Archivo del Autor: Alfonso Paredes

El tweed y otros detalles british

Me entusiasma cómo arrancan las historias del Padre Brown. Son como el primer plano de una película que promete. Con pocas y precisas palabras -y ese ritmo tan propio de la prosa inglesa, contenido y elegante-, Chesterton describe un personaje enigmático. Lea, por ejemplo, cómo empieza El paraíso de los ladrones:

El gran Muscari, el más original de los jóvenes poetas toscanos, entró rápidamente en su restaurante favorito, que daba al Mediterráneo y estaba cubierto por un toldo y cercado por pequeños naranjos y limoneros.

Sencillo, pero muy completo. Merece la pena leer despacito (primera redundancia: ¿es que podemos llamar lectura a unos frenéticos vagabundeos por el libro?). No hay detalle que perder. ¿Quién este Muscari que aquí comparece, poeta toscano y refinado? ¿Qué va a acontecer en ese bello paraje, frente al mar, a la sombra de un toldo y con el aroma entremezclado de árboles frutales? Uno lee ese principio y tiene que seguir leyendo.

Continúa después de la descripción del gran Muscari (que, más por respeto al lector interesado que por falta de ganas, aquí omitiré), y, a renglón seguido, se cita a la hermosa hija de un banquero de Yorkshire. Luego se insinúa apenas la presencia discreta de un par de curillas (uno de ellos, claro está, el Padre Brown), y es entonces cuando un personaje misterioso se dirige al poeta toscano. Es un tipo cuya «figura iba vestida con un tweed a cuadros; llevaba una corbata rosa, el cuello almidonado y unas enormes botas amarillas». Uno lee eso -¡y estamos sólo en el cuarto párrafo!- y sabe que hay que seguir leyendo. Un poeta, dos curas, un restaurante, la bella hija del banquero y ese tipo del tweed. Esto promete.

Aclaro que, desde luego, mi intención no es glosar aquí cada uno de los párrafos del relato citado. Eso sería, además de farragoso, inútil, y pura vanidad de lector. Lo que Chesterton escribió se explica por sí mismo. Ni sobra nada ni hay, a mi juicio, nada que añadirle.

Sólo pretendo destacar que, para gozo del lector moroso (segunda redundancia: ¿es que podemos llamar lectura a la mera voracidad por consumir el núcleo de la historia?), en estos relatos hay un sinfín de pequeñas cosas. Detalles muy british.

Así sucede, por ejemplo, en El paraíso de los ladrones. Los hechos discurren en Italia, como queda dicho; y esa ubicación es perfecta para que, por contraste, Chesterton haga aflorar detalles típicos de Inglaterra. Hay un personaje del que siempre se dice que lleva un traje de tweed (y recuérdese que estamos frente al Mediterráneo, a la sombre de un toldo, con calor, entre naranjos y limoneros). Hay un momento en el que, al estrellarse el carruaje en el que viajan, el poeta Muscari y la bella hija del banquero se tocan. Es algo fortuito, y se describe de una forma delicadamente inglesa (o, tanto monta, británicamente delicada): «Muscari le echó un brazo por encima a Ethel, que se agarró a él y soltó un grito. Momentos así eran los que daban sentido a la existencia del joven».

También hay momentos para la amable crítica hacia los compatriotas. Suenan a lo lejos unos caballos y un italiano se percata de ello. No así el británico, porque todo sucede «mucho antes de que la vibración alcanzara los menos experimentados oídos ingleses». Que los ingleses son duros de oído, vamos.

Los detalles son múltiples, y sin duda le toca al lector descubrirlos (y, tras el esfuerzo de la búsqueda, disfrutarlos). Todo es de una contención muy inglesa. No me resisto, pues -y así advertirá el lector que yo no soy contenido… ni inglés-, a transcribir de qué forma se justifica que un bandolero pretenda liberar sólo al Padre Brown y a Muscari (y no, por contra, al resto de los rehenes):

«Al reverendo Padre Brown y al famoso signor Muscari los liberaré mañana al amanecer y los escoltaré hasta los límites de mis dominios. Los curas y los poetas, si me perdonan la sencillez de mi lenguaje, nunca tienen dinero. Así que (puesto que es imposible sacarles nada) lo mejor es aprovechar la oportunidad de demostrar nuestra admiración por la literatura clásica y nuestra reverencia hacia la Santa Madre Iglesia».

No son sólo detalles, curiosidades, menudencias para un lector sibarita. Son las pequeñas cosas que dan vida y verosimilitud al relato, y que le confieren ese tono tan particular a las historietas de nuestro cura-sabueso, esa sonrisa brit con la que se leen.

Sucede en fin que, como ha escrito recientemente un experto en anglofilia (Ignacio Peyró, en su impagable Pompa y circunstancia), «al cabo, esa sonrisa de Chesterton no era sino la bienvenida a las cosas tan serias que tenía que decir».

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Y sin la ayuda de Flambeau

Show must go on, me dije; y a continuación tomé aliento. Me parecía -y me parece- una buena idea seguir adelante con este blog. Así lo querría sin duda su fundador y principal artífice. Así que, libro en mano, volví a los relatos del Padre Brown, a esa prosa que ya me resulta tan familiar. Intenté leer, concretarme, seguir la historia que de nuevo presentaba tan discretamente a nuestro sabio curilla de Norfolk.

Pero no lo logré. Lo confieso. Me venían a la cabeza las discusiones epistolares que, meses antes, había tenido con Juan Carlos de Pablos sobre Chesterton, lo chestertoniano, la literatura, las ideas más o menos locas de este mundo apasionante que vivimos. Y, despistado, perdido ya el hilo de la madeja del Padre Brown (siempre es una madeja manejable, porque sus relatos no son un puzzle arbitrario de mil piezas), me vino a la cabeza una poesía sobre la grandeza de la vida corriente. A Juan Carlos, con quien apenas tuve ocasión de hablar de poesía (aunque sí tuve el honor de facilitarle la lectura de «El Rey David», del chileno Ibañez Langlois), le hubiera gustado. Y creo que me hubiera pedido una entrada, porque habría visto en ella un toque chestertoniano, propio de ese «cuadrúpedo del hogar» que GKC formó con su querida Frances.

El poema en cuestión se titula «Alquimia de las horas» y es de un joven poeta granadino (¡otra vez Granada!) que se llama Jesús Montiel (y que, no por casualidad, es un consumado experto en Chesterton). Dice así:

ALQUIMIA DE LAS HORAS

No hace falta escapar de la ciudad
y habitar con el viento las montañas.
No hay que aprender la lengua de los árboles
o construir una cabaña humilde
hundida en la quietud de un paisaje milenario.

La santidad se encuentra en este plato
que enjabono para que coman otros,
en este viejo libro que me gusta
y que abandono para poner la lavadora,
en el camino hacia el supermercado
para que tú descanses.

Consiste en aferrarse a lo fugaz,
trocar lo cotidiano
en amorosa permanencia,
predisponer los ojos al asombro
y aceptar la misión de ser la piedra
que origina las ondas en el charco.

¡Eso es! Ahí está Chesterton: en esa mirada tan predispuesta al asombro (¿por qué, si no, esas magníficas paradojas, esa genialidad de darle a toda la vuelta y mirarlo del revés?) y en esa tarea provocativa (acaso una vocación santa) de agitar las aguas y de evitarnos así el marasmo.

Así pues, que hoy me disculpe el Padre Brown. Esta vez, con su permiso, el misterio ha venido a desvelarlo una poesía. Y sin tener siquiera la ayuda de Flambeau.

Juancarlos y el rostro de Chesterton

[A Juan Carlos de Pablos, in memoriam]

Conocí a Juan Carlos de Pablos el día 28 de abril de 2014. Había perpetrado yo un breve texto sobre el Padre Brown y, como un mensaje en una botella, lo había lanzado a la blogosfera. Pensé que nadie lo leería, o que, si alguien lo leía, no tendría la suficiente paciencia como para ponerme unas letras. Me equivocaba. Hay mucha gente buena esparcida por el mundo. Gente como Juancarlos (así firmaba siempre los correos electrónicos que me envió durante los nueve meses siguientes): paciente, muy sabia y muy generosa con su tiempo. Gente que se da a los demás. Gente como Juancarlos.

Ese mismo día me escribió proponiéndome incorporarme al Chestertonblog, esta criatura suya tan llena de vida, de sabiduría y de inocencia. Acepté de inmediato, pero con una condición: que él me fuera guiando por los pasadizos (o, mejor dicho, por las amplias avenidas) de la obra de nuestro querido GKC.

Y así hizo Juancarlos, con paciencia y mucha laboriosidad. Comenzó a enviarme textos sobre el Padre Brown: de Boyd, de Pearce, de Seco… Por su culpa (¡bendita culpa!) me hice urgentemente con el número que The Chesterton Review dedicó a los relatos del cura sabueso de Norfolk, y durante meses me crucé con Juancarlos muchos correos en los que discutíamos fraternalmente sobre aspectos nimios de las entradas del Chestertonblog (que si unas comillas aquí, que si mejor separar esta idea en dos párrafos; cosas así). Desde el primer momento me admiraron la cordialidad y el buen humor de Juancarlos.

Andando el tiempo, supimos algo más de nuestras vidas respectivas. Por e-mail hablamos de nuestras familias y de Chesterton, y nos hicimos amigos. Muy amigos. Como todo comenzó por correo, por correo solíamos echar nuestras parrafadas; hasta el día, allá por septiembre, en que hablamos por teléfono un buen rato. Entonces ya me contó más acerca de su enfermedad. Y entonces fue cuando mi admiración creció aún más, porque, en la adversidad, el buen humor de Juancarlos era proverbial. Un hombre verdaderamente chestertoniano.

Un día le propuse ilustrar mis entradas sobre el Padre Brown con algún dibujo. Le gustó la idea. También le dije que mi mujer estaba preparando un retrato sobre nuestro personaje. Esa idea le gustó aún más. En un correo me dijo: “Me gustaría ser el primero en conocer el rostro del Padre Brown”.

Hablé con Juancarlos por última vez la semana pasada. Fue una conversación breve, porque él ya hablaba con dificultad. Pero fue, como siempre, una conversación gozosa. Volví a sentir su aliento de profesor universitario, su buen humor de padre de familia y su esperanza de amigo de Dios. Juancarlos se despidió con gracia: “Adiós, dibujante”, me dijo. Sabíamos ambos que era nuestra última conversación.

Hace dos días, Alejandro Romero me avisó de que Juancarlos había fallecido. Lloré, recé e hice rezar a los demás. Di gracias a Dios por haberme regalado un amigo, y, al final del día, tuve claro que un hombre tan bueno se merece el Cielo para siempre, y conocer allí, en aquella reunión felicísima de hombres eternos, el rostro de su colega Chesterton.

Un pórtico para el Padre Brown (y 4)

La razón abierta: por qué leer hoy Los relatos del Padre Brown.

He aquí el drama del buen lector: hay mucho por leer y la vida es muy corta. Los libros parecen infinitos y la finitud de los años resulta indiscutible. Gran tragedia. Además, lejos de calmarnos la sed, la lectura de un buen libro acrecienta esa inquietud (¿diremos ansiedad?) de quien se afana en buscar entre las palabras. El interés por un autor se multiplica si la lectura ha sido provechosa. Dan ganas de leerlo todo… O de releerlo, porque tal vez -se pregunta el lector- la primera lectura haya sido precipitada, infecunda. No leeré en vano, se ordena el lector a sí mismo.

Entonces, ¿qué leer? ¿Por qué, por ejemplo, preferir Los Buddenbrook, de Thomas Mann, al ganador del último o penúltimo Premio Nadal? ¿Qué nos lleva a esa elección? ¿Tenemos mínimamente claros nuestros criterios? ¿O acaso nuestro criterio es, sin más, la falta de criterio (porque consideramos, con poca sesera, que toda lectura será siempre buena)? Son preguntas que, quizá sin darse cuenta, se hace siempre el lector, y que, casi siempre sin saberlo, acaba contestando por la vía de los hechos. Elegir un libro no es, por tanto, una cuestión de poca monta. Importa tanto como distinguir entre la miserable pérdida del tiempo (ese tremendo “matar el tiempo”) y el más extraordinario de sus aprovechamientos.

Verdad, belleza y bien; y también error, fealdad y mal. Es el misterio del alma humana, que excede los límites de la razón cientificista.

Verdad, belleza y bien; y también error, fealdad y mal. Es el misterio del alma humana, que excede los límites de la razón cientificista.

Uno opina, modestamente, que Los relatos del Padre Brown es uno de los libros que hoy hay que leer. ¿Por qué? Porque, entre otras cosas, esas historias nos presentan una “razón abierta”, y, con ella, la posibilidad de librarnos de un pensamiento bizco. Me explicaré.

San Juan Pablo II se refirió a la razón y la fe como las dos alas del conocimiento, y, en la misma estela, Benedicto XVI insistió una y otra vez en el diálogo entre fe y razón (recuérdese, por ejemplo, su célebre discurso en la Universidad de Ratisbona). La fe necesita de la razón para no caer en el fundamentalismo, y, a su vez, la razón precisa de la fe para ampliar sus horizontes.

El Padre Brown pone en funcionamiento esa amplitud de horizontes, esa apertura del pensar. El modo en que este sacerdote-sabueso resuelve los casos no es, por tanto, el de la razón meramente instrumental. Gracias al ejercicio de su ministerio, el Padre Brown sabe que el hombre es un misterio, que es irreductible a la lógica. Hay algo de Pascal en todo esto: el corazón tiene razones que la razón no entiende. Y el Padre Brown cuenta con esas misteriosas razones.

La razón es, pues, muy amplia. La razón se abre. Dupin (el detective creado por Poe) y Holmes (el famoso detective de Conan Doyle) utilizan sólo la lógica deductiva, rastreando causas y efectos a partir de las evidencias materiales que hay en la escena del crimen. El Padre Brown va más allá (o, si se prefiere, más acá). Como han dicho con precisión Guadalupe Arbona y Luis Miguel Hernández, “sus tramas parten de la identificación con el corazón y la razón o sinrazón del criminal y con los motivos que llevan al asesino a cometer tal fechoría”.

Cobran aquí todo su sentido unas conocidas palabras de Chesterton: la imaginación no provoca la locura. Para ser exacto, lo que fomenta la locura es la razón. Se refiere Chesterton a esa razón que cree -bonita paradoja- que todo lo puede.

¿Significa esto, entonces, una defensa del fideísmo o de la credulidad? Si la lógica humana no lo es todo, ¿puede aún ser algo? ¿O se trata, más bien, de fiarlo todo a la irrupción de misteriosas fuerzas acerca de las cuales nada podemos afirmar?

Contesta, por la vía de los hechos, el propio Chesterton. En la biografía escrita por Maisie Ward se cuenta que Chesterton fue invitado a participar en el Detection Club y que fue el encargado de redactar unas normas para la ceremonia de iniciación de sus miembros (imagínese con qué facundia Chesterton se dedicó a esta labor). Pues bien, quien quisiera pertenecer a este selecto y original club tendría que responder, entre otras, a la siguiente pregunta:

¿Prometes que tus detectives resolverán los problemas criminales que se les presenten, usando el seso que te hayas complacido en otorgarles y no por medio de revelación divina, intuición femenina, artes mágicas, galimatías, coincidencias o juicio de Dios?

Vemos, en definitiva, que la razón no sólo tiene que existir, sino que tiene que estar viva y despierta. Tiene que estar tan atenta a los detalles como abierta al misterio.

En un artículo publicado en el G.K.´s Weekly del día 20 de octubre de 1928, Chesterton afirma que el hombre moderno ni siquiera puede mantener los ojos abiertos. Está demasiado fatigado con su trabajo y una larga sucesión de utopías sin éxito. Se ha dormido.

Lea, pues, las historias del Padre Brown. Verá cómo la razón abierta se torna en razón despierta. Y eso hoy -aquí y ahora- nos ayudará a sacudirnos la modorra.

Un pórtico para el Padre Brown (3)

Los relatos del Padre Brown: 53 historias tragicómicas sobre criminales.

En todo verdadero cuento de detectives, siempre comparece de improviso la sangre. Las galerías de personajes son infinitas; las causas últimas del asesinato, innumerables. Los ambientes pueden ser de lo más variado y, además, hay muchas posibilidades para el tempo narrativo. Pero la sangre siempre está ahí: brusca, sorpresiva y amenazadora. Se podría decir que, en esos relatos breves, la muerte no aparece, sino que irrumpe. El lector tiene la impresión de que, al secarse de repente una vida, el renglón va a enmudecer… para siempre.

Pero no. Es sólo una impresión transitoria, porque, en los relatos detectivescos, la muerte es sólo el principio. Un principio que, además, Chesterton no se tomaba muy en serio. Para comprobarlo, leamos con qué facundia se refiere en su Autobiografía a su extenso curriculum de asesinatos… sobre el papel:

Hace algún tiempo, sentado tranquilamente una tarde de verano, mientras pasaba revista a una vida injustificadamente afortunada y feliz, calculé que debo de haber cometido al menos unos cincuenta y tres asesinatos, y haber sido cómplice de la desaparición de otro medio centenar de cadáveres con el fin de ocultar otros tantos crímenes; culpable también de colgar un cadáver en una percha, de meter a otro en una saca de correos, de decapitar a un tercero y colocarle la cabeza de otro, y un largo etcétera de inocentes artificios parecidos. Es cierto que la mayoría de esas atrocidades las he cometido sobre el papel.

En cada relato del Padre Brown siempre hay ocasión por la risa, aun en mitad del drama. Ilustración: casapomelo.

En cada relato del Padre Brown siempre hay ocasión para la risa, aun en mitad del drama.
Ilustración: casapomelo.

Así fue, en efecto. Esos 53 asesinatos son las 53 historias protagonizadas por el Padre Brown, que constituyen lo que Chesterton llamaba, con genial paradoja, comedias de detectives.

Por un lado, nuestro autor no confeccionó historias de argumento sanguinolento y fácil, y, por otro lado, el interés de los relatos no se basa en una sofisticada trama o en la proliferación abrumadora de personajes (hasta el punto que podemos afirmar que, en este aspecto, las historias del Padre Brown son sencillas). Chesterton hizo algo más difícil: hallar en la tragedia de la muerte la comedia de la vida. Veamos, por ejemplo, con qué sentido del humor le quita espesor a la sangre cuando da cuenta, también en su Autobiografía, del tiempo en que le encargaban historias de crueles asesinatos:

Mi nombre adquirió cierta notoriedad como escritor de narraciones sangrientas, comúnmente llamadas historias policíacas; ciertos escritores y revistas han llegado a contar conmigo para tales fruslerías, y son lo bastante amables para escribirme de vez en cuando y pedirme una nueva remesa de cadáveres, generalmente en lotes de ocho.

Fueran los lotes de ocho o de más fiambres, lo cierto es que, como se explica en la edición de Acantilado del año 2008 (con traducción de Miguel Temprano García), los relatos del Padre Brown, publicados originalmente en diversas revistas inglesas y americanas (Cassell´s, Storyteller, Pall Mall o Nash´s) entre los años 1910 y 1935, se vienen reuniendo en cinco volúmenes sucesivos, que son El candor del Padre Brown (12 relatos), La sagacidad del Padre Brown (12 relatos), La incredulidad del Padre Brown (8 relatos), El Secreto del Padre Brown (10 relatos) y El escándalo del Padre Brown (9 relatos).

Chesterton confesó, como queda dicho, 53 tragicómicos asesinatos, y los citados son 51. Para completar la nómina debemos incluir, pues, otros dos relatos. Uno de ellos es El caso Donnington, escrito en colaboración con el también autor de novelas policiacas Sir Arthur Pemberton (1863-1950). Se trata de una historia descubierta en 1981 (muchos años después de que Chesterton falleciera, en 1936) y en cuya segunda parte aparece el Padre Brown para resolver el misterio.

El último de los relatos, que Chesterton escribió el último año de su vida y ya gravemente enfermo, es La máscara de Midas. Su descubrimiento es aún posterior, pues apareció en 1991, en forma de fotocopia del manuscrito original. Es un texto mecanografiado por Dorothy Collins (secretaria de Chesterton durante muchos años) que incluye numerosas correcciones de puño y letra y varias notas del escritor. Era, al parecer, el segundo relato de lo que nuestro autor había denominado “Nueva Serie” (el primero de los relatos de esa nueva “remesa de cadáveres” era La vampiresa del pueblo, que se suele incluir en el citado volumen El escándalo del Padre Brown).

Pero en La máscara de Midas hay, además, una enigmática indicación de Collins. “No publicar”, se lee en el original. ¿Por qué? ¿Por qué, después de 52 asesinatos, Chesterton no quería publicar otro crimen (un crimen sobre el papel cuya autoría, además, ya había reconocido expresamente)?

Como en el mejor de sus relatos, hasta el último momento se mantiene, por tanto, el suspense. Y, como en el mejor de los chistes, hasta el final todo es, si bien se mira, una bendita comedia.

Un pórtico para el Padre Brown (2)

El Padre Brown y la salvación del criminal. Chesterton reinventa la novela de detectives.

Sostiene Chesterton que, cuando un escritor inventa un personaje de ficción, no trata de hacer una foto, sino de pintar un cuadro. El Padre Brown no es, por tanto, una foto del Padre O´Connor.

Del sacerdote irlandés tomó Chesterton sus portentosas cualidades intelectuales, pero no su aspecto externo. El Padre O´Connor no es desastrado, sino pulido; no es torpe, sino delicado y diestro; no sólo parece, sino que es gracioso y divertido; es un irlandés sensible y perspicaz, con la profunda ironía y la tendencia a la irritabilidad propias de su raza. Por el contrario, el Padre Brown aparece descrito como una masa de pan de Suffolk, East Anglia, porque el rasgo característico del Padre Brown era no tener rasgos característicos. De él dice su creador que su gracia era parecer soso, y se podría decir que su cualidad más sobresaliente era la de no sobresalir, y Chesterton le hizo aparecer desastrado e informe, con una cara redonda e inexpresiva, torpes modales, etcétera. Con ello, se trataba de que su aspecto corriente contrastara con su insospechada atención e inteligencia. El personaje estaba, por tanto, al servicio de una finalidad: construir una comedia en la que un sacerdote aparentaría no saber nada, conociendo en el fondo el crimen mejor que los propios criminales.

"En un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena". Lo dice Chesterton y lo sabe el Padre Brown

«En un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena». Lo dice Chesterton y lo sabe el Padre Brown. Ilustración: casapomelo.

El Padre Brown es original y novedoso. No es un sabueso más. En primer lugar, porque es sacerdote, y, en segundo lugar, porque es cura. Me explicaré.

Chesterton reflexionó con gracia acerca del género policíaco, que tanto cultivó y defendió. Como es sabido, dedicó varios artículos a las novelas de detectives y al modo en que, a su juicio, éstas debían ser escritas. En esas reflexiones encontramos los porqués del Padre Brown: por qué el sabueso es un sacerdote y por qué, haciendo real su ministerio, este sacerdote cura, sana y pretender cauterizar las heridas.

Chesterton admiraba las historias de Sherlock Holmes, pero no quería que todo el género policíaco consistiera en imitar, con mayor o menor acierto, las peripecias del personaje por Conan Doyle. Existía, además, el riesgo de una sofisticación excesiva, de modo que lo que solía llamarse novela policíaca se convertirá en una novela donde los problemas serán demasiado sutiles como para que sea posible solucionarlos llamando a la policía. Para Chesterton, lo importante no son ya las minucias y detalles de la investigación (por ejemplo, el Padre Brown no realiza sesudas disquisiciones sobre tipos de venenos, y tampoco elucubra sobre fuerzas físicas), sino los elementos humanos del crimen: los motivos, las emociones, la inocencia, la culpabilidad, los vicios en los que el criminal se desploma fatalmente.

Hay una concepción de las novelas policíacas que descansa en el “error materialista”, que consiste, según Chesterton, en suponer que nuestro interés completo por la trama es mecánico, cuando realmente es moral. Nuestro autor detecta ese error y, ejecutando una de sus geniales piruetas, refunda el género policíaco. El razonamiento tiene la verticalidad y contundencia de un gran salto:

Lo más emocionante de cualquier novela de misterio reside de alguna manera en la conciencia y en la voluntad. Implica descubrir que los hombres son peores o mejores de lo que parecen, y esto por su propia elección. Por tanto, mucho más apasionante que la mera verdad mecánica de cómo un hombre logró hacer algo difícil es descubrir el mero hecho de que quiso hacerlo.

Como se ve, el punto de partida de Chesterton es distinto. El hombre -sus afanes, sus miedos, su flaqueza… y, por tanto, también su posibilidad de grandeza- es el que está al principio de la historia. Frente al “error materialista”, hay un principio de humanismo que resulta más verdadero y feraz.

Este principio tiene una primera consecuencia práctica. Es el canon que establece el propio Chesterton: en un misterio de asesinato verdaderamente truculento la gente debe ser buena. Incluso el hombre verdaderamente truculento debería ser bueno, o debería aparentar serlo de forma convincente. Si esto no es así, lo que se le proporciona al lector es una amplia variedad de sospechosos, para que la imaginación pueda cernirse sobre ellos antes de abatirse (si es que llega a abatirse) sobre el verdadero culpable. Chesterton carga con ironía sobre esa forma común y ya agotada de construir el relato policíaco. Descarta un cliché que ya no funciona. Evita esa historia en la que todo comienza con una atmósfera recargada de cócteles y ocasionales inhalaciones de cocaína (es inevitable que, al compás de esta cita, uno piense en los ambientes de gran parte de la narrativa contemporánea, desagradables sin necesidad y carentes de la verdadera “truculencia”, que radica en el fondo del corazón). Chesterton abomina de lo obvio, y destaca que, en esos relatos, los sospechosos son tan sospechosos que casi podríamos llamarlos culpables; no necesariamente del crimen en cuestión, pero sí de otro medio centenar.

¿Pero cuál es, entonces, el problema narrativo de esos relatos trufados de sospechosos desde la página 1? Cuando por el relato circulan, ya desde el principio, traficantes, toxicómanos o cualesquiera otros moradores del lado salvaje de la vida, ¿qué se le hurta al lector? Se le quita la sorpresa, y, de este modo, se elimina el sobresalto y, por tanto, la novela de detectives se frustra irremediablemente. Comparece una paradoja puramente chestertoniana: todos esos moradores del lado salvaje de la vida tienen un inevitable toque de mansedumbre (…) todos tienen un elemento que hace que cualquier final nos parezca blando”. La sofisticación y el detalle artificioso eliminan la sorpresa. Resulta que, al final, los sedicentes malvados no son tan malos.

La conclusión de lo expuesto es también puro Chesterton. El ejemplo, lleno de humor, nos conduce sin remedio a Beaconsfield. Leamos:

Si lo que queremos son emociones, las emociones sólo pueden encontrarse en los virtuosos hogares victorianos, cuando descubrimos que quien le cortó el gaznate a la abuelita fue el cura o la recatada gobernanta. También el amor por las historias de asesinatos, como otras tendencias morales y religiosas, nos lleva de vuelta al hogar y a la vida sencilla.

Recapitulemos. Sepámoslo o no, lo cierto es que nuestro interés por la trama policíaca es moral (y no mecánico, por más que algún detalle físico o químico pueda aderezar la historia), y, además, es en la vida sencilla donde puede surgir la posibilidad de la sorpresa, y donde, por tanto, mejor germinarán los relatos detectivescos. Así las cosas, Chesterton necesita un sabueso experimentado, alguien que conozca el mal que habita en el corazón del hombre. Alguien entrenado, alguien que sepa ver en el interior del asesino y que descubra los recónditos porqués de una voluntad torcida. ¿Dónde hallarlo? ¿En una academia policial? ¿En una escuela técnica de probada eficacia? Chesterton vuelve a sorprendernos: el perfecto detective ha de ser un sacerdote. Ni psicólogos ni psiquiatras forenses. No son suficientes las horas de diagnóstico clínico. El verdadero detective ha de tener muchas horas de silencio, de oración y de confesionario.

Si el detective es un sacerdote, forzosamente su método deberá ser peculiar y distinto, acorde con la idea general que Chesterton tiene del género policíaco. Y así es. Sostiene Chesterton que el objetivo de las novelas de misterio no es la oscuridad, sino la luz, que la gente que está sentada en la oscuridad es la que ha visto la luz más intensa, y que la oscuridad sólo es valiosa porque hace brillar intensamente una luz en la imaginación. Luz y claridad. La historia debe ser, en definitiva, un Resplandor plateado (título de la que Chesterton considera la mejor historia de Sherlock Holmes). No se trata, pues, de llevar al lector a un baile y dejarlo en una zanja.

El Padre Brown descubre al criminal y quiere que salga de la oscuridad de la zanja. En los relatos del Padre Brown late la posibilidad del perdón y de la dicha inmerecida de redimirse. El Padre Brown es sacerdote porque quiere curar. Y así, mientras salva al criminal, reinventa la novela de detectives.

Un pórtico para el Padre Brown (1)

El Padre O´Connor y el Padre Brown. A Chesterton se le aparece un personaje.

Siempre sucede. Las claves más profundas se hallan en un encuentro personal. Detrás de los más esquivos porqués suele haber un quién. Podemos afanarnos en las más sesudas elucubraciones. Podemos exprimir las casi infinitas posibilidades de nuestra imaginación. Podemos incluso hacer psicología de salón. Todo eso, si se mantiene la soberbia a raya -no hay espectáculo más triste que el del intelectual arrogante, pagado de sí mismo-, está muy bien y puede dar algún fruto. Pero si, encerrados en una mera recreación de la vida pensada, prescindimos de la vida vivida, no podremos comprender nada. Ni comprendernos a nosotros ni comprender a los demás. Seremos, pues, vulgares, en el sentido más chestertoniano del término: pasaremos junto a la grandeza y no la advertiremos. Habremos perdido la capacidad de asombrarnos. Acaso sin saberlo, estaremos muertos.

Chesterton era humano -muy humano: una humanidad de más de 1,90 centímetros de estatura y de más de 120 kilos de peso- y, por tanto, su vida fue una sucesión de encuentros personales. Como, además, Chesterton era un hombre de alegría excesiva (si es que en eso cabe el exceso, que probablemente no quepa), la mayoría de sus encuentros fueron de una dicha contundente. Pensemos en su matrimonio con Frances Blogg (no exento de dificultades y, justamente por eso, felicísimo). Pensemos también en su querido y llorado hermano Cecil, en su fraternal amigo Hilaire Belloc, en su eficiente colaboradora Dorothy Collins, en sus amistosos oponentes G.B. Shaw y H.G. Wells. Pensemos, cómo no, en su encuentro personal con Cristo, que tanto iluminó su vida y su obra.

"Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón". Palabras del Padre Brown que pudo pronunciar el Padre O´Connor.

«Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón». Palabras del Padre Brown que sin duda suscribiría el Padre O´Connor.

Es que sucede eso: los verdaderos encuentros son fructíferos. Así le sucedió a Chesterton el día que conoció al Padre O´Connor. Ese día no sólo comenzó una amistad. Ese día a Chesterton se le apareció un personaje.

En su Autobiografía, Chesterton hace una estupenda narración del día en que conoció al Padre O´Connor, al que se refiere como aquel encuentro accidental de Yorkshire que tendría consecuencias para mí mucho más importantes de lo que la mera coincidencia puede sugerir. Chesterton había ido a dar una conferencia a Keighley y pasó la noche en casa de un importante ciudadano de aquella pequeña localidad. Allí se reunió con un pequeño grupo de amigos de su anfitrión; entre ellos, el cura de la iglesia católica, un hombre pequeño, lampiño y con expresión típica de duende. Se llamaba John O´Connor, y, desde el primer momento, a Chesterton le sorprendieron gratamente el tacto y el buen humor con el que aquel hombrecillo se conducía en aquel ambiente (fundamentalmente protestante). La conversación entre ambos continuó a la mañana siguiente durante un paseo hasta la localidad de Ilkley, a la que Chesterton quiso desplazarse para visitar a otros amigos. Aquella primera conversación larga tuvo algo de inaugural. Cuenta Chesterton que, cuando llegaron a Ilkley, tras unas cuantas horas de charla por aquellos páramos, pude presentar un nuevo amigo a mis antiguos amigos. El Padre O´Connor se convirtió de inmediato en un nuevo huésped de los amigos de Chesterton en Ilkley, en donde comenzaron a reunirse periódicamente.

Precisamente en una de esas visitas se produjo la aparición del Padre Brown. En una más de sus peripatéticas conversaciones, Chesterton le hizo saber al Padre O´Connor su opinión acerca de “temas sociales bastante sórdidos de vicios y crimen”. A juicio del Padre O´Connor, la opinión de Chesterton era errada porque ignoraba algunas cosas, y, para ilustrarle, le contó “ciertos hechos que él conocía sobre prácticas depravadas”. Chesterton descubrió entonces que “aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo” y que él no había llegado a imaginarse “que el mundo albergara tales horrores”. Faltaba, no obstante, el colofón de esta historia.

Resultó que, al llegar de su paseo, Chesterton y el Padre O´Connor se encontraron la casa de sus huéspedes llena de gente, y comenzaron a charlar con dos cordiales y saludables estudiantes de Cambridge. Hablaron largo y tendido de música, del paisaje y, en general, de cuestiones artísticas. Luego la conversación derivó hacia cuestiones filosóficas y morales, en cuyo examen el Padre O´Connor también se mostró extraordinariamente perspicaz; tanto, que, cuando finalmente el sacerdote abandonó la habitación, los dos estudiantes alabaron la sabiduría del cura. Uno de ellos, sin embargo, quiso matizar su alabanza: «(…) todo eso está muy bien cuando se está encerrado y no se sabe nada sobre el mal real en el mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento”.

A Chesterton aquel comentario le pareció, además de engreído, verdaderamente cómico. Lo cuenta así:

Para mí, que aún temblaba casi con los pasmosos datos prácticos de los que el sacerdote me había advertido, este comentario me pareció de una ironía tan colosal y aplastante que a punto estuve de estallar de risa en aquel mismo salón, pues sabía perfectamente que, comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebés en el mismo cochecito.

Fue precisamente en aquel instante cuando a Chesterton se le apareció el Padre Brown. Fue entonces cuando se me ocurrió dar a estos tragicómicos equívocos un uso artístico y construir una comedia en la que hubiera un cura que pareciera que no se enteraba de nada y en realidad supiera más de crímenes que los criminales.

Aventuro incluso que, de alguna manera, el Padre Brown se le apareció a Chesterton a pesar de Chesterton. Recordemos que, según confesión propia, nuestro autor se había mostrado contrario a la idea general de que los personajes de las novelas debieran “representar” o “estar tomados” de alguien. Decía que esa idea “se basa en una incomprensión de cómo funcionan la narración imaginativa y especialmente las fantasías tan triviales como las mías”. Pero, ¿y en el caso del Padre Brown, en el que, como hemos visto, el personaje está claramente “tomado” de un original en el mundo real?

Podemos afinar un poco más la pregunta. ¿Por qué, a diferencia de lo que sucede con otros personajes chestertonianos, aquí -y sólo aquí- el personaje ficticio (el Padre Brown) surge sin disimulo de una persona real (el sacerdote John O´Connor)? Chesterton no expresa el porqué de esta afortunada excepción, pero creo que, en su Autobiografía, GKC nos da una pista (y no quisiera ser yo quien, en este punto hiciera, psicología de salón).

Reparemos en que, cuando Chesterton se encontró con el Padre O´Connor, comprendió la inmensa sabiduría de la Iglesia Católica, a la que entonces nuestro autor no pertenecía. Fue algo así como una metasorpresa: Me sorprendía mi propia sorpresa: que la Iglesia Católica supiera más que yo acerca del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble. Esa potente sorpresa pareció, pues, quebrar todo esquema previo, incluso las ideas generales que el Chesterton narrador tenía acerca de cómo crear un personaje.

El encuentro personal con el Padre O´Connor tuvo, pues, tal fuerza -fue tanto lo que, gracias a él, Chesterton pudo intuir acerca del mal- que el personaje del Padre Brown se personó de inmediato, sin necesidad de que se lo permitiera una teoría narrativa previa. El Padre Brown tenía una misión urgente que cumplir: muchos criminales esperaban la salvación.

Chesterton, Dante y el Averno

Hace unos días comencé una discusión cordial a cuenta del Padre Brown. Mi interlocutor, filósofo muy leído, sostuvo que las historias del Padre Brown le enternecían y que tenían su gracia. Eso en la parte del haber. Pero, queriendo cuadrar el balance, mi cordial oponente hizo una breve anotación en el debe. A su juicio, esas historias eran ya antiguas y quizá -es verdad que lo dijo sin contundencia- muy ingenuas. Entonces, cual Flambeau ante un misterio, tuve que saltar.

No duró mucho mi salto, porque un tercero vino a interrumpirnos y la cosa acabó en tablas. Me quedé, no obstante, rumiando las palabras de mi súbito contrincante (quien, por cierto, minutos antes me había insistido en que leyera La taberna errante, también de Chesterton). ¿Los relatos del Padre Brown son antiguos? ¿Y, una vez supuestos el candor y la inocencia del Padre Brown, resulta que las historias son, sin más, ingenuas?

La imagen del infierno de Dante coincide con la de Chesterton: un lugar que cada vez se hace más y más estrecho… Imagen: misterios.co.

La idea del infierno de Dante coincide con la de Chesterton: un lugar que cada vez se hace más y más estrecho… Imagen: misterios.co.

Como tantas otras veces, la lectura atenta vino a sacarme de dudas. Leí, en concreto, El cartel de la espada rota, otro de los relatos que forman parte de «El candor del Padre Brown» (que es la primera serie de relatos que Chesterton le dedicó al cura-sabueso).

Concluí que los relatos del Padre Brown no pueden tildarse de ingenuos. La trama puede ser sencilla -otro día hablaremos de por qué Chesterton buscó precisamente distanciarse de la creciente sofisticación de los relatos policíacos-, pero los temas de fondos son siempre grandes temas. En el caso de El cartel de la espada rota, desfilan por la historia la prudencia, el honor, la traición… y la maldad. ¿Acaso son éstos temas menores, cosas ingenuas, inquietudes pasadas? No me lo parece.

Ni me lo parece a mí ni -esto es lo importante- se lo parece al propio Chesterton. En el relato se pone en boca de Flambeau, amigo inseparable del Padre Brown, una explicación sencilla y plana del misterio que, en ese momento, se traen entre manos. Y, justamente porque la explicación es demasiado simple -ingenua, podríamos decir-, el Padre Brown reacciona:

-La suya, amigo mío, es una historia limpia -gritó el Padre Brown, profundamente conmovido-. Una historia dulce, pura y honrada, tan clara y blanca como esa luna. La locura y la desesperación son relativamente inocentes. Hay cosas peores, Flambeau.

Eso es: hay cosas peores. El Padre Brown lo sabe. La ingenuidad -que es, en definitiva, no pensar o pensar muy poco- conduce al error. La inocencia, en cambio, permite ver más claro (no en vano, el color de la inocencia es el blanco, que es la luz, es decir, todos los colores a un tiempo).

«Siempre se puede pensar más», dijo Leonardo Polo. Eso es lo que hace el Padre Brown. ¿Por qué la maldad? ¿Dónde radica el mal de la maldad? El Padre Brown alumbra parcialmente estos misterios:

En cualquier caso, lo que ocurre con la maldad es que abre una puerta tras otra en el Infierno y siempre se entra en estancias más y más pequeñas. Ése es el principal argumento que puede esgrimirse contra el crimen: no es que vuelva a la gente más y más osada, sino más y más mezquina.

Seguidamente, y casi como colofón, el Padre Brown cita a Dante y extrae argumentos de ‘La divina comedia‘. El relato se carga entonces de intensidad y de patetismo. Los misterios se adensan. Recordamos que Dante puso a los traidores en el último círculo de hielo, y eso ni es broma ni es literatura. En el Averno los espacios se reducen por momentos, al tiempo que se acreciente la mezquindad del hombre.

El Padre Brown habla con fuerza de estos asuntos esenciales. Será tal vez porque, como Dante, Chesterton supo también dónde hallar las puertas mismas del Infierno. Suerte que jamás las traspasara.

El parpadeo de Chesterton

Chesterton es un maestro de los pinceles. En apenas un párrafo, GKC traza los rasgos esenciales de un personaje. Cuatro brochazos le bastan para que comparezca, con toda su intensidad, un determinado tipo. Y digo tipo no como sinónimo cheli de sujeto o de individuo, sino para señalar que, a través de sus personajes, Chesterton nos presenta actitudes típicas del hombre y de la mujer modernos.

La editorial Siruela escogió este relato del Padre Brown para una selección realizada por J.L. Borges

Ediciones Siruela escogió este relato del Padre Brown para la portada de una selección realizada por Jorge Luis Borges

Sólo así se explica que, en el breve espacio de un relato, los personajes de Chesterton nos cautiven de ese modo. Esa simpatía natural debe de proceder, por tanto, de la extraordinaria capacidad con la que GKC condensa la prosa.
Me sirve todo esto para, en primer lugar, justificar mi pasmo ante Pauline Stacey, que es una de las protagonistas de El ojo de Apolo, que es, a su vez, otro de los relatos del Padre Brown (de la primera serie, El candor…). Pauline es el prototipo de mujer autosuficiente, del mismo modo que Kalon -también protagonista del relato- es un ejemplar perfecto del hombre que se basta (y se sobra) a sí mismo.

En el relato mencionado hay dos deliciosos enfrentamientos (verbales, of course) entre Pauline y Flambeau. El primero se da por causa de las opiniones fundamentales de la hermosa Pauline, que consistían, a grandes rasgos, en que era una mujer trabajadora y de su tiempo a la que le apasionaba la maquinaria moderna. Sus radiantes ojos negros brillaban con ira abstracta contra quienes se oponían a la ciencia mecánica y pedían el regreso al romanticismo.
La respuesta de Flambeau es elegante y discreta, pero el lector la percibe con contundencia. Después de oír el discurso de Pauline -que el lector se puede imaginar con voz campanuda-, Flambeau entró en su apartamento sonriendo algo confundido al pensar en aquella fogosa declaración de autosuficiencia.

El segundo enfrentamiento es muy parecido. Frente a la autosuficiencia -parece decirnos Chesterton-, el humor, que todo lo cura, sobre todo la tontería. Pauline se confiesa admiradora de la ciencia, pero, a renglón seguido, desprecia con virulencia los auxilios de la medicina (los apoyos y las escayolas para los cojos y tullidos, por ejemplo). Ese desprecio contrasta con lo que, unos minutos antes, el Padre Brown le ha enseñado a Flambeau: que la única enfermedad espiritual es creerse que uno está totalmente sano. La autosuficiente Pauline dice entonces que la gente sólo cree que necesita esas cosas porque les han acostumbrado a tener miedo en lugar de enseñarles a apreciar el poder y el valor, igual que las niñeras estúpidas les dicen a los niños que no miren al sol, cuando podrían hacerlo sin parpadear.
Y continúa su fogoso discurso: ¿Por qué habría de existir una estrella entre las estrellas que no me estuviera dado contemplar? El Sol no es mi dueño y abriré los ojos  y lo miraré siempre que me plazca.
La réplica de Flambeau vale por un tratado de simpatía: Sus ojos -declaró Flambeau con exótica reverencia- deslumbrarían al Sol.

Hasta aquí Pauline y Flambeau. Pero, ¿qué dice el Padre Brown a este respecto? ¿El hombre puede mirar derecha y fijamente al Sol? ¿Esa inmensa estrella se pliega al designio humano, a su mirada?  ¿Hasta dónde debería llegar, por tanto, la adoración a la Naturaleza? ¿Quién adora a quién?
Al tiempo que el Padre Brown desvela un misterioso asesinato (en este caso, un doble crimen, pero el lector puede estar tranquilo, que no destriparé la historia), quedan expuestas -¡encarnadas!- las dos formas de contestar a estas preguntas inquietantes.

Es entonces cuando, magistralmente, Chesterton saca de nuevo los pinceles, y nos pinta, en primer termino, la apariencia externa de quienes en este punto sostienen posiciones distintas, que aquí son el ya citado Kalon (Nuevo Sacerdote de Apolo y adorador del dios Sol) y nuestro discreto Padre Brown (discreto sacerdote de Cristo y sencillo adorador del Dios trino). La descripción del contraste entre ambos no tiene desperdicio:
En la prolongada y sobresaltada quietud de la habitación, el profeta de Apolo se levantó lentamente y fue como si saliera el sol. Llenó la habitación con su vida y su luz de un modo que todos tuvieron la sensación de que habría podido iluminar con la misma facilidad toda la llanura de Salisbury. Su silueta envuelta en túnicas pareció adornar la habitación con tapices clásicos, su gesto épico le convirtió en un panorama de mayor grandeza, hasta que la pequeña figura negra del clérigo moderno dio la impresión de ser un defecto una intrusión, una mancha negra y redonda sobre el esplendor de la Helare.
Parece claro que, por fuera, el Padre Brown tiene perdida la batalla con Kalon. Chesterton lo dice unas páginas antes. Kalon es el bello sacerdote de Apolo y aparece, erguido y con argénteos ropajes, asomado al balcón, mientras el reverendo J. Brown aparece «un cura bajito de cara redonda que lo miraba [a Kalon] desde la calle con ojos parpadeantes», y que es «el feo sacerdote de Cristo».

Pero las verdaderas diferencias -las que en realidad importan- no son las de fuera, sino las de dentro. El Padre Brown era incapaz de mirar a ninguna parte sin parpadear; en cambio, el sacerdote de Apolo podía mirar al sol a mediodía sin mover un párpado.
Hay que elegir, pues, entre la soberbia de quien mira al sol y no se inmuta (o al menos eso parece) y la sencilla normalidad de quien, al verse ciego ante la luz, parpadea de forma espontánea.
La primera opción es sencillamente irrealizable. Quien la practica, se malogra, porque ha olvidado que esos paganos estoicos siempre fracasan por su propia fuerza, porque la adoración a la Naturaleza tiene un lado cruel. La mucha luz produce ceguera.

Me quedo, pues, con el parpadeo del Padre Brown. En esos ojos parpadeantes y vivos están la lucidez y el sentido en su más justa medida.

El sándwich del Padre Brown

Algunas manifestaciones de impotencia resultan tiernas, sobre todo si están expresadas con belleza. Lo descubrí al leer a d´Ors, que acaba uno de sus poemas con ese melancólico

«y todo para nada: para acabar sabiendo
lo que siempre he sabido: que los versos más míos
los han escrito siempre otros poetas».

Eso le pasa al poeta, que vuela persiguiendo palabras, y nos pasa también a los lectores que recorremos a pie la prosa. Ya hay mucho y bueno que ha sido dicho. ¿Queda, pues, algo que añadir? Intuyo que sí, pero a veces esa intuición se diluye… y desaparece.

"Dudo que ninguna verdad pueda contarse si no es en una parábola"

«Dudo que ninguna verdad pueda contarse si no es en una parábola»

Lo anterior viene a cuento de un artículo sobre nuestro querido Padre Brown. En 2011, con motivo del primer centenario de la aparición de los relatos del genial cura de Norfolk, Ian Boyd dio una conferencia que luego publicó The Chesterton Review en español bajo el título ‘Las parábolas del Padre Brown’.

Boyd explica que estos relatos de Chesterton tienen «poco contenido religioso obvio» -no como sucede en otras obras de GKC, como, por ejemplo, Ortodoxia o El hombre eterno, que son trabajos evidentemente ‘religiosos’-; que estos relatos son «historias terrenales con significado celestial», y que, en fin, existe en ellos un significado más profundo que hace de esa historias algo más que un cuento policial. Ese significado más profundo es el «sentido religioso». Boyd lo explica así:

«El fin de los cuentos policiales siempre ha sido ser una distracción de las preocupaciones de la vida cotidiana. En lo que a este objetivo respecta, las historias de Chesterton fracasan. Como dijo Ronald Knox, el lector tiene motivos para quejarse de que Chesterton introduce de contrabando en sus historias las mismas preocupaciones que el lector está tratando de olvidar. En palabras de Knox, en estas historias hay—por así decirlo— ‘demasiado relleno en el sándwich'» (p.70).

Estoy de acuerdo con Boyd, y lo he comprobado al leer El martillo de Dios, uno de los relatos que conforman El candor del Padre Brown.

La presentación de dos de los protagonistas del relato (los hermanos Bohun) no tiene desperdicio. Uno de ellos (Wilfred) es un reverendo piadoso. El otro (Norman) es un coronel festivo, ni mucho menos devoto y que confiesa que siempre coge el sombrero y la mujer que tiene más cerca. El primero gusta de la soledad y de la oración secreta (a menudo lo encontraban arrodillado no ante el altar, sino en lugares más peculiares, en las criptas, en la galería o incluso en el campanario); el segundo, prefiere las copas en ‘El jabalí azul’ y una desmedida persecución del placer.

La tranquilidad del pueblecito se ve alterada por un asesinato. Sólo puedo (o, más bien, debo) decir eso. Poco importa ahora, de todos modos, quién muere, de quién se sospecha (no hay verdadero cuento policial sin un puñado de personajes razonablemente sospechosos) y, en fin, quién y por qué perpetró el crimen. El «demasiado relleno en el sándwich» viene por otro lado. El Padre Brown vuelve a sorprender por su objetivo y por su método.

El Padre Brown no soluciona los casos para, sin más, presentar al culpable ante la Policía. Eso está bien para Sherlock Holmes, por ejemplo, o para otros sabuesos de su estilo. El Padre Brown no es así; él quiere más. El Padre Brown quiere la conversión del delincuente (¡que se lo pregunten a su amigo Flambeau!). Al Padre Brown no le sirve la desaparición del criminal confeso. Quiere que el criminal confeso reviva, que se rehaga. Por eso evita, por ejemplo, el suicidio del asesino. Él no es un hombre de acción, pero, llegado el caso, interviene con prontitud. Así pasa en El martillo de Dios:

[X, el culpable] pasó una pierna por encima del parapeto, y al instante el Padre Brown le sujetó por el cuello del abrigo.
-Por esa puerta no -le advirtió amablemente-, esa puerta conduce al Infierno.

No se puede hacer mejor el bien, y hacerlo, además, con una elegancia más inglesa (le advirtió «amablemente»). Nada es brusco en el Padre Brown.

Ese objetivo no se consigue de cualquier modo. El fin alumbra el método. El Padre Brown no utiliza sofisticados instrumentos, cachivaches originalísimos o máquinas de última generación. La verdadera nueva tecnología es el uso de la razón y el conocimiento del alma humana (pasiones, inquietudes, zozobras varias). Horas de confesionario y de oración. Horas de silencio que superan la tiranía de cualquier medio técnico. En El martillo de Dios, el culpable no sale de su asombro y se desespera:

-¿Cómo sabe usted todo eso? -gritó-. ¿Acaso es usted un demonio?
-Soy un hombre -respondió gravemente el Padre Brown-, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón.

Una página después, el desesperado asesino se entrega a la Policía. El relato no dice más, porque no hace falta. La confesión del asesino propicia un arranque de arrepentimiento y presumimos un principio de conversión.

No es extraño, pues, que cada una de las apariciones de este párroco discreto vayan mucho más allá del mero entretenimiento. El mal no tiene por qué persistir. Todos podemos cambiar; siempre estamos a tiempo. No hay maldad sin remedio. El propio Padre Brown reconoce que tiene todos los demonios en su corazón.

En relatos así, Chesterton introduce de contrabando las cuestiones que en verdad importan y que constituyen el relleno de nuestras vidas. Estas historias tienen, por tanto, mucha miga. El sándwich del Padre Brown no se come de un solo bocado.