La entrada de hoy plantea la segunda diferencia entre entre las virtudes del cristianismo y el socialismo, tras la primera –la humildad-. En cierto modo, es una glosa de la crítica general al socialismo: el socialista espera el advenimiento de la utopía a través del Estado y en esa utópica espera, ya se vislumbra el pesimismo; el cristiano -por el contrario- lucha para cambiarse a sí mismo. Pero Chesterton lo dice mejor:
Con respecto al segundo mérito [del cristianismo], el de la actividad, poca duda cabe acerca de dónde se encuentra, entre el diseñador de utopías y el converso de la hermandad. El socialista moderno es un visionario, pero en esto se halla en el mismo terreno que la mitad de los grandes hombres del mundo y –hasta cierto punto- que el mismo cristiano primitivo, que se lanzaba hacia un ideal personal muy difícil de sostener.
El visionario, cuyos anhelos tienden a un ideal prácticamente imposible, no es inútil ni dañino, sino a menudo lo contrario. La persona a menudo inútil y siempre dañina es el visionario que sueña sabiendo o medio sabiendo que su ideal es imposible. El cristiano primitivo acaso se equivoca al creer que –entrando en la hermandad- en pocos años los hombres podían llegar a ser perfectos como lo era su Padre celestial, pero lo creía y obraba clara e indómitamente según su creencia: éste es el tipo del visionario superior.
Pero los insidiosos peligros de la visión –la ociosidad, la demora, el puro esteticismo mental- se presentan cuando uno se complace en la visión, como ocurre con nuestras concepciones socialistas, como si fuese un simple capricho o cuento de hadas, con la conciencia –confesada a medias- de que está fuera del alcance de la política práctica y no hay que preocuparse por su inmediato cumplimiento.
El visionario que cree en su propia frenética visión es siempre noble y útil; el visionario que no cree en su visión es el soñador, el ocioso, el utopista. Ésta es, pues, la segunda virtud moral de la escuela más vieja: una inmensa y directa sinceridad de acción, un limpiar de uno mismo –por los sudores del duro trabajo- todos esos sutiles y peligrosos instintos de la mera ética construcción de castillos en el aire que se han tejido -como ensalmos de un hada- alrededor de tantos hombres fuertes de nuestra propia época.
El próximo día concluiremos con la última diferencia chestertoniana entre cristianos y socialistas: la alegría.