El Padre Ricardo Aldana, SdJ. a petición nuestra y gustosamente, nos ha remitido este artículo suyo, publicado en la revista «Toletana, cuestiones de teología e historia», nº 30,2014. Nuestro mas sincero agradecimiento.
El artículo está relacionado con el contenido de la charla que el Padre Aldana nos regaló a los miembros del Club Chesterton de Granada, el pasado 22 de Septiembre sobre la influencia del Cardenal Newman en Chesterton.
Ian Ker, G. K. Chesterton. A Biography. Oxford University Press 2011, 747 páginas, formato mayor.
Conocido sobre todo por sus estudios sobre John Henry Newman, de quien ha escrito la biografía más autorizada que existe, profesor de Teología en la Universidad de Oxford, Ian Ker ha publicado esta biografía de Gilbert Keith Chesterton, monumental como la de Newman, partiendo de una intuición de base: el verdadero heredero de Newman en el pensamiento católico inglés es Chesterton.
La obra sigue el método de unir un conocimiento detallado de los libros de Chesterton con la recolección de todos los elementos posibles: cartas, noticias de periódicos, testimonios recogidos en las precedentes biografías. Se puede decir que no falta nada a este trabajo, que todo ha sido tenido en cuenta y de todo se da cuenta. Además, el autor escribe con una notable empatía con su personaje estudiado, de modo que el buen humor de Chesterton brota inagotable de cada página. En comparación con otras biografías del popularísimo escritor inglés, sin prejuzgar los méritos de cada una, tenemos ahora una más completa que otras en cuanto a los datos biográficos y más detallada en cuanto a la exposición de las ideas. No se puede sino recomendar vivamente.
Naturalmente el orden de la exposición es cronológico. En él los acontecimientos son los hechos tanto como los libros. Los primeros son tratados rigurosamente, sobre todo cuando ha habido polémica en torno a ellos. En algunos casos en los que la información es mucha se da cuenta hasta de las menores circunstancias, como cuando se trata del sospechoso testimonio, no exento de resentimiento, de Ada Jones, Mrs. Cecil Chesterton, o de los dos viajes a Estados Unidos. Los libros, como ya decíamos, son expuestos con más o menos detalle según la importancia de cada uno.
Es especialmente delicada y brillante es la descripción del matrimonio de Chesterton con Frances Blogg. Ker consigue hacerla siempre presente, como de hecho estuvo siempre presente en el trabajo de su marido. El misterio de la fecundidad cristiana de este matrimonio sin hijos se hace patente. Cada uno en su papel, pues nada habría sido para Frances más ridículo que querer ser una colega de su famoso marido, viven un amor mutuo desbordante hacia la tarea del gran escritor, que se debe al trabajo de él y al amor de ella.
Excelente es también la exposición cuando se refiere a la crítica literaria de Chesterton. Ker mismo es un experto en literatura inglesa, de modo que los trabajos sobre Dickens o Browning o Stevenson son expuestos con especial justeza, dejando ver el diálogo misterioso que atraviesa los tiempos entre los grandes autores y los buenos lectores. En cambio, no se tiene tanto en cuenta en la biografía la preferencia del biografiado por las novelas policiacas, que no deja de ser un rasgo distintivo e importante en la forma total de su pensamiento.
En fin, sería necesario hablar del contenido de cada capítulo. Pero renunciamos a hacerlo para detenernos sólo en alguno de estos rasgos sobresalientes, y no tanto dando cuenta de lo que Ker escribe sobre ellos, sino intentando acoger la invitación a preguntarnos por el secreto de la fecundidad del pensamiento de Chesterton.
Respecto del carácter de heredero de Newman, Ker lo reconoce primero en los hechos, además de que ambos escriben desde la fe y al servicio de la fe: ambos han escrito novela y, sin ser grandes poetas, tienen poesía por momentos grandiosa. Los dos han brillado especialmente como polemistas de ironía irresistible en su defensa del catolicismo. En cuanto a las ideas, se hace ver que Chesterton conocía extensamente los escritos de Newman. Escribió sobre él en su libro The Victorian Age in Literature, pero, además de esto, piensa con él muchas veces. Se puede decir que Chesterton parte de las conquistas teológicas de Newman, especialmente de la valoración de la Iglesia de Inglaterra como, en el fondo, ineludiblemente protestante a pesar de los esfuerzos de los anglo-católicos. Seguramente el anglocatolicismo no ejerció nunca una atracción sobre Chesterton porque Newman había padecido ya por ambos –y por muchos otros- la dificultad interna de su existencia y el discernimiento doloroso, de modo que el acercamiento a la fe cristiana de Chesterton fue siempre un acercamiento al catolicismo, si bien su entrada a la Iglesia se hizo esperar. Desde luego, la continuidad entre Newman y Chesterton no está en los temas tratados por ambos, sino más bien en el espíritu católico que ejerció todos sus derechos en los dos. Quizás por eso parece que la relación entre ambos se difumina un poco a lo largo del libro de Ker, a veces del todo, especialmente cuando la exposición es tan detallada y prolija que difícilmente se conserva la visión más total. Esto dicho no como crítica, sino como indicación de un campo de investigación de grandes dimensiones que se abre al comparar a los dos autores.
¿No hay un modo similar en la consideración de la historia? Son análogas, nos parece, la visión sobre Grecia y Roma, sobre las herejías, sobre la historia de la Iglesia, sobre Europa unida y dividida. ¿No hay una posición semejante respecto del romanticismo? El aprecio de Newman por las novelas románticas inglesas guarda cierta semejanza con el de Chesterton por la obra de arte cercana a la gente común. El enjuto clérigo y el enorme periodista, coinciden especialmente como autores respectivos de las Lectures on the Present Position of Catholics in England y la Apologia pro vita sua, por un lado, y Orthodoxy, por otro, pero, de nuevo, no en la semejanza de los argumentos tratados ni en el estilo literario, sino por el talante y la visión católica. En el fondo y aunque a primera vista no es tan visible, lo que acerca tanto entre sí a Newman y a Chesterton nos parece que es la intención común de ambos autores geniales de servir a la fe de los sencillos, como máximo honor posible, y la forma del pensamiento que se basa en la sorpresa inicial insuperable (“la vida es más grande que el pensamiento”, dice Newman, “lo más extraordinario es lo natural”, escribe Chesterton), conservada en el gusto por la imagen concreta, llena de verdad infinita, ya en la poesía, mucho más en el Evangelio y en toda la Escritura. Se diría que éste rasgo de la tradición cristiana de Inglaterra revive en ambos, junto con el amor por la herencia de Grecia y Roma dentro de ese amor católico que se interesa en todo desde Jesucristo.
Otro rasgo notable de esta biografía es el de permanecer en todo momento en la originalidad de Chesterton sin enrolarlo en ningún movimiento cultural que le fuera ajeno. La evidencia de su genial originalidad, se nos permita la redundancia, es para Ker incontestable desde el panorama de las letras inglesas que conoce perfectamente. Chesterton dialoga con sencillez extraordinaria y con gran competencia con todo tipo de autores ingleses, de Chaucer a Conan Doyle pasando por todos los grandes, con teólogos y con santos, con el mito y con la filosofía, con el arte vanguardista y con el arte antiguo. Pero en este diálogo Chesterton es tan receptivo como personal en la respuesta. Es inclasificable. Es amigo de Bellocq, pero su pensamiento y actitud no tienen el sello de lo reaccionario. Proviene de la cultura de su tiempo, pero no es ni victoriano ni antivictoriano, no es americanista ni antiamericanista, es muy británico y muy crítico de Inglaterra, no es un académico pero no tiene nada contra el mundo académico. Si no hay ciencia de lo particular, como dice Aristóteles, menos aun hay categoría ya hecha para el gran pensador. Nos atreveríamos a decir que, a pesar de toda su polémica con Bernard Shaw, Chesterton comprende mejor que nadie en el catolicismo las objeciones de Nietzsche al cristianismo, y por eso sabe exactamente por qué teniendo tantas razones finalmente no tiene razón. También Chesterton está solo y también él ve caer el mundo occidental por la disolución de sus tradiciones en el nihilismo. También ve el terror de la ausencia de Dios y lo que significa. Pero le diferencia de Nietzsche sobre todo el acto de fe por el que cree que Dios mismo ha padecido la ausencia de Dios, o sea, que Dios mismo ha muerto y entonces la resurrección ha llegado a ser la última palabra. Por eso, en lugar de la tensa espera de los nuevos valores que darán sentido a la vida del hombre, Chesterton puede escuchar la primera risa del Creador al jugar con su criatura y saber que el juego, atravesando por la aventura de este mundo, continuará por siempre en el tiempo y en la eternidad.
La idea chestertoniana más destacada por Ker es la que se refiere a la visión cristiana del mundo el cristianismo como una doctrina sobre los límites, a diferencia de las religiones y filosofías del infinito. El infinito es el enemigo más poderoso del cristianismo, porque sólo los límites permiten conocer al Dios verdaderamente infinito. Nos encontramos en lo que la metafísica denomina diferencia ontológica. En efecto, Chesterton dice en su Autobiografía que él mismo reconoció sólo tardíamente que su visión del mundo se correspondía con la metafísica del ser de Santo Tomás de Aquino. En Chesterton esta idea tiene un origen explícitamente cristológico, lo cual se podría encontrar resumida en estas palabras: «Para los cristianos Dios no está obligado y limitado a tener que ser meramente todo; Él tiene también la libertad de ser algo [por la encarnación]» (p. 426, citando The Uses of Diversity).
De esta forma de la analogía del ser surge toda la vitalidad del pensamiento de Chesterton, porque establece el centro desde el que puede referirse a tantos argumentos, todos ellos tratados como el periodista que por definición no es un especialista en nada, como decía él mismo (“Señora, yo soy un periodista, o sea, no sé nada”). La fuerza de su pensamiento está en la libertad con la que puede seguir la evidencia del ser como sorpresa que sólo puede suscitar agradecimiento, por encima y más allá de todo el mal humor puritano, que no acepta que el Bien conviva con los pecadores. Se podría decir que Chesterton en todo momento ve la realidad desde su origen y, por tanto, según su idealidad garantizada por el Creador. Esta capacidad se puede denominar «sacramentalidad natural», como él mismo se expresa, es decir, la condición real de las cosas como manifestación de misterios que ellas mismas no son pero que sólo con ellas se nos dan. Éste es el ámbito fontal de su pensamiento, en donde coinciden 1. la palabra agradecida al Origen («mi primitiva religión de la gratitud», como primera fase de su camino hacia la fe cristiana), las más de las veces expresada simplemente como buen humor, 2. la contemplación atenta de las más diversas cosas bajo esa luz poderosa («no hay cosas aburridas, sólo hay hombres aburridos»; «lo importante no es ser un buen poeta sino ser poeta») y 3. la comunicación con los hombres («soy periodista hasta cuando escribo novelas, por eso soy un mal novelista»).
Pero la unidad de estos elementos se conserva gracias a otro: la imagen. También Newman había defendido que hay más verdad en las imágenes evangélicas que en las definiciones conciliares. Por su parte, Chesterton recuerda que había visto en Brindisi, Italia, antes de su conversión al catolicismo, una «imagen muy ordinaria» de la Virgen María, en la que finalmente reconoció algo que «era más noble que mi destino, el más libre y el más duro de todos mis actos de libertad». Prometió entonces hacerse católico. Y más tarde explicaba: «Quiero decir que los hombres necesitan una imagen, única, colorida y clara en sus perfiles, una imagen para evocar instantáneamente en la imaginación cuando hay que distinguir lo que es católico de lo que se dice ser cristiano e incluso de lo que en cierto sentido es cristiano. Ahora difícilmente puedo recordar un tiempo en el que la imagen de Nuestra Señora no haya estado con mucha definición en mi mente al mencionar o al pensar en todas estas cosas; y también al disputar con el mundo en favor de ellas y conmigo mismo contra ellas; porque tal es la condición antes de la conversión. Pero si la figura era distante, o era oscura y misteriosa, o era un escándalo para mis contemporáneos, o era un desafío a mí mismo, nunca dudé de que esta figura era la figura de la fe; de que ella representaba, como un ser humano completo, y meramente humano, todo lo que este Asunto tenía que decir a la humanidad. En el momento en que pensaba en la Iglesia Católica pensaba en ella; cuando intenté olvidar la Iglesia Católica, intenté olvidarme de ella» (cit. de la biografía de Maisie Ward, en p. 416).
Todos los demás recursos de Chesterton (la poesía, la creatividad literaria, la capacidad polémica) son secundarios respecto de esta integración de gratitud a Dios, contemplación de Su mundo y comunicación con el hombre de la calle, bajo el amparo de esta imagen clara. La indudable impresión de tantos de que Chesterton acierta con extraordinaria frecuencia en lo que dice respecto de temas muy diversos, es el efecto del contacto que se produce en sus lectores entre las cosas tratadas, su delimitación en un contexto más amplio y su misterioso origen y destino. Y si tal contacto es el que produce toda expresión artística, hay que concluir que las más de las veces Chesterton es un artista, aunque no seguramente en el arte de la forma literaria excelente, sino en una forma nueva del arte de la retórica, que ha sabido incorporar el momento dialéctico (en el sentido de Platón y San Agustín) del discurso mediante la presencia continua de la imagen poética. Valga como ejemplo la sorprendente comparación entre San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino, en la que, reconociendo todas las diferencias, los dos espíritus son identificados en un mismo propósito y punto de partida: la Encarnación. La imagen de la mula y el buey en el portal de Belén, que incorpora al «hermano asno», como San Francisco llamaba al cuerpo, y al «buey mudo», como se apodaba al joven estudiante Tomás, rige en todo momento una comparación cuyo contendido es de gran alcance para la historia del pensamiento cristiano. O el imaginario discurso de Santo Tomás dirigido a los «señores platónicos cristianos», Padres de la Iglesia y venerandos monjes medievales, para justificar su recurso a Aristóteles: ese diálogo imaginario en realidad ha tenido lugar, ciertamente no como conferencia a un auditorio de santos varones de gusto platónico, pero sí es una descripción de la forma de pensar del Doctor Angélico, precisamente como diálogo, no como ruptura.
Con tal luz y lucidez Chesterton aborda todos sus temas: los que se refieren a los problemas de su tiempo respecto de la familia, la educación, el trabajo, la propiedad privada, la política sanitaria, las guerras sucesivas; los que se refieren a la literatura, los grandes autores, los autores contemporáneos, las novelas de misterio; los que se refieren a la historia de la humanidad iluminada desde la cueva de Belén, con lo que esto incluye de valoración del mito y de la filosofía, de la historia del cristianismo, de las herejías, de la naturaleza del catolicismo en contraste con el puritanismo y con el infinito indeterminado. Todo se relaciona con facilidad: la desmesura que no conoce límites amenaza desde Alemania y desde Japón (habiendo muerto en 1936, es evidente que su visión fue profética respecto de la Segunda Guerra), el Estado moderno que para hacer libres a los ciudadanos los subyuga como en ninguna otra época al asumir competencias de garante de la verdad metafísica y religiosa. El puritanismo que rechaza la confesión de los pecados defiende una falsa inocencia peligrosísima, porque engendra totalitarismos. Simplemente hay que advertir que toda esta crítica del mundo moderno no tiene un ápice de conservadurismo, sino que se basa en la convicción de la resurrección del cristianismo, que parece agonizar en nuestros días. Pues la Iglesia no desaparecerá precisamente porque ya ha desaparecido y resucitado varias veces en la historia.
La biografía nos deja, no obstante su completitud, algunas preguntas, sobre todo por lo que se refiere a la valoración del pensamiento de Chesterton. Por un lado no parece suficiente la identificación de una media docena de «major books» que hace Ian Ker (Ortodoxia, Dickens, San Francisco de Asís, El Hombre Eterno, Santo Tomás de Aquino, Autobiografía), ciertamente sin pretensiones de rigurosidad. En verdad estos libros logradísimos como tales son piezas especiales, pero en cualquier otra página, escrita para un periódico o como crítica literaria, a propósito de las novelas policiacas (que Chesterton leía continuamente) o de grandes obras, brilla repentinamente la gran intuición que puede cambiar la vida de un hombre. Y esto obliga a preguntarse por el alcance del pensamiento de Chesterton: ¿es realmente, como dice E. Gilson, uno de los grandes pensadores de la humanidad de todos los tiempos que oculta su inteligencia en las bromas? ¿o es sin más el apologista del cristianismo adecuado para su época y aun para la nuestra? Ker presenta la opinión de Gilson y simpatiza con ella. Por su parte le basta la atribución de la heredad de Newman, que apunta en la misma dirección, sin mayor justificación de lo dicho por el historiador de la filosofía
Aun así, a partir del enorme trabajo de Ker se pueden entrever los caminos para definir la aportación de Chesterton a la teología y la filosofía, así como a la historia de la cultura. Por un lado, el recurso a la paradoja es, según Henri de Lubac, necesario en el pensamiento cristiano; en Chesterton encontramos no sólo geniales paradojas que señalan hacia una verdad más grande, sino ya una síntesis, más bien oculta entre las paradojas, cuyo centro es la unión de sobrenatural y natural en Jesucristo y desde Él en toda la vida humana.
En cuanto a la forma del pensamiento, Chesterton habla del cristianismo como quien habla de la catequesis que ha recibido en la infancia, como una doctrina que hay que aprender y seguir sin pretender dominar, con la distinción única de que este catequizando responde con todo su pensamiento y con toda su vida a la fe anunciada. Chesterton es un teólogo genial, porque es un catequizando verdadero, discípulo de la Palabra de Dios, que no se avergüenza de ir a la catequesis con todos sus juguetes, por si Dios quiere jugar un rato con ellos. Véanse las páginas deliciosas dedicadas al estudio que hizo Chesterton del Penny Cathecism para ser recibido en la Iglesia Católica (capítulo undécimo, America and Conversion).
Respecto del contenido del pensamiento, los misterios cristianos son siempre tratados desde el punto de vista elegido en la primera juventud: desde la sorpresa inicial nunca dejada atrás, cada uno de ellos aparece como infinitamente más grande que lo que se pueda decir. Entonces, sin pretender explicar tales misterios, habla de la vida humana que se encuentra continuamente con ellos. Pero precisamente así surge la profundidad teológica del encuentro de Dios con lo humano. Dos misterios presiden este encuentro: el de la Encarnación y, necesariamente, el de la Trinidad de Dios; los dos han producido la conversión de la mente humana en alma cristiana.