Archivo mensual: agosto 2014

Un pórtico para el Padre Brown (1)

El Padre O´Connor y el Padre Brown. A Chesterton se le aparece un personaje.

Siempre sucede. Las claves más profundas se hallan en un encuentro personal. Detrás de los más esquivos porqués suele haber un quién. Podemos afanarnos en las más sesudas elucubraciones. Podemos exprimir las casi infinitas posibilidades de nuestra imaginación. Podemos incluso hacer psicología de salón. Todo eso, si se mantiene la soberbia a raya -no hay espectáculo más triste que el del intelectual arrogante, pagado de sí mismo-, está muy bien y puede dar algún fruto. Pero si, encerrados en una mera recreación de la vida pensada, prescindimos de la vida vivida, no podremos comprender nada. Ni comprendernos a nosotros ni comprender a los demás. Seremos, pues, vulgares, en el sentido más chestertoniano del término: pasaremos junto a la grandeza y no la advertiremos. Habremos perdido la capacidad de asombrarnos. Acaso sin saberlo, estaremos muertos.

Chesterton era humano -muy humano: una humanidad de más de 1,90 centímetros de estatura y de más de 120 kilos de peso- y, por tanto, su vida fue una sucesión de encuentros personales. Como, además, Chesterton era un hombre de alegría excesiva (si es que en eso cabe el exceso, que probablemente no quepa), la mayoría de sus encuentros fueron de una dicha contundente. Pensemos en su matrimonio con Frances Blogg (no exento de dificultades y, justamente por eso, felicísimo). Pensemos también en su querido y llorado hermano Cecil, en su fraternal amigo Hilaire Belloc, en su eficiente colaboradora Dorothy Collins, en sus amistosos oponentes G.B. Shaw y H.G. Wells. Pensemos, cómo no, en su encuentro personal con Cristo, que tanto iluminó su vida y su obra.

"Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón". Palabras del Padre Brown que pudo pronunciar el Padre O´Connor.

«Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón». Palabras del Padre Brown que sin duda suscribiría el Padre O´Connor.

Es que sucede eso: los verdaderos encuentros son fructíferos. Así le sucedió a Chesterton el día que conoció al Padre O´Connor. Ese día no sólo comenzó una amistad. Ese día a Chesterton se le apareció un personaje.

En su Autobiografía, Chesterton hace una estupenda narración del día en que conoció al Padre O´Connor, al que se refiere como aquel encuentro accidental de Yorkshire que tendría consecuencias para mí mucho más importantes de lo que la mera coincidencia puede sugerir. Chesterton había ido a dar una conferencia a Keighley y pasó la noche en casa de un importante ciudadano de aquella pequeña localidad. Allí se reunió con un pequeño grupo de amigos de su anfitrión; entre ellos, el cura de la iglesia católica, un hombre pequeño, lampiño y con expresión típica de duende. Se llamaba John O´Connor, y, desde el primer momento, a Chesterton le sorprendieron gratamente el tacto y el buen humor con el que aquel hombrecillo se conducía en aquel ambiente (fundamentalmente protestante). La conversación entre ambos continuó a la mañana siguiente durante un paseo hasta la localidad de Ilkley, a la que Chesterton quiso desplazarse para visitar a otros amigos. Aquella primera conversación larga tuvo algo de inaugural. Cuenta Chesterton que, cuando llegaron a Ilkley, tras unas cuantas horas de charla por aquellos páramos, pude presentar un nuevo amigo a mis antiguos amigos. El Padre O´Connor se convirtió de inmediato en un nuevo huésped de los amigos de Chesterton en Ilkley, en donde comenzaron a reunirse periódicamente.

Precisamente en una de esas visitas se produjo la aparición del Padre Brown. En una más de sus peripatéticas conversaciones, Chesterton le hizo saber al Padre O´Connor su opinión acerca de “temas sociales bastante sórdidos de vicios y crimen”. A juicio del Padre O´Connor, la opinión de Chesterton era errada porque ignoraba algunas cosas, y, para ilustrarle, le contó “ciertos hechos que él conocía sobre prácticas depravadas”. Chesterton descubrió entonces que “aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo” y que él no había llegado a imaginarse “que el mundo albergara tales horrores”. Faltaba, no obstante, el colofón de esta historia.

Resultó que, al llegar de su paseo, Chesterton y el Padre O´Connor se encontraron la casa de sus huéspedes llena de gente, y comenzaron a charlar con dos cordiales y saludables estudiantes de Cambridge. Hablaron largo y tendido de música, del paisaje y, en general, de cuestiones artísticas. Luego la conversación derivó hacia cuestiones filosóficas y morales, en cuyo examen el Padre O´Connor también se mostró extraordinariamente perspicaz; tanto, que, cuando finalmente el sacerdote abandonó la habitación, los dos estudiantes alabaron la sabiduría del cura. Uno de ellos, sin embargo, quiso matizar su alabanza: «(…) todo eso está muy bien cuando se está encerrado y no se sabe nada sobre el mal real en el mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento”.

A Chesterton aquel comentario le pareció, además de engreído, verdaderamente cómico. Lo cuenta así:

Para mí, que aún temblaba casi con los pasmosos datos prácticos de los que el sacerdote me había advertido, este comentario me pareció de una ironía tan colosal y aplastante que a punto estuve de estallar de risa en aquel mismo salón, pues sabía perfectamente que, comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebés en el mismo cochecito.

Fue precisamente en aquel instante cuando a Chesterton se le apareció el Padre Brown. Fue entonces cuando se me ocurrió dar a estos tragicómicos equívocos un uso artístico y construir una comedia en la que hubiera un cura que pareciera que no se enteraba de nada y en realidad supiera más de crímenes que los criminales.

Aventuro incluso que, de alguna manera, el Padre Brown se le apareció a Chesterton a pesar de Chesterton. Recordemos que, según confesión propia, nuestro autor se había mostrado contrario a la idea general de que los personajes de las novelas debieran “representar” o “estar tomados” de alguien. Decía que esa idea “se basa en una incomprensión de cómo funcionan la narración imaginativa y especialmente las fantasías tan triviales como las mías”. Pero, ¿y en el caso del Padre Brown, en el que, como hemos visto, el personaje está claramente “tomado” de un original en el mundo real?

Podemos afinar un poco más la pregunta. ¿Por qué, a diferencia de lo que sucede con otros personajes chestertonianos, aquí -y sólo aquí- el personaje ficticio (el Padre Brown) surge sin disimulo de una persona real (el sacerdote John O´Connor)? Chesterton no expresa el porqué de esta afortunada excepción, pero creo que, en su Autobiografía, GKC nos da una pista (y no quisiera ser yo quien, en este punto hiciera, psicología de salón).

Reparemos en que, cuando Chesterton se encontró con el Padre O´Connor, comprendió la inmensa sabiduría de la Iglesia Católica, a la que entonces nuestro autor no pertenecía. Fue algo así como una metasorpresa: Me sorprendía mi propia sorpresa: que la Iglesia Católica supiera más que yo acerca del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble. Esa potente sorpresa pareció, pues, quebrar todo esquema previo, incluso las ideas generales que el Chesterton narrador tenía acerca de cómo crear un personaje.

El encuentro personal con el Padre O´Connor tuvo, pues, tal fuerza -fue tanto lo que, gracias a él, Chesterton pudo intuir acerca del mal- que el personaje del Padre Brown se personó de inmediato, sin necesidad de que se lo permitiera una teoría narrativa previa. El Padre Brown tenía una misión urgente que cumplir: muchos criminales esperaban la salvación.

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Antropología de Chesterton, 4: firmeza en la posesión de la verdad

Seguimos comentando los seis puntos de Por qué soy católico, que constituyen una visión de la antropología de Chesterton. Hoy vamos con el 4º, pero pueden verse los anteriores (pasión por la verdad, la igualdad humana, la liberación de ser hijo del tiempo):

4. [El cristianismo] es lo único que habla como si fuese verdad, como si fuese un mensajero auténtico que se niega a interferir con un mensaje auténtico.

Cualquier cristiano formado que lea esto lo entenderá perfectamente: el cristianismo se entiende a sí mismo como depositario de una verdad revelada –a lo largo de los siglos, a través del pueblo de Israel, particularmente a través del Antiguo Testamento- que llega a su plenitud con la llegada de Jesucristo –Dios que se hace verdadero hombre e inaugura la Nueva Alianza o Nuevo Testamento- para completar esa revelación divina, el mensaje de salvación y plenitud que tiene que durar hasta el final de los tiempos. Los cristianos saben igualmente que la Biblia necesita interpretación, pues forma parte de una tradición del pueblo hebreo asumida por los primeros cristianos-, ya que de la lectura literal surgen algunas incongruencias con el sentido común, como puede ser la edad de la tierra, que choca con las evidencias científicas.

La ciencia nunca ha sido un problema para la Iglesia católica, pues sabe que Dios ha creado el mundo y no puede haber incongruencias entre la fe y la verdadera ciencia. Chesterton lo explica así en el libro sobre Santo Tomás, que quería permitir que se pudiera acceder a la única verdad por dos caminos precisamente porque estaba seguro de que sólo existe una verdad. Por ser la fe la única verdad, nada podía descubrirse en la naturaleza que en última instancia contradijese a la fe. Por ser la fe la única verdad, nada realmente deducido de la fe podría en última instancia contradecir a los hechos. Era sin duda una confianza curiosamente osada en la realidad de su religión, y aunque algunos aún persistan en disputarla, ha sido justificado (3-29).

Con los siglos, las verdades que componen el núcleo de la fe se han reunido en un conjunto de dogmas, que abarcan algo más allá del Credo –aunque se derivan de él- afectando frecuentemente a cuestiones de antropología y de vida cotidiana, muchas de ellas contestadas no sólo por los herejes de otros tiempos, sino por numerosas personas –intelectuales o no- en el mundo moderno. La Iglesia defiende esas verdades como recibidas de Dios, como cuando define de fe la Asunción de Santa María, la existencia del alma, pero también cuando rechaza la investigación con embriones humanos y cuando se niega a aceptar el divorcio o la ordenación sacerdotal de mujeres. Sobre todos estos temas, la Iglesia dice siempre lo mismo: o bien ha estado claro desde el principio, o bien son verdades desarrolladas con posterioridad, pero implícitas en el patrimonio recibido: la Iglesia no se siente con poder para cambiar estos criterios de pensamiento y actuación.

Chesterton conocía y aceptaba todo esto con naturalidad, pero –mientras trabajamos a fondo el libro sobre Santo Tomás de Aquino– creo que Chesterton nos puede ayudar a llegar algo más lejos, particularmente para aceptar la realidad del mundo material como algo que forma parte de ese patrimonio o realidad recibida de Dios y que hay que conservar.

Aquí hay tres cuestiones implicadas:

  • La idea de un mensaje considerado verdadero.
  • La idea de un depósito, es decir, algo que hay que guardar, que implica algún tipo de medidas para que no se desvirtúe, principalmente a través de la constitución de algún tipo de autoridad.
  • La idea de ser no sólo depositario, sino también mensajero, es decir, difusor de ese mensaje.

Hemos hecho referencia en el Chestertonblog, en numerosas ocasiones, a la juventud de Chesterton, a esa inquietud suya por conocer el origen de su propia existencia, a ese deseo de rebelarse ante el pesimismo dominante y el solipsismo de convencerse de que su estrecha verdad era la verdad verdadera, tal y como veía en las ideas de las personas de su tiempo, un relativismo que persiste hoy, incluso entre cristianos con relativa formación. Pero Chesterton era ambicioso y no pararía hasta descubrir la verdad, esa verdad que pasa por la humildad, por reconocer que somos creados y que todo lo que nos rodea no es sino un inmenso regalo, aunque conlleve algunas condiciones, impuestas por el Artista creador de tanta maravilla –véase Ortodoxia-.

En su evolución, Chesterton reconoce que los criterios que él ha establecido para vivir una vida verdaderamente humana coinciden con los que desde hacía casi 2000 años venía enseñando la Iglesia católica y –aunque hasta los 48 años no abrazó formalmente esta fe- continuó desarrollando algunas de sus propias ideas, coincidentes con las de algunos personajes católicos, particularmente San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino, sobre los que escribió un libro para cada uno. De ambos libros se desprende hasta qué punto Chesterton comprendió valor del mundo material, una categoría que no es fácil expresar en pocas palabras. Vamos a dejar que sea el propio Chesterton quien nos explique bien qué significa que el mundo material en el que vivimos forma también parte del mensaje que Dios ha entregado al hombre:

El Cuerpo había dejado de ser lo que era cuando Platón y Porfirio y los viejos místicos lo dieron por muerto: había colgado de un patíbulo, se había alzado de un sepulcro. Ya no era posible que el alma despreciara a los sentidos, que habían sido órganos de algo que era más que hombre. Platón podría despreciar la carne, pero Dios no la había despreciado (4-27).

Nadie entenderá la filosofía tomista –ni de hecho la filosofía católica- sin percatarse de que su elemento primario y fundamental es absolutamente la alabanza de la vida, la alabanza del ser, la alabanza de Dios como Creador del mundo (4-11).

He colocado estas citas porque no han aparecido aún en el Chestertonblog. No es posible glosar la crítica que Chesterton hace a la filosofía moderna, materialista sólo de apariencia, pero realmente idealista, por sus raíces en el subjetivismo.

En cuanto a la idea de la autoridad, en el mismo libro de Santo Tomás hallamos una glosa, en el espléndido sentido de explicar para qué sirve verdaderamente la autoridad, frente a la extendida idea de oscuras camarillas que reprimen a los seres humanos. La idea de considerar negativamente la naturaleza está siempre presente, en todas las culturas, asociada a un ascetismo que no tiene por qué ser necesariamente positivo. Aunque la palabra tenga origen religioso, hoy encontramos ese ascetismo por todas partes a nuestro alrededor –en las dietas, en el deporte y el cultivo del cuerpo, en la adicción al trabajo-, una especie de neopuritanismo vacío de connotaciones religiosas, o mejor, lleno de consideraciones pseudo-religiosas… no impuestas por autoridad alguna. Hubo una época en la que llegó a tales extremos –durante la Edad Media, con los albigenses- que el cuerpo se consideró una cosa absolutamente pecaminosa, particularmente las relaciones sexuales, hasta las legítimas entre esposos –hasta el punto de no casarse para mantenerse puros. La Iglesia salió en defensa del dogma de la dignidad del cuerpo y de la materia, para acabar con aquella herejía, pues un cabal conocimiento de la humanidad le dirá a cualquiera que la religión es una cosa muy terrible, que es verdaderamente un fuego devorador, y que tan frecuente es que sea necesaria la autoridad para ponerle freno como para imponerla. El ascetismo –la ‘guerra a los apetitos’- es también un apetito. Nunca se podrá eliminar de entre las ambiciones extrañas del hombre, pero se puede sujetar a un control razonable, y se practica en proporción mucho más sensata bajo la autoridad católica que bajo la anarquía pagana o puritana (4-10).

Por fin, en lo que a la difusión del mensaje de un mundo corriente pero extraordinario, basta recordar los famosos fragmentos de El acusado sobre el paraíso: lo más probable es que aún sigamos en el Edén; sólo son nuestros ojos los que han cambiado (1-4).

O aquellas sobre el misticismo, de hace unas cuantas entradas: El místico, para el que cada estrella es como un cohete repentino, cada flor un terremoto del polvo, es el hombre de mente clara. El misticismo, o el sentido del misterio de las cosas, es la forma más gigantesca de sentido común (The Daily News, 30.08.1901).

Un año del Chestertonblog, el blog sobre G.K. Chesterton en español

Autorretrato del joven Chesterton. Aunque seguro que no lo pensó así al dibujarlo, GK nos señala una dirección, el camino de la sensatez y el sentido común. Imagen en 'Los países de colores'. Valdemar.

Autorretrato del joven Chesterton. Aunque seguro que no lo pensó así al dibujarlo, GK nos señala una dirección, el camino de la sensatez y el sentido común. Imagen en ‘Los países de colores’, Valdemar.

No pensé hacer entrada, pero no lo puedo resistir: un año es un año, y lo ocurrido en él merece unas líneas de agradecimiento, sobre todo por dos cosas principales:

En un genérico primer lugar, la cantidad de gente que hemos conocido en el blog y a través del blog. Primero fue ir descubriendo una comunidad de blogueros con los que empiezas a estrechar ciertos vínculos. Es algo curioso, porque apenas sabes nada de sus vidas -más allá de lo que ellos cuentan- pero de pronto un día te das cuenta de que echas de menos ver qué ha escrito Fulanito o Menganita. Esto ya es algo sorprendente, y supongo que es lo más parecido a las redes sociales, a las que soy un tanto reacio, y en las que entré para la difusión del CB. No puedo citarlos a todos, porque son muchos y corres el riesgo de dejar a alguien fuera.
Junto a éstos, están aquellos con los que he estrechado lazos directos a causa de Chesterton: los que han empezado a colaborar con el CB, con sus traducciones o entradas, y que nunca imaginé que pudiera pensar, aunque desde el principio decidimos que el CB estaría abierto a colaboraciones externas, más allá del pequeño grupo de autores granadinos que empezamos con esta divertida tarea. Como dijo uno de estos nuevos y estupendos amigos, creo que acabaremos subtitulándolo el ‘Blog del Club Chesterton Transatlántico’, por unir -de momento- a gente de dos continentes.
Realmente puede hablarse de amistad, y espero que el tiempo la consolide. Y eso sin contar el sentimiento de hermandad que se desarrolla con los autores de otros blogs y webs que se dedican a lo mismo. Como profesor universitario, tengo que decir que eso no ocurre con quienes estudian lo mismo que tú en la ‘Academia’. Se parece más bien a un club de ‘frikies’ de cualquier otra cosa, y le da la razón a Chesterton cuando rebate la ‘superioridad’ de los intelectuales. Aunque realmente hay que ser muy friki para escribir tanto como lo hacemos nosotros sobre el mismo tema… -por fortuna, inagotable.

En un segundo lugar, es un disfrute leer y pensar sobre nuestro querido amigo Gilbert, maestro, sabio, genio, artista… Siempre alegre y positivo: hasta cuando trata los temas más serios, deja caer unas gotas de humor quitando hierro al asunto. Convencido, a buen seguro, de que esta vida es como una novela, en la que el Autor tiene previsto el argumento y el desarrollo de las escenas principales. Lo que ocurre -como se dice en El hombre que fue jueves, en la famosa persecución de Domingo- es que sólo vemos la cara posterior de la realidad.
En este tiempo hemos publicado unos 25 ensayos de GK, muchos de ellos traducidos por primera vez al castellano, gracias a Carlos Villamayor, y siempre citando las fuentes y los traductores. Hemos revisado y corregido las traducciones de dos libros –Esbozo de sensatez y Santo Tomás de Aquino- que pronto estará disponible en pdf y epub, y que puede considerarse una traducción original, una introducción enteramente nueva. Y estamos a medias con El hombre eterno, nuestro próximo proyecto amplio.
Además, hemos puesto a disposición del público interesado más de 30 estudios y prólogos sobre GK y sus obras, en nuestra intención de convertirnos en un lugar de encuentro sobre el ‘Gigante bueno de Beaconsfield’.
250 entradas y 35 páginas -con reflexiones sobre Chesterton, su obra y su mundo -que es el nuestro, según la tesis que hemos repetido tantas veces- dan peso a la labor, que no ha hecho más que comenzar. Quiero agradecer su labor de todo corazón a los autores y traductores -que construyen el blog con sus textos-, a los comentaristas -que le dan dinamismo-, a los seguidores del blog que se limitan a poner me gusta y a los que ni siquiera lo hacen, pero sé que lo visitan. Y también por qué no, al equipo de WordPress que hace posible el Chestertonblog.

Al hacer balance de este primer año, uno se siente tentado de llenarse de orgullo por tantas cosas buenas que posee. Pero no, lo que hay que es ser conscientes de esas palabras del maestro, en su Autobiografía (16.15): aceptar las cosas con gratitud y no como algo debido. Y concluimos con una plegaria, del propio Chesterton, en su Cuaderno de notas juvenil, que recoge Maisie Ward:

Dame algún tiempo;
si abres tantas puertas
y me haces tantos dones, Señor,
no lo tendré para apreciarlos todos.

Algunos errores difundidos sobre Chesterton (Reseña de R. Jordana en la GER)

Chesterton nunca temió ir contracorriente, defendiendo sus ideas por encima de los convencionalismos sociales

Chesterton nunca temió ir contracorriente, defendiendo sus ideas por encima de los convencionalismos sociales

He releído la voz G.K. Chesterton en la Gran Enciclopedia Rialp (Madrid, 1971) –cuyo breve texto ofrecemos íntegro- realizada por Ricardo Jordana (que debió ser un académico vinculado a la literatura inglesa, pues es coeditor con Robertson de un diccionario inglés-español) y no he podido por menos que sentirme desilusionado, no tanto por el despego con el que se refiere a Chesterton –que quizá puede ser una apreciación personal mía- como por la relativa desinformación que ofrece. Tras señalar lo prolífico, crítico, paradójico y brillante de su obra, muestra un conocimiento muy superficial de sus escritos, cuando afirma que “defiende el convencionalismo de manera muy poco convencional”: esto recuerda demasiado a repetición de alguna crítica anterior, más que a una familiaridad de primera mano con su obra.

La reseña contiene varias inexactitudes en fechas –que han sido corregidas-, pero como tono general, se diría que trata de ser ‘imparcial’, por lo que reúne virtudes y defectos. Aquí cabría recordarle el famoso texto del propio Chesterton sobre El error de la imparcialidad: lo malo no es que recoja defectos, sino que procedan de lo que otros han escrito sobre él, sin contrastarlos. Por eso, lo que vamos a hacer, para desmontar algunos de esos equívocos, es recoger el principal párrafo del texto e intercalar las correspondientes aclaraciones, para lo que separaremos sus frases. Al fin y al cabo, la labor resultará positiva.

-“Chesterton es autor de buenos ensayos y buenos versos, aun cuando estos últimos arrastran casi siempre un lastre expositivo y doctrinal, y en los primeros predomina el genio periodístico que busca el efecto del momento”. La cuestión del lastre doctrinal se dice siempre de Chesterton (y si no se es cristiano, se advierte mucho más). Uno querría encontrar frases brillantes siempre, pero –dado que a GK lo que interesa es la verdad– no le importa cargar con la etiqueta, argumentando una y otra vez sobre los mismos temas. De ahí que la cuestión del ‘efecto del momento’ resulte ridícula: Chesterton pasa de pensar sobre la versátil naturaleza del terreno en ‘Un trozo de tiza’ a la cuestión del sometimiento a la aristocracia en ‘Dos policías y una moraleja’, que pronto publicaremos en el Chestertonblog.

-“Dominó el humor y la ‘salida’ inesperada y chocante, y cultivó el arte de presentar lo usual con una luz insólita, dando nueva vitalidad a la sabiduría popular, si bien su técnica se fue amanerando con el paso de los años”. Es cierto: Chesterton enseña a ver la vida de otra manera –lo que él llamaba misticismo o sentido común, el asombro agradecido por las cosas buenas que nos rodean-. Sin duda, no es siempre posible la originalidad, de ahí el cierto amaneramiento –si quiere llamarse así. Pero a GK no le preocupa tanto su estilo o la originalidad como el contenido de lo que quiere transmitir. Algunas de sus mejores obras están escritas los últimos años de su vida, como Santo Tomás de Aquino o la Autobiografía.

-“Optimista por temperamento, se burlaba de las cavilaciones que amargaban la vida de tantos de sus contemporáneos”: GK se burlaba de los optimistas y de los pesimistas. Pero su ironía –siempre presente- es una crítica real al pesimismo profundo que late en la cultura moderna, incluso bajo la apariencia de optimismo de tantos escritores, pues no está realmente bien fundamentado, con lo que acaba en eterno retorno.

-“Para él los métodos de la filosofía y de la ciencia son arbitrarios, presentan un aspecto parcial y desligado de la realidad, y preocupan tan sólo a quienes les confieren categoría de forma exclusiva del conocimiento”: en absoluto. Chesterton valora el rigor metodológico de manera extraordinaria, precisamente porque él mismo era el primero en ponerlo en práctica. Lo que dice mil veces es que caemos en la tentación de considerar el último descubrimiento –o la última moda intelectual- como definitivos, como la panacea, sin darnos cuenta de que la ciencia avanza dejando atrás las teorías anteriores y verdades consolidadas: como ejemplo, el átomo y la inmensa serie de partículas subatómicas que le han seguido, recogido en Santo Tomás de Aquino (Cap. 6). Pero el planteamiento del mecanismo falsacionista de la ciencia ya está en el tercer capítulo de Ortodoxia.

-“Por el contrario la sabiduría segura se halla en los valores de la tradición que superan el subjetivismo puritano”. La tradición es la democracia de los muertos, dice GK en Ortodoxia, que sólo significa que tenían sus razones para hacer las cosas, no que haya que seguirlos porque lo hicieron ellos, contra el afán obsesivo por lo nuevo. Critica el tradicionalismo –habitualmente vinculado a conservadores e inmovilistas aristócratas que se benefician del statu quo- como la necesidad de moverse continuamente, a través de las ironías sobre ‘el hombre práctico’, que sólo en la acción encuentra su plenitud.

-“La ligazón de esa experiencia es la religión, posibilitada por la autoridad. La sumisión del individuo a dicha autoridad fundamental constituye la verdadera libertad”. Cualquiera que haya leído a Chesterton habrá visto que la única autoridad que Chesterton acepta es la de la razón. Si acepta la religión es porque –aceptando la autoridad de los sentidos -de las cosas materiales- comprendió la necesidad de un ser creador de tanta maravilla, que hizo un mundo razonable, aunque tuviera algunos condicionamientos (que es lo que la gente de hoy encuentra difícil aceptar). En ningún momento plantea la sumisión y –en obras como Santo Tomás de Aquino (Cap.4)- recuerda que la autoridad religiosa se ejerce en beneficio de las personas, para librarlas de otras personas o incluso de los propios errores. Aunque hoy parece rechazarse toda autoridad, ésta se ejerce a través de la economía y los medios de comunicación, lo que los expertos llaman el ‘poder blando’ (por ejemplo, Joseph Nye: Soft power: the means to success in world politics. Public Affairs, 2004). Así que la autoridad religiosa es vista por algunos como un contrapoder que les conviene minimizar, frecuentemente ridiculizándola o señalándola como algo anticuado).

-“En el aspecto histórico-social, según Chesterton, la máxima armonía se alcanza durante la Edad Media, cuando los gremios ofrecían un margen al sentimiento individualista, en el marco corporativo sólidamente establecido sobre bases espirituales”. Esto es cierto: lo que no se dice es que desde entonces, los poderosos se las arreglaron para incrementar su poder: en política, logrando Estados centralizados y fuertes de pertenencia obligatoria –El Estado servil, según Belloc-, y en economía, a través del capitalismo, generando una plutocracia que –si bien se legitima por su demostrada capacidad de crear riqueza- no es menos cierto que se basa en el salario en vez de la pequeña propiedad, lo que deja a la gente corriente a merced de las empresas, cada vez más grandes, y –como estamos viviendo desde 2008- de los vaivenes cíclicos de los mercados, generados a veces por los intereses inconfesables de las mismas empresas. Para hacerse una idea de la opinión social, política y económica de Chesterton, hay que leer Esbozo de sensatez.

En cualquier caso, mantenemos en el blog el texto de Jordana, pues –a pesar de su escasa aportación- forma parte del conjunto de escritos sobre Chesterton en lengua castellana.

Antropología de Chesterton, 3: Liberarse de la degradante esclavitud de ser hijo del propio tiempo

Habíamos comenzado a comentar las características de la antropología de Chesterton según el texto Por qué soy católico (Pasión por la verdad y La falsa superioridad de los intelectuales), y que por diversas razones hemos tenido que interrumpir. Recordemos que en ese fragmento, GK proporciona seis razones por las que considera el valor del cristianismo, que son de tipo meramente humano, pero le resultan plenamente convincentes. Hoy vemos la siguiente:

Los protagonistas de 'Las invasiones bárbaras' (Denys Arcand) repasan su trayectoria intelectual, dando implícitamente la razón a Chesterton.

Los protagonistas de ‘Las invasiones bárbaras’ (Denys Arcand, 2003) repasan su trayectoria intelectual, dando implícitamente la razón a Chesterton.

3. Es lo único que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser hijo de su tiempo.

Hay mucha gente que considera a Chesterton un escritor conservador, en parte por ser cristiano, y en parte, por pensar –como dice Ricardo Jordana (Gran Enciclopedia Rialp, voz Chesterton)- que “defiende el convencionalismo», aunque sea «de manera muy poco convencional”. En realidad, como afirma Abelardo Linares (contraportada de El hombre corriente, Espuela de Plata, 2013), Chesterton es un rebelde, y precisamente un rebelde contra las convenciones: no las convenciones sociales –que facilitan la convivencia- sino las convenciones ideológicas modernas –que diluyen el sentido común-.

No es que GK quiera ser rebelde por serlo –aunque como dice al principio de Herejes– a los 18 años él también quería ser hereje, como todos los demás, porque era lo que se llevaba. Eso suponía buscar su propio camino, aunque pronto se hizo consciente de la terrible incongruencia que había en ese planteamiento: un hereje es una persona que afirma tener la verdad frente a la verdad establecida. Si todos quieren ser herejes por el mero hecho de serlo –es decir, por ser diferentes al resto-, la verdad ha pasado a un segundo plano, se ha vuelto indiferente y a las personas les da lo mismo estar en la verdad que en el error, poniendo por delante una cuestión secundaria. Se había perdido así el ‘sentido común’ que coloca lo importante en su lugar.

Chesterton es un intelectual de primera –aunque no sea un filósofo convencional-, que se plantea lo que la mayoría no es capaz de hacer –sean de la ideología que sean-, y que tiene sobre todo una gran preocupación por la coherencia, es decir, por llegar a las últimas consecuencias de lo que se cree o lo que se hace.

Cuando se planteó ser hereje, advirtió el relativismo generalizado de su tiempo –que es también el nuestro- y sustituyó el deseo de la herejía por la búsqueda de la verdad, probablemente por su humildad –una virtud nada de moda- y su capacidad de asombrarse ante el mundo, que le crearon un sentido del agradecimiento fuera de lo común (Ver este fragmento de la Autobiografía). Esto le condujo al cristianismo, tal y como expone en Ortodoxia –que no podemos glosar aquí- lo que le sirvió para comprender que paradójicamente se había convertido en el único hereje verdadero entre su grupo de colegas periodistas e intelectuales de corte progresista (Chesterton fue realmente librepensador y socialista antes de acercarse al cristianismo). Era realmente el único que estaba convencido de las verdades (o dogmas como a él le gustaba decir) en las que había depositado su confianza, y por tanto la única voz discordante dispuesta a afirmar su verdad por encima de todo.

La genialidad de Chesterton nos muestra la locura que supone estar siempre a la última, la estúpida necesidad que tenemos los seres humanos de sentirnos en la cresta de la ola, fomentada por las actitudes intelectuales de nuestro tiempo. En algún lugar afirma que lo que antes se llamaban herejías, ahora se llaman modas; si lo pensamos, es cierto en su sentido más profundo –más allá de las modas superficiales de ropa u otros hábitos de vida cotidiana, lógicamente. Es decir, están destinadas a pasar. Hay una excelente película canadiense –Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand, Oscar en 2003 a la mejor película de habla no inglesa- en la que los protagonistas –veteranos profesores universitarios- recuerdan irónicamente todas las corrientes intelectuales que siguieron como si fueran la definitiva.

Las palabras de Chesterton –la degradante esclavitud de ser hijo del tiempo– suenan fuertes a nuestros débiles oídos. Chesterton no teme llamar a las cosas por su nombre, primero porque desde su roca firme, no tiene miedo a los envites de los colegas o las modas intelectuales, y segundo, porque se atreve a rastrear en el pasado y encontrar en qué consisten esas corrientes intelectuales: de hecho, concluimos con este texto del Santo Tomás de Aquino, a propósito de la permanencia cuasi oculta de los mismos errores a lo largo de la historia humana:

Quizá la historia no registre ninguna revolución de verdad. Lo que siempre ha habido han sido contrarrevoluciones. Los hombres siempre han estado rebelándose contra los últimos rebeldes, o incluso arrepintiéndose de la última rebelión.
Se podría ver esto en las más intrascendentes modas contemporáneas, si la mentalidad de moda no hubiera adquirido la costumbre de ver al último rebelde como rebelde frente a todas las épocas a la vez. La chica moderna de cóctel y labios pintados es tan rebelde frente a la sufragista de 1880, con su cuello duro y su abstinencia estricta, como ésta era rebelde frente a la dama victoriana de los valses lánguidos y el álbum lleno de citas de Byron; o como esta última, a su vez, era rebelde frente a una madre puritana para quien el vals era una orgía desenfrenada y Byron, el bolchevique de su tiempo. Sigamos incluso la ascendencia de la madre puritana en la historia, y representa una rebelión frente a la laxitud de la Iglesia anglicana de los Cavaliers[1], que al principio fue rebelde frente a la civilización católica, que había sido rebelde frente a la civilización pagana.
Sólo un lunático defendería que esas cosas sean un progreso, porque obviamente van primero en una dirección y luego en la otra. Sea lo que fuere correcto, una cosa sin duda está equivocada: la costumbre moderna de contemplarlas sólo desde el lado moderno. Pero eso es ver sólo el final del cuento: se rebelan contra no saben qué, porque surgió no saben cuándo. Atentos sólo al final, desconocen su comienzo, y por lo tanto su mismo ser. La diferencia entre los casos menores y el mayor está en que éste es realmente un cataclismo humano tan enorme que los hombres parten de él como si estuvieran en un mundo nuevo, y esa misma novedad les permite ir muy lejos, en general demasiado lejos (Santo Tomas, 03-11).

No es de extrañar así que Chesterton prefiriese la philosophia perennis de Santo Tomás, que inspira sentido común y contacto con la realidad.

[1] Los partidarios de Carlos I en las guerras civiles de 1642-1648 [N. de MLB].

¿A dónde nos lleva el quijotesco Chesterton?

El Quijote es el paisaje infantil que, plasmado en nuestros ojos, se nos presenta a lo largo de nuestra vida igual y distinto. Cada vez que leemos/vemos este paisaje real y literario caemos en la contemplación de su belleza y de su grandeza. Y, puesto que igual, es un ámbito conocido: somos poseedores de la delicia en la que hasta podemos refugiarnos para reconocernos siempre niños. Y, como distinto, aprendemos la maravillosa creación que es el hombre corriente elevado a la inmortalidad por la virtud. Y aún esto no es siquiera la primera lección del singular ‘Catón’ de la vida que Cervantes nos deja al alcance del corazón.

En estos pensamientos de inicio se reflejan los sentires comunes del héroe Quijote-Cervantes y del caballero Chesterton. Por mi parte, no estoy nada lejos de G.K. Chesterton en la consideración que nuestro autor tiene del arquetipo español. Pues como Quijote-Cervantes, Chesterton que también asume lo igual y lo distinto, explayan su existencia y, por ende, su discurso hacia el presente, sin olvidar el pasado ni el porvenir. Uno y otro, renovadores veraces apoyados en la tradición, no tienen miedo ni a lo pretérito ni a lo que ha de venir. No tienen un sentido trágico del tiempo, como sí lo padece cierta progresía.  A la que le llega la desazón por considerar, fascinados por un inauténtico futuro, que el progreso (que se presenta indefinido) nunca se conquista en el presente, sin entender que el hombre corriente y vivo (Manalive) prefiere la felicidad hic et nunc; y además, es la puerta hacia el presente perpetuo y feliz.

Otro sentir coincidente es el entendimiento que ambos –Quijote-Cervantes y Chesterton- tienen de la vida como camino y del hombre como peregrino. Al que se le ofrece un paseo por el libro que en sus hojas ha compuesto, expuesto y argumentado la asignatura de la vida. Así, se nos invita a un camino no que no va a ninguna parte sino al lugar seguro del Encuentro. Cuando nos acercamos con finura a los personajes chestertonianos son lúcidos representantes del personaje-peregrino: Herne y Murrel (El regreso de D. Quijote), Innocent Smith (Manalive), Gabriel Syme (El hombre que fue jueves), Adam Wayne y Auberon Quinn (El Napoleón de Notting Hill)… Valgan unos ejemplos: dice Herne (protagonista de El regreso de Don Quijote): Súbitamente dejó la tarima y fue como si al descender del estrado hubiera crecido de estatura.

-Si ceso de ser rey o juez –clamó-, no por ello dejaré de ser un caballero, errante, como en vuestra comedia dramática…

Y si ponemos atención al discurso de Herne nos convencemos del clasicismo de la pieza: Quiero decir que la vieja sociedad fue veraz y sincera […] Esto no supone que la vieja sociedad llamara siempre a las cosas por su nombre real, entendámonos… aunque entonces se hablaba al menos de déspotas y vasallos, como ahora de habla de coerciones y desigualdad. Vea usted que, así y todo, ahora se falsea más que entonces el nombre cristiano de las cosas. […] En este tiempo cada cosa prolonga su existencia mediante la negación de que existe.

«El detective»: ¿es Alec Guinness el padre Brown de Chesterton?

Tan poca prisa tuvo el padre Brown para debutar en el cine como para repetir la experiencia: veinte años separan la primera película, «Father Brown, Detective» (1934), de la segunda, estrenada como «The Detective» en Estados Unidos y como «Father Brown» en su país de origen, Gran Bretaña.

Cartel El detectiveSu aparición coincide con el máximo apogeo artístico y comercial de los Estudios Ealing,  que tras la II Guerra Mundial han venido produciendo una serie de comedias de considerable éxito comercial y alta calidad artística. Entre ellas destaca «Ocho sentencias de muerte» (1949), una maravillosa comedia negra dirigida por Robert Hamer en la que Alec Guinness interpreta a los ocho víctimas de un asesino empeñado en heredar un título nobiliario. Ambos, director e intérprete, se reencuentran en «El detective», una película que en principio parece reunir los ingredientes necesarios para hacer justicia a la creación de Chesterton.

Otro cartel de El detective

El resultado es una estimable comedia de misterio, con un guión ingenioso y divertido que, una vez más, toma como punto de partida «La cruz azul», y un protagonista que exprime todo el jugo cómico a cada situación. La creación de la película tuvo, además, una consecuencia decisiva en la vida de Alec Guinness. Como recoge el crítico Steven D. Greydanus, el propio actor contó en su autobiografía «Blessings in Disguise» el efecto que tuvo interpretar al padre Brown en su posterior conversión al catolicismo. Durante el rodaje en Francia, caracterizado como sacerdote…

«…escuché pasos precipitados y una voz aguda llamando ‘mon pere!’. Un niño de siete u ocho años cogió mi mano, la apretó con fuerza y la balanceó mientras no cesaba de parlotear. Estaba lleno de entusiasmo, saltaba, brincaba y daba botes, pero no me soltaba ni por un instante. No me atrevía a hablar, no fuera que mi atroz francés lo asustase. Aunque yo le era totalmente desconocido, obviamente me había tomado por un sacerdote y, por tanto, por digno de su confianza. Súbitamente, con un ‘Bonsoir, mon pere’ y una especie de saludo apresurado de refilón, desapareció por un agujero en una valla. Mientras continuaba mi paseo, pensé que una iglesia que podía inspirar semejante confianza en un niño, haciendo a sus sacerdotes, incluso a los desconocidos, tan fácilmente accesibles, no podía ser tan perversa y siniestra como tan a menudo se pretende. Comencé a zafarme de mis prejuicios de tanto tiempo».

En suma, tenemos una película francamente bien hecha, debida a un equipo creativo especialmente dotado para la comedia inteligente, y que incluso tuvo un impacto espiritual profundo en la vida de uno de los componentes más notables de dicho equipo. Y sin embargo, si el objetivo era capturar en celuloide al padre Brown, «El detective» es a todas luces un fracaso.

Cartel español de El detective

Greydanus señala algunos cambios con respecto a la fuente literaria que, a su juicio, traicionan el espíritu del personaje. Por un lado, el padre Brown cinematográfico es menos astuto, es más propenso a caer en trampas que a tenderlas. Por otro, su relación con las fuerzas del orden no está del todo clara, y parece cambiar a medida que avanza la película: en un momento dado, no tiene reparos en inculpar a un inocente cuando parece convenir a sus propósitos. Entiende el crítico que el padre Brown de Guinness habla como el padre Brown de Chesterton, pero no se comporta como él.

Por mi parte, suscribo sus apreciaciones y voy más allá. Hay dos razones básicas por las que «El detective» lo tenía muy difícil para reflejar fielmente al padre Brown de Chesterton. La primera, su excepcional protagonista. La segunda, su condición de largometraje.

En cuanto a la primera, basta con echar un vistazo al reclamo del póster norteamericano: «Cuando Guinness se hace detective privado… ¡es un escándalo público!». A ojos del público de su tiempo, no era el padre Brown, sino otro disfraz más de Alec Guinness, el genio del humor, el hombre vestido de blanco, el divertidísimo camaleón que había interpretado nada menos que a ocho personajes distintos en «Ocho sentencias de muerte». Incluso a día de hoy, para quien nunca haya oído hablar de él, para quien no reconozca los rasgos de Obi-Wan Kenobi, el padre Brown de «El detective» puede resultar demasiado llamativo, demasiado carismático.

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Lo cual nos lleva a la segunda cuestión. Levantar un largometraje a partir de «La cruz azul» implica dos tipos de problemas. El primero se refiere a la estructura del relato y la construcción de la trama: el padre Brown puede tender a Flambeau una trampa de entre diez o veinte páginas, pero resulta mucho más difícil sostenerla durante hora y media, justificar que todas las peripecias habían sido previstas por el sacerdote, a menos que el personaje se convierta en una suerte de manipulador maquiavélico que disfruta jugando con sus víctimas. Por tanto, una posible solución consiste en cambiar las tornas y hacer que sea el padre Brown el primero en caer en la trampa para finalmente salir victorioso en el tercer acto. Es una solución estructuralmente válida, pero que inevitablemente se aparta del padre Brown de Chesterton, que se caracteriza entre otras cosas por aparentar ser un ingenuo y no serlo en absoluto.

El segundo puede ser aún más difícil de soslayar: durante la hora y media de un largometraje, tenemos demasiado tiempo para ver al padre Brown, para acostumbrarnos a él, para despojarlo de su misterio, para que ver la mediocridad detrás de la pátina superficial de carisma. El proceso es inverso al encuentro con el padre Brown literario: no se trata de un curilla con aire inocentón del que gradualmente vamos descubriendo que esconde tras su disfraz mucho más de lo que nunca podremos conocer, sino de un sacerdote singular y carismático que al principio nos deslumbra para luego mostrarnos que en realidad no es tan listo como cree.

Todos los rasgos que Chesterton dejó deliberadamente indefinidos necesariamente toman forma en un sentido u otro, y configuran un personaje que jamás podrá ser el que Chesterton había escrito. Esto, que ocurre prácticamente con todo personaje literario, se agrava en aquellos que viven en el misterio, como los monstruos (y no olvidemos lo que decía Ogden Nash: «Pero allí donde hay un monstruo, hay un milagro»), como Domingo, como el padre Brown.

Chesterton: el ‘misticismo’ es el mismo sentido común

Farola del Paseo de la Caleta de Cádiz. Chesterton encuentra el misticismo en la vida cotidiana. Imagen: El Club Digital.

Farola del Paseo de la Caleta de Cádiz. Chesterton encuentra el misticismo en la vida cotidiana. Imagen: El Club Digital.

Hace unos días reseñábamos varios blogs que proponen citas originales de Chesterton concierta periodicidad. En The hebdomadal Chesterton ha aparecido una especialmente interesante, porque –aunque la sustancia ya la conocemos por ser habitual de Chesterton- la novedad consiste en que por fin GK nos dice qué es para él el misticismo. Expresión frecuente en sus escritos, al fin podemos –en un texto de 1901 (The Daily News, 30 Agosto)- estar seguros de lo que entendía por tal, e interpretar sus escritos en función de esto.

La Real Academia de la Lengua Española dice que misticismo es el ‘estado de la persona que vive en la contemplación de Dios o dedicada a las cosas espirituales’. Sin embargo, Chesterton empezó a utilizar esta palabra mucho antes de su conversión al cristianismo, mientras construía propio sistema filosófico –que Mariano Fazio califica del ‘asombro agradecido’, y que GK glosa en Ortodoxia. Si –prescindiendo de Dios en la definición-, nos centramos en el hecho de la contemplación de un objeto exterior y sus efectos en la persona mística, entonces todo cuadra. Éste es el texto de GK:

El misticismo en su más noble sentido –el misticismo tal como aparece en San Juan, y Platón, y Paracelso, y Sir Thomas Browne- no es algo excepcionalmente oscuro y secreto, sino excepcionalmente luminoso y abierto. En realidad, es demasiado claro para la comprensión de la mayoría de nosotros, y demasiado obvio para verlo.
Tal expresión –como la expresión de que ‘Dios es amor’- nos sobrecoge como un paisaje inconmensurable en un día claro, como la luz del insoportable sol de verano. Podemos considerarlo una palabra oscura; pero continuamente tenemos el conocimiento interior de que somos nosotros los que estamos a oscuras…

Vale la pena destacar cómo incluso en la vida diaria está constantemente presente la impresión de la racionalidad esencial de la mística.
Podemos abordar a un hombre en la calle, parado frente a la farola, y decirle en broma: «¿Cómo se hizo este extraño objeto de primavera? ¿Cómo puede este gran Cíclope con ojo de fuego iluminar en esta noche no engendrada?» Se puede inferir en general –aunque depende del temperamento de la persona- que no iba a considerar a nuestros comentarios como particularmente convincentes y prácticos.
Y sin embargo, nuestra sorpresa por el poste de luz sería del todo racional y su hábito de tomar las farolas por hecho no sería más que una superstición. El poder que hace que los hombres acepten los fenómenos materiales de este universo, sus ciudades, civilizaciones y sistemas solares, no es más que un prejuicio vulgar, como el perjuicio que les hizo aceptar las peleas de gallos o la Inquisición.
El místico, para el que cada estrella es como un cohete repentino, cada flor un terremoto del polvo, es el hombre de mente clara.

El misticismo, o el sentido del misterio de las cosas, es la forma más gigantesca de sentido común.

Este planteamiento vital y luminoso nos recuerda al efecto Mooreffoc –ver las cosas al revés-, que Chesterton aprendió de Dickens, y que también vimos en su momento. Sin embargo, GK añade aquí –a la alegría y a no dar las cosas por hecho- una importante novedad, cuando lo asocia al sentido común. Y el tiempo ha venido a darle la razón, pues si hoy circulan miles de mensajes por la red recordándonos la necesidad de vivir al día, de disfrutar del momento, de abrirnos a los demás y el mundo, es porque hemos perdido verdaderamente el misticismo, la mente clara y el sentido común.

Noticia del G.K. Chesterton Institute for Faith and Culture, Setton Hall University

Seguimos comunicando a nuestros lectores -que quizá tengan algo más de tiempo en esta época veraniega- de la existencia de blogs y webs relacionados con Chesterton.

The Chesterton Review, editada por el The G.K. Chesterton Institute for Faith and Culture. Portada del último número.

The Chesterton Review, editada por el G.K. Chesterton Institute for Faith and Culture. Portada del último número.

El G.K. Chesterton Institute for Faith & Culture pertenece a la Seton Hall University, una universidad católica de más de 150 años de solera (New Jersey, EEUU), que edita The Chesterton Review varias veces al año. La revista fue fundada en 1974 por Ian Boyd -uno de los mayores expertos en la vida y obra de Chesterton, del que pronto reseñaremos algún trabajo- y aún la sigue dirigiendo: su finalidad es promover el interés en todos los aspectos de Chesterton y su círculo de otros escritores contemporáneos. Hay algunos números en español y ha sido comentada en la página ‘Algunos estudios en Español‘. Está anunciado el lanzamiento del primer volumen de 2014, cuya portada reproducimos aquí, además de su contenido, para animar a hacerse con él. Además de una introducción de Ian Boyd y algunos textos de Chesterton y su amigo Maurice Baring, contiene los siguiente artículos:

-Julia Stapleton, “Two Lost Chesterton Pieces,”
-Dermot Quinn, “Chesterton and Family Life,”
-Stratford Caldecott, “St. Gilbert?”
-Julie Carlson, “In Whose Image? G. K. Chesterton and C. S. Lewis’s Response to
the Eugenics Movement”
-Noah Brink, “Of Caves, Rationalism and Redemption”
-Marco Hernandez, “Hanwell and the Locus spatiosus,”
La revista concluye con algunas reseñas de libros y películas.

El ‘Chesterton Institute’ acaba de cumplir en 2014 los 40 años de antigüedad, y desarrolla su actividad sobre todo a través de Facebook. Desde aquí les felicitamos y les deseamos una fructífera siempre intelectual.

Antropología de Chesterton, 2: la falsa superioridad de los intelectuales

 

El día 30 de julio -aniversario de la incorporación de Chesterton a la Iglesia católica- comenzamos a glosar un párrafo de ‘Por qué soy católico’, texto que comienza con seis argumentos, que responden a una cierta visión del ser humano. Hoy vemos el segundo:

2. Es lo único en que el superior no puede ser superior, en el sentido de altanero.

Finis gloriae mundi, de Valdés Leal, representando el final de todas las jerarquías humanas

‘Finis gloriae mundi’, de Valdés Leal, representando el final de todas las jerarquías humanas.

Las jerarquías son un elemento esencial de la vida social, y todos ocupamos diversos puestos, unas veces más arriba y otras más abajo. Sin embargo, el catolicismo considera a todos los seres humanos iguales ante Dios. Esta consideración me trae a la cabeza los famosos cuadros de Valdés Leal (1622-1690) en el Hospital de la Caridad de Sevilla, en el que hombres caracterizados como reyes, papas y obispos son presentados en proceso de descomposición, para recordarnos a todos la futilidad de las categorías humanas. Sin embargo, en la vida social, las cosas son a veces distintas. Pero Chesterton, como buen sociólogo, advertía que más allá de las personas, lo estructural genera determinadas actitudes y tipos sociales.

Chesterton escribe siempre de modo amigable, es decir, sin acritud. Pero también fue muy crítico con quienes detentaban el poder, especialmente político y económico, que es claramente visible. Se advierte muy bien en distintos capítulos de Esbozo de sensatez, en los que critica abiertamente a políticos y capitalistas, con nombres y apellidos. Sin embargo, también es crítico con un tipo peculiar de personaje, que ha creado la modernidad: el intelectual.

Durante siglos, tras la decadencia del imperio romano, el conocimiento se refugió en los monasterios y de ahí la Iglesia lo recuperó para las universidades, que son una creación netamente medieval. Será a partir del Renacimiento cuando la mayoría de los intelectuales ya no tengan una vinculación directa con el ámbito religioso. La Modernidad, a través de la invención y expansión de los medios de comunicación en el siglo XVIII creará la figura del intelectual, ese personaje culto que trata directamente de influir en la sociedad pero que –dada la pluralidad de los medios- necesita granjearse el reconocimiento social y el aplauso del público, lo que genera determinadas servidumbres, como la necesidad de gustar y coincidir con determinados valores dominantes de cada momento.

De hecho, Chesterton no reúne estas condiciones: empezó su carrera criticando el imperialismo británico, cuando Cecil Rhodes era aclamado por extender las colonias por Sudáfrica. Jamás quiso agradar –más allá de lo que es hacer pensar y escribir bien- y su movimiento distributista le costó mucho esfuerzo y sacrificio, con tal de influir en la sociedad de manera alternativa a las grandes corrientes ‘aceptadas’ socialmente, capitalismo y socialismo. No le importó ser diferente cuando empezó a escribir sobre el cristianismo, y siempre defendió sus creencias sin importarle lo que pensarían los demás.

Como en el club Chesterton estamos leyendo el libro de Sto. Tomás de Aquino, voy a poner un ejemplo de ese libro, concretamente del último capítulo, citando a un precedente del modo de actuar de muchos modernos intelectuales. Se refiere a Martín Lutero -tan distinto del Aquinate-, al que Chesterton reconoce su gran papel en la inauguración de la Modernidad, añadiendo irónicamente un interesante matiz:

Lutero inauguró la actitud moderna de apoyarse en cosas no meramente intelectuales. No es cuestión de alabanza ni de censura; poco importa que digamos que fue una personalidad fuerte o que fue un poquito matón. Cuando –al citar un texto de la Escritura- insertó una palabra que no está en la Escritura, como respuesta a todos los objetantes se contentó con vociferar: “¡Decidles que lo dice el doctor Martín Lutero!”. Eso es lo que ahora llamamos personalidad. Un poco más tarde se llamó psicología. Después se llamó publicidad o arte de vender (Sto. Tomás de Aquino, 08-18).

Así pues, las actitudes vitales son esenciales para Chesterton. Vivía en un mundo de intelectuales y le encantaba debatir con ellos, por escrito o de palabra, lo que no le impedía ser crítico.[1] Pero de quienes se hizo realmente amigo fue de aquellos que no exhibían el aire de superioridad de Lutero: una cosa era debatir en el plano de las ideas y otra otorgar la amistad verdadera, como la que disfrutó de contendientes tan distintos a él como H.G. Wells o G.B. Shaw. Al final, sobre las estructuras, siempre se alzan las  personas.

[1] Otro ejemplo que podríamos poner de la actitud de los intelectuales es la tendencia a aferrarse a ‘su verdad’, es decir, el trozo de verdad que ellos han descubierto, que con ser cierto, hace que el conjunto de ideas que se derivan se alejen del conjunto de la verdad.