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Chesterton, la ‘pesadilla’ de El hombre que fue Jueves y el problema del bien

Me gustaría seguir describiendo en estos artículos la compleja situación del joven Chesterton y su reflejo en su obra. Entre Herejes y Ortodoxia, GK publicó en 1908 la novela El hombre que fue Jueves. Mi opinión es que GK estaba contando de un modo metafórico su propia experiencia existencial en la que acabaría por ser probablemente su novela más famosa.

Portada de El hombre que fue Jueves, de GK Chesterton. La edición es tan antigua, que Plaza aún no se había unido con Janés, quienes publicarían después sus obras completas

Portada de El hombre que fue Jueves, de GK Chesterton. La edición es anterior a 1959, año de la creación de Plaza & Janés, quienes publicarían a partir de 1968, 4 volúmenes de ‘Obras completas’.

El protagonista de la historia, Syme, es un policía que quiere luchar contra el crimen y se infiltra en un grupo anarquista. Pero el crimen al que se enfrenta es de naturaleza intelectual, y por ello más difícil de neutralizar. Uno de los policías involucrados en la misma misión que Syme expresa en qué consiste su tarea con unas palabras que recuerdan la denuncia intelectual que Chesterton había hecho en Herejes: Afirmamos que el criminal peligroso es el criminal culto; que hoy por hoy el más peligroso de los criminales es el filósofo moderno que ha roto con todas las leyes. En comparación con él, los ladrones y los bígamos casi resultan de una perfecta moralidad, ya que, por lo menos, aceptan el ideal humano fundamental, si bien lo procuran por caminos equivocados[1].

El hombre que fue Jueves adelanta el contenido de Ortodoxia. Syme manifiesta lo que él considera el secreto del mundo, cuando se encuentra próximo el final de las peripecias sufridas en esta estrambótica aventura: ¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás: por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo por enfrente!…[2]

Syme está convencido –lo mismo que está Chesterton- de que el mal es tan malo, que, junto a él, el bien parece un mero accidente; el bien es tan bueno, que, junto a él, hasta el mal resulta explicable.[3]

El subtítulo de la novela –Una pesadilla- aporta la clave hermenéutica para la interpretación de El hombre que fue Jueves. Al tratar de ver el mundo de frente, en la perspectiva adecuada que permite descubrir lo que hay de auténtico bien, se disfruta de su atractivo y se le pierde el miedo. Todavía hay más: cuando se encuentra lo bueno, entonces se está en condiciones de dar una explicación coherente de lo malo. Así fue como Chesterton despertó de su pesadilla y vio el mundo en toda su luz.

Cuando en su Autobiografía Chesterton evoca la publicación de El hombre que fue Jueves, aflora precisamente su preocupación por la cuestión de lo bueno: No me importaba demasiado el pesimista que se quejaba de que lo bueno existiera en una proporción tan pequeña, sino que me enfurecía –al borde del asesinato- el pesimista que preguntaba para qué servía lo bueno.[4] En estas palabras se muestra una de las claves del credo chestertoniano: lo bueno tiene entidad por sí mismo. Cuando uno pretende buscar el para qué de lo bueno, como si hubiera un interés detrás o fuera un medio para otra cosa, lo bueno se diluye. Eso es justamente lo que los intelectuales contemporáneos no eran capaces de ver, porque habían perdido su capacidad de asombro.

[1] El hombre que fue Jueves, Planeta, Barcelona, 1979, p.50.
[2] Ibídem, p.202.
[3] Ibídem, p.201.
[4] Autobiografía, Acantilado, p.114.

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El impresionismo como imagen de la crisis existencial de Chesterton

En muchos de los escritos de Chesterton –hasta en ese último fragmento de su Autobiografía que se acaba de publicar en dos entradas en el blog ( y )- se hace referencia a los colores. Las descripciones que tanto abundan en sus novelas parecen escritas por un pintor entusiasmado por los colores. Basta recordar el principio y el final de El hombre que fue Jueves, en los que Chesterton ‘pinta’ con palabras, respectivamente, un crepúsculo y un alba, quizá para enmarcar la pesadilla en que consiste el relato.

Elegimos una imagen de la serie de Monet sobre la Catedral de Rouen (1982, 'Al caer el sol de la tarde', Museo Marmottan de París) por la afición de Chesterton a la Edad Media

Elegimos una imagen de la serie de Monet sobre la Catedral de Rouen (1982, ‘Al caer el sol de la tarde’, Museo Marmottan de París) por la afición de Chesterton a la Edad Media

En la escuela el joven Chesterton disfrutaba con la literatura y con el arte. Al terminar el bachillerato se decidió profesionalmente por la pintura y se matriculó en la Slade School. Ahí estuvo tres años, de 1893 a 1896. Sin embargo, al introducirse en los ambientes artísticos empezó a asimilar las ideas imperantes y se vio sumido poco a poco en una honda crisis espiritual.

Los recuerdos de aquellos años -que Chesterton puso por escrito al final de su vida en la Autobiografía- evocan un estado de locura, como hemos podido comprobar: tenía la sensación de estar yendo a la deriva, sin un norte por el que orientarse. Su mente se había visto ensombrecida por una filosofía muy negativa.

La corriente pictórica de moda en esos momentos era el impresionismo. En su Autobiografía, Chesterton se valió de este método pictórico para ilustrar lo que le estaba sucediendo entonces: Sean cuales sean los méritos de este método artístico, es evidente que, como método de pensamiento, hay en él algo totalmente subjetivo y escéptico. Se presta naturalmente a la insinuación metafísica de que las cosas sólo existen como las percibimos o que ni siquiera existen. La filosofía del impresionismo está necesariamente cerca de la filosofía de la ilusión. Y este clima también contribuyó, aunque indirectamente, a un cierto estado anímico de irrealidad y aislamiento estéril que en aquella época se apoderó de mí –y creo que de muchos otros (p.101).

Chesterton se embebió del espíritu de su época, y llevó a sus últimas consecuencias el planteamiento de ‘ilusión’ de la realidad que subyacía en el método impresionista. Se vio arrastrado a un profundo escepticismo, hasta el punto de llegar a sostener –como escribió en la Autobiografía– que no existía nada salvo el pensamiento. Lo que Chesterton vivió interiormente no le resultó agradable: lo describe como una anarquía dominada por una exuberancia imaginativa en la que se le ocurrían las más depravadas atrocidades, para terminar diciendo que era como un ciego suicidio espiritual.

En esta situación de pesimismo existencial, Chesterton subraya que tuvo un impulso de rebeldía para liberarse de toda esta pesadilla. No podía recurrir a los filósofos contemporáneos, puesto que le habían conducido a tan lamentable estado, ni tampoco a la religión, cuyo conocimiento le había sido proporcionado por esos mismos filósofos. Cuenta que se inventó una teoría rudimentaria por la que afirmaba que la mera existencia, reducida a sus límites más primarios, era lo bastante extraordinaria como para ser emocionante. Cualquier cosa era magnífica comparada con la nada y aunque la luz del día fuera un sueño, era una ensoñación, no una pesadilla (pp.103-4).

Esta fue la forma de superar la filosofía de la ilusión: afirmar que las cosas ‘son’. La realidad se mantiene por sí misma, no por el propio pensamiento. Y además, puesto que la existencia es mejor que la nada, la realidad tiene que ser algo mínimamente bueno. Tal teoría rudimentaria le sirvió a Chesterton para alentar la llama del asombro, algo que con las filosofías de la ilusión apenas era posible.

El fruto de esta crisis existencial fue un Chesterton renovado. En esos turbios momentos fue capaz de elaborar sus propias explicaciones, sabiendo que iban en contra de casi todos los planteamientos propuestos por los intelectuales. Pero no iba a quedar ahí la cosa. Como apasionado por la vida y amante de la polémica, el nuevo Chesterton salió con la firme decisión de escribir contra los pesimistas que gobernaban la cultura de la época. Todos sus artículos periodísticos están impregnados de esta determinación, la misma que le movió a publicar el ensayo de Herejes, que acabamos de comentar.

Perfiles de Chesterton

 GK Como me gustaria ser  GK Como soy

 Dos perfiles de GK -el real y el ideal-, por él mismo. Reproducidos en Los países de colores (Valdemar)

Tenemos la idea de ofrecer en el Chestertonblog un conjunto de perfiles de Chesterton. De momento, ha aparecido de manera más o menos elaborada el de periodista -tal como Chesterton se definió a sí mismo en numerosas ocasiones- y el de autor de aforismos. La idea sería construir una página permanente que presente esa panorámica y estén disponibles en cualquier momento a cualquier llegado al blog. 

Un perfil es una línea o conjunto de líneas que esbozan una idea: no es un retrato completo, pero permite una aproximación. Es un planteamiento similar al que propone el propio Chesterton en Esbozo de sensatez, a cuyo análisis introductorio remitimos. Cuando uno piensa en los perfiles de Chesterton, éstos se pueden dividir en claramente en dos clases bien diferenciadas.

1.- Aquellos perfiles cuya realidad no se puede negar, de la misma forma que –en el plano físico- nadie, ni siquiera él mismo –que se autocaricaturizó mil veces- podría negar que era un tipo grandote y más bien torpe de movimientos.
2.- Los perfiles que denomino ‘paradójicos’, que se refieren sobre todo a determinados perfiles académicos: filósofo, sociólogo, antropólogo, psicólogo o incluso profeta. Reunió rasgos que permitían incluirlo como tal, pero también otros muchos otros que impedían que esas señas de identidad se le ajustaran perfectamente. Si su cuerpo era grande y no cualquier prenda le sentaba bien –por eso acabó utilizando esa especie de capa española grande y generosa-, su mente era más grande todavía. Se entenderá mejor cuando describa los ejemplos que glosaremos poco a poco. 

Mi colega Ricardo Duque, profesor de Sociología en la Universidad de Sevilla, insiste siempre en que los universitarios vivimos bajo el ‘síndrome de Rumpelstinkin’ –el famoso enano saltarín-. Tiene toda la razón, porque necesitamos poner nombres a las cosas, distinguir y separar, clasificar y ordenar. Quizá no debería preocuparme tanto por este problema, y aceptar como dice Dale Ahlquist, uno de los mayores expertos: «Nunca se ha resaltado lo suficiente que Chesterton fue un pensador completo. Por esto supone tal reto para el mundo moderno. Hemos llegado a preferir el pensamiento incompleto y las cosas fragmentadas. De esa forma, no tenemos que pensar en nuestras contradicciones; por eso, no nos preocupa que nuestro trabajo contradiga nuestros ideales o que nuestras ideas políticas contradigan nuestra fe, porque mantenemos cada una de ellas en compartimentos estancos. Pero Chesterton fue verdaderamente consecuente» (GK Chesterton, El apóstol del sentido común. Voz de Papel, 2006, p.24).

Sin embargo, una cosa es considerar el pensamiento de Chesterton y otra no poder dejar de ver las múltiples facetas de su gigante figura. La tarea no es fácil, porque la realidad se resiste, es ambivalente. Nada mejor que unas palabras del propio GK en El hombre que fue jueves: a propósito he procurado que no fueran sobre él mismo, para mostrar cómo él veía a los demás: son los ‘perfiles’ de los habitantes de Saffron Park, donde comienza la novela: Aquel joven –los cabellos largos y castaños, la cara insolente- si no era un poeta, era ya un poema. Aquel anciano, aquel venerable charlatán de la barba blanca y enmarañada, del sombrero negro y desgarbado, no sería un filósofo ciertamente, pero era todo un asunto de filosofía. Aquel sujeto, científico –calva de cascarón de huevo, y el pescuezo muy flaco y largo-, claro es que no tenía derecho a los muchos humos que gastaba: no había logrado, por ejemplo, ningún descubrimiento biológico, pero ¿qué hallazgo biológico más singular que el de su interesante persona?» (El hombre que fue Jueves, Ed. El País, 2003, pp.9-10. Traducción de Alfonso Reyes).

El hombre que fue Chesterton

Nuestra intención es hacer aparecer con frecuencia semanal algún tipo de colaboración ‘externa’ a los miembros del Club Chesterton de Granada. Mientras éstas llegan, la red ofrece innumerables ocasiones de dar a otros la palabra. Si la semana pasada lo hacíamos con una joven promesa, en esta ocasión vamos a ofrecer el texto de un gran escritor, como Guillermo Cabrera Infante (1929-2005). Primero colaborador de la revolución cubana y luego disidente y exiliado de la misma, Cabrera Infante iba a colaborar en el número extraordinario de Archipiélago que hemos comentado en el Chestertonblog cuando le sorprendió la muerte. En ese número encontramos una referencia al artículo escrito por Cabrera Infante en El País dos años antes, con el nombre El hombre que fue Chesterton.

Como otros muchos escritores, Cabrera Infante narra en este breve texto su encuentro con GK, a través de las novelitas que regalaba un periódico local, cuando tenía 14 años: cómo no, El hombre que fue Jueves. El artículo es una reflexión sobre ése y otros libros de Chesterton. Las reflexiones de los escritores sobre otros escritores suelen particularmente atractivas y certeras. Además, añade alguna información sobre la visión de Borges sobre GK.

Particularmente me quedo con una aportación biográfico-literaria, que no conocía. Dice así Cabrera Infante: «Señalo la obra sobre Stevenson para demostrar que Chesterton no temía a las señales directas, ya que Stevenson es una influencia visible, y El hombre que fue Jueves recuerda, a veces, demasiadas veces, más a Los dinamiteros, esa obra maestra mal conocida de Stevenson».  Para mí, descubrir influencias de unos autores sobre otros -en cualquier dirección- es un verdadero placer, que me hace sentir la continuidad de la cultura, más aún del género humano.

Un refrán a la contra

Un gentleman pasea su vida de investigación y pesquisa por las calles de Londres, por los cercanos paseos del Támesis y por los arrabales de la gran ciudad. Hasta se dirige a un submundo de vericuetos secretos y sin fin. El hombre, que como jueves, está en medio de esta historia pretende no infructuosamente imponer el heroísmo, la caballerosidad, la hidalguía en un mundo confuso, laberíntico y malsano. Nuestro héroe quiere acabar con el mal.  Es un enemigo del malvado padre del mal.

El caminar del protagonista se acompasa de nebulosas noches de miedos inconsistentes. La  cortesanía peligrosa de ágapes siniestros se resuelven en acusaciones chuscas, que salvan culpas calladas. Syme, nuestro adalid –el hombre que fue Jueves-, persigue al malévolo a lo largo de una narración de lógica abracadabrante. Una procesión soleada en la campiña inglesa aventura la aurora del final de la historia.

No obstante, todo el suceso relatado se colorea de elementos de confusión, (¿de distracción?) Aquí y allá personajes disfrazados, travestidos, escondidos, ocultados, opacos y de circunstancias negras, grises (color «malasombra»), marrón oscuro que no siena claro, etc.

Y ese caos de identidades tiene que resolverse en aras a la veracidad de la realidad. Por ello, Syme se viste con galas simbólicas del Génesis, con la espada reivindicativa medieval, con las galas y colores del hombre de bien, es decir, del honor y de la generosidad.  Y cuando así se viste, se cumple su lema «Y es que aquel disfraz no lo disfrazaba, lo revelaba«.  ¡Qué distinto a nuestro actual lugar común «El hábito no hace al monje»!.

El Orson que era Jueves

En 1938 la compañía Mercury Theatre, fundada por Orson Welles y John Houseman, saltó a las ondas con el programa «The Mercury Theatre on the Air», en el que dramatizaron una infinidad de obras literarias. La más célebre, por supuesto, es «La guerra de los mundos», por el pánico que provocó su entonces novedosa estructura de falso noticiario. Pero hay mucho más, eclipsado por la flota de naves marcianas, y para nuestra inmensa fortuna e infinito regocijo, alguien se está encargando de rescatar todos aquellos programas y ponerlos a disposición del público en descarga gratuita.

Hay de todo: Dickens («Historia de dos ciudades», «Los papeles del club Pickwick», la inevitable pero siempre deliciosa «Canción de navidad»), Dumas (¡»El conde de Montecristo»!), Stoker (un «Drácula» arrebatador), Conan Doyle (Holmes, por supuesto), Verne («La vuelta al mundo en ochenta días»), Conrad («El corazón de las tinieblas»), Hugo («Los miserables»), Saki (su maravilloso relato «La ventana abierta», una deslumbrante exhibición de funambulismo entre el horror y el humor), o incluso una breve conversación entre Orson Welles y H. G. Wells, quien, como es sabido, fue buen amigo y cordial antagonista de Chesterton.

Y también hay lugar para el propio Chesterton: nada menos que «El hombre que era Jueves«. Aunque se trata de una versión sumamente condensada, la energía de los intérpretes y la fuerza del relato garantizan una escucha apasionante. Es más, la estructura de la novela, que va desplegando sus revelaciones como una caja china (¡o una matriushka!) hasta llegar al gran enigma que es Domingo, la hace idónea para un narrador tan aficionado a encajar misterios dentro de misterios como era Welles.

A propósito de la afinidad entre Welles y Chesterton, creo que el amigo Gilbert suscribiría casi palabra por palabra lo que dice Orson a propósito de Chartres en «Fraude», en una secuencia que es el verdadero corazón de la película, oculto bajo numerosas capas de cinismo y habilidoso escamoteo. Si no la habéis visto, es muy recomendable: la secuencia de Chartres resulta mucho más conmovedora en su contexto y, en términos de lenguaje cinematográfico, «Fraude» fue tan innovadora e influyente como «Ciudadano Kane».Image

Chesterton y los colores

Hay un relato de G.K. que se llama Los países de colores, publicado póstumamente, y bellamente editado en España por Valdemar (donde además se puede ver en pdf un relato ilustrado), y que contiene, además de varios relatos y muchas poesías, una multitud de dibujos del propio GK. Para sus amigos, este libro es una joyita, pues nos permite introducirnos en el mundo desconocido de aquella faceta, la pintura, que inicialmente le atrajo y de la que nunca podría desembarazarse del todo: basta pensar en los inicios de El hombre que fue jueves, donde el color rojo lo impregna todo, desde el atardecer hasta el nombre del barrio donde se desarrolla la escena, Saffron Park.

Los colores simbolizan para G.K. la realidad, los utiliza para expresar la capacidad creativa de los seres humanos, tal como dice en Ortodoxia (“Dios no nos ha dado los colores en el lienzo, sino en la paleta”, cap.7). Y somos los seres humanos los que los utilizamos para construir nuestro mundo, colectiva e individualmente.

A G.K. le gustaban los colores y por eso hemos querido que el fondo de la foto de portada de este blog dedicado a él esté lleno de colores, sobre todo de colores cálidos, que parecían ser sus preferidos. Aunque él había descubierto muchas cosas sobre ellos: “En cuanto al rojo, ya había descubierto su secreto. Si quieres aprovecharlo al máximo has de utilizar muy poco” (Los países de colores).