Archivo mensual: junio 2014

El impresionismo como imagen de la crisis existencial de Chesterton

En muchos de los escritos de Chesterton –hasta en ese último fragmento de su Autobiografía que se acaba de publicar en dos entradas en el blog ( y )- se hace referencia a los colores. Las descripciones que tanto abundan en sus novelas parecen escritas por un pintor entusiasmado por los colores. Basta recordar el principio y el final de El hombre que fue Jueves, en los que Chesterton ‘pinta’ con palabras, respectivamente, un crepúsculo y un alba, quizá para enmarcar la pesadilla en que consiste el relato.

Elegimos una imagen de la serie de Monet sobre la Catedral de Rouen (1982, 'Al caer el sol de la tarde', Museo Marmottan de París) por la afición de Chesterton a la Edad Media

Elegimos una imagen de la serie de Monet sobre la Catedral de Rouen (1982, ‘Al caer el sol de la tarde’, Museo Marmottan de París) por la afición de Chesterton a la Edad Media

En la escuela el joven Chesterton disfrutaba con la literatura y con el arte. Al terminar el bachillerato se decidió profesionalmente por la pintura y se matriculó en la Slade School. Ahí estuvo tres años, de 1893 a 1896. Sin embargo, al introducirse en los ambientes artísticos empezó a asimilar las ideas imperantes y se vio sumido poco a poco en una honda crisis espiritual.

Los recuerdos de aquellos años -que Chesterton puso por escrito al final de su vida en la Autobiografía- evocan un estado de locura, como hemos podido comprobar: tenía la sensación de estar yendo a la deriva, sin un norte por el que orientarse. Su mente se había visto ensombrecida por una filosofía muy negativa.

La corriente pictórica de moda en esos momentos era el impresionismo. En su Autobiografía, Chesterton se valió de este método pictórico para ilustrar lo que le estaba sucediendo entonces: Sean cuales sean los méritos de este método artístico, es evidente que, como método de pensamiento, hay en él algo totalmente subjetivo y escéptico. Se presta naturalmente a la insinuación metafísica de que las cosas sólo existen como las percibimos o que ni siquiera existen. La filosofía del impresionismo está necesariamente cerca de la filosofía de la ilusión. Y este clima también contribuyó, aunque indirectamente, a un cierto estado anímico de irrealidad y aislamiento estéril que en aquella época se apoderó de mí –y creo que de muchos otros (p.101).

Chesterton se embebió del espíritu de su época, y llevó a sus últimas consecuencias el planteamiento de ‘ilusión’ de la realidad que subyacía en el método impresionista. Se vio arrastrado a un profundo escepticismo, hasta el punto de llegar a sostener –como escribió en la Autobiografía– que no existía nada salvo el pensamiento. Lo que Chesterton vivió interiormente no le resultó agradable: lo describe como una anarquía dominada por una exuberancia imaginativa en la que se le ocurrían las más depravadas atrocidades, para terminar diciendo que era como un ciego suicidio espiritual.

En esta situación de pesimismo existencial, Chesterton subraya que tuvo un impulso de rebeldía para liberarse de toda esta pesadilla. No podía recurrir a los filósofos contemporáneos, puesto que le habían conducido a tan lamentable estado, ni tampoco a la religión, cuyo conocimiento le había sido proporcionado por esos mismos filósofos. Cuenta que se inventó una teoría rudimentaria por la que afirmaba que la mera existencia, reducida a sus límites más primarios, era lo bastante extraordinaria como para ser emocionante. Cualquier cosa era magnífica comparada con la nada y aunque la luz del día fuera un sueño, era una ensoñación, no una pesadilla (pp.103-4).

Esta fue la forma de superar la filosofía de la ilusión: afirmar que las cosas ‘son’. La realidad se mantiene por sí misma, no por el propio pensamiento. Y además, puesto que la existencia es mejor que la nada, la realidad tiene que ser algo mínimamente bueno. Tal teoría rudimentaria le sirvió a Chesterton para alentar la llama del asombro, algo que con las filosofías de la ilusión apenas era posible.

El fruto de esta crisis existencial fue un Chesterton renovado. En esos turbios momentos fue capaz de elaborar sus propias explicaciones, sabiendo que iban en contra de casi todos los planteamientos propuestos por los intelectuales. Pero no iba a quedar ahí la cosa. Como apasionado por la vida y amante de la polémica, el nuevo Chesterton salió con la firme decisión de escribir contra los pesimistas que gobernaban la cultura de la época. Todos sus artículos periodísticos están impregnados de esta determinación, la misma que le movió a publicar el ensayo de Herejes, que acabamos de comentar.

Marshall McLuhan: Chesterton fue un maestro del argumento en las cuestiones más confusas de nuestra era

Imagen de la cuenta oficial de Marshall McLuhan en Twitter.

Imagen de la cuenta ‘Marshall McLuhan’ -sobre comunicación- en Twitter.

Va siendo hora de volver a colocar en el Chestertonblog algún tipo de prólogo o estudio. En esta ocasión, hemos escogido un fragmento de Marshall McLuhan (Alberta, Canadá, 1911-1980), el autor de expresiones famosas –porque son reales- como la ‘aldea global’ o ‘el medio es el mensaje’. McLuhan se convirtió al catolicismo influido por los escritos de Chesterton, y escribió varias cosas sobre él, y algunas están recogidas en la selección que D.J. Conlon realizó para la Universidad de Oxford (G.K. Chesterton. A Half Century of Views. Oxford, 1987). En concreto, hemos seleccionado –y traducido, gracias a nuestro sensacional  y siempre amable colaborador Carlos D. Villamayor- el capítulo Dónde entra Chesterton (pp.75-77). Nuestra idea inicial fue publicarlo entero (aquí el texto completo en castellano y en inglés), pero como resultaba demasiado extenso, hemos eliminado una parte, en la que McLuhan considera que la parte poética y artística no es la mejor de Chesterton (la historia juzgará sus méritos y sus influencias literarias). La aportación de Chesterton estaría en otro sitio:

“Hoy en día, el público de Chesterton sigue siendo en gran parte el público que leyó sus libros tal como fueron publicados. Y para estos lectores, representa inevitablemente una variedad de actitudes y costumbres literarias que han empezado a ‘pasar de moda’ en una manera que impide a muchos lectores más jóvenes acercarse a él. De manera que, por ejemplo –incluso en universidades católicas- los libros de Chesterton no están frecuentemente en las listas de lectura, ni muchos estudiantes actuales leen más que ocasionalmente las historias del Padre Brown.

“La relevancia contemporánea de Chesterton es –específicamente- que su intuición metafísica del ser estuvo siempre al servicio de la búsqueda de un orden moral y político en el caos actual. Fue un tomista por connaturalidad con el ser, no por estudio de Santo Tomás. Y a diferencia de los neo-tomistas, su infalible sentido de la relevancia de la analogía del ser dirigió su mirada intelectual no a los escolásticos, sino al corazón del caos de nuestro tiempo.

“La enseñanza católica de la filosofía y las artes tiende a ser catequética. Busca precisamente esa pseudo-certeza cartesiana que oficialmente deplora, y se separa a sí misma de la vida compleja de la filosofía y las artes. Esto es sólo para decir que las universidades católicas son justamente como las no-católicas: reflejos de un mundo mecanizado. Por otro lado están los descubrimientos críticos genuinos, hechos por T. S. Eliot y F. R. Leavis, sobre cómo entrenar, simultáneamente, percepciones estéticas y morales en actos de conciencia y juicio unidos: estos grandes descubrimientos son ignorados por educadores católicos. Más bien en los patrones racionalistas y dialécticos de Buchanan y Adler se imaginan que existe algún residuo tomista en que se puede confiar.

“Ahí es donde entra Chesterton. Su infalible sentido de relevancia y de la ubicación del corazón del caos contemporáneo lo llevó siempre a atacar el problema de la moral y la psicología. Él estuvo siempre en el orden práctico. Es importante, pues, que se haga una antología de Chesterton de acuerdo a lo indicado por el Sr. Kenner: no una antología que preserve el sabor victoriano de su periodismo a través de citación extensa, sino una de fragmentos que le permitan al lector sentir la poderosa intrusión de Chesterton a todo tipo de cuestión moral y psicológica confusa de nuestro tiempo. Puesto que parece que él nunca llegó a posición alguna mediante dialéctica o doctrina, sino que disfrutó de un tipo de connaturalidad con toda clase de sensatez.

[…]

“En pocas palabras, Chesterton no fue un poeta. La superstición de que lo fue está basada en las connotaciones vagamente edificantes de ‘lo poético’, prevalecientes hasta hace poco. Fue un moralista metafísico. Por tanto, él no tenía dificultad en imaginar qué tipo de presiones psicológicas ocurrirían en la mente de un egipcio del siglo cuarto, o un miembro de clan de las Highlands escocesas, o un californiano moderno; o en meterse en la cabeza de estos y en ver con sus ojos en la manera que hace al Padre Brown único entre los detectives. Pero no estaba ocupado en representar su propia época en términos de tan variada experiencia, como típicamente lo está el artista. El artista nos ofrece no un sistema, sino un mundo. Un mundo interior es explorado y desarrollado y entonces proyectado como un objeto. Pero ese nunca fue el método de Chesterton. Todas mis puertas mentales abren hacia fuera, a un mundo que yo no he hecho [en ‘El asombro y el poste de madera’ de Los países de colores], dijo en una formulación básica. Y esta distinción debe permanecer siempre entre el artista ocupado en construir un mundo y el metafísico ocupado en contemplar un mundo. También debe liberar las mentes de aquellos que, de un sentido de lealtad al poder filosófico de Chesterton, se han sentido obligados a defender su retórica y sus versos también.

“Es hora de abandonar al Chesterton literario y periodístico al destino crítico que le espere de parte de evaluadores futuros. Es hora también de verlo libre de la acumulación accidental de gestos literarios efímeros. Esto significa verlo como un maestro de la percepción analógica y del argumento, que nunca erró al enfocar –con un alto grado de sabiduría moral- las cuestiones más confusas de nuestra era”.

Chesterton y la psicología del filósofo

Descartes fue uno de los primeros filósofos en negar la validez de los planteamientos de los filósofos anteriores y aferrarse a 'su idea', el ejemplo perfecto de lo que Chesterton plantea en este texto. Wikipedia.

Descartes fue de los primeros en negar validez a los planteamientos de los filósofos anteriores y querer fundarlo todo desde ‘su idea’ (Pienso, luego existo): el ejemplo perfecto de lo que Chesterton plantea en este texto. Retrato de Frans Hals, 1648.

En la entrada Mi final es mi principio Chesterton hace un breve resumen de su filosofía: una decidida apuesta por el realismo. Llama mucho la atención la continuidad tan grande de este fragmento de la Autobiografía (Acantilado, 2003), con los capítulos iniciales de Ortodoxia, en la que habla de la locura de pensar que la propia visión del mundo es la única correcta. En este libro, GK criticaba que todas esas visiones del mundo o ideologías de fondo subjetivista estaban bien construidas, eran perfectas, redondas… y por tanto -como el círculo, eran limitadas, y que sólo una forma de ver el mundo –la que tiene su inicio paradójicamente en forma de cruz, podía expandirse hasta abarcarlo todo.
Lo más destacable de esta forma de ver las cosas es la capacidad de no fiarse de uno mismo. Es cierto que el mundo académico cita y considera hitos en la filosofía, habitualmente del tipo “Ya Fulano demostró que esto o aquello era así”, pero también: “que todo lo anterior era falso o insuficiente”, siendo la propia decisión del filósofo el criterio de validez, demasiadas veces inmersa en la moda o en el ‘espíritu de los tiempos’.
Contra esto se rebela Chesterton, contra este aspecto tan humano y psicológico de los filósofos, de los sabios, que la mayoría de ellos –tan entendidos- apenas son capaces de advertirlo por cuenta propia.
Selecciono los párrafos de GK del cap. 16 de la Autobiografía, en los que vemos a un Chesterton psicólogo de agudeza extraordinaria y una preocupación por la verdad, superior a la preocupación por la originalidad, la moda intelectual o la brillantez discursiva:

No sólo no negaré que casi todas las teologías o filosofías contienen una verdad, sino que lo afirmo rotundamente, y de eso es de lo que me quejo. Todas y cada una de las doctrinas o sectas que conozco se conforman con seguir una verdad, bien sea teológica, teosófica, ética o metafísica. Y cuanto más universales afirman ser, tanto más parece que lo único que hacen es simplemente coger algo y aplicarlo a todo. […]
Los otros profesores eran siempre hombres de una sola idea, aunque aquella única idea fuese la universalidad. Y eran especialmente estrechos cuando su única idea era la amplitud. Sólo he encontrado un credo que no se contenta con una sola verdad, sino únicamente con la Verdad, hecha de un millón de verdades y, sin embargo, una. […]
Si hubiera divagado como Bergson o Bernard Shaw y hubiera construido mi propia filosofía a partir de mi precioso fragmento de verdad, por el simple hecho de haberla descubierto yo sólito, pronto habría descubierto cómo esa verdad se distorsionaba y convertía en falsedad […]
Respecto al primero, el sentido exagerado de que aquella luz del día, el diente de león y toda aquella primera experiencia eran una suerte de visión increíble, se habría convertido en mi caso, sin el contrapeso de otras verdades, en algo realmente desequilibrado. Porque la idea de ver visiones estaba peligrosamente cercana a mi vieja pesadilla original, que me había conducido a moverme como en un sueño y, en determinado momento, a perder el sentido de la realidad y con él, gran parte de la responsabilidad […]
En una palabra, tenía el humilde propósito de no ser un maníaco, un monomaniaco; sobre todo, no ser un monomaniaco con una sola idea simplemente porque era la mía. La idea era bastante normal y bastante consistente con la fe; en realidad, era parte de ella. Pero sólo siendo parte de ella, podía haber permanecido normal.
Estoy convencido que esto sirve para casi todas las ideas de las que mis contemporáneos más capaces han extraído nuevas filosofías, muchas de ellas bastante normales al principio. Por tanto, he llegado a la conclusión de que existe una absoluta falacia contemporánea sobre la libertad de las ideas individuales: que tales flores crecen mejor e incluso más grandes en un jardín, y que en pleno campo se marchitan y mueren (Autobiografía, 16-24 y 25).

Concluyo con unas palabras de Marshall McLuhan (de la selección de Conlon, ‘Half Century of Vews’, Oxford, 1987, p.77) que pronto publicaremos completas en el blog, que resumen esta idea de GK, incluso añadiendo una cita suya que lo sintetiza: «Un mundo interior es explorado y desarrollado y entonces proyectado como un objeto. Pero ese nunca fue el método de Chesterton: Todas mis puertas mentales abren hacia fuera, a un mundo que yo no he hecho [en ‘El asombro y el poste de madera’ de Los países de colores], dijo en una formulación básica. Esta distinción debe permanecer siempre entre el artista ocupado en construir un mundo y el metafísico ocupado en contemplar un mundo. También debe liberar las mentes de aquellos que, de un sentido de lealtad al poder filosófico de Chesterton, se han sentido obligados a defender su retórica y sus versos».

El parpadeo de Chesterton

Chesterton es un maestro de los pinceles. En apenas un párrafo, GKC traza los rasgos esenciales de un personaje. Cuatro brochazos le bastan para que comparezca, con toda su intensidad, un determinado tipo. Y digo tipo no como sinónimo cheli de sujeto o de individuo, sino para señalar que, a través de sus personajes, Chesterton nos presenta actitudes típicas del hombre y de la mujer modernos.

La editorial Siruela escogió este relato del Padre Brown para una selección realizada por J.L. Borges

Ediciones Siruela escogió este relato del Padre Brown para la portada de una selección realizada por Jorge Luis Borges

Sólo así se explica que, en el breve espacio de un relato, los personajes de Chesterton nos cautiven de ese modo. Esa simpatía natural debe de proceder, por tanto, de la extraordinaria capacidad con la que GKC condensa la prosa.
Me sirve todo esto para, en primer lugar, justificar mi pasmo ante Pauline Stacey, que es una de las protagonistas de El ojo de Apolo, que es, a su vez, otro de los relatos del Padre Brown (de la primera serie, El candor…). Pauline es el prototipo de mujer autosuficiente, del mismo modo que Kalon -también protagonista del relato- es un ejemplar perfecto del hombre que se basta (y se sobra) a sí mismo.

En el relato mencionado hay dos deliciosos enfrentamientos (verbales, of course) entre Pauline y Flambeau. El primero se da por causa de las opiniones fundamentales de la hermosa Pauline, que consistían, a grandes rasgos, en que era una mujer trabajadora y de su tiempo a la que le apasionaba la maquinaria moderna. Sus radiantes ojos negros brillaban con ira abstracta contra quienes se oponían a la ciencia mecánica y pedían el regreso al romanticismo.
La respuesta de Flambeau es elegante y discreta, pero el lector la percibe con contundencia. Después de oír el discurso de Pauline -que el lector se puede imaginar con voz campanuda-, Flambeau entró en su apartamento sonriendo algo confundido al pensar en aquella fogosa declaración de autosuficiencia.

El segundo enfrentamiento es muy parecido. Frente a la autosuficiencia -parece decirnos Chesterton-, el humor, que todo lo cura, sobre todo la tontería. Pauline se confiesa admiradora de la ciencia, pero, a renglón seguido, desprecia con virulencia los auxilios de la medicina (los apoyos y las escayolas para los cojos y tullidos, por ejemplo). Ese desprecio contrasta con lo que, unos minutos antes, el Padre Brown le ha enseñado a Flambeau: que la única enfermedad espiritual es creerse que uno está totalmente sano. La autosuficiente Pauline dice entonces que la gente sólo cree que necesita esas cosas porque les han acostumbrado a tener miedo en lugar de enseñarles a apreciar el poder y el valor, igual que las niñeras estúpidas les dicen a los niños que no miren al sol, cuando podrían hacerlo sin parpadear.
Y continúa su fogoso discurso: ¿Por qué habría de existir una estrella entre las estrellas que no me estuviera dado contemplar? El Sol no es mi dueño y abriré los ojos  y lo miraré siempre que me plazca.
La réplica de Flambeau vale por un tratado de simpatía: Sus ojos -declaró Flambeau con exótica reverencia- deslumbrarían al Sol.

Hasta aquí Pauline y Flambeau. Pero, ¿qué dice el Padre Brown a este respecto? ¿El hombre puede mirar derecha y fijamente al Sol? ¿Esa inmensa estrella se pliega al designio humano, a su mirada?  ¿Hasta dónde debería llegar, por tanto, la adoración a la Naturaleza? ¿Quién adora a quién?
Al tiempo que el Padre Brown desvela un misterioso asesinato (en este caso, un doble crimen, pero el lector puede estar tranquilo, que no destriparé la historia), quedan expuestas -¡encarnadas!- las dos formas de contestar a estas preguntas inquietantes.

Es entonces cuando, magistralmente, Chesterton saca de nuevo los pinceles, y nos pinta, en primer termino, la apariencia externa de quienes en este punto sostienen posiciones distintas, que aquí son el ya citado Kalon (Nuevo Sacerdote de Apolo y adorador del dios Sol) y nuestro discreto Padre Brown (discreto sacerdote de Cristo y sencillo adorador del Dios trino). La descripción del contraste entre ambos no tiene desperdicio:
En la prolongada y sobresaltada quietud de la habitación, el profeta de Apolo se levantó lentamente y fue como si saliera el sol. Llenó la habitación con su vida y su luz de un modo que todos tuvieron la sensación de que habría podido iluminar con la misma facilidad toda la llanura de Salisbury. Su silueta envuelta en túnicas pareció adornar la habitación con tapices clásicos, su gesto épico le convirtió en un panorama de mayor grandeza, hasta que la pequeña figura negra del clérigo moderno dio la impresión de ser un defecto una intrusión, una mancha negra y redonda sobre el esplendor de la Helare.
Parece claro que, por fuera, el Padre Brown tiene perdida la batalla con Kalon. Chesterton lo dice unas páginas antes. Kalon es el bello sacerdote de Apolo y aparece, erguido y con argénteos ropajes, asomado al balcón, mientras el reverendo J. Brown aparece «un cura bajito de cara redonda que lo miraba [a Kalon] desde la calle con ojos parpadeantes», y que es «el feo sacerdote de Cristo».

Pero las verdaderas diferencias -las que en realidad importan- no son las de fuera, sino las de dentro. El Padre Brown era incapaz de mirar a ninguna parte sin parpadear; en cambio, el sacerdote de Apolo podía mirar al sol a mediodía sin mover un párpado.
Hay que elegir, pues, entre la soberbia de quien mira al sol y no se inmuta (o al menos eso parece) y la sencilla normalidad de quien, al verse ciego ante la luz, parpadea de forma espontánea.
La primera opción es sencillamente irrealizable. Quien la practica, se malogra, porque ha olvidado que esos paganos estoicos siempre fracasan por su propia fuerza, porque la adoración a la Naturaleza tiene un lado cruel. La mucha luz produce ceguera.

Me quedo, pues, con el parpadeo del Padre Brown. En esos ojos parpadeantes y vivos están la lucidez y el sentido en su más justa medida.

Chesterton: ‘Mi final es mi principio’

Con motivo aniversario del fallecimiento de Chesterton -el 14 de junio de 1936- decidimos publicar uno de sus últimos textos, en el que explica el sentido de su propia existencia: la segunda mitad del largo capítulo 16 de la Autobiografía (Acantilado, 2003): El Dios de la llave dorada. Como todavía era muy larga, y a su vez podía dividirse coherentemente en otras dos partes, publicamos el día 14 la que titulamos ‘Agradecimiento por el diente de león, y hoy lo que constituiría el último bloque del largo capítulo, a la que hemos denominado ‘Teología del diente de león y filosofía realista’, por su contenido, aunque la entrada está titulada con una frase del final. Como se ve, a GK le interesa hacer pensar y razonar hasta el último minuto, en su perpetuo debate con las carencias intelectuales del mundo moderno. Son los párrafos 21 a 30 del capítulo: tras debatir sobre la actitud vital con que hay que enfrentarse a la vida –que tiene un sentido cósmico para ser plena, pues requiere el misticismo y la teología-, Chesterton repasa brevísimamente todo su sistema filosófico –incluyendo una aguda crítica a la falsa tolerancia de hoy- y concluye de manera característica, son su magistral habilidad para devolvernos al punto de partida -las novelas de misterio- como había empezado el capítulo. Como siempre, si alguien desea leer toda la segunda parte completa (párr. 13-30), puede hacerlo en versión bilingüe.

El fragmento de GK de hoy   procede del cap.16 de su 'Autobiografía', llamado 'El Dios de la llave de oro'

El fragmento de GK de hoy procede del cap.16 de su ‘Autobiografía’, llamado ‘El Dios de la llave dorada’

16.3. Teología del diente de león y filosofía realista
16.3.1 El realismo frente al relativismo actual
He recurrido aquí a una metáfora tópica de un libro de versos afortunadamente olvidado,[1] únicamente porque es ligera y trivial, y los niños pueden dispersarla de un soplido –como si fuera un vilano de cardo- y porque es más apropiado para un lugar como éste, al que no se ajustaría el argumento formal. Pero, a no ser que alguien crea que el concepto no guarda relación con el razonamiento, sino que es sólo una fantasía sentimental sobre malas hierbas o flores silvestres, indicaré superficial y brevemente lo bien que esta imagen encaja en todos los aspectos del razonamiento.
En cuanto a lo primero, un eventual crítico dirá: “¡Vaya tontería que es todo esto! ¿Quiere usted decir que un poeta no puede dar gracias por la hierba y las flores silvestres sin ponerlo en relación con la teología, y no digamos ya que tenga que ser su teología?” A lo que yo respondo: “Sí, quiero decir que no puede hacerlo sin relacionarlo con la teología, a no ser que pueda hacerlo al margen del pensamiento. Si consigue ser agradecido y que no haya nadie a quien agradecer ni buenas intenciones por las que dar las gracias, entonces él simplemente se refugia en ser desconsiderado para evitar tener que ser desagradecido”. Pero, desde luego, el razonamiento va más allá de la gratitud consciente y puede aplicarse a cualquier clase de paz, seguridad o tranquilidad, incluso a la seguridad y la tranquilidad inconscientes.
En último término, incluso la adoración por la naturaleza de los paganos o el amor por la naturaleza de los panteístas dependen tanto de la intención implícita y la bondad objetiva de las cosas como la acción de gracias directa de los cristianos. En realidad, la Naturaleza es, en el mejor de los casos, otro nombre femenino que damos a la Providencia cuando no la tratamos muy en serio, un fragmento de mitología feminista. Hay una especie de cuento de hadas, más adecuado para contarlo al amor de la lumbre que en el altar, en el que lo que se llama Naturaleza puede ser una especie de hada madrina. Pero sólo puede haber hadas madrinas porque hay madrinas; y hay madrinas porque hay madre; y si hay madre, es porque existe un Padre.[2]

Lo que me ha molestado toda la vida sobre los escépticos es su extraordinaria lentitud para llegar a la conclusión, aunque sea sobre sus propias posturas. He escuchado cómo los criticaban o cómo los admiraban por su temeraria precipitación y su imprudente furia innovadora, pero yo siempre he encontrado difícil lograr que se movieran unas pulgadas y terminaran su razonamiento.
Cuando por primera vez se insinuó que tal vez el universo no obedeciera a un gran diseño, sino que tan sólo fuera una excrecencia ciega e indiferente, deberíamos habernos dado cuenta inmediatamente de que aquello impediría para siempre el que un poeta se instalase en los verdes campos como en su casa o buscara inspiración en el cielo azul. La hierba verde pasaría a ser como el verde herrumbre o el verde podredumbre, y dejaría de tener relación con ese algo auténtico con el que tradicionalmente se la ha asociado. De igual forma, el cielo azul nos evocaría lo mismo que una nariz amputada en un congelado universo muerto.
Los poetas, incluso los paganos, sólo pueden creer directamente en la Naturaleza si indirectamente creen en Dios. Si la segunda idea se desvaneciera de verdad, tarde o temprano la primera seguirá el mismo camino. Y aunque sólo sea por una especie de dolorido respeto por la lógica humana, desearía que fuera lo más temprano posible.
Desde luego, un hombre puede mostrar un interés casi animal ante ciertos accidentes de forma y color en una roca o un charco, igual que ante una bolsa para trapos o ante un guardapolvos, pero no puede mostrar eso a lo que se refieren los grandes poetas o los grandes paganos al hablar de los misterios de la Naturaleza o de la inspiración de los poderes elementales. Cuando ya no existe siquiera una vaga idea de los fines o las presencias, entonces el bosque multicolor es realmente una bolsa de trapos, y el espectáculo del polvo queda reducido al guardapolvo. Se puede ver cómo esta constatación invade como una lenta parálisis a todos los poetas modernos que no han reaccionado ante lo religioso. Su filosofía del diente de león no es la de que todas las malas hierbas son flores, sino más bien la de que todas las flores son malas hierbas. En realidad, llega a convertirse en una especie de pesadilla, como si la propia Naturaleza no fuera natural.
Tal vez esa sea la causa por la que muchos de ellos intentan desesperadamente escribir sobre las máquinas, cuyo diseño, de momento, nadie discute. Ningún Darwin ha sostenido todavía que los motores empezaran como esquirlas de metal y que en su mayoría fueran chatarra; o que sólo los coches que por casualidad desarrollaron un carburador sobrevivieron a la lucha por la vida en Piccadilly. Sea cual sea la razón, he leído poemas modernos que claramente intentan que la hierba parezca algo meramente áspero, pinchudo y repugnante como una barbilla sin afeitar.

Ése es el primer distintivo: que este misticismo humano común hacia el polvo, el diente de león, a la luz del día o a la vida diaria del hombre, depende absolutamente y siempre ha dependido de la teología, si es que ha tenido relación con el pensamiento. Y si a continuación me preguntan que por qué esta teología, respondería que porque es la única que no sólo ha pensado, sino que ha pensado en todo.
No sólo no negaré que casi todas las teologías o filosofías contienen una verdad, sino que lo afirmo rotundamente, y de eso es de lo que me quejo. Todas y cada una de las doctrinas o sectas que conozco se conforman con seguir una verdad, bien sea teológica, teosófica, ética o metafísica. Y  cuanto más universales afirman ser, tanto más parece que lo único que hacen es simplemente coger algo y aplicarlo a todo. Un científico y erudito hindú muy brillante me dijo: “Sólo existe una cosa: la unidad y la universalidad. Los puntos en los que las cosas discrepan no son importantes; lo único importante es aquello en lo que coinciden”. Y yo le respondí: “El acuerdo al que realmente queremos llegar es el acuerdo entre acuerdo y desacuerdo. Es el sentido de que las cosas difieren aunque sean una”. Mucho después, descubrí que lo que yo quería decir ya lo había formulado mucho mejor el escritor católico Coventry Patmore: “Dios no es infinito; es la síntesis entre lo infinito y el límite”.
En resumen, los otros profesores eran siempre hombres de una sola idea, aunque aquella única idea fuese la universalidad. Y eran especialmente estrechos cuando su única idea era la amplitud. Sólo he encontrado un credo que no se contenta con una sola verdad, sino únicamente con la Verdad, hecha de un millón de verdades y, sin embargo, una.
Incluso en esta ilustración sobre mis propias fantasías personales, lo que afirmo se demuestra doblemente. Si hubiera divagado como Bergson o Bernard Shaw y hubiera construido mi propia filosofía a partir de mi precioso fragmento de verdad, por el simple hecho de haberla descubierto yo sólito, pronto habría descubierto cómo esa verdad se distorsionaba y convertía en falsedad. Incluso en este caso, hay dos modos en los que podría haberse vuelto contra mí y haberme destrozado: uno habría sido alentando el engaño al que yo estaba más predispuesto; y el otro, excusando la falsedad que me parecía más inexcusable.
Respecto al primero, el sentido exagerado de que aquella luz del día, el diente de león y toda aquella primera experiencia eran una suerte de visión increíble, se habría convertido en mi caso, sin el contrapeso de otras verdades, en algo realmente desequilibrado. Porque la idea de ver visiones estaba peligrosamente cercana a mi vieja pesadilla original, que me había conducido a moverme como en un sueño y, en determinado momento, a perder el sentido de la realidad y con él, gran parte de la responsabilidad. Y en lo tocante a la responsabilidad, en un terreno más práctico y ético, podría haber provocado en mí una especie de quietismo político, al que yo me oponía en conciencia tanto como al cuaquerismo.
Porque, ¿qué habría podido decir yo si un tirano hubiera tergiversado esta idea de la conformidad trascendental y la hubiera convertido en una excusa para la tiranía? Supongamos que hubiera citado mis propios versos sobre la idoneidad de una existencia elemental y sobre la verde visión de la vida; supongamos que lo hubiera utilizado para demostrar que los pobres deben contentarse con cualquier cosa y que hubiera dicho como el viejo tirano: “Que coman hierba”.[3]

En una palabra, tenía el humilde propósito de no ser un maníaco, un monomaniaco, sobre todo, no ser un monomaniaco con una sola idea simplemente porque era la mía. La idea era bastante normal y bastante consistente con la fe; en realidad, era parte de ella. Pero sólo siendo parte de ella, podía haber permanecido normal.
Estoy convencido que esto sirve para casi todas las ideas de las que mis contemporáneos más capaces han extraído nuevas filosofías, muchas de ellas bastante normales al principio. Por tanto, he llegado a la conclusión de que existe una absoluta falacia contemporánea sobre la libertad de las ideas individuales: que tales flores crecen mejor e incluso más grandes en un jardín, y que en pleno campo se marchitan y mueren.

Y de nuevo soy muy consciente de que habrá alguien que haga esa pregunta natural y normalmente razonable: “¿De verdad quiere usted decir que a menos que un hombre acepte el particular credo que usted defiende, no puede poner objeciones a que se pida a la gente que coma hierba?” A esto, de momento, sólo contestaré: “Sí, eso quiero decir, pero no exactamente como usted lo formula”. Sólo añadiré, de pasada, que lo que realmente me subleva a mí y a todos de esa famosa burla del tirano es que transmite la insinuación de que se puede tratar a los hombres como bestias. Añadiré también que mi objeción no desaparecería por el hecho de que las bestias tuvieran suficiente hierba ni aunque los botánicos demostraran que la hierba es la dieta más nutritiva.

16.3.2 La vida, una historia de misterio
Me dirán que por qué ofrezco aquí este puñado de tópicos deshilvanados, tipos y metáforas, todo absolutamente inconexo. Pues porque ahora no estoy exponiendo un sistema religioso: estoy acabando una historia y redondeando lo que –al menos para mí- ha tenido mucho de aventura romántica y de novela de misterio. Es una narración totalmente personal que empezó en las primeras páginas de este libro, y tan sólo estoy respondiendo al final las preguntas que planteé al principio.
He dicho que tuve en la infancia, y en parte la he preservado, cierta debilidad romántica que ni el pecado ni el dolor han podido matar, porque a pesar de no haber tenido graves problemas, he tenido muchos. Un hombre no se hace viejo sin tener preocupaciones, aunque por lo menos yo me he hecho viejo sin aburrirme. La existencia es todavía para mí una cosa extraña y como a una extraña le doy la bienvenida.
Pues bien, para empezar, pongo ese principio de todos mis impulsos intelectuales ante la autoridad a la que finalmente he llegado, y descubro que estaba allí antes de que yo la pusiera. Me ratifico en mi constatación del milagro de estar vivo, no en ese oscuro sentido literario en el que los escépticos lo utilizan, sino en un sentido claro y dogmático que consiste en haber recibido la vida de lo único capaz de obrar milagros.

He dicho que esta tosca y primitiva religión de la gratitud no me salvaba de la ingratitud, del pecado que –para mí- tal vez sea el más horrible porque significa desagradecimiento. Pero también en esto he descubierto que me aguardaba una respuesta. Precisamente porque el mal estaba sobre todo en la imaginación, sólo podía ser penetrado por esa idea de la confesión, que significa el final de la simple soledad y el secreto.
Sólo he encontrado una religión que se atreviera a descender conmigo a mis propias profundidades. Sé, desde luego, que la práctica de la confesión, tras haber sido denigrada durante tres o cuatro siglos y durante gran parte de mi propia vida, se está recuperando con cierto retraso. Los científicos materialistas –siempre por detrás de su tiempo- reivindican todo lo que en ella se denigró como indecente e introspectivo. He oído que una nueva secta ha comenzado una vez más las prácticas de los primitivos monasterios, a tratar la confesión comunitariamente: a diferencia de los primitivos monjes del desierto, a los miembros de esta secta parece gustarles realizar el ritual vestidos con traje de noche.
En resumen, no quiero dar la impresión de que ignoro que distintos grupos en el mundo moderno se preparan para facilitarnos las gracias de la confesión. Ninguno de los grupos, hasta donde yo sé, manifiesta facilitar esa pequeña gracia de la absolución.

He dicho que mis morbideces eran tanto mentales como morales y que se hundían en la más pasmosa profundidad del escepticismo y solipsismo fundamentales. Y una vez más, volví a descubrir que la Iglesia se me había adelantado y había establecido sus inquebrantables bases;  que había afirmado la realidad de las cosas externas, de forma que incluso los locos pudieran oír su voz y que, mediante la revelación que tenía lugar en su mente, empezaran a creer lo que veían.

16.3.3 Conclusión: ‘Mi final es mi principio’
Para terminar, he dicho que he intentado -aunque imperfectamente- servir a la justicia y que he visto nuestra civilización industrial enraizada en la injusticia mucho antes de que se convirtiera en un comentario corriente como lo es hoy en día. Cualquiera que se moleste en mirar los ficheros de los grandes periódicos, incluso de los supuestamente radicales, y vea lo que dicen sobre las grandes huelgas y lo compare con lo que mis amigos y yo decíamos en las mismas fechas, puede fácilmente comprobar si lo que digo es una fanfarronada o una simple realidad.
Pero cualquiera que lea este libro (si alguien lo hace) verá que desde el principio mi instinto sobre la justicia, la libertad y la igualdad era de alguna forma distinto del habitual en mi época, distinto de todas aquellas tendencias dirigidas a la concentración y la generalización. Mi instinto me llevaba a defender la libertad de las naciones pequeñas y de las familias pobres, es decir, una defensa de los derechos del hombre que incluía los derechos de propiedad; sobre todo, la propiedad de los pobres. Realmente no entendí el significado de la palabra libertad, hasta que oí que la llamaban con el nuevo nombre de dignidad humana. Era un nombre nuevo para mí, aunque era parte de un credo con casi dos mil años de antigüedad.
En resumen, había deseado fervientemente que el hombre pudiera ser dueño de algo, aunque sólo fuera de su propio cuerpo. Al ritmo que avanza la concentración de bienes materiales, un hombre no poseerá nada, ni siquiera su propio cuerpo. Se ciernen ya en el horizonte vastas plagas de esterilización o higiene social, aplicadas a todos y que nadie impone. Por lo menos no voy a discutir aquí con las pintorescamente llamadas autoridades científicas del otro lado. He encontrado una autoridad que está de mi lado.

Esta historia, por tanto, sólo puede acabar como una historia de detectives, con respuestas a sus particulares preguntas y con una solución al problema planteado inicialmente. Miles de historias totalmente diferentes, con problemas totalmente distintos han acabado en el mismo punto y con los problemas resueltos.
Pero para mí, mi final es mi principio –como la frase de María Estuardo citada por Maurice Baring– y la aplastante convicción de que existe una llave que puede abrir todas las puertas me devuelve a la primera percepción del glorioso regalo de los sentidos y la sensacional experiencia de la sensación.
Surge de nuevo ante mí, nítida y clara como antaño, la figura de un hombre con una llave que cruza un puente, tal como lo vi cuando por primera vez miré el país de las hadas a través de la ventana del teatrillo de juguete de mi padre. Pero sé que aquel a quien llaman Pontifex -el constructor del puente- también se llama Claviger –el portador de la llave-, y que esas llaves le fueron entregadas para atar y desatar cuando era un pobre pescador de una lejana provincia, junto a un pequeño mar casi secreto.

[1]Se refiere a los versos de Swinburne –el poeta pesimista-, que citó en la parte anterior. Para verlos, pinchar en el enlace de la entrada.
[2] Aunque Olivia de Miguel, la traductora de la Autobiografía ha realizado una gran tarea, consideramos que este fragmento sólo puede comprenderse cabalmente si se confronta con el original inglés: Nature can be a sort of fairy godmother. But there can only be fairy godmothers because there are godmothers; and there can only be godmothers because there is God.
[3] La frase hace referencia a la respuesta de Andrew Myrick, un comerciante de Minnesota, ante la petición de alimentos que el jefe sioux Little Crow le hizo para poder así alimentar a su pueblo, que había sido confinado en una reserva junto al río. Pocos días después se encontró el cadáver de Myrick con la boca llena de hierba y el incidente dio pie a la revuelta de los indios de Minnesota de 1862 [N de OM].

Chesterton y el absurdo: variaciones

En el mundo en que vivimos, donde la verdad y la mentira copulan como en un perverso  incesto, nada es, consecuentemente, verdad ni mentira. O  peor, a la verdad se le llama mentira y se considera verdad lo que es mentira. Por lo cual, nos sentimos atrapados por ‘el padre de la mentira’.

Lewis Carroll, por Hubert von Herkomer. Wikipedia

Lewis Carroll, por Hubert von Herkomer. Wikipedia

Un mundo así confeccionado es un mundo caótico, en el que todo acaba ‘patas arriba’ —sans dessus dessous-; la lógica se convierte en una lógica mefistofélica e inicua y conduce a la razón a inaceptar otro tipo de lógica que va más allá de lo empíricamente comprobable. Ello supone que los conocedores de ese serpenteante camino, vaya hacia la cara oculta y abisal  de la verdad por una senda que parece que niega la recta lógica. Efectivamente, a veces, hay que negar esa razón  compartida, arbitraria, consensuada por el mundo, para poder acercarse a las fuentes luminosas de la verdad que, sin desdecir ni negar la razón humana, la superan y la gozan.

En estas estábamos, cuando recordé que Chesterton escribió que la manera de ser de la existencia es contradictoria. Por eso, me dije, es dual. Porque, en cierto modo, la existencia es dual: experimentamos porque siempre somos niños-adultos  que se reconstruyen en adultos-niños. Y en nuestra perspectiva están presentes infancia y sentimiento crepuscular. Así visto, esta experimentación del antes y del presente parece absurdo o es absurdo: ser y no ser niño por ser adulto; y no ser y ser adulto por ser niño.
Con mucho sentido común, GK Chesterton en su brillante artículo “Defensa del absurdo”, (Disponible en El Acusado (Espuela de plata, 2012) y en Correr tras el propio sombrero y otros ensayos (Acantilado, 2005), nos da una definición acertada y, además, poética: Especie de exuberante travesura alrededor de una verdad probada. Es una bella manera de designar ‘la huida’. O sea, el mundo puede ser absurdo cuando el hombre escapa. Fuga, que en  el medio descrito abyecto en que el hombre vive, es escapatoria de la culpa y también goce de la gracia, en un sucesivo ir y venir a la fe fuerte, habituada a levantarse en toda situación y circunstancia. Sí. Esa es la palabra: escapatoria. El absurdo es escapatoria: falta aparente de fijación. Y, entrados en el mundo del absurdo, hay un momento en que las cosas adquieren un significado global dentro de la razón de la sinrazón.
Esta concepción del absurdo de Chesterton nos indica una superación de una primera etapa. Cuando el autor se nos presenta ahora en su ‘segunda etapa’, sabemos que ha remontado una juventud en la que primaba lo carnavalesco del absurdo: los dioses barrigones de la Antigüedad, el apetito, lo inferior del realismo grotesco.

Portada de 'Alicia en el País de las maravillas'. Alianza Editorial.

Portada de ‘Alicia en el País de las maravillas’. Alianza Editorial.

A poco que indaguemos en su obra, observaremos como en su época de madurez perviven rasgos como el realismo, la parodia y… la barriga. Aunque, no cabe duda de que todo ello se ha transformado por una visión con el denominador común de la humildad, la caridad y el humor, que permiten que el realismo le lleve al conocimiento del misterio de la cotidianidad; que con la parodia, abandonando lo carnavalesco y rabelesiano, se adentre en los confines de la verdad; …y su barriga sea signo del ‘hombre corriente’, llamado a conocer la verdad del misterio.

Volviendo a los conceptos de absurdo y sinrazón y huida… giramos para hablar de otro concepto: la ficción.
El absurdo no es tanto el acto como el sujeto productor del acto. No es tanto el texto como su autor. Recurrimos de nuevo a autor de Ortodoxia, que nos demuestra que no es absurdo el libro Alicia en el país de las maravillas, sino su autor, Lewis Carroll. Escribe Chesterton: Lewis Carroll llevaba una vida en la que habría tronado contra cualquiera por pisar el césped, y otra en la que decía alegremente que el sol era verde y la luna azul; estaba dividido por naturaleza, con un pie en ambos mundos, en la postura perfecta para el absurdo moderno. Su País de las Maravillas es un país habitado por matemáticos locos. Sentimos que el conjunto es una escapatoria a un mundo de mascarada, intuimos que, si pudiéramos atravesar sus disfraces, tal vez descubriéramos que Humpty Dumpty y la liebre de Marzo eran profesores y doctores de teología disfrutando de unas vacaciones mentales (p.359 de la ed. de Acantilado). Y yo añadiría que ‘desdisfrazados’, dejarían de ser el otro polo de la dualidad, dejarían de ser ficción.
Nos preguntamos, pues: ¿la exuberante travesura es ficción literaria frente a la verdad? Si ello es así, derivamos dos consecuencias, que requerirán en el futuro, un más amplio desarrollo. Por un lado, lo absurdo, más o menos aparente, cuando es contaminado por la poesía (ficción de ficciones) nos sitúa ante ‘l´art pour l´art’ Un arte por el arte que no nos seduce ni conquista con su fingida neutralidad moral ni con su engreída estética;  en segundo lugar, la ficción reivindica su carácter de ‘verdad literaria’, al contagiarse de los matices morales que aportan los conceptos denotados. En definitiva, tanto la consideración de una ‘verdad literaria o ficcional’, como el carácter ebúrneo del ‘arte por el arte’ ha llevado a que algunos lectores, simplistamente, hayan reducido la ficción literaria a ‘mentira moral’, lo cual parcialmente puede ocurrir.

Una carta del joven Chesterton, enamorado

Al fin he podido conseguir el primero de los volúmenes que Maisie Ward escribió sobre Chesterton. Maisie Ward (1889-1975) fue editora de algunas de sus obras y escribió la primera gran biografía, de la que son deudores todos los trabajos posteriores, con gran cantidad de fuentes primarias, muchas no disponibles de otra manera. Fue publicada en Buenos Aires en castellano en 1947, pero la versión original puede encontrarse en el Project Gutenberg. Como amiga personal de GK y su mujer, y de muchos de sus colegas, Ward pudo tener acceso a gran cantidad de fuentes, especialmente cartas, que nos muestran otra cara de Chesterton. Otra faceta, pero lógicamente, no muy distinta de las que ya conocemos.

Los jóvenes Gilbert y Frances

Los jóvenes Gilbert y Frances

Así que el mejor homenaje a esta obra va a ser la publicación de una carta del propio GK. Y como últimamente tenemos un tono demasiado serio, vamos a mostrar al más genuino Chesterton desde muy joven (1896). Es una misiva -sin fecha, como solía hacer GK- en la que cuenta a la novia de su amigo Waldo d’Avigdor, que está enamorado de Frances Blogg:

Querida Mildred:
Al levantarme esta mañana, lavé cuidadosamente mis botas con agua caliente y embetuné mi cara. Luego, poniéndome el chaqué con grácil facilidad y los faldones delante, bajé a desayunarme y alegremente vertí el café sobre las sardinas y puse el sombrero a cocer en el fuego. Estas actividades le darán una idea de mi estado de ánimo. Mi familia, viéndome salir de la casa por la chimenea y llevarme la rejilla del guardafuegos bajo el brazo, pensaron que alguna cosa preocupaba mi espíritu. Y era cierto.
Amiga mía, estoy comprometido. Sólo lo digo ahora a mis verdaderos amigos, pero no cabe duda de ello. La pregunta que surge en seguida es ¿con quién estoy comprometido? He estudiado el problema con gran atención y, por lo que puedo ver, las mejores autoridades indican a Frances Blogg. No creo que exista ninguna duda razonable de que ella es la dama. Es mejor tener ideas claras sobre estas cuestiones secundarias.
Soy demasiado feliz para escribir mucho, pero creí que quizá, recordase usted mi existencia lo bastante para interesarse en el incidente.
Waldo me ha ayudado tanto en esto y en todo, y estoy tan interesado en usted por amor de los dos, que me siento alentado a esperar que subsista nuestra amistad. Si alguna vez he cometido alguna descortesía o necedad, fue por inadvertencia. Siempre deseé complacerla (G.K. Chesterton, por Maisie Ward, p.83-4).

Una clave de Chesterton: llegar a las últimas consecuencias, en el pensamiento y en la vida. El ejemplo de la confesión

Con motivo del 78 aniversario de la muerte de GK hemos publicado un texto –El sentido de mi existencia-, quizá uno de los últimos escritos de su vida, pues concluyó la Autobiografía –es un fragmento del último capítulo, n.16- pocos meses antes de morir.
Al releerlo, para comentar no he podido resistir la tentación de volver a colocar de nuevo algunos fragmentos de los párrafos 13 y 14. No quiero a hacer –como él mismo señala en uno de los subpárrafos suprimidos- una apología del Cristianismo, pues para eso hay otros lugares. Lo que me interesa destacar ahora es cómo GK comprende una determinada verdad y la lleva a sus últimas consecuencias (precisamente lo que en los párrafos siguientes criticará de pesimistas y optimistas: que no fundamentan bien sus argumentos, como él hace). Se puede estar de acuerdo o no, pero es innegable su capacidad por esforzarse en llegar hasta el fondo de lo que tiene entre manos: eso lo hizo rebelde en su tiempo, y lo hará rebelde también ante los conformistas de cualquier tipo, también de su propia religión, especialmente aquellos que ‘no se enteran’ en qué consiste ésta.

Confesonarios en la JMJ de Río de Janeiro, en 2013. Panorama móvil.

Confesonarios en la JMJ de Río de Janeiro, en 2013. Panorama móvil.

Cuando la gente me pregunta: “¿Por qué abrazó usted la Iglesia de Roma?”, la respuesta fundamental –aunque en cierto modo elíptica- es: “Para librarme de mis pecados”, pues no hay otra organización religiosa que realmente admita librar a la gente de sus pecados. Está confirmado por una lógica que a muchos sorprende, según la cual la Iglesia concluye que el pecado confesado y adecuadamente arrepentido queda realmente abolido, y el pecador vuelve a empezar de nuevo como si nunca hubiera pecado. Y esto me retrae vivamente a aquellas visiones o fantasías de las que ya he tratado en el capítulo dedicado a la infancia. En él hablaba de aquella extraña luz, algo más que la simple luz del día, que todavía parece brillar en mi memoria sobre los empinados caminos que bajaban de Campden Hill, desde donde se podía ver, a lo lejos, el Palacio de Cristal.
Pues bien, cuando un católico se confiesa, vuelve realmente a entrar de nuevo en ese amanecer de su propio principio y mira con ojos nuevos, más allá del mundo, un Palacio de Cristal que es verdaderamente de cristal. Él cree que en ese oscuro rincón y en ese breve ritual, Dios vuelve a crearle a Su propia imagen. Se convierte en un nuevo experimento de su Creador, tanto como lo era cuando tenía sólo cinco años. Se yergue, como dije, en la blanca luz del valioso principio de la vida de un hombre. La acumulación de años ya no puede aterrorizarle. Podrá estar canoso y gotoso, pero sólo tiene cinco minutos de edad.
[…]
El sacramento de la penitencia otorga una nueva vida y reconcilia al hombre con todo lo vivo, pero no como hacen los optimistas, los hedonistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don tiene un precio y está condicionado por un reconocimiento. En otras palabras, el nombre del precio es la Verdad, que también puede llamarse Realidad: se trata de encarar la realidad sobre uno mismo. Cuando el proceso sólo se aplica a los demás, se llama Realismo (Autobiografía 16, 13-14).

Es frecuente el lenguaje hiperbólico en Chesterton, como este terrible que aparece en la introducción a El acusado: En algunas mesetas infinitas como enormes planicies que hubieran cobrado alturas vertiginosas, pendientes que parecen contradecir la idea de la existencia de algo semejante al nivel y nos hacen advertir que vivimos en un planeta con un techo inclinado, encontraremos, de vez en cuando, valles enteros cubiertos de rocas sueltas y cantos rodados tan enormes como montañas rotas. Todo podría ser una creación experimental destrozada. […] el escenario de la lapidación de algún profeta prehistórico, un profeta mucho más gigantesco que los profetas posteriores como esos peñascos en comparación con simples guijarros. Aquel profeta habría pronunciado unas palabras –unas palabras que resultarían ignominiosas y terribles-, y el mundo, aterrorizado, lo habría enterrado bajo un desierto de piedras (El acusado, 1-01).
Pero, ¿de qué otra manera se puede expresar el misterio inefable que significa comprender que –por medio de la confesión- uno vuelve a tener cinco minutos de edad, tener cinco años, perder el miedo a los errores cometidos y volver a ser un nuevo experimento del Creador, a cuya semejanza estamos hechos?

Galería

Presentación del libro «Pensar con Chesterton»

Esta galería contiene 13 fotos.

Puesto que anunciamos la presentación del libro Pensar con Chesterton, ahora nos hacemos eco del éxito de la misma, reblogueando la entrada del Colegio Mayor Albalat, de Valencia, donde tuvo lugar, con un salón de actos lleno, como puede verse … Sigue leyendo

Chesterton: ‘El sentido de mi existencia y el agradecimiento por el diente de león’

Hoy 14 de junio, se cumplen 78 años del fallecimiento de Chesterton. Tocaba publicar un texto de GK, y hemos pensado que el mejor que podríamos seleccionar es la segunda parte del cap.16 de su propia Autobiografía (Acantilado, 2003, traducción de Olivia de Miguel), en el que responde a las preguntas con las que se inicia el libro: si el primer capítulo se llama El hombre de la llave dorada, el último es El Dios de la llave dorada.
Como hemos publicado ya, GK veía la vida como un enigma de detectives, y de hecho, la primera parte está dedicada a las novelas de detectives, concretamente a su encuentro con el sacerdote John O’Connor, y cómo le serviría de inspiración para la creación del famoso Padre Brown. La resolución de su enigma está en la segunda parte y nos vamos a limitar a ella. Como sigue siendo aún bastante extensa y puede a su vez dividirse en dos con naturalidad, nos quedaremos hoy con la primera parte –párrafos 13-21, a los que nos hemos permitido el mismo titulo con que a entrada-; la parte final –párrafos 22-30, “teología del diente de león y filosofía realista”- aparecerá el fin de semana que viene.
Dado que es un texto muy largo, lo publicamos con los criterios que venimos aplicando en el Chestertonblog, para servir de guía al lector menos avisado: si es demasiado extenso, colocamos subtítulos; los inmensos párrafos de GK son a su vez subdivididos, pero se puede observar la estructura inicial porque hay un espacio añadido. Y en cuanto a la traducción –aunque es razonablemente buena-, se modifica cuando se considera que aún se puede entender mejor el sentido original de la expresión. Si alguien quiere –como siempre- confrontarla, aquí está la versión bilingüe completa (Cap. 16, párr.13-30).

Dandelion grande

Esta foto, en la que una niña ofrece una flor a GK, es conocida como ‘The Dandelion’, el ‘Diente de león’. www.gkc.org.uk

16.2 El sentido de mi existencia y el agradecimiento por el diente de león’

16.2.1 La confesión y el poder comenzar de nuevo
Cuando la gente me pregunta: “¿Por qué abrazó usted la Iglesia de Roma?”, la respuesta fundamental –aunque en cierto modo elíptica- es: “Para librarme de mis pecados”, pues no hay otra organización religiosa que realmente admita librar a la gente de sus pecados. Está confirmado por una lógica que a muchos sorprende, según la cual la Iglesia concluye que el pecado confesado y adecuadamente arrepentido queda realmente abolido, y el pecador vuelve a empezar de nuevo como si nunca hubiera pecado. Y esto me retrae vivamente a aquellas visiones o fantasías de las que ya he tratado en el capítulo dedicado a la infancia. En él hablaba de aquella extraña luz, algo más que la simple luz del día, que todavía parece brillar en mi memoria sobre los empinados caminos que bajaban de Campden Hill, desde donde se podía ver, a lo lejos, el Palacio de Cristal.
Pues bien, cuando un católico se confiesa, vuelve realmente a entrar de nuevo en ese amanecer de su propio principio y mira con ojos nuevos, más allá del mundo, un Palacio de Cristal que es verdaderamente de cristal. Él cree que en ese oscuro rincón y en ese breve ritual, Dios vuelve a crearle a Su propia imagen. Se convierte en un nuevo experimento de su Creador, tanto como lo era cuando tenía sólo cinco años. Se yergue, como dije, en la blanca luz del valioso principio de la vida de un hombre. La acumulación de años ya no puede aterrorizarle. Podrá estar canoso y gotoso, pero sólo tiene cinco minutos de edad.

No estoy defendiendo aquí doctrinas como la del sacramento de la penitencia, ni tampoco la doctrina igualmente asombrosa del amor de Dios al hombre. No estoy escribiendo un libro de controversia religiosa, de los que ya he escrito varios y probablemente, si amigos y parientes no me lo impiden violentamente, escriba algunos más. Aquí estoy ocupado en la malsana y degradante tarea de contar la historia de mi vida, y sólo tengo que exponer los efectos reales que estas doctrinas tuvieron en mis propios sentimientos y actos.
Dada la naturaleza de esta tarea, me interesa especialmente el hecho de que estas doctrinas parecen aglutinar toda mi vida desde el principio como ninguna otra doctrina podría hacerlo. Y sobre todo, solucionan simultáneamente mis dos problemas: el de mi felicidad infantil y el de mis cavilaciones juveniles. Han influido en una idea que –espero que no resulte pomposo decirlo- es la idea principal de mi vida; no diré que es la doctrina que he enseñado siempre, pero es la que siempre me hubiera gustado enseñar. Es la idea de aceptar las cosas con gratitud y no como algo debido.
El sacramento de la penitencia otorga una nueva vida y reconcilia al hombre con todo lo vivo, pero no como hacen los optimistas, los hedonistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don  tiene un precio y está condicionado por un reconocimiento. En otras palabras, el nombre del precio es la Verdad, que también puede llamarse Realidad: se trata de encarar la realidad sobre uno mismo. Cuando el proceso sólo se aplica a los demás, se llama Realismo.

Empecé siendo lo que los pesimistas llamaban un optimista; he terminado por ser lo que los optimistas probablemente llamarían un pesimista. En realidad, no he sido nunca ni lo uno ni lo otro, y ciertamente no he cambiado lo más mínimo. Empecé defendiendo los buzones de correos y los rojos ómnibus victorianos –aunque fueran feos- y he acabado por denunciar la publicidad moderna o las películas americanas –aunque sean bonitas.
Lo que intentaba decir entonces es lo mismo que intento decir ahora. Incluso la más profunda revolución religiosa sólo ha logrado confirmarme en el deseo de decirlo, porque, desde luego, jamás vi las dos caras de esta sencilla verdad formuladas juntas en ningún sitio hasta que abrí el ‘Penny Catechism’[1] y leí las siguientes palabras: “Los dos pecados contra la esperanza son la presunción y la desesperación”.

16.2.2 El asombroso diente de león

Diente de león. Sample text

Diente de león. Feepik.es

Empecé a buscar a tientas esa verdad en mi adolescencia, y lo hice por el lado equivocado, por el confín de la tierra más alejado de la esperanza puramente sobrenatural. Pero tuve desde el principio -incluso sobre la más tenue esperanza terrenal o la más pequeña felicidad terrenal- una sensación casi violentamente real de aquellos dos peligros: el sentido de que la experiencia no debe ser estropeada por la presunción ni la desesperación.
Por tomar un fragmento que venga al caso, en mi primer libro de poemas juvenil, me preguntaba yo qué encarnaciones o purgatorio prenatal debía de haber vivido para haber logrado la recompensa de contemplar un diente de león. Ahora sería fácil datar la frase valiéndose de ciertos detalles -si el asunto mereciera la pena, aunque fuera para un comentarista- o averiguar cómo podía haberse formulado posteriormente de otra manera. No creo en la reencarnación, si es que creí en ella alguna vez, y desde que tengo jardín (porque no puedo decir desde que soy jardinero), me he dado cuenta mejor que antes de lo perjudiciales que son las malas hierbas.[2]
Pero en esencia, lo que dije del diente de león es exactamente lo que diría sobre el girasol, el sol o la gloria que, como dijo el poeta, es más brillante que el sol. El único modo de disfrutar hasta de una mala hierba es sentirse indigno incluso de una mala hierba. Pero hay dos maneras de quejarse de la mala hierba o de la flor. Una es la que estaba de moda en mi juventud y otra la que está de moda en mi madurez. No sólo ambas son erróneas, sino que lo son porque la misma cosa sigue siendo verdad. Los pesimistas de mi adolescencia, confrontados con el diente de león, decían con Swinburne:

Estoy cansado de todas las horas,
capullos abiertos y flores estériles,
deseos, sueños, poder
y de todo, salvo del sueño.

Y por eso los maldije, los pateé y monté un espectáculo tremendo: me convertí en el adalid del Diente de León y me coroné con un exuberante diente de león.
Pero hay otro modo de despreciar el diente de león que no es el del pelmazo pesimista, sino el del optimista agresivo. Puede hacerse de varias formas; una de ellas consiste en decir: “En Selfridge’s puedes encontrar mejores dientes de león” o “En Woolworth’s puedes conseguir dientes de león más baratos”. Otra forma de hacerlo es observar con un deje indiferente: “Desde luego, nadie, salvo Gamboli en Viena comprende realmente el diente de león”; o decir que desde que el superdiente de león se cultiva en el Jardín de las Palmeras de Frankfurt, ya nadie soporta el viejo diente de león; o sencillamente burlarse de la miseria de regalar dientes de león cuando las mejores anfitrionas te ofrecen una orquídea para la solapa y un ramito de flores exóticas para llevar.
Todos estos son métodos para devaluar una cosa por comparación: porque no es la familiaridad, sino la comparación lo que provoca el desprecio. Y todas esas comparaciones capciosas se basan en último término en la extraña y asombrosa herejía de que el ser humano tiene derecho al diente de león; que de modo extraordinario podemos ordenar que se recojan todos los dientes de león del Jardín del Paraíso; que no debemos agradecimiento alguno ni tenemos por qué maravillarnos ante ellos; y sobre todo que no debemos extrañarnos de sentirnos merecedores de recibirlos. En lugar de decir, como el viejo poeta religioso, “¿Qué es el hombre para que Tú lo ames o el hijo del hombre para que Tú le tengas en cuenta?”,[3] decimos, como el taxista irascible: “¿Qué es esto?”; o como el comandante malhumorado en su club: “¿Es esta chuleta digna de un caballero?”
Pues bien, no sólo me desagrada esta actitud tanto como la del pesimista al estilo de Swinburne, sino que creo que se reducen a lo mismo: a la pérdida real de apetito por la chuleta o por el té de diente de león. A eso se le llama Presunción y a su hermana gemela, Desesperación.

16.2.3 Humildad y agradecimiento, pesimismo y optimismo
Este es el principio que yo mantenía cuando a Mr. Max Beerbohm le parecía un optimista, y este es el principio que sigo manteniendo cuando a Mr. Gordon Selfridge, sin duda, debo parecerle un pesimista. El objetivo de la vida es la capacidad de apreciar: no tiene sentido no apreciar las cosas como tampoco tiene ningún sentido tener más cosas, si tienes menos capacidad de apreciarlas.
Originalmente dije que una farola de barrio, de color verde guisante, era mejor que la falta de luz o a la falta de vida, y que si era una farola solitaria, podíamos ver mejor su luz contra el fondo oscuro. Sin embargo, al decadente de mi época juvenil, le angustiaba tanto ese hecho que querría colgarse de la farola, apagar su luz y dejar que todo se sumiera en la oscuridad original. El millonario moderno se me acerca corriendo por la calle para decirme que es un optimista y que tiene dos millones y medio de farolas nuevas, todas pintadas, ya no de aquel verde guisante victoriano, sino de un futurista cromo amarillo y azul eléctrico, y que piensa plantarlas por todo el mundo en tales cantidades que nadie se dará cuenta de su existencia, especialmente, porque todas serán exactamente iguales.
Yo no veo qué tiene el optimista para sentirse optimista. Una farola puede ser significativa aunque sea fea, pero él no hace que la farola sea significativa, sino que la convierte en algo insignificante.

En resumen, me parece que poco importa si un hombre está descontento en nombre del pesimismo o del progreso, si su descontento paraliza su capacidad para apreciar lo que tiene. Lo realmente difícil para el hombre no es disfrutar de las farolas o los paisajes, ni disfrutar del diente de león o de las chuletas, sino disfrutar del placer. Mantener la capacidad de degustar realmente lo que le gusta: ése es el problema práctico que el filósofo tiene que resolver.
Y me parecía al principio, como me parece al final, que los pesimistas y los optimistas del mundo moderno han confundido y enturbiado este asunto, por haber dejado a un lado el antiguo concepto de humildad y agradecimiento por lo inmerecido. Este asunto es mucho más importante que mis opiniones, pero, de hecho, fue al seguir ese tenue hilo de fantasía sobre la gratitud –tan sutil como esos abuelos de diente de león que se soplan al hilo de la brisa como vilanos de cardo- como llegué finalmente a tener una opinión que es más que una opinión. Tal vez sea la única opinión que es realmente más que una opinión.

Este secreto de aséptica sencillez era verdaderamente un secreto. No era evidente, y desde luego, en aquella época no era en absoluto evidente.
Era un secreto que ya casi se había desechado y encerrado totalmente junto a ciertas cosas arrinconadas y molestas, y se había encerrado con ellas, casi como si el té de diente de león fuera realmente una medicina y la única receta perteneciera a una anciana, una vieja harapienta e indescriptible, con fama de bruja en nuestro pueblo. De todas formas, es cierto que tanto los felices hedonistas como los desgraciados pesimistas mantenían una actitud defensiva, provocada por el principio opuesto del orgullo. El pesimista estaba orgulloso del pesimismo porque pensaba que nada era lo bastante bueno para él; el optimista estaba orgulloso del optimismo porque pensaba que nada era lo bastante malo como para impedir que él sacara algo bueno.
En ambos grupos había hombres muy valiosos, hombres con muchas virtudes, pero que no sólo carecían de la virtud en la que estoy pensando, sino que jamás habían pensado en ella. Decidían que o bien la vida no merecía la pena, o bien que tenía muchas cosas buenas. Pero ni se les ocurría la idea de que pudiera sentirse una enorme gratitud incluso por un bien pequeño.
Y cuanto más creía que la clave había que buscarla en aquel principio, por extraño que pareciese, más dispuesto estaba a buscar a aquellos que se especializaban en la humildad, aunque para ellos fuera la puerta del cielo y para mí la de la tierra.

Porque nadie más se especializa, en ese estado místico en el que la flor amarilla del diente de león es asombrosa por inesperada e inmerecida.
Hay filosofías tan variadas como las flores del campo; algunas son malas hierbas y algunas, malas hierbas venenosas. Pero ninguna crea las condiciones psicológicas en las que por primera vez vi –o deseé ver- la flor.

Los hombres se coronan de flores y presumen de ellas; o duermen en un lecho de flores y las olvidan; o las nombran y numeran con objeto de cultivar una super-flor para la Exposición Internacional de Flores. Pero por otro lado, pisotean las flores como una estampida de búfalos; o las desarraigan como un pueril mimetismo de la crueldad de la naturaleza; o las arrancan con los dientes para demostrar que son iluminados pesimistas filosóficos. Sin embargo, respecto al problema original con el que empecé, el mayor aprecio imaginativo de la flor que fuera posible, ellos no hacen nada, salvo disparates; ignoran los hechos más elementales de la naturaleza humana, y al trabajar sin pies ni cabeza en todas las direcciones, todos sin excepción se equivocan en su trabajo.
Desde la época a la que me refiero, el mundo ha empeorado todavía más en este aspecto. Se ha enseñado a toda una generación a decir tonterías a voz en grito sobre su “derecho a la vida”, “derecho a la experiencia” y “derecho a la felicidad”. Los lúcidos pensadores que hablan de este modo, en general, acaban la enumeración de todos estos extraordinarios derechos diciendo que no existe el bien y el mal. En ese caso, es algo difícil especular de dónde puedan proceder esos derechos.
Pero yo al menos me inclinaba cada vez más hacia esa vieja filosofía que sostenía que sus verdaderos derechos tenían el mismo origen que el diente de león y que ellos jamás podrían valorar ninguno de los dos si no reconocían su fuente de procedencia. Y en ese sentido último, el hombre no creado, el hombre nonato, no tiene derecho siquiera a ver el diente de león, porque él no podría haber creado ni el diente de león ni la vista.

[1] Las raíces del ‘Catecismo de la doctrina cristiana’ se remontan al siglo XVI. Fue redactado por los disidentes anglocatólicos (English Catholic Recusants) exiliados en el norte de Francia. Cientos de generaciones de escolares ingleses lo han conocido como ‘Penny Catechism’ [Nota de Olivia de Miguel].
[2]Aunque la tradición de este conocido fragmento rodee de un cierto halo al diente de león, el propio GK nos recuerda que no deja de ser una mala hierba.
[3] Paráfrasis del Salmo 8, 5.