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EL IMPACTO DE DICKENS EN CHESTERTON.

  1. La Navidad y Mr. Scrooge.

 Cuando te adentras  en la lectura de la obra de G.K.Chesterton  queda clara la admiración que este autor tenía por Charles Dickens. Ya en su “Autobiografía”  comenta que en su juventud, invadido por el pesimismo que  predominaba en el ambiente, pasaba las tardes enteras  entretenido leyendo a Dickens como una manera de olvidarse de todo.

     No fue una lectura como tantas otras. Invadió su espíritu y la manera de pensar en muchos aspectos importantes de su vida y en su labor como escritor y periodista.

    Quiero ir desglosando en varias entradas al blog el gran efecto que causó  Charles Dickens  sobre Chesterton. Cuanto más me adentraba en la lectura  del autor del siglo XIX, después de haber estado tantos años leyendo a Chesterton, me daba cuenta de que eran muchos los aspectos, temas, ideas, impresiones y hasta  frases hechas, las que nuestro autor ha defendido dándole una visión nueva, particular y actual no solo para su tiempo sino para este que estamos viviendo.

      En este momento me quiero dedicar a este tiempo de Navidad. Un tiempo  del  cual Chesterton ha escrito numerosos ensayos recogidos  en “El espíritu de la Navidad”, y siempre en la línea de Dickens. Por otra parte, de igual manera que ha  hecho críticas de casi todas sus obras, ha prologado varias veces sus cuentos de Navidad y en especial “Canción de Navidad”.

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La esfera, el poliedro y la cruz

Nuestro amigo del  club, D. Antonio R. Rubio Plo, amable y gentilmente nos ha permitido publicar este interesante artículo suyo incluido en su magnifico blog mundosdeculturayfe.  Muchas  gracias Antonio.

El papa Francisco es un gran admirador de Chesterton. Si rastreamos los textos de muchas de sus intervenciones públicas, como cardenal o como pontífice, no encontraremos alusiones directas a Chesterton, pero sí ecos del pensamiento chestertoniano. Un ejemplo es la instrucción apostólica Evangelii Gaudium, en la que cualquier admirador del escritor inglés sabrá relacionar la alusión del papa a la esfera, entendida como símbolo de la globalización, con su novela La esfera y la cruz, publicada en 1910.

En realidad, el papa Bergoglio no aludió expresamente a la esfera y la cruz, si no a la esfera y el poliedro, entendidos como símbolos geométricos opuestos, y que expresan dos formas muy diferentes de concebir el mundo. Francisco rechaza la globalización concebida como homologación. Cabe deducir que esa la globalización mala, la que intenta uniformar, muchas veces en nombre de metas elevadas como la paz o la democracia, las distintas culturas privándoles de la riqueza de su diversidad. No es extraño que el pensamiento débil, uno de los nombres del relativismo, se sienta a gusto en esta perspectiva, y además presuma de aspirar a la justicia y el bienestar universales por medio de una fría mezcla de pragmatismo e irracionalismo, aun a costa de ignorar que su planteamiento es inhumano.

Una cosa es el mercado y el consumo, y otra muy diferente la cultura, que debe ser protegida de uniformidades deshumanizadoras. Recordemos las palabras de Juan Pablo II en la UNESCO en 1980: “El hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura”. De esto sabía mucho un pontífice que contempló como su Polonia natal sobrevivió a la pérdida de su independencia política gracias a la llama de una cultura humanista y cristiana alimentada por la mayoría de sus habitantes. Así pudo escapar esta nación a la uniformidad dictada por los imperios alemán, ruso y soviético. Del mismo modo, en el mundo globalizado de nuestro tiempo, tal y como recuerda el papa Francisco en Evangelii Gaudium: “El modelo a seguir no es la esfera, en la que se nivela cada relieve y desaparece cada diferencia; el modelo en cambio es el poliedro, que incluye una multiplicidad de elementos y respeta la unidad en la variedad. Al defender la unidad, defendemos también la diversidad” (236)

Contra la tendencia uniformadora de la esfera, nos previno Chesterton hace más de un siglo. El escritor se rebeló ante la idea de que la evolución o el progreso llevaran a fundir unos seres con otros, algo que él comparaba a una pesadilla. La esfera del progreso, defendida en su novela por el editor ateo James Turnbull, tenía bastante de fatalismo, de inevitabilidad, aunque al mismo tiempo pasaba por ser un símbolo de la perfección.  A esta perfección creían haber llegado algunos intelectuales representantes del progreso en la época de Chesterton: Ibsen, Zola, Tolstoi o Bernard Shaw, criticados implícitamente en La esfera y la cruz. Se presentaban como defensores de la justicia e incluso hablaban del amor. Sin embargo, ese amor, como bien aprecia el rival de Turnbull, el católico Evan McIan, no tiene nada de benigno y paciente. Antes bien, la palabra “amor” se asemeja a algo duro y pesado como el ruido de unas botas. McIan, es decir Chesterton, se anticipa a denunciar una moral, que hoy es políticamente correcta. En ella golpear a otro es malo porque hace daño, pero no porque le humilla. Tampoco está bien matar porque es algo violento, aunque no porque sea injusto. El escritor inglés ha presentido el triunfo del pensamiento débil, y sus palabras son un reproche a aquellos no tienen muy claro lo que es la naturaleza humana. Han separado tanto la fe de la razón, que han puesto en peligro la propia razón. Se entiende así que Chesterton vea una cierta afinidad entre otros dos personajes de su novela, Pierre y Madeleine Durand, padre e hija: “El padre creía en el Hombre, la hija creía en Dios, pero ninguno de los dos creía en sí mismo, que es una debilidad decadente”.

Podríamos añadir que la esfera despreciaría al poliedro porque lo considera imperfecto al no estar uniformizado, pero también despreciaría a la cruz. El profesor Lucifer, personaje imprescindible de La esfera y la cruz, afirma que la cruz va contra la racionalidad porque uno de sus brazos es más largo que el otro. Es un objeto bárbaro y arbitrario, un signo de contradicción. Por tanto, no es digno de coronar la esfera, pese a que así aparezca en la cúpula de algunas catedrales como la de San Pablo en Londres. Lucifer se permite corregir al arquitecto diciendo que es la esfera la que debe rematar la cruz, sin querer darse cuenta de que la esfera se caería.

Es muy posible que un día, el papa Francisco nos sorprenda citando expresamente a Chesterton. Después de todo, siendo cardenal, ha animado a abrir la causa de beatificación y canonización de un escritor que fue ejemplo de bondad y sentido del humor.

Antonio R. Rubio Plo

Newman en Chesterton

El Padre Ricardo Aldana, SdJ. a petición nuestra y gustosamente, nos  ha remitido este artículo suyo, publicado en la revista «Toletana, cuestiones de teología e historia»,  nº 30,2014. Nuestro mas sincero agradecimiento.

El artículo está relacionado con el contenido de la charla que el Padre Aldana nos regaló a los miembros del Club Chesterton de Granada, el pasado 22 de Septiembre sobre la influencia del Cardenal Newman en Chesterton.

Ian Ker, G. K. Chesterton. A Biography. Oxford University Press 2011, 747 páginas, formato mayor.

   

Conocido sobre todo por sus estudios sobre John Henry Newman, de quien ha escrito la biografía más autorizada que existe, profesor de Teología en la Universidad de Oxford, Ian Ker ha publicado esta biografía de Gilbert Keith Chesterton, monumental como la de Newman, partiendo de una intuición de base: el verdadero heredero de Newman en el pensamiento católico inglés es Chesterton.

La obra sigue el método de unir un conocimiento detallado de los libros de Chesterton con la recolección de todos los elementos posibles: cartas, noticias de periódicos, testimonios recogidos en las precedentes biografías. Se puede decir que no falta nada a este trabajo, que todo ha sido tenido en cuenta y de todo se da cuenta. Además, el autor escribe con una notable empatía con su personaje estudiado, de modo que el buen humor de Chesterton brota inagotable de cada página. En comparación con otras biografías del popularísimo escritor inglés, sin prejuzgar los méritos de cada una, tenemos ahora una más completa que otras en cuanto a los datos biográficos y más detallada en cuanto a la exposición de las ideas. No se puede sino recomendar vivamente.

Naturalmente el orden de la exposición es cronológico. En él los acontecimientos son los hechos tanto como los libros. Los primeros son tratados rigurosamente, sobre todo cuando ha habido polémica en torno a ellos. En algunos casos en los que la información es mucha se da cuenta hasta de las menores circunstancias, como cuando se trata del sospechoso testimonio, no exento de resentimiento, de Ada Jones, Mrs. Cecil Chesterton, o  de los dos viajes a Estados Unidos. Los libros, como ya decíamos, son expuestos con más o menos detalle según la importancia de cada uno.

Es especialmente delicada y brillante es la descripción del matrimonio de Chesterton con Frances Blogg. Ker consigue hacerla siempre presente, como de hecho estuvo siempre presente en el trabajo de su marido. El misterio de la fecundidad cristiana de este matrimonio sin hijos se hace patente. Cada uno en su papel, pues nada habría sido para Frances más ridículo que querer ser una colega de su famoso marido, viven un amor mutuo desbordante hacia la tarea del gran escritor, que se debe al trabajo de él y al amor de ella.

Excelente es también la exposición cuando se refiere a la crítica literaria de Chesterton. Ker mismo es un experto en literatura inglesa, de modo que los trabajos sobre Dickens o Browning o Stevenson son expuestos con especial justeza, dejando ver el diálogo misterioso que atraviesa los tiempos entre los grandes autores y los buenos lectores. En cambio, no se tiene tanto en cuenta en la biografía la preferencia del biografiado por las novelas policiacas, que no deja de ser un rasgo distintivo e importante en la forma total de su pensamiento.

En fin, sería necesario hablar del contenido de cada capítulo. Pero renunciamos a hacerlo para detenernos sólo en alguno de estos rasgos sobresalientes, y no tanto dando cuenta de lo que Ker escribe sobre ellos, sino intentando acoger la invitación a preguntarnos por el secreto de la fecundidad del pensamiento de Chesterton.

Respecto del carácter de heredero de Newman, Ker lo reconoce primero en los hechos, además de que ambos escriben desde la fe y al servicio de la fe: ambos han escrito novela y, sin ser grandes poetas, tienen poesía por momentos grandiosa. Los dos han brillado especialmente como polemistas de ironía irresistible en su defensa del catolicismo. En cuanto a las ideas, se hace ver que Chesterton conocía extensamente los escritos de Newman. Escribió sobre él en su libro The Victorian Age in Literature, pero, además de esto, piensa con él muchas veces. Se puede decir que Chesterton parte de las conquistas teológicas de Newman, especialmente de la valoración de la Iglesia de Inglaterra como, en el fondo, ineludiblemente protestante a pesar de los esfuerzos de los anglo-católicos. Seguramente el anglocatolicismo no ejerció nunca una atracción sobre Chesterton porque Newman había padecido ya por ambos –y por muchos otros- la dificultad interna de su existencia y el discernimiento doloroso, de modo que el acercamiento a la fe cristiana de Chesterton fue siempre un acercamiento al catolicismo, si bien su entrada a la Iglesia se hizo esperar. Desde luego, la continuidad entre Newman y Chesterton no está en los temas tratados por ambos, sino más bien en el espíritu católico que ejerció todos sus derechos en los dos. Quizás por eso parece que la relación entre ambos se difumina un poco a lo largo del libro de Ker, a veces del todo, especialmente cuando la exposición es tan detallada y prolija que difícilmente se conserva la visión más total. Esto dicho no como crítica, sino como indicación de un campo de investigación de grandes dimensiones que se abre al comparar a los dos autores.

¿No hay un modo similar en la consideración de la historia? Son análogas, nos parece, la visión sobre Grecia y Roma, sobre las herejías, sobre la historia de la Iglesia, sobre Europa unida y dividida. ¿No hay una posición semejante respecto del romanticismo? El aprecio de Newman por las novelas románticas inglesas guarda cierta semejanza con el de Chesterton por la obra de arte cercana a la gente común. El enjuto clérigo y el enorme periodista, coinciden especialmente como autores respectivos de las Lectures on the Present Position of Catholics in England y la Apologia pro vita sua, por un lado, y Orthodoxy, por otro, pero, de nuevo, no en la semejanza de los argumentos tratados ni en el estilo literario, sino por el talante y la visión católica. En el fondo y aunque a primera vista no es tan visible, lo que acerca tanto entre sí a Newman y a Chesterton nos parece que es la intención común de ambos autores geniales de servir a la fe de los sencillos, como máximo honor posible, y la forma del pensamiento que se basa en la sorpresa inicial insuperable (“la vida es más grande que el pensamiento”, dice Newman, “lo más extraordinario es lo natural”, escribe Chesterton), conservada en el gusto por la imagen concreta, llena de verdad infinita, ya en la poesía, mucho más en el Evangelio y en toda la Escritura. Se diría que éste rasgo de la tradición cristiana de Inglaterra revive en ambos, junto con el amor por la herencia de Grecia y Roma dentro de ese amor católico que se interesa en todo desde Jesucristo.

Otro rasgo notable de esta biografía es el de permanecer en todo momento en la originalidad de Chesterton sin enrolarlo en ningún movimiento cultural que le fuera ajeno. La evidencia de su genial originalidad, se nos permita la redundancia, es para Ker incontestable desde el panorama de las letras inglesas que conoce perfectamente. Chesterton dialoga con sencillez extraordinaria y con gran competencia con todo tipo de autores ingleses, de Chaucer a Conan Doyle pasando por todos los grandes, con teólogos y con santos, con el mito y con la filosofía, con el arte vanguardista y con el arte antiguo. Pero en este diálogo Chesterton es tan receptivo como personal en la respuesta. Es inclasificable. Es amigo de Bellocq, pero su pensamiento y actitud no tienen el sello de lo reaccionario. Proviene de la cultura de su tiempo, pero no es ni victoriano ni antivictoriano, no es americanista ni antiamericanista, es muy británico y muy crítico de Inglaterra, no es un académico pero no tiene nada contra el mundo académico. Si no hay ciencia de lo particular, como dice Aristóteles, menos aun hay categoría ya hecha para el gran pensador. Nos atreveríamos a decir que, a pesar de toda su polémica con Bernard Shaw, Chesterton comprende mejor que nadie en el catolicismo las objeciones de Nietzsche al cristianismo, y por eso sabe exactamente por qué teniendo tantas razones finalmente no tiene razón. También Chesterton está solo y también él ve caer el mundo occidental por la disolución de sus tradiciones en el nihilismo. También ve el terror de la ausencia de Dios y lo que significa. Pero le diferencia de Nietzsche sobre todo el acto de fe por el que cree que Dios mismo ha padecido la ausencia de Dios, o sea, que Dios mismo ha muerto y entonces la resurrección ha llegado a ser la última palabra. Por eso, en lugar de la tensa espera de los nuevos valores que darán sentido a la vida del hombre, Chesterton puede escuchar la primera risa del Creador al jugar con su criatura y saber que el juego, atravesando por la aventura de este mundo, continuará por siempre en el tiempo y en la eternidad.

La idea chestertoniana más destacada por Ker es la que se refiere a la visión cristiana del mundo el cristianismo como una doctrina sobre los límites, a diferencia de las religiones y filosofías del infinito. El infinito es el enemigo más poderoso del cristianismo, porque sólo los límites permiten conocer al Dios verdaderamente infinito. Nos encontramos en lo que la metafísica denomina diferencia ontológica. En efecto, Chesterton dice en su Autobiografía que él mismo reconoció sólo tardíamente que su visión del mundo se correspondía con la metafísica del ser de Santo Tomás de Aquino. En Chesterton esta idea tiene un origen explícitamente cristológico, lo cual se podría encontrar resumida en estas palabras: «Para los cristianos Dios no está obligado y limitado a tener que ser meramente todo; Él tiene también la libertad de ser algo [por la encarnación]»  (p. 426, citando The Uses of Diversity).

De esta forma de la analogía del ser surge toda la vitalidad del pensamiento de Chesterton, porque establece el centro desde el que puede referirse a tantos argumentos, todos ellos tratados como el periodista que por definición no es un especialista en nada, como decía él mismo (“Señora, yo soy un periodista, o sea, no sé nada”). La fuerza de su pensamiento está en la libertad con la que puede seguir la evidencia del ser como sorpresa que sólo puede suscitar agradecimiento, por encima y más allá de todo el mal humor puritano, que no acepta que el Bien conviva con los pecadores. Se podría decir que Chesterton en todo momento ve la realidad desde su origen y, por tanto, según su idealidad garantizada por el Creador. Esta capacidad se puede denominar «sacramentalidad natural», como él mismo se expresa, es decir, la condición real de las cosas como manifestación de misterios que ellas mismas no son pero que sólo con ellas se nos dan. Éste es el ámbito fontal de su pensamiento, en donde coinciden 1. la palabra agradecida al Origen («mi primitiva religión de la gratitud», como primera fase de su camino hacia la fe cristiana), las más de las veces expresada simplemente como buen humor, 2. la contemplación atenta de las más diversas cosas bajo esa luz poderosa («no hay cosas aburridas, sólo hay hombres aburridos»; «lo importante no es ser un buen poeta sino ser poeta») y 3. la comunicación con los hombres («soy periodista hasta cuando escribo novelas, por eso soy un mal novelista»).

Pero la unidad de estos elementos se conserva gracias a otro: la imagen. También Newman había defendido que hay más verdad en las imágenes evangélicas que en las definiciones conciliares. Por su parte, Chesterton recuerda que había visto en Brindisi, Italia, antes de su conversión al catolicismo, una «imagen muy ordinaria» de la Virgen María, en la que finalmente reconoció algo que «era más noble que mi destino, el más libre y el más duro de todos mis actos de libertad». Prometió entonces hacerse católico. Y más tarde explicaba: «Quiero decir que los hombres necesitan una imagen, única, colorida y clara en sus perfiles, una imagen para evocar instantáneamente en la imaginación cuando hay que distinguir lo que es católico de lo que se dice ser cristiano e incluso de lo que en cierto sentido es cristiano. Ahora difícilmente puedo recordar un tiempo en el que la imagen de Nuestra Señora no haya estado con mucha definición en mi mente al mencionar o al pensar en todas estas cosas; y también al disputar con el mundo en favor de ellas y conmigo mismo contra ellas; porque tal es la condición antes de la conversión. Pero si la figura era distante, o era oscura y misteriosa, o era un escándalo para mis contemporáneos, o era un desafío a mí mismo, nunca dudé de que esta figura era la figura de la fe; de que ella representaba, como un ser humano completo, y meramente humano, todo lo que este Asunto tenía que decir a la humanidad. En el momento en que pensaba en la Iglesia Católica pensaba en ella; cuando intenté olvidar la Iglesia Católica, intenté olvidarme de ella» (cit. de la biografía de Maisie Ward, en p. 416).

Todos los demás recursos de Chesterton (la poesía, la creatividad literaria, la capacidad polémica) son secundarios respecto de esta integración de gratitud a Dios, contemplación de Su mundo y comunicación con el hombre de la calle, bajo el amparo de esta imagen clara. La indudable impresión de tantos de que Chesterton acierta con extraordinaria frecuencia en lo que dice respecto de temas muy diversos, es el efecto del contacto que se produce en sus lectores entre las cosas tratadas, su delimitación en un contexto más amplio y su misterioso origen y destino. Y si tal contacto es el que produce toda expresión artística, hay que concluir que las más de las veces Chesterton es un artista, aunque no seguramente en el arte de la forma literaria excelente, sino en una forma nueva del arte de la retórica, que ha sabido incorporar el momento dialéctico (en el sentido de Platón y San Agustín) del discurso mediante la presencia continua de la imagen poética. Valga como ejemplo la sorprendente comparación entre San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino, en la que, reconociendo todas las diferencias, los dos espíritus son identificados en un mismo propósito y punto de partida: la Encarnación. La imagen de la mula y el buey en el portal de Belén, que incorpora al «hermano asno», como San Francisco llamaba al cuerpo, y al «buey mudo», como se apodaba al joven estudiante Tomás, rige en todo momento una comparación cuyo contendido es de gran alcance para la historia del pensamiento cristiano. O el imaginario discurso de Santo Tomás dirigido a los «señores platónicos cristianos», Padres de la Iglesia y venerandos monjes medievales, para justificar su recurso a Aristóteles: ese diálogo imaginario en realidad ha tenido lugar, ciertamente no como conferencia a un auditorio de santos varones de gusto platónico, pero sí es una descripción de la forma de pensar del Doctor Angélico, precisamente como diálogo, no como ruptura.

Con tal luz y lucidez Chesterton aborda todos sus temas: los que se refieren a los problemas de su tiempo respecto de la familia, la educación, el trabajo, la propiedad privada, la política sanitaria, las guerras sucesivas; los que se refieren a la literatura, los grandes autores, los autores contemporáneos, las novelas de misterio; los que se refieren a la historia de la humanidad iluminada desde la cueva de Belén, con lo que esto incluye de valoración del mito y de la filosofía, de la historia del cristianismo, de las herejías, de la naturaleza del catolicismo en contraste con el puritanismo y con el infinito indeterminado. Todo se relaciona con facilidad: la desmesura que no conoce límites amenaza desde Alemania y desde Japón (habiendo muerto en 1936, es evidente que su visión fue profética respecto de la Segunda Guerra), el Estado moderno que para hacer libres a los ciudadanos los subyuga como en ninguna otra época al asumir competencias de garante de la verdad metafísica y religiosa. El puritanismo que rechaza la confesión de los pecados defiende una falsa inocencia peligrosísima, porque engendra totalitarismos. Simplemente hay que advertir que toda esta crítica del mundo moderno no tiene un ápice de conservadurismo, sino que se basa en la convicción de la resurrección del cristianismo, que parece agonizar en nuestros días. Pues la Iglesia no desaparecerá precisamente porque ya ha desaparecido y resucitado varias veces en la historia.

La biografía nos deja, no obstante su completitud, algunas preguntas, sobre todo por lo que se refiere a la valoración del pensamiento de Chesterton. Por un lado no parece suficiente la identificación de una media docena de «major books» que hace Ian Ker (Ortodoxia, Dickens, San Francisco de Asís, El Hombre Eterno, Santo Tomás de Aquino, Autobiografía), ciertamente sin pretensiones de rigurosidad. En verdad estos libros logradísimos como tales son piezas especiales, pero en cualquier otra página, escrita para un periódico o como crítica literaria, a propósito de las novelas policiacas (que Chesterton leía continuamente) o de grandes obras, brilla repentinamente la gran intuición que puede cambiar la vida de un hombre. Y esto obliga a preguntarse por el alcance del pensamiento de Chesterton: ¿es realmente, como dice E. Gilson, uno de los grandes pensadores de la humanidad de todos los tiempos que oculta su inteligencia en las bromas? ¿o es sin más el apologista del cristianismo adecuado para su época y aun para la nuestra? Ker presenta la opinión de Gilson y simpatiza con ella. Por su parte le basta la atribución de la heredad de Newman, que apunta en la misma dirección, sin mayor justificación de lo dicho por el historiador de la filosofía

Aun así, a partir del enorme trabajo de Ker se pueden entrever los caminos para definir la aportación de Chesterton a la teología y la filosofía, así como a la historia de la cultura. Por un lado, el recurso a la paradoja es, según Henri de Lubac, necesario en el pensamiento cristiano; en Chesterton encontramos no sólo geniales paradojas que señalan hacia una verdad más grande, sino ya una síntesis, más bien oculta entre las paradojas, cuyo centro es la unión de sobrenatural y natural en Jesucristo y desde Él en toda la vida humana.

En cuanto a la forma del pensamiento, Chesterton habla del cristianismo como quien habla de la catequesis que ha recibido en la infancia, como una doctrina que hay que aprender y seguir sin pretender dominar, con la distinción única de que este catequizando responde con todo su pensamiento y con toda su vida a la fe anunciada. Chesterton es un teólogo genial, porque es un catequizando verdadero, discípulo de la Palabra de Dios, que no se avergüenza de ir a la catequesis con todos sus juguetes, por si Dios quiere jugar un rato con ellos. Véanse las páginas deliciosas dedicadas al estudio que hizo Chesterton del Penny Cathecism para ser recibido en la Iglesia Católica (capítulo undécimo, America and Conversion).

Respecto del contenido del pensamiento, los misterios cristianos son siempre tratados desde el punto de vista elegido en la primera juventud: desde la sorpresa inicial nunca dejada atrás, cada uno de ellos aparece como infinitamente más grande que lo que se pueda decir. Entonces, sin pretender explicar tales misterios, habla de la vida humana que se encuentra continuamente con ellos. Pero precisamente así surge la profundidad teológica del encuentro de Dios con lo humano. Dos misterios presiden este encuentro: el de la Encarnación y, necesariamente, el de la Trinidad de Dios; los dos han producido la conversión de la mente humana en alma cristiana.

 

 

 

 

Un pórtico para el Padre Brown (1)

El Padre O´Connor y el Padre Brown. A Chesterton se le aparece un personaje.

Siempre sucede. Las claves más profundas se hallan en un encuentro personal. Detrás de los más esquivos porqués suele haber un quién. Podemos afanarnos en las más sesudas elucubraciones. Podemos exprimir las casi infinitas posibilidades de nuestra imaginación. Podemos incluso hacer psicología de salón. Todo eso, si se mantiene la soberbia a raya -no hay espectáculo más triste que el del intelectual arrogante, pagado de sí mismo-, está muy bien y puede dar algún fruto. Pero si, encerrados en una mera recreación de la vida pensada, prescindimos de la vida vivida, no podremos comprender nada. Ni comprendernos a nosotros ni comprender a los demás. Seremos, pues, vulgares, en el sentido más chestertoniano del término: pasaremos junto a la grandeza y no la advertiremos. Habremos perdido la capacidad de asombrarnos. Acaso sin saberlo, estaremos muertos.

Chesterton era humano -muy humano: una humanidad de más de 1,90 centímetros de estatura y de más de 120 kilos de peso- y, por tanto, su vida fue una sucesión de encuentros personales. Como, además, Chesterton era un hombre de alegría excesiva (si es que en eso cabe el exceso, que probablemente no quepa), la mayoría de sus encuentros fueron de una dicha contundente. Pensemos en su matrimonio con Frances Blogg (no exento de dificultades y, justamente por eso, felicísimo). Pensemos también en su querido y llorado hermano Cecil, en su fraternal amigo Hilaire Belloc, en su eficiente colaboradora Dorothy Collins, en sus amistosos oponentes G.B. Shaw y H.G. Wells. Pensemos, cómo no, en su encuentro personal con Cristo, que tanto iluminó su vida y su obra.

"Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón". Palabras del Padre Brown que pudo pronunciar el Padre O´Connor.

«Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón». Palabras del Padre Brown que sin duda suscribiría el Padre O´Connor.

Es que sucede eso: los verdaderos encuentros son fructíferos. Así le sucedió a Chesterton el día que conoció al Padre O´Connor. Ese día no sólo comenzó una amistad. Ese día a Chesterton se le apareció un personaje.

En su Autobiografía, Chesterton hace una estupenda narración del día en que conoció al Padre O´Connor, al que se refiere como aquel encuentro accidental de Yorkshire que tendría consecuencias para mí mucho más importantes de lo que la mera coincidencia puede sugerir. Chesterton había ido a dar una conferencia a Keighley y pasó la noche en casa de un importante ciudadano de aquella pequeña localidad. Allí se reunió con un pequeño grupo de amigos de su anfitrión; entre ellos, el cura de la iglesia católica, un hombre pequeño, lampiño y con expresión típica de duende. Se llamaba John O´Connor, y, desde el primer momento, a Chesterton le sorprendieron gratamente el tacto y el buen humor con el que aquel hombrecillo se conducía en aquel ambiente (fundamentalmente protestante). La conversación entre ambos continuó a la mañana siguiente durante un paseo hasta la localidad de Ilkley, a la que Chesterton quiso desplazarse para visitar a otros amigos. Aquella primera conversación larga tuvo algo de inaugural. Cuenta Chesterton que, cuando llegaron a Ilkley, tras unas cuantas horas de charla por aquellos páramos, pude presentar un nuevo amigo a mis antiguos amigos. El Padre O´Connor se convirtió de inmediato en un nuevo huésped de los amigos de Chesterton en Ilkley, en donde comenzaron a reunirse periódicamente.

Precisamente en una de esas visitas se produjo la aparición del Padre Brown. En una más de sus peripatéticas conversaciones, Chesterton le hizo saber al Padre O´Connor su opinión acerca de “temas sociales bastante sórdidos de vicios y crimen”. A juicio del Padre O´Connor, la opinión de Chesterton era errada porque ignoraba algunas cosas, y, para ilustrarle, le contó “ciertos hechos que él conocía sobre prácticas depravadas”. Chesterton descubrió entonces que “aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo” y que él no había llegado a imaginarse “que el mundo albergara tales horrores”. Faltaba, no obstante, el colofón de esta historia.

Resultó que, al llegar de su paseo, Chesterton y el Padre O´Connor se encontraron la casa de sus huéspedes llena de gente, y comenzaron a charlar con dos cordiales y saludables estudiantes de Cambridge. Hablaron largo y tendido de música, del paisaje y, en general, de cuestiones artísticas. Luego la conversación derivó hacia cuestiones filosóficas y morales, en cuyo examen el Padre O´Connor también se mostró extraordinariamente perspicaz; tanto, que, cuando finalmente el sacerdote abandonó la habitación, los dos estudiantes alabaron la sabiduría del cura. Uno de ellos, sin embargo, quiso matizar su alabanza: «(…) todo eso está muy bien cuando se está encerrado y no se sabe nada sobre el mal real en el mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento”.

A Chesterton aquel comentario le pareció, además de engreído, verdaderamente cómico. Lo cuenta así:

Para mí, que aún temblaba casi con los pasmosos datos prácticos de los que el sacerdote me había advertido, este comentario me pareció de una ironía tan colosal y aplastante que a punto estuve de estallar de risa en aquel mismo salón, pues sabía perfectamente que, comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebés en el mismo cochecito.

Fue precisamente en aquel instante cuando a Chesterton se le apareció el Padre Brown. Fue entonces cuando se me ocurrió dar a estos tragicómicos equívocos un uso artístico y construir una comedia en la que hubiera un cura que pareciera que no se enteraba de nada y en realidad supiera más de crímenes que los criminales.

Aventuro incluso que, de alguna manera, el Padre Brown se le apareció a Chesterton a pesar de Chesterton. Recordemos que, según confesión propia, nuestro autor se había mostrado contrario a la idea general de que los personajes de las novelas debieran “representar” o “estar tomados” de alguien. Decía que esa idea “se basa en una incomprensión de cómo funcionan la narración imaginativa y especialmente las fantasías tan triviales como las mías”. Pero, ¿y en el caso del Padre Brown, en el que, como hemos visto, el personaje está claramente “tomado” de un original en el mundo real?

Podemos afinar un poco más la pregunta. ¿Por qué, a diferencia de lo que sucede con otros personajes chestertonianos, aquí -y sólo aquí- el personaje ficticio (el Padre Brown) surge sin disimulo de una persona real (el sacerdote John O´Connor)? Chesterton no expresa el porqué de esta afortunada excepción, pero creo que, en su Autobiografía, GKC nos da una pista (y no quisiera ser yo quien, en este punto hiciera, psicología de salón).

Reparemos en que, cuando Chesterton se encontró con el Padre O´Connor, comprendió la inmensa sabiduría de la Iglesia Católica, a la que entonces nuestro autor no pertenecía. Fue algo así como una metasorpresa: Me sorprendía mi propia sorpresa: que la Iglesia Católica supiera más que yo acerca del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble. Esa potente sorpresa pareció, pues, quebrar todo esquema previo, incluso las ideas generales que el Chesterton narrador tenía acerca de cómo crear un personaje.

El encuentro personal con el Padre O´Connor tuvo, pues, tal fuerza -fue tanto lo que, gracias a él, Chesterton pudo intuir acerca del mal- que el personaje del Padre Brown se personó de inmediato, sin necesidad de que se lo permitiera una teoría narrativa previa. El Padre Brown tenía una misión urgente que cumplir: muchos criminales esperaban la salvación.

Marshall McLuhan: Chesterton fue un maestro del argumento en las cuestiones más confusas de nuestra era

Imagen de la cuenta oficial de Marshall McLuhan en Twitter.

Imagen de la cuenta ‘Marshall McLuhan’ -sobre comunicación- en Twitter.

Va siendo hora de volver a colocar en el Chestertonblog algún tipo de prólogo o estudio. En esta ocasión, hemos escogido un fragmento de Marshall McLuhan (Alberta, Canadá, 1911-1980), el autor de expresiones famosas –porque son reales- como la ‘aldea global’ o ‘el medio es el mensaje’. McLuhan se convirtió al catolicismo influido por los escritos de Chesterton, y escribió varias cosas sobre él, y algunas están recogidas en la selección que D.J. Conlon realizó para la Universidad de Oxford (G.K. Chesterton. A Half Century of Views. Oxford, 1987). En concreto, hemos seleccionado –y traducido, gracias a nuestro sensacional  y siempre amable colaborador Carlos D. Villamayor- el capítulo Dónde entra Chesterton (pp.75-77). Nuestra idea inicial fue publicarlo entero (aquí el texto completo en castellano y en inglés), pero como resultaba demasiado extenso, hemos eliminado una parte, en la que McLuhan considera que la parte poética y artística no es la mejor de Chesterton (la historia juzgará sus méritos y sus influencias literarias). La aportación de Chesterton estaría en otro sitio:

“Hoy en día, el público de Chesterton sigue siendo en gran parte el público que leyó sus libros tal como fueron publicados. Y para estos lectores, representa inevitablemente una variedad de actitudes y costumbres literarias que han empezado a ‘pasar de moda’ en una manera que impide a muchos lectores más jóvenes acercarse a él. De manera que, por ejemplo –incluso en universidades católicas- los libros de Chesterton no están frecuentemente en las listas de lectura, ni muchos estudiantes actuales leen más que ocasionalmente las historias del Padre Brown.

“La relevancia contemporánea de Chesterton es –específicamente- que su intuición metafísica del ser estuvo siempre al servicio de la búsqueda de un orden moral y político en el caos actual. Fue un tomista por connaturalidad con el ser, no por estudio de Santo Tomás. Y a diferencia de los neo-tomistas, su infalible sentido de la relevancia de la analogía del ser dirigió su mirada intelectual no a los escolásticos, sino al corazón del caos de nuestro tiempo.

“La enseñanza católica de la filosofía y las artes tiende a ser catequética. Busca precisamente esa pseudo-certeza cartesiana que oficialmente deplora, y se separa a sí misma de la vida compleja de la filosofía y las artes. Esto es sólo para decir que las universidades católicas son justamente como las no-católicas: reflejos de un mundo mecanizado. Por otro lado están los descubrimientos críticos genuinos, hechos por T. S. Eliot y F. R. Leavis, sobre cómo entrenar, simultáneamente, percepciones estéticas y morales en actos de conciencia y juicio unidos: estos grandes descubrimientos son ignorados por educadores católicos. Más bien en los patrones racionalistas y dialécticos de Buchanan y Adler se imaginan que existe algún residuo tomista en que se puede confiar.

“Ahí es donde entra Chesterton. Su infalible sentido de relevancia y de la ubicación del corazón del caos contemporáneo lo llevó siempre a atacar el problema de la moral y la psicología. Él estuvo siempre en el orden práctico. Es importante, pues, que se haga una antología de Chesterton de acuerdo a lo indicado por el Sr. Kenner: no una antología que preserve el sabor victoriano de su periodismo a través de citación extensa, sino una de fragmentos que le permitan al lector sentir la poderosa intrusión de Chesterton a todo tipo de cuestión moral y psicológica confusa de nuestro tiempo. Puesto que parece que él nunca llegó a posición alguna mediante dialéctica o doctrina, sino que disfrutó de un tipo de connaturalidad con toda clase de sensatez.

[…]

“En pocas palabras, Chesterton no fue un poeta. La superstición de que lo fue está basada en las connotaciones vagamente edificantes de ‘lo poético’, prevalecientes hasta hace poco. Fue un moralista metafísico. Por tanto, él no tenía dificultad en imaginar qué tipo de presiones psicológicas ocurrirían en la mente de un egipcio del siglo cuarto, o un miembro de clan de las Highlands escocesas, o un californiano moderno; o en meterse en la cabeza de estos y en ver con sus ojos en la manera que hace al Padre Brown único entre los detectives. Pero no estaba ocupado en representar su propia época en términos de tan variada experiencia, como típicamente lo está el artista. El artista nos ofrece no un sistema, sino un mundo. Un mundo interior es explorado y desarrollado y entonces proyectado como un objeto. Pero ese nunca fue el método de Chesterton. Todas mis puertas mentales abren hacia fuera, a un mundo que yo no he hecho [en ‘El asombro y el poste de madera’ de Los países de colores], dijo en una formulación básica. Y esta distinción debe permanecer siempre entre el artista ocupado en construir un mundo y el metafísico ocupado en contemplar un mundo. También debe liberar las mentes de aquellos que, de un sentido de lealtad al poder filosófico de Chesterton, se han sentido obligados a defender su retórica y sus versos también.

“Es hora de abandonar al Chesterton literario y periodístico al destino crítico que le espere de parte de evaluadores futuros. Es hora también de verlo libre de la acumulación accidental de gestos literarios efímeros. Esto significa verlo como un maestro de la percepción analógica y del argumento, que nunca erró al enfocar –con un alto grado de sabiduría moral- las cuestiones más confusas de nuestra era”.

Hilaire Belloc y el verdadero país de Chesterton

Hilaire Belloc

Hilaire Belloc

Antonio L. Guzmán, amable seguidor del Chestertonblog desde México nos envía –con un grande y sincero agradecimiento por nuestra parte- el Prólogo que la editorial Porrúa utilizó para la selección de ensayos de GK publicada en 1996 (pp.IX-XXXVI). Está escrito –nada más y nada menos- por Hilaire Belloc (1870-1953), uno de los mejores amigos y colaboradores de Chesterton durante toda su vida. Este extenso texto –no sabemos exactamente su origen- es de 1940, y una versión reducida fue publicada en la selección de Conlon (G.K. Chesterton. A Half Century of Views. Oxford, 1987, pp.39-45): ‘Sobre el lugar de GK Chesterton en las letras inglesas’.

Belloc y Chesterton eran grandes amigos, y el primero –de padre francés y madre inglesa- tuvo mucho que ver no sólo en la conversión al catolicismo del segundo, sino también en su formación histórica, pues Chesterton –como sabemos- no estudió en la Universidad: como el mismo Belloc dice en el texto, mejor que fuera así, porque se habría deformado indefectiblemente. Hilaire Belloc se casó con Elodie Hogan, con la que tuvo cinco hijos, pero pronto enviudó. Estas circunstancias, el fallecimiento de un hijo suyo en cada una de las dos guerras mundiales, unidas a su intenso trabajo y su actividad política y social a favor del distributismo –el sistema social que defendía junto al propio Chesterton-, hicieron de él un carácter más bien triste y reservado. Es conocido por sus libros de historia (Las cruzadas, El Estado servil), por su defensa del Cristianismo (“La fe es Europa y Europa es la fe”) y sobre todo, por su amistad con Chesterton. A pesar de pertenecer a una religión minoritaria, Belloc –como GK- fue muy reconocido en la Inglaterra de su tiempo, por sus obras y su implicación política en pro una Inglaterra mejor.

El texto que nos ocupa hace honor a su título: es realmente la reflexión de Belloc sobre el lugar que ocupará Chesterton en las letras inglesas. Pero empieza con una serie de características de GK, que recuerdan un tanto los perfiles que señaló Borges y hemos comentado en una entrada del blog: patriota inglés, precisión en el pensamiento, capacidad para la comparación, capacidad para el análisis histórico y sobre todo literario, su caridad, su aceptación de la fe cristiana, entendida no sólo como la culminación de sus creencias, sino el centro que vivifica toda su filosofía. Haremos varias entradas sobre estos aspectos.

Es un texto que un experto en Chesterton debe conocer, por venir de quien viene y por captar extraordinariamente bien el carácter de la obra intelectual y humana de Chesterton. Hoy nos vamos a quedar con la misma preocupación que expresa Belloc: el lugar de GK en el mundo intelectual: en el Chestertonblog también nos hemos planteado dónde estará Chesterton al cabo de los siglos –véase algunos perfiles-. Para eso, hemos de comenzar con el sentido de la actividad intelectual de GK: “Un efecto de la precisión de pensamiento única y excepcional de Chesterton es la satisfacción peculiar que sus escritos ofrecen a los hombre de hábito o instinto filosófico. Uso la palabra filosófico para significar la búsqueda de la verdad con la esperanza razonable de encontrarla, no la despreciable irresolución de opiniones” (p.XVIII). Con estas palabras, Belloc reconoce la postmodernidad intelectual pre-existente en su tiempo.

Para Belloc, uno de los aspectos más importantes de Chesterton está relacionado con su capacidad de análisis de la literatura inglesa: “Su influencia en la explicación a ingleses de la literatura inglesa fue grande, aunque constantemente frustrada. Fue en ello maestro que debió haber conducido, pero a quien no se le permitió conducir. De cualquier manera, fue maestro al que se escuchó más que si hubiera empleado la misma energía y adquirido el mismo conocimiento en historia. En eso veo su principal ventaja y desventaja para la adquisición de fama futura permanente” (p.XXVI). Nuevamente encontramos la ambivalencia de la obra de Chesterton: fue y no fue un montón de cosas: maestro sin cargo de tal, por los méritos de sus aportaciones, pero tan abierto a tantos temas que constituye una posición de desventaja. Casi al final del texto, Belloc considera que lo que sea de Chesterton no dependerá de él, sino de su país: “su país puede estar declinando y ser incapaz de aprender la gran lección” (p.XXXIV).

En este punto, me pregunto acerca del verdadero país de Chesterton. Por supuesto, Inglaterra; pero GK pertenece también a otro país, a otra tierra: es la tierra y el hogar del hombre corriente, porque Chesterton “defendió al hombre del pueblo y su libertad; en consecuencia defendió la institución de la propiedad […] Apreció por supuesto –como debiera hacerlo todo el mundo-, la inmensa dificultad que representa para el restablecimiento de la sociedad un medio social como el nuestro: proletario, limitado cada vez más por una plutocracia cada vez más reducida. Chesterton entendió que el arma que debía emplearse contra esa situación mortal era una influencia continua sobre el individuo, mediante la ilustración y el ejemplo. […] Pero un fin temporal de esa naturaleza –como todos los fines externos mundanos- debe tener su raíz en un espíritu interior. Sólo una filosofía puede producir la acción política, y una filosofía sólo es vital cuando es el alma de una religión” (pp.X-XI).

No podemos saber qué harán los ingleses con Chesterton, pero ya sabemos que son muchos quienes encuentran en él ese hálito vital que insufla alegría y sensatez, capacidad de razonar y de amar: Chesterton siempre contará con el apoyo de hombres y mujeres corrientes de todas partes del mundo, que lo sostendrán en el lugar que merece.

Leyeron a Chesterton y…

En los ásperos años 60 del siglo pasado, una pareja de novios, casi a diario, se dan cita en un bar. Granada eterna y sus bares. Bar pobre, escaso y no exento de romanticismo. Iluminado por una ‘cegatona’ luz de bombilla OSRAM: inversión, por metátesis, de un avergonzado apellido Ramos. Contra el frío serrano, se pelea un antiguo y singular chubesqui. La barra está servida por un cetrino mozo de los Montes Orientales. La concurrencia del local la forma un conjunto de paisanos de poca y de mucha  monta. Las bebidas se acompañan de parcas tapas. Tapas de ‘peleilla’.

Tablereo Parchis antiguo

La pareja charla y charla. Mientras, el tiempo corre a galope tendido. Los estudios y las salidas profesionales. Asuntos de interés que discurren en la abstracción del lenguaje con todo su vivo significado. Junto a ellos, los novios admiran, una tarde y otra más, la presencia de un bien avenido matrimonio que parece cimentar su concordia marital en interminables e infinitas partidas de parchís, jugadas sobre una no siempre vista y elegante mesa con tablero de formica.

Los enamorados y su raro carácter universitario contrastan con las personas que pululan por el local. Raros que hablan de cosas raras: periodo magdaleniense, capturas fluviales, hexámetro latino, cánones estéticos del siglo de Pericles, Appendix Probi de la monja Egeria, pensamiento de Bossuet, etc.

No obstante, es época de –en palabras de Simon-Garfunkel- ‘aguas turbulentas’. La confusión anima en nuestros estudiantes, conversaciones de itinerantes que los llevan de Pompeya a Nôtre Dame de Paris, de Ortega a Althuser, de Scaligero a Chomsky, de Papini a Camus… Por caminos tortuosos, plagados de obstáculos, que se unen al impulso propio de los jóvenes –potros que van sin freno-. Y se hacen imprescindibles ciertas cautelas, porque en ocasiones la búsqueda carece de meta. Así, porque la Providencia quiere, estos émulos de ‘Los novios’ manzonianos, encuentran los textos de un señor gordo y alto. Mejor, enorme… e inglés. Además, su nombre tiene sabor a cigarrillo: tabaco rubio de Virginia o, al menos de Inglaterra. Su nombre, Gilbert K. CHESTERTON. (Se cuenta la anécdota de alguien que llegó a un estanco pidiendo un paquete de cigarrillos “Chesterton”).

La obra de Chesterton se abre a los ojos enamorados de la enamorada pareja. Chesterton, poco a poco, como un roedor impenitente, va penetrando en las mentes y los corazones de sus nuevos lectores. Las charlas, conversaciones y discusiones en torno a un personaje, una situación, una paradoja, un  pensamiento o una forma de decir, suplen a otros temas de conversación. El vecino matrimonio sigue amándose en su sempiterno juego de parchís a dobles fichas.  A los jóvenes les interesa lo que se publica de GKC. Por aquel entonces y por lo general, se dan al mercado pocas y mal traducidas obras de Chesterton, con la excepción de algunas, como por ejemplo las del filólogo mejicano Alfonso Reyes.

Si hoy puede sorprender que se lea la obra de Chesterton, en aquella época, cuyo ambiente editorial no la favorecía precisamente, y era impensable llegar al punto de humor, amor y fe que asoma en cualquier esquina de sus páginas. Al leer a GKC, unos lectores lo acogen como un escritor cómico, otros como un elegante inglés acostumbrado a ser educado, refinado y diletante en lo tocante a literatura y arte e, incluso, con algún resabio del antiguo spleen romántico. Todas son, para nuestros jóvenes, interpretaciones erradas, equívocas. Desde sus primeros contactos con la obra de Chesterton, aprecian la fuerza y el  impulso ascendente de su mensaje. Captan como se produce en la pluma de Chesterton, la armónica reunión del mundo real, el campo del ensueño y la serena y pacífica lucha por la verdad. De modo que, tras cerrar las tapas de sus libros, nuestros lectores, embelesados, apoyan la cara en las manos y reflexionan en las palabras de salvación de su autor.

En aquellas fechas hubo editoriales que, a pesar de las malas traducciones, introdujeron en colecciones económicas la literatura que en el mundo se escribía: C. Gheorghiu, S. Hamsum, M. Van der Meer, P. Loti, G. Greene, T. Mann, W. Saroyan, R. Tagore, W. Faulkner… G. Bernanos… y Chesterton. Las ediciones de las obras de GKC se repetían en torno a varios títulos: El hombre que fue jueves, Ortodoxia, El hombre que sabía demasiado, Las paradojas de Mr. Pond y El candor del P. Brown. El resto de la obra de Chesterton era menos accesible. Se hacía difícil, por ejemplo, conseguir un libro de La taberna errante, El hombre eterno, etc.

La pareja de novios seguía en el bar, donde seguía jugando al parchís el matrimonio bien avenido, y me contaron que cuando había algún asunto arduo o de costosa inteligencia, acudían bien a Ortodoxia o a El hombre que fue jueves. Posteriormente, tuve la satisfacción de conocer que en estadísticas de librerías daban a El hombre que fue jueves fue una de las novelas más leídas y, además, por el público joven. Aquello me pareció una aventura equinoccial, pero hacia la felicidad y no hacia la barbarie y la locura, como la del pobre Lope de Aguirre.

Chesterton nos desafía con ‘Las dos clases de paradojas’

Recogemos hoy un texto de Chesterton publicado en el Ilustrated London News el 11.3.1911 -no recogido en ninguna recopilación, que sepamos- e incluido en el tomo XXIX de las obras completas editadas por Ignatius Press, pp-51-54. Ha sido traducido por nuestro colaborador habitual Carlos Villamayor y puede encontrarse en su versión bilingüe aquí.

Chesterton pone como ejemplo de poema absurdo 'El Dong de la nariz luminosa', de Edward Lear. Ilustración de Leslie Brook en Etsy.com

Chesterton pone como ejemplo de poema absurdo ‘El Dong de la nariz luminosa’, de Edward Lear. Ilustración de Leslie Brook en Etsy.com

Este texto tiene una primera parte divertida -y a la vez, muy inteligente, como es habitual en Chesterton- en la que establece las condiciones intelectuales para la segunda, en la que nuevamente encontramos a ese filósofo que le importa la vida más que los juegos de palabras, aunque los hay desde el principio (lo que nos ha obligado a colocar algunas notas para entender mejor lo que GK quiere nos quiere decir). Como analizaremos más adelante, también le importa más la vida que el ‘vitalismo’:

Nada necesita mayor atención que nuestra selección de disparates o sinsentidos. El sentido es como la luz del día o el aire, y puede llegar de cualquier lado y en cualquier cantidad. Pero el sinsentido, el disparate, es un arte.[1]
Como arte, pocas veces tiene éxito, y a la vez, cuando es exitoso, es totalmente simple. Como arte, depende de la palabra más pequeña, y cualquier error de imprenta puede arruinarlo. Y -como arte- cuando no está al servicio del cielo está casi siempre al servicio del infierno.
Innumerables imitadores de Lewis Carroll o de Edward Lear han tratado de escribir disparates y han fallado; volviendo, uno espera, a escribir sensatez. Pero ciertamente, como el gran Gilbert[2] dijo, donde sea que ha habido disparate éste ha sido disparate precioso. ‘Les Précieuses Ridicules [una sátira de Moliere] puede quizá ser traducido en dos maneras. Nadie duda que los artistas serios son absurdos, pero también puede ser dicho que la absurdidad es siempre un arte serio.

He sufrido tanto como cualquier otro el insulto público del error de imprenta:
He visto mi amor por los libros [books] descrito como amor por las botas [boots].
He visto la palabra ‘cósmico’ invariablemente impresa ‘cómico’ y he pensado que ambas cosas son lo mismo.
Sobre Nacionalistas y Racionalistas he llegado a la conclusión de que ninguna escritura o mecanografía humanas puede distinguirlos, y ahora plácidamente permito que sean intercambiados, aunque lo primero representa todo lo que amo y lo segundo todo lo que aborrezco.
Pero hay un tipo de error de impresión que aun encuentro difícil de perdonar. No podría perdonar un error al imprimir ‘Jabberwock’ [de Lewis Carrol].[3]
Insisto en el absoluto carácter literal en ese realmente fino poema de Lear, ‘El Dong de la nariz luminosa’.
Arruinar estas palabras nuevas y disparatadas sería como dispararle a un gran músico que improvisa en el piano. Los sonidos podrían nunca ser recuperados de nuevo:
‘Y estaba hundido en sus ufosos pensamientos’ [en ‘Jabberwocky’, de Carroll]. Si el impresor hubiera impreso ‘afosos’ dudo que la primera edición se hubiera vendido.
‘Sobre la gran llanura grombooliana’ [en ‘El Dong de la nariz luminosa’, de Lear]. Supongamos que hubiera visto impreso ‘gromhooliana’. Quizá nunca hubiera sabido, como lo sé ahora, que Edward Lear fue un hombre aún más grande que Lewis Carroll.

El primer principio, entonces, puede ser considerado claro: que los errores sean cometidos en libros ordinarios –es decir, en trabajos científicos, biografías, libros de historia, etcétera. No seamos duros con errores de imprenta cuando ocurren meramente en horarios, en los atlas o los libros de ciencia. En trabajos como los del profesor Haeckel, por ejemplo, a veces es bastante difícil descubrir cuáles son los errores de impresión y cuáles son las afirmaciones intencionales.
Pero en cualquier cosa artística, cualquier cosa que declaradamente va más allá de la razón, ahí debemos exigir la exactitud del arte. Si algo no es manifiestamente posible, la segunda mejor opción es que sea bello. Si algo es absurdo, debe de ser perfectamente absurdo.

Esto que se aplica al límite absurdo de las palabras –como en Lear y Carroll- también aplica al límite absurdo de los pensamientos, como en Oscar Wilde o Bernard Shaw. También ahí la dificultad no es encontrar disparates, sino algún disparate precioso.
Muchos acusan al Sr. Shaw y a otros de decir, simplemente, cualquier cosa que sea contraria a la opinión actual.
Pero si estos críticos han detectado ese esquema de éxito, ¿por qué no beneficiarse simplemente de él? Si han encontrado la clave, que la usen. Si se saben el truco, que lo hagan. Si un hombre puede alcanzar prominencia y prosperidad simplemente por decir que el sol brilla de noche y las estrellas de día, que todo hombre tiene cuatro piernas y todo caballo dos, seguramente el camino al éxito está abierto, pues debe haber muchas cosas como esas por decir.
La verdad es que, aunque todos podemos regodearnos en cosas comunes –algo muy sano, como un baño de barro-, debemos tener cuidado en nuestra selección de paradojas. En esto, por una vez, el gusto es realmente importante.

Pues hay dos tipos de paradojas. No es que sean tanto las buenas y las malas, ni siquiera las ciertas y las falsas.
Son más bien las fecundas y las estériles; las paradojas que producen vida y las paradojas que simplemente anuncian la muerte.
Casi todas las paradojas modernas meramente anuncian la muerte. En todos lados veo entre jóvenes que han imitado al Sr. Shaw una extraña tendencia a pronunciar refranes que niegan la posibilidad de fomentar la vida y el pensamiento. Una paradoja puede ser algo inusual, amenazante, incluso feo como un rinoceronte. Pero, como un rinoceronte vivo debe de producir más rinocerontes, así una paradoja viva debe producir más paradojas.
El disparate debe ser sugerente, pero hoy en día es abortivo. Los nuevos refranes ni siquiera son señalizaciones fantásticas a lo largo del camino salvaje: son placas colocadas en un muro de ladrillo al final de un callejón sin salida. En todo lo que concierne al pensamiento gritan a los hombres: ‘no piensen más’, como aquella voz que dijo a Macbeth ‘no duermas más’. Estos retóricos nunca hablan, excepto para llegar a la clausura. Incluso cuando son realmente ingeniosos, como en el caso del Sr. Shaw, comúnmente cometen el único crimen que no puede ser perdonado entre los hombres libres: dicen la última palabra.

Voy a dar algunos ejemplos que se encuentran ante mí. Veo en mi mesa un libro de aforismos por un joven escritor socialista, el Sr. Holbrook Jackson, se llama Perogrulladas en preparación,[4] y curiosamente ilustra la diferencia entre la paradoja que origina el pensamiento y la paradoja que previene el pensamiento. Por supuesto, el escritor ha leído demasiado Nietzsche y Shaw, y muy poco de pensadores menos vacilantes y más cautivantes. Pero dice muchas cosas realmente buenas por sí mismo, y éstas ilustran perfectamente lo que quiero decir sobre los disparates sugerentes y los destructivos.

Así, pues, en un lado, el Sr. Jackson dice ‘Soporta con gusto a los tontos, puede que estén en lo correcto’. Eso me parece bueno, y me refiero especialmente a que me parece fecundo y libre. Se puede hacer algo con la idea, abre una avenida: uno puede ir entre sus familiares y conocidos en busca del fuego de una infalibilidad oculta; se puede imaginar que ve la estrella de la juventud inmortal en la mirada un tanto vacía del tío George; se puede seguir vagamente algún ritmo profundo de la naturaleza en las repeticiones sin fin con las cuales la señorita Bootle cuenta una historia; y –en los gruñidos y jadeos del anciano de al lado- se puede escuchar, por así decirlo, el clamor de un dios ahogado.
Nunca puede reducir nuestras mentes, nunca puede detener nuestra vida, suponer que un tonto en particular no es tan tonto como se ve. Todo debe ser para el incremento de la caridad, y la caridad es la imaginación del corazón.

Paso la página y me encuentro con lo que llamo paradoja estéril. Bajo el encabezado de ‘Consejos’, el Sr. Jackson escribe: ‘No pienses, haz’. Esto es exactamente como decir ‘No comas, digiere’.
Toda acción que no es mecánica o accidental involucra al pensamiento, sólo que el mundo moderno parece haber olvidado que puede haber tal cosa como un pensamiento decisivo y dramático. Todo lo que proviene de la voluntad debe pasar por la mente, aunque pase rápidamente. El único tipo de cosas que el hombre fuerte puede ‘hacer’ sin pensar sería algo como caerse sobre un felpudo. Esto no es siquiera hacer saltar a la mente, es simplemente hacerla parar.

Tomo otro par de casos al azar: ‘El objeto de la vida es la vida’. Eso me parece en última instancia cierto, siempre suponiendo que el autor es lo suficientemente generoso como para incluir la vida eterna. Pero incluso si es un disparate, es un disparate atento.

En otra página leo: ‘La verdad es la concepción que cada uno tiene de las cosas’. Esto es un disparate descuidado. Un hombre jamás tendría alguna concepción de las cosas a menos que hubiera pensado que son cosas y que hay alguna verdad sobre ellas. Aquí tenemos el disparate negro, como la magia negra, que apaga el cerebro. ‘Una mentira es aquello que no crees’. Eso es una mentira, así que quizá el Sr. Jackson no lo cree.  

[1] Chesterton juega continuamente con las palabras ‘sense’ y ‘nonsense’, por lo que el juego de palabras se pierde bastante en español.
[2] W.S. Gilbert, escritor y libretista, compañero de A. Sullivan, y autor de las ‘Bad Ballads’ que tanto citó Chesterton.
[3]‘Jabberwock’ es un personaje de ‘Jabberwocky’, un poema absurdo de L. Carroll. En su tiempo debió ser tan conocido que GK no cita el autor, a diferencia de ‘El Dong de la nariz luminosa’. Para hacerse una idea más cabal de lo que está hablando Chesterton vamos a reproducir una estrofa del poema de  Carrol:
«Asardecía y las pegájiles tovas
giraban y scopaban en las humeturas;
misébiles estaban las lorogolobas,
superrugían las memes cerduras».
[4] En inglés, ‘Platitudes in the Making’.GK escribió a mano sus respuestas a Jackson en su ejemplar, y esta copia fue posteriormente publicada por Ignatius Press como Platitudes Undone.

¿Chesterton en Harvard? Si, aplicado a la teoría de las organizaciones

Vivimos en un mundo de organizaciones. A GK no le preocupaba tanto la presencia de las organizaciones en nuestra sociedad como el hecho de estar vinculadas a los ‘acumuladores de poder y de dinero’: políticos y capitalistas. Uno de los más importantes sociólogos, Max Weber (1864-1920) definió su presencia entre nosotros como la ‘jaula de hierro’, y es cierto que ya no podemos vivir sin ellas, para bien y para mal.

Las organizaciones están jerárquicamente establecidas, pero sociólogos como Peter Blau (1918-2002) advirtieron el papel tan importante que juegan las relaciones sociales informales en su seno, pues constituyen una especie de lubricante que permite su funcionamiento –que nunca será perfecto- más allá de objetivos y reglas formalmente establecidos. Autores como Geert Hofstede (1928-) estudió distintos criterios y formas de hacer las cosas en las diferentes culturas empresariales, o incluso en los países y grandes entornos de civilización.

Como la importancia de las organizaciones sigue creciendo, los expertos profundizan más y más. Hoy traemos al Chestertonblog la conferencia impartida en Harvard por Tomás Baviera, vicepresidente del Institute for Ethics in Comunications and Organizations, IECO, y colaborador nuestro.

Su intervención trata sobre ‘La lógica del don en las organizaciones’, en el contexto de un seminario internacional llevado a cabo en la Universidad de Harvard sobre ‘Motivación y confianza en las organizaciones’. Como puede verse, las cuestiones de las relaciones humanas son cada vez más importantes. ¿Cómo establecer fundamentos humanistas en ellas, en lugar de los habituales criterios de eficacia y rentabilidad que dominan los ‘recursos’ humanos?

Tomás Baviera reflexiona sobre algunos de estos principios humanistas en su discurso: lo oiremos hablar de Aristóteles y de Michael Sandel, pero también de Óscar Wilde, Miguel Hernández o Dostoievski. Y por supuesto, de Chesterton. Hablará de la benevolencia y la reciprocidad, hablará de la belleza y el bien, del don y la generosidad, y por tanto del hecho de reconocer lo que recibimos: aquí entra GK, del que oiremos hablar a partir del minuto 7 de la grabación. Si John Henry Newman (1801-1890) acuñó la expresión ‘Gramática del asentimiento’ como título de uno de sus libros, Chesterton propuso aplicarlo a San Francisco de Asís , de esta manera:

Con este espíritu acabado y pleno debemos volvernos a san Francisco: con espíritu de ac­ción de gracias por cuanto hizo. Por encima de todo el Santo fue un donador y buscó sobre todo el me­jor don que llamamos dar las gracias. Si otro hombre grande escribió una Gramática del asentimiento, de san Francisco bien se podría decir que suya fue la gramá­tica de la aceptación, la gramática de la gratitud. San Francisco entendió hasta su profundidad más inson­dable la teoría de la acción de gracias, cuya hondura es un abismo sin fondo (Capítulo 10 de la biografía San Francisco de Asís, párrafo 09).

Sto Tomás de Aquino de Chesterton: un ‘aperitivo’ de la edad Media.

Portada de Santo Tomás de Aquino, de Chesterton (Homo Legens)

Portada de Santo Tomás de Aquino, de Chesterton (Homo Legens)

“Sepa el lector que no se enfrenta aquí con un libro de filosofía técnica, si por tal cosa se entiende un tratado académico preocupado por el matiz riguroso y la documentación refinada. Este Santo Tomás de Aquino es un ensayo que contiene, en su fondo, mucho trabajo de preparación y que no desdice, ni mucho menos, de los estudios científicos. Sin embargo, como suele suceder con Chesterton, su pretensión no es más que la de pintar un cuadro para que el lector -cualquier lector culto- pueda hacerse cargo del sabor de la empresa intelectual (es decir, universal) del filósofo y teólogo al que sus compañeros de estudios zaherían con el mote de Buey mudo”.

Así finaliza el prólogo que acabamos de recibir en el Chestertonblog –y añadir a la sección de estudios en español-. Se trata de la edición de Homo Legens de 2009, traducida por María Luisa Balseiro Fernández- Campoamor, con prólogo y notas de José J. Escandell. Se diría que estas palabras producen un verdadero efecto aperitivo, hasta el punto que será la lectura del Club Chesterton de Granada durante los próximos meses, para preparar nuestra propia edición anotada –tal como ahora hacemos con Esbozo de Sensatez-.

El realismo filosófico y la falta de rigor en el pensamiento –dos de las principales carencias de nuestro tiempo- pueden ser desarrolladas con la ayuda de esta obra. Ya dedicamos una entrada al origen del libro en el blog y ahora damos un paso más. Como dice el prologuista, “Chesterton concibe este Santo Tomás de Aquino como un libro en conexión con su San Francisco de Asís. Se trata de personajes casi contemporáneos que navegan con el mismo rumbo pero en naves completamente diferentes. Aunque solo sea por el aspecto físico: uno es un italiano flacucho y menudo, y el otro es un italiano gordo y enorme. Pero es que son dos avatares de lo mismo”.

Y es que “Para Chesterton, la Edad Media tiene unas características irrepetibles y envidiables en numerosos aspectos. […] ¿Acaso es imposible encontrar en el pasado valores que echamos en falta en el presente? Y si tal cosa sucede, ¿no se deben convertir esos tiempos pasados, en ese simple y concreto punto, en objeto de deseo? Lo contrario, sin duda, es puro engreimiento. Es de esas ideas que a Chesterton más ganas le daban de contender, que lo moderno es, por definición, mejor que lo pasado. ¿Por qué el ser más jóvenes nos convierte en mejores?”

Escandell acierta en su diagnóstico sobre el tiempo presente, pues “nos enfrentamos a una abierta pretensión de reescritura del pasado que se propone, en realidad, hacer del pasado algo odioso y negativo, porque es solo el presente lo que el hombre debe aceptar. La ceguera histórica de hace unos años, quizás ingenua en ocasiones, ha derivado en abierta guerra y decidida mutilación y mentira. ¿Qué tiene que ver la Grecia de las películas actuales con la Grecia auténtica? Chesterton es maestro en la resistencia al nuevo orden mundial, al pensamiento socialmente correcto, a la mentira progresista (sea de derechas o de izquierdas, sea política, cultural o religiosa). Y este Santo Tomás de Aquino es, en relación con nuestra culpable ceguera histórica, un maravilloso punto de resistencia”.

Sabemos que Chesterton leyó a Santo Tomás  toda su vida, y que fue una de sus influencias más importantes. Si pretendemos pensar como Chesterton lo hizo, tendremos que recurrir necesariamente a esta obra, máxime cuando sabemos que ha sido considerada por autores como Gilson o Maritain, una de las mejores obras sobre el Aquinate.

“Chesterton es un enamorado de lo natural, en la más rotunda convicción de que la religión verdadera no puede sino confirmar lo bueno del mundo y convertido en algo aún más bueno. Esta es una estupenda razón para leer a Chesterton, en cuyas páginas el lector atento encuentra un pensamiento fresco y limpio que desmonta radicalmente las caricaturas a las que nos van acostumbrando los voceros culturales de hoy. Rescata para nuestra mirada tantas cosas buenas del mundo. La lectura de este libro no deja indiferente.”