia directa de los planteamientos ‘modernos’. Imagen: Héroe en un mundo de titanes.

Al agotamiento de la mentalidad moderna le ha seguido un nuevo modo de pensar. Si la razón moderna buscaba ‘construir’ modelos sistemáticos para dominar la realidad, la razón posmoderna aspira a ‘deconstruir’ las propuestas y los discursos que se le ofrecen. Viene a ser como un desengaño, o un estar de vuelta por parte de la razón. Se parte de que la realidad no está dotada de ningún sentido y que carece de unidad. De ahí que el uso más noble de la razón ahora no sea otro que el de intentar explicar las cosas como producto de un proceso histórico, o de una acumulación de influencias recibidas o de una serie de juegos de palabras. En el fondo, se presenta a la realidad como un mosaico de fragmentos dispersos. En este nuevo panorama intelectual, el escepticismo se encuentra como incrustado en el mismo ADN de la razón posmoderna. El pesimismo resultante es especialmente insidioso.

Cuando Chesterton se decidió a buscar un nuevo camino intelectual para salir de la crisis pesimista en que había caído, las ideas modernas se encontraban en plena vigencia. Él observó que los intelectuales contemporáneos dirigían sus ojos fundamentalmente hacia el pensamiento, y apenas hacia la realidad misma. Este aspecto también se encuentra en el corazón del planteamiento posmoderno, si bien se orienta a un fin distinto. En efecto, la razón posmoderna continúa mirándose a sí misma en un juego interminable de descomposición de ideas.
Esta similitud en la raíz de las mentalidades moderna y posmoderna potencia aún más la actualidad de un libro como Ortodoxia. Su autor nos narra el recorrido que siguió para revitalizar intelectualmente la capacidad de asombro ante la realidad de la que nosotros también formamos parte, sin renunciar a razonar con profundidad. Para alguien que ha respirado un aire cargado de escepticismo, este camino puede resultar muy saludable para gozar una alegría que esté dotada de sentido.

La primera etapa de este recorrido consistió en identificar la causa que provocaba ese modo de pensar que condujo a Chesterton a un estado pesimista tan lamentable. Cayó en la cuenta de que el pensamiento moderno, en su afán de racionalizar todo, se había dejado fuera precisamente aquello que permitía dar sentido a la realidad: la apertura al misterio. Esta intuición le hizo reflexionar sobre la experiencia vivida a través de los cuentos de hadas. Hubo dos puntos básicos que aprendió de ellos: el agradecimiento ante un mundo que aparecía maravilloso porque podía no haber sido, y la aventura de una libertad que se compromete personalmente para buscar y preservar la alegría. En los dos capítulos siguientes nos centraremos en estos descubrimientos.
La visión que rememoró de aquellas narraciones escuchadas a su niñera no encajaba con las explicaciones modernas. Para su sorpresa, quien mejor se ajustaba a estas intuiciones rudimentarias fue la doctrina cristiana. Chesterton describe este hallazgo como quien encuentra una llave que le permite abrir las puertas que hasta ese momento se resistían a no dejarle salir. Los capítulos 4 y 5 de Ortodoxia describen y contextualizan este proceso.

[1] Fiódor Dostoievski, El idiota, Biblioteca Homo Legens, Madrid 2006, p.621.
[2] Autobiografía, Acantilado, p.201.
[3] Ortodoxia, Altafulla, pp.5-6.
[4] Francis Bacon, Novum Organum o Indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza, 1620.
[5] Aristóteles, Metafísica, 982b.

Chesterton: ignorancia, etnocentrismo y revolución

Hemos hablado de la comparación en GK como método de análisis, ilustrativo e incluso informativo, y hoy lo haremos como método puramente ‘formativo’. Qué duda cabe que GK tiene siempre ese criterio: escribe para formar al hombre corriente frente a ciertos desatinos e insuficiencias del pensamiento moderno. El ejemplo de hoy –tomado igualmente del Santo Tomás de Aquino, que estamos analizando (cap.3, párrafos 11 y 12)- constituye un ejemplo perfecto.
Inicialmente, parece la típica digresión chestertoniana: hablando de la filosofía en la Edad Media, GK reflexiona sobre los grandes cambios sociales, esos que con tanta facilidad tendemos a considerar revolucionarios, y que no lo son tanto. Al tiempo que Chesterton elabora una teoría de la historia, nos hace ver dónde estamos realmente: relativiza nuestra época –tan importante para nosotros, ciertamente, pero una etapa más en la historia humana- y nos hace sentir que las transformaciones de nuestro alrededor tienen mucho más de moda cíclica que de verdaderas transformaciones: nuestra ignorancia histórica es tan grande que nos sentimos protagonistas de los más grandes acontecimientos. Veamos dónde localiza Chesterton una auténtica revolución, con la seguridad de que no es una visión particular, pues los expertos están de acuerdo con él.

Girl in mirror (1964), óleo de Roy Lichtenstein, famoso representante del pop art. Imagen: es.wahooart.com

‘Girl in mirror’ (1964), óleo de Roy Lichtenstein, famoso representante del pop art. Imagen: es.wahooart.com

Quizá la historia no registre ninguna revolución de verdad. Lo que siempre ha habido han sido contrarrevoluciones. Los hombres siempre han estado rebelándose contra los últimos rebeldes, o incluso arrepintiéndose de la última rebelión.
Se podría ver esto en las más intrascendentes modas contemporáneas, si la mentalidad de moda no hubiera tomado la costumbre de ver al último rebelde como rebelde frente a todas las épocas a la vez. La chica moderna de cóctel y labios pintados es tan rebelde frente a la sufragista de 1880, con su cuello duro y su abstinencia estricta, como ésta era rebelde frente a la dama victoriana de los valses lánguidos y el álbum lleno de citas de Byron; o como esta última, a su vez, era rebelde frente a una madre puritana para quien el vals era una orgía desenfrenada y Byron, el bolchevique de su tiempo. Sigamos incluso la ascendencia de la madre puritana en la historia, y representa una rebelión frente a la laxitud de la Iglesia anglicana de los Cavaliers[1], que al principio fue rebelde frente a la civilización católica, que había sido rebelde frente a la civilización pagana.
Sólo un lunático defendería que esas cosas sean un progreso, porque obviamente van primero en una dirección y luego en la otra. Sea lo que fuere correcto, una cosa sin duda está equivocada: la costumbre moderna es contemplarlas sólo desde el lado moderno. Pero eso es ver sólo el final del cuento: se rebelan contra no saben qué, porque surgió no saben cuándo. Atentos sólo al final, desconocen su comienzo, y por lo tanto su mismo ser. La diferencia entre los casos menores y el mayor está en que éste es realmente un cataclismo humano tan enorme que los hombres parten de él como si estuvieran en un mundo nuevo, y esa misma novedad les permite ir muy lejos, y en general demasiado lejos. Es porque estas cosas empiezan por una revuelta vigorosa por lo que el ímpetu intelectual dura lo bastante para que parezcan una supervivencia.
Un excelente ejemplo es la historia real de la rehabilitación y el abandono de Aristóteles. Cuando la época medieval tocó a su fin, el aristotelismo acabó pareciendo rancio, pero sólo una novedad muy fresca y exitosa puede acabar tan rancia.
Cuando los modernos, corriendo el más negro velo de oscurantismo que jamás oscureciera la historia, decidieron que nada importaba gran cosa antes del Renacimiento y la Reforma, al instante iniciaron su carrera moderna con un craso error, el error del platonismo.
Encontraron –haraganeando en las cortes de los príncipes fanfarrones del siglo XVI (que era a lo más que se les permitía remontarse en la historia)- a ciertos artistas y eruditos anticlericales que decían estar aburridos de Aristóteles y supuestamente gustando de Platón en secreto. Los modernos –que ignoraban por completo toda la historia de los medievales- cayeron al instante en la trampa. Supusieron que Aristóteles era alguna antigualla avinagrada, tiranía del lado oscuro de los Siglos Oscuros, y Platón un placer pagano enteramente nuevo, aún no probado por cristianos. […] La realidad, huelga decirlo, es exactamente lo contrario: en todo caso, el platonismo era la vieja ortodoxia. La revolución moderna era el aristotelismo, y el líder de esa moderna revolución fue el hombre del que habla este libro.

[1] Partidarios de Carlos I en las guerras civiles de 1642-1648