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Maestro de intuición y razón

Nuestro amigo Antonio Rubio Plo, generosamente nos autoriza a publicar este artículo suyo editado en la Revista Alfa y Omega, nº 720.

En 1911, se publicó El candor del padre Brown, el primer volumen de las aventuras del sacerdote detective, creado por Gilbert Keith Chesterton. El escritor era un gran admirador de Sherlock Holmes, pero no hizo participar métodos deductivos, en los que el centro de atención del lector se desplaza más hacia las pistas materiales que hacia los móviles de la conducta de los seres humanos.

Alec Guinness, actor que interpretó al Padre Brown.

A diferencia de Holmes, el detective chestertoniano padre Brown es un hombre humilde y tranquilo. La humildad está asociada a la forma de ser de un sacerdote que es consciente de que su ausencia puede llevar a los propios servidores de Dios, aunque sean piadosos y se muevan por móviles elevados, a hundirse en horrendos pecados, tal y como leemos en el relato El martillo de Dios.
El padre Brown ocupaba aparentemente en las historias un segundo plano, y a veces no se le mencionaba hasta la mitad de la narración. Los auténticos protagonistas parecían ser los afectados por el hecho delictivo: víctimas, inocentes, culpables, testigos o policías. Sin embargo, el padre Brown, sin dejar de lado las deducciones, resolvía los casos porque prestaba más atención al método intuitivo, con el que trataba de iluminar el claroscuro de las acciones humanas. Brown es maestro de intuición y de razón. Ambas son complementarias y, junto con la fe, ayudan al sacerdote detective a ponerse en el lugar de los criminales, pero su misión no se reduce a entregarlos a la policía. En ocasiones, busca incluso su arrepentimiento para que obtengan el perdón divino, sin que esto sea incompatible con que tengan que responder, además, de sus actos ante las autoridades humanas.

La fe es amiga de la razón

Desde el primer relato en que aparece, La cruz azul, podemos comprobar que el padre Brown es el primero en someterse a los límites de una recta razón. Se rebela contra el lugar común, que dista mucho de haber desaparecido en nuestro tiempo, de reducir lo religioso a lo emotivo, a la búsqueda continua de lo sobrenatural. Un sacerdote de una antigua, o nueva, religión pagana arremetería contra la razón, y también lo haría todo aquel que viva sumido en el fideísmo, pero eso no lo haría un sacerdote católico. Sería mala teología, tal y como recuerda Brown a su amigo Flambeau, un ladrón que luego se pasará al lado del bien. Por lo demás, el padre Brown es un hombre razonable, mucho más que algunos que hacen del racionalismo su bandera y se obstinan en confundir la religión con la superstición. Tal es el caso de Aristide Valentin, jefe de la policía de París, un notorio anticlerical, que no duda en cometer un delito con tal de perjudicar al aborrecido catolicismo. Lo peor es que no quiere tener conciencia de estar actuando mal, porque cree ciegamente que todos los medios serían válidos con tal de erradicar esa superstición de la cruz que se opone a la nueva religión del progreso. No es casual que Valentin sea el prototipo del orgulloso, aunque muchos le considerarían un hombre bueno por la defensa de sus convicciones hasta la locura. Y si de locuras se trata, en otra historia, El ojo de Apolo, Chesterton se anticipa a la llegada de supuestas religiones liberadoras, las que dicen rendir culto a la naturaleza, hasta extremos de irracionalidad, y el padre Brown tendrá que recordar que el Sol siempre ha sido el más cruel de todos los dioses.

El padre Brown y Miss Marple

Hay otro famoso personaje de ficción que presenta afinidades con el padre Brown. Es Miss Marple, la solterona creada por Agatha Christie, que suele llegar a la solución de los enigmas comparando las actuaciones de los implicados en el caso con determinadas conductas de los vecinos de su pueblo, Saint Mary Mead. Su intuición le lleva a concluir que los seres humanos no son tan diferentes en sus vicios y virtudes. Y es que, a diferencia de algunos autores modernos de novela policíaca en la que los malvados son más inteligentes, no hay lugar para el relativismo moral en las obras de Chesterton y Agatha Christie. Ambos sabían perfectamente lo que era el bien y el mal, sin duda porque pertenecían a una cultura en la que se leía la Biblia con frecuencia. De ahí que creyeran que el mal no era algo propio de unos pretendidos superhombres, sino algo propio de quienes obran por debajo de su condición humana. Incluso el egocéntrico detective Hércules Poirot no se quedará en las apariencias a la hora de hacer trabajar a sus células grises. Por ejemplo, le dice a Miss Brewster que el sol brilla y el mar es azul, pero a la vez le recuerda que el mal está en todas partes bajo el sol. Se trata de una cita del Eclesiastés 3, 16, y que sirve de título a la novela Maldad bajo el sol, en la que el mal flota en el ambiente, al igual que en el Karnak, el crucero de lujo, escenario de la trama de Muerte en el Nilo. El mal existe y acaba saliendo a la luz, pero, desgraciadamente, los culpables en esas novelas no encontrarán un detective o un policía con las mismas entrañas de misericordia que el padre Brown.

 Antonio R. Rubio Pl

 

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Un pórtico para el Padre Brown (y 4)

La razón abierta: por qué leer hoy Los relatos del Padre Brown.

He aquí el drama del buen lector: hay mucho por leer y la vida es muy corta. Los libros parecen infinitos y la finitud de los años resulta indiscutible. Gran tragedia. Además, lejos de calmarnos la sed, la lectura de un buen libro acrecienta esa inquietud (¿diremos ansiedad?) de quien se afana en buscar entre las palabras. El interés por un autor se multiplica si la lectura ha sido provechosa. Dan ganas de leerlo todo… O de releerlo, porque tal vez -se pregunta el lector- la primera lectura haya sido precipitada, infecunda. No leeré en vano, se ordena el lector a sí mismo.

Entonces, ¿qué leer? ¿Por qué, por ejemplo, preferir Los Buddenbrook, de Thomas Mann, al ganador del último o penúltimo Premio Nadal? ¿Qué nos lleva a esa elección? ¿Tenemos mínimamente claros nuestros criterios? ¿O acaso nuestro criterio es, sin más, la falta de criterio (porque consideramos, con poca sesera, que toda lectura será siempre buena)? Son preguntas que, quizá sin darse cuenta, se hace siempre el lector, y que, casi siempre sin saberlo, acaba contestando por la vía de los hechos. Elegir un libro no es, por tanto, una cuestión de poca monta. Importa tanto como distinguir entre la miserable pérdida del tiempo (ese tremendo “matar el tiempo”) y el más extraordinario de sus aprovechamientos.

Verdad, belleza y bien; y también error, fealdad y mal. Es el misterio del alma humana, que excede los límites de la razón cientificista.

Verdad, belleza y bien; y también error, fealdad y mal. Es el misterio del alma humana, que excede los límites de la razón cientificista.

Uno opina, modestamente, que Los relatos del Padre Brown es uno de los libros que hoy hay que leer. ¿Por qué? Porque, entre otras cosas, esas historias nos presentan una “razón abierta”, y, con ella, la posibilidad de librarnos de un pensamiento bizco. Me explicaré.

San Juan Pablo II se refirió a la razón y la fe como las dos alas del conocimiento, y, en la misma estela, Benedicto XVI insistió una y otra vez en el diálogo entre fe y razón (recuérdese, por ejemplo, su célebre discurso en la Universidad de Ratisbona). La fe necesita de la razón para no caer en el fundamentalismo, y, a su vez, la razón precisa de la fe para ampliar sus horizontes.

El Padre Brown pone en funcionamiento esa amplitud de horizontes, esa apertura del pensar. El modo en que este sacerdote-sabueso resuelve los casos no es, por tanto, el de la razón meramente instrumental. Gracias al ejercicio de su ministerio, el Padre Brown sabe que el hombre es un misterio, que es irreductible a la lógica. Hay algo de Pascal en todo esto: el corazón tiene razones que la razón no entiende. Y el Padre Brown cuenta con esas misteriosas razones.

La razón es, pues, muy amplia. La razón se abre. Dupin (el detective creado por Poe) y Holmes (el famoso detective de Conan Doyle) utilizan sólo la lógica deductiva, rastreando causas y efectos a partir de las evidencias materiales que hay en la escena del crimen. El Padre Brown va más allá (o, si se prefiere, más acá). Como han dicho con precisión Guadalupe Arbona y Luis Miguel Hernández, “sus tramas parten de la identificación con el corazón y la razón o sinrazón del criminal y con los motivos que llevan al asesino a cometer tal fechoría”.

Cobran aquí todo su sentido unas conocidas palabras de Chesterton: la imaginación no provoca la locura. Para ser exacto, lo que fomenta la locura es la razón. Se refiere Chesterton a esa razón que cree -bonita paradoja- que todo lo puede.

¿Significa esto, entonces, una defensa del fideísmo o de la credulidad? Si la lógica humana no lo es todo, ¿puede aún ser algo? ¿O se trata, más bien, de fiarlo todo a la irrupción de misteriosas fuerzas acerca de las cuales nada podemos afirmar?

Contesta, por la vía de los hechos, el propio Chesterton. En la biografía escrita por Maisie Ward se cuenta que Chesterton fue invitado a participar en el Detection Club y que fue el encargado de redactar unas normas para la ceremonia de iniciación de sus miembros (imagínese con qué facundia Chesterton se dedicó a esta labor). Pues bien, quien quisiera pertenecer a este selecto y original club tendría que responder, entre otras, a la siguiente pregunta:

¿Prometes que tus detectives resolverán los problemas criminales que se les presenten, usando el seso que te hayas complacido en otorgarles y no por medio de revelación divina, intuición femenina, artes mágicas, galimatías, coincidencias o juicio de Dios?

Vemos, en definitiva, que la razón no sólo tiene que existir, sino que tiene que estar viva y despierta. Tiene que estar tan atenta a los detalles como abierta al misterio.

En un artículo publicado en el G.K.´s Weekly del día 20 de octubre de 1928, Chesterton afirma que el hombre moderno ni siquiera puede mantener los ojos abiertos. Está demasiado fatigado con su trabajo y una larga sucesión de utopías sin éxito. Se ha dormido.

Lea, pues, las historias del Padre Brown. Verá cómo la razón abierta se torna en razón despierta. Y eso hoy -aquí y ahora- nos ayudará a sacudirnos la modorra.

Una hermana Brown: Chesterton, Mihura y «Melocotón el almíbar»

Además de las adaptaciones más o menos directas y confesas, el rastro del siempre escurridizo padre Brown a veces se intuye en otras ficciones, en otros personajes. Es el caso de Sor María, una monjita española con una implacable capacidad deductiva, una comprensión profunda de la naturaleza humana, y una tendencia un poco repulsiva a decir constantemente «si yo no sé nada, pobrecita de mí» para hacerse la inocente.

El 20 de noviembre de 1958 se estrena en Madrid Melocotón en  almíbar, la nueva comedia de Miguel Mihura Santos (1905-1977), y permanece dos meses en cartel. Mihura está disfrutando por fin de un éxito teatral tardío: después de que su primera comedia escrita en 1932, Tres sombreros de copa, permaneciera guardada en un cajón durante veinte años porque ninguna compañía se atrevía a representar un libreto tan vanguardista, el humorista se las arregló para «aburguesar» su humor (para «prostituírlo», como llegó a decir él mismo en alguna entrevista) y convertirse en uno de los comediógrafos favoritos del público. Si sus primeras comedias representadas (Ni pobre ni rico sino todo lo contrario, escrita con el gran Antonio Lara «Tono«, y El caso de la mujer asesinadita, con Álvaro de Laiglesia) participan del humor surrealista que ha popularizado con la revista La codorniz, tras el estreno de Tres sombreros de copa en 1952 escribe obras más accesibles para el gran público, como A media luz los tres (1953), ¡Sublime decisión! (1955) o Mi adorado Juan (1956).

Melocotón en Almíbar (Escelicer)

Primera edición de «Melocotón en almíbar», publicada en 1959.

El germen de Melocotón en almíbar es una asociación de ideas fortuita: Mihura regresa a su hotel en San Sebastián tras ver en el cine una película de gángsters y se encuentra una excursión de monjas en la recepción. Julián Moreiro recoge la reacción del comediógrafo en su excelente biografía Miguel Mihura, humor y melancolía: «No había tratado en mi vida a una monja. Para mí las monjas eran unos seres desconocidos, que veía por la calle con unos trajes negros y unas cofias blancas» (Moreiro, 2004, pág. 324). De ahí surge la idea de enfrentar a una monjita aparentemente indefensa contra un grupo de gángsters que acaban de dar un golpe.

Isabel Garcés como Sor María

Folleto de mano del montaje original de «Melocotón en almíbar», con Isabel Garcés como Sor María.

Sor María entra en escena cuando uno de los miembros de la banda, que parecía estar simplemente acatarrado, cae enfermo con una doble pulmonía. Los cacos ocultan el botín en una maceta del piso de alquiler que están usando como base de operaciones y piden a la propietaria que haga llamar a una enfermera. Pero, como cuenta Sor María «resulta que todas las enfermeras de la clínica estaban comprometidas para salir con sus novios. Y don Vicente me ha enviado a mí para que cuide del enfermo». Desde el momento en que la religiosa irrumpe en la vivienda, comienza un peculiar juego del gato y el ratón, en este caso la gata y los ratones, en el que Sor María va acorralando a los maleantes con su lógica demoledora camuflada en observaciones inocentes y comentarios autodespectivos: «… como tengo la mala costumbre de ser tan observadora, enseguida pienso cosas que no debo… Nuestra querida Madre Superiora siempre me está reprendiendo por ser así, y la verdad es que yo no puedo remediarlo…»

Mihura

Miguel Mihura observa perplejo a las monjas, esos «seres desconocidos con trajes negros y cofias blancas».

Al final, Sor María se queda con las joyas robadas para los pobres, ahuyenta a los atracadores y por el camino incluso ayuda a una de ellos, Nuria: «Yo lo que trato es de salvarla, porque estoy segura de que está arrepentida de haberse metido en todos estos jaleos».

NURIA: ¡Usted sabe mucho de mí…! Desde que entró en esta casa no ha dejado de mirarme… Como si me conociera de algo…

SOR MARÍA: No. ¿De qué iba a conocerla? Lo que pasa es que conozco a otras mujeres como usted, que están descontentas de sí mismas…

NURIA: Sí. Eso me pasa a mí… Que no me gusto cómo soy.

(Melocotón en almíbar, Acto Segundo, p. 915 en la edición del Teatro Completo de Cátedra, 2004)

Melocotón en Almíbar (Recatero)

El montaje de 2005, dirigido por Mara Recatero, con Ana María Vidal como Sor María.

A diferencia de los relatos del Padre Brown, Melocotón en almíbar no es un misterio. Desde el prólogo, el espectador sabe quiénes son los criminales, qué han hecho, y dónde han metido el «cuerpo del delito». El auténtico misterio es la propia Sor María: es ella quien pica la curiosidad el espectador con sus indirectas, es ella quien tensa la situación, siempre desde una ambigüedad que podría revelarse cálculo o genuina inocencia.

No sabemos con certeza si Mihura se pudo inspirar en Chesterton para la creación de Sor María. Es conocida su afición a la novela criminal en general, y a la obra de Simenon en particular. El comisario Maigret, como el padre Brown, suele preocuparse más por la psicología e incluso el alma del criminal que por la mecánica del crimen y las exigencias burocráticas de las fuerzas del orden. Además, el humorista Antonio Mingote recuerda, en la introducción a la edición de Austral de Melocotón en almíbar, que Mihura acababa de descubrir por aquel entonces al comisario San-Antonio de Frédéric Dard. Considerando la popularidad del personaje de Chesterton en la España de aquellos años, parece poco probable que un gran aficionado al género como Mihura lo desconociera.

De un modo u otro, las similitudes entre el Padre Brown y Sor María son notables. La obstinación en reducirse a la insignificancia, en hacerse pasar por tonta, el sentido del humor, la salvación de los criminales como prioridad, incluso el gusto por la paradoja que se resuelve desde el sentido común. La continuación del diálogo anterior entre Nuria y Sor María ofrece una elocuente ilustración de esto último:

NURIA: ¡Pero cómo me conoce usted! ¡Hay que ver qué talento! ¡Porque parece que no, pero yo soy muy complicada!

SOR MARÍA: Tan complicada que hasta le gustaría tener un niño. ¿No es verdad?

(Op. Cit., pp. 915-916)

Ana María Vidal como Sor María

Ana María Vidal intenta recordar si estaba interpretando a Sor María o al Padre Brown.

Y así, irónicamente, un autor cuya vida privada se condujo por las antípodas de la de Chesterton (solterón empedernido, adverso por principio al matrimonio y a la vida burguesa convencional, frecuentador de prostitutas) alumbró una de las versiones más conseguidas del Padre Brown… pese a ser estrictamente oficiosa y tal vez hasta involuntaria.

Por supuesto, no todo el mundo vio con buenos ojos a su detective con cofia. Hubo una adaptación cinematográfica de 1960, dirigida por Antonio del Amo, conocida en México como Rififí en el convento. A la censura española no le hizo demasiada gracia el personaje de Sor María tal como aparecía en el guión. El censor Avelino Esteban escribe: «La monja de este guión será una monja en la película que no podremos aprobar. Tiene toda una serie de defectos profesionales y hasta diría yo ‘profesionales’ como religiosa que deja mal a la clase a la que pertenece. El autor necesitaba, para la comicidad de su trama, una figura ‘cándida’ a base de ser tonta… ¡y pensó en una monja! Tal vez pensó que en la realidad social no existen ya cándidos que no sean tontos; o tontos que no sean religiosos o religiosas» (en Moreiro, 2004, p. 326). Antonio del Amo se defiende culpando a Mihura, alegando que no se había atrevido a corregir los «errores» en la concepción del personaje por respeto al autor: «Está claro que la monja es entrometida, fisgona y a veces hasta ordinaria, como si fuese una chulapa de los barrios bajos» (Op. cit., p. 326).

Cabe sospechar que el director se expresaba en tales términos  intentando granjearse las simpatías del censor, pero de este último no hay duda: no había entendido absolutamente nada.

Un pórtico para el Padre Brown (3)

Los relatos del Padre Brown: 53 historias tragicómicas sobre criminales.

En todo verdadero cuento de detectives, siempre comparece de improviso la sangre. Las galerías de personajes son infinitas; las causas últimas del asesinato, innumerables. Los ambientes pueden ser de lo más variado y, además, hay muchas posibilidades para el tempo narrativo. Pero la sangre siempre está ahí: brusca, sorpresiva y amenazadora. Se podría decir que, en esos relatos breves, la muerte no aparece, sino que irrumpe. El lector tiene la impresión de que, al secarse de repente una vida, el renglón va a enmudecer… para siempre.

Pero no. Es sólo una impresión transitoria, porque, en los relatos detectivescos, la muerte es sólo el principio. Un principio que, además, Chesterton no se tomaba muy en serio. Para comprobarlo, leamos con qué facundia se refiere en su Autobiografía a su extenso curriculum de asesinatos… sobre el papel:

Hace algún tiempo, sentado tranquilamente una tarde de verano, mientras pasaba revista a una vida injustificadamente afortunada y feliz, calculé que debo de haber cometido al menos unos cincuenta y tres asesinatos, y haber sido cómplice de la desaparición de otro medio centenar de cadáveres con el fin de ocultar otros tantos crímenes; culpable también de colgar un cadáver en una percha, de meter a otro en una saca de correos, de decapitar a un tercero y colocarle la cabeza de otro, y un largo etcétera de inocentes artificios parecidos. Es cierto que la mayoría de esas atrocidades las he cometido sobre el papel.

En cada relato del Padre Brown siempre hay ocasión por la risa, aun en mitad del drama. Ilustración: casapomelo.

En cada relato del Padre Brown siempre hay ocasión para la risa, aun en mitad del drama.
Ilustración: casapomelo.

Así fue, en efecto. Esos 53 asesinatos son las 53 historias protagonizadas por el Padre Brown, que constituyen lo que Chesterton llamaba, con genial paradoja, comedias de detectives.

Por un lado, nuestro autor no confeccionó historias de argumento sanguinolento y fácil, y, por otro lado, el interés de los relatos no se basa en una sofisticada trama o en la proliferación abrumadora de personajes (hasta el punto que podemos afirmar que, en este aspecto, las historias del Padre Brown son sencillas). Chesterton hizo algo más difícil: hallar en la tragedia de la muerte la comedia de la vida. Veamos, por ejemplo, con qué sentido del humor le quita espesor a la sangre cuando da cuenta, también en su Autobiografía, del tiempo en que le encargaban historias de crueles asesinatos:

Mi nombre adquirió cierta notoriedad como escritor de narraciones sangrientas, comúnmente llamadas historias policíacas; ciertos escritores y revistas han llegado a contar conmigo para tales fruslerías, y son lo bastante amables para escribirme de vez en cuando y pedirme una nueva remesa de cadáveres, generalmente en lotes de ocho.

Fueran los lotes de ocho o de más fiambres, lo cierto es que, como se explica en la edición de Acantilado del año 2008 (con traducción de Miguel Temprano García), los relatos del Padre Brown, publicados originalmente en diversas revistas inglesas y americanas (Cassell´s, Storyteller, Pall Mall o Nash´s) entre los años 1910 y 1935, se vienen reuniendo en cinco volúmenes sucesivos, que son El candor del Padre Brown (12 relatos), La sagacidad del Padre Brown (12 relatos), La incredulidad del Padre Brown (8 relatos), El Secreto del Padre Brown (10 relatos) y El escándalo del Padre Brown (9 relatos).

Chesterton confesó, como queda dicho, 53 tragicómicos asesinatos, y los citados son 51. Para completar la nómina debemos incluir, pues, otros dos relatos. Uno de ellos es El caso Donnington, escrito en colaboración con el también autor de novelas policiacas Sir Arthur Pemberton (1863-1950). Se trata de una historia descubierta en 1981 (muchos años después de que Chesterton falleciera, en 1936) y en cuya segunda parte aparece el Padre Brown para resolver el misterio.

El último de los relatos, que Chesterton escribió el último año de su vida y ya gravemente enfermo, es La máscara de Midas. Su descubrimiento es aún posterior, pues apareció en 1991, en forma de fotocopia del manuscrito original. Es un texto mecanografiado por Dorothy Collins (secretaria de Chesterton durante muchos años) que incluye numerosas correcciones de puño y letra y varias notas del escritor. Era, al parecer, el segundo relato de lo que nuestro autor había denominado “Nueva Serie” (el primero de los relatos de esa nueva “remesa de cadáveres” era La vampiresa del pueblo, que se suele incluir en el citado volumen El escándalo del Padre Brown).

Pero en La máscara de Midas hay, además, una enigmática indicación de Collins. “No publicar”, se lee en el original. ¿Por qué? ¿Por qué, después de 52 asesinatos, Chesterton no quería publicar otro crimen (un crimen sobre el papel cuya autoría, además, ya había reconocido expresamente)?

Como en el mejor de sus relatos, hasta el último momento se mantiene, por tanto, el suspense. Y, como en el mejor de los chistes, hasta el final todo es, si bien se mira, una bendita comedia.

Chesterton como excusa: los otros padres Brown (1)

Con mayor o, habitualmente, menor fortuna, las adaptaciones de los relatos del padre Brown comentadas en entradas anteriores intentaban ser fieles, si no a la letra, siquiera al espíritu del personaje de Chesterton. Las que vamos a repasar a continuación, por afán de exhaustividad más que por méritos propios, se contentan con la superficie del personaje, con la imagen estrambótica del detective con sotana, el hipotético gancho de su nombre y una vulgarización a menudo chocarrera del tono humorístico de sus aventuras.

La primera pieza en este safari internacional de caza y captura de los padres Brown que en el mundo han sido nos la cobramos en Alemania. En 1960, el prolífico Heinz Rühmann se enfunda la sotana para protagonizar «Das schwarze Schaf» (Helmut Ashley), es decir, «la oveja negra», que no es otra que el padre Brown, empeñado, para desesperación de su obispo, en investigar crímenes, con resultados pretendidamente hilarantes.

El padre Brown, pistola en mano, se dispone a ganarse el título de "oveja negra",

El padre Brown, pistola en mano, se dispone a ganarse el título de «oveja negra»,

A Rühmann,  que se despidió del cine en 1993 con «¡Tan lejos, tan cerca!» (Wim Wenders), lo recordamos en España por su papel en la extraordinaria «El cebo» (1958, Ladislao Wajda). En esta película cumple eficazmente con lo que se espera de él, que no es precisamente encarnar al padre Brown de Chesterton, sino componer un cura de sainete, irlandés en este caso (y por ende, no tan peculiar en su catolicismo), más preocupado por leer novelas de detectives que por estudiar la Biblia. La secuencia de presentación del personaje es muy elocuente en ese sentido: lo que interesa a este padre Brown es, como a cualquier otro detective, la mecánica del crimen, no tanto el alma del criminal. Es decir, justo lo contrario que al padre Brown de Chesterton.

Heinz Rühmann, un padre Brown más preocupado por la mecánica del crimen que por el alma del criminal.

El padre Brown, decepcionado con su propia película, se entrega al vandalismo callejero.

Quizá el mayor interés de «Das schwarze Schaf» estribe en la caricatura de la sociedad irlandesa tal como se imagina desde la Alemania de los años sesenta, y que, como suele ocurrir tantas veces con las caricaturas, dice mucho más del caricaturista que del caricaturizado. Otro tanto ocurre con su continuación, «Er kann’s nicht lassen» (1962, Axel von Ambesser), traducida como «La pista del crimen» aunque su título original significa, literalmente, «No puede dejar de hacerlo».

Pese a examinarla minuciosamente con lupa, ni el mismo padre Brown encuentra en su película el menor parecido con los relatos de Chesterton.

Pese a examinarla minuciosamente con lupa, ni el mismo padre Brown encuentra en «La pista del crimen» el menor parecido con los relatos de Chesterton.

En esta ocasión, la oveja negra ha sido desterrada por el obispo a una isla remota con propósito de desintoxicarlo de su fascinación por el delito. Pero, como anuncia el título, «él no puede dejar de hacerlo», y no tarda en encontrar enigmas a su medida, empezando por la desaparición de un valioso cuadro. Puede decirse en favor de la segunda entrega que la trama detectivesca está un tanto mejor cuidada que la de su predecesora, pero no mucho mejor, de modo que a ese respecto apenas llega a la mediocridad, lo cual es especialmente lamentable considerando la cantidad de ideas ingeniosas derrochadas en los relatos de Chesterton que no se han tomado la molestia de adaptar.

Así pues, si no les interesaba el personaje, ni tampoco los argumentos de sus historias, ¿qué querían hacer con el padre Brown estas películas? Tal vez una lectura epidérmica del Quijote, es decir, advertirnos por enésima vez de los peligros de dejarnos sorber el seso por noveluchas de baja estofa.

El último padre Brown de la BBC: ¿GK Chesterton como excusa?

Si de audiencias se trata, el último «Father Brown» (2013) de la BBC se puede considerar un éxito indiscutible: en enero de 2014 se renovó por una tercera temporada tras haber alcanzado la emisión de la segunda una cuota de pantalla del 24’7%. Significativamente, el productor ejecutivo Will Trotter interpretaba que «El éxito de la segunda temporada ha demostrado que los espectadores realmente han aceptado a Mark Williams como el padre Brown. Estamos encantados de poder seguir dando vida a un personaje tan querido». Una vez más, la pregunta es, por supuesto, ¿realmente ha dado vida Mark Williams al padre Brown?

El padre Brown ha seguido haciendo amistades a espaldas de su creador.

El padre Brown ha seguido haciendo amistades a espaldas de su creador.

No es la primera incursión del sacerdote en la pequeña pantalla británica: hay una serie anterior de los años 70, protagonizada por Kenneth More, que trataremos en otra entrada más adelante: con mejores o peores resultados artísticos, se quedó en una única tanda de trece capítulos, sin continuidad, y aparentemente sin el impacto suficiente para incentivar otras aproximaciones al personaje durante los siguientes cuarenta años. Así pues, podríamos decir que el nuevo «Father Brown» de la BBC es la primera serie que consigue enganchar al público y mantenerse a lo largo de los años… si no fuera por «Pater Brown«, una coproducción austro-alemana protagonizada por Josef Meinrad que duró cinco temporadas (treinta y nueve episodios en total) entre 1966 y 1973, y que también abordaremos en una futura entrada.

El último «Father Brown» no es fruto, en principio, de la especial predilección de cualquiera de sus responsables por el personaje o su creador. Nace de un encargo de la BBC1, que quiere programar una serie de misterio en horario de tarde.  Tras considerar diversas propuestas de creación original, la BBC decide que no quiere arriesgarse con un personaje nuevo y que prefiere una «marca» reconocible. Según cuenta la productora Ceri Meyrik, la idea de rescatar al padre Brown se le ocurre al productor ejecutivo John Yorke tras escuchar un documental radiofónico sobre Chesterton.

Es más, los creadores de la serie no están particularmente interesados en seguir a Chesterton al pie de la letra. A cada uno de los guionistas se le da a elegir entre adaptar uno de los cuentos o inventarse una nueva aventura del padre Brown; así, en la primera temporada la mitad de los episodios adaptan cuentos de Chesterton sin excesiva fidelidad, y la otra mitad cuenta historias totalmente nuevas.

El padre Brown pedalea rumbo a lo desconocido, alejándose del "canon" chestertoniano.

El padre Brown pedalea rumbo a lo desconocido, alejándose del «canon» chestertoniano.

Además, a la hora de establecer el «universo» de la serie, se toman otras libertades notables.  Aunque se quedan muy lejos de la hipermodernidad del brillantísimo «Sherlock» de Moffat y Gatiss, «actualizan» al padre Brown llevándolo a los años 50. En palabras de Meyrick, pretendían hacer una serie de época, pero ambientada en un periodo histórico que pudiera formar parte de la memoria viva de muchos de sus espectadores. Tampoco tienen inconveniente en limitar el ímpetu trotamundos del cura y prescindir de sus viajes para ambientar todas sus aventuras en el condado de Gloucestershire. Por último, rodean al padre Brown de un reparto más o menos variopinto de secundarios:  «Adjudicamos a nuestro padre Brown una banda de ‘ayudantes'», dice Meyrick, «como parte del proceso necesario para hacer que la serie funcionase como drama de cuarenta y cinco minutos, lo cual es distinto de un relato corto. Nos permitió dar más cuerpo a las historias».

Pero a pesar de todo, la productora es categórica: «Aunque cambiamos muchas cosas con respecto a las historias, queríamos mantener la esencia del personaje del padre Brown».

¿Lo han conseguido?

El padre Brown de la BBC se queda patidifuso al leer a Chesterton.

El padre Brown de la BBC se queda patidifuso al leer a Chesterton.

Como mínimo, dar el papel a un secundario en lugar de a una estrella como Guinness ya sería un acierto: hemos visto a Mark Williams en infinidad de películas (la saga de Harry Potter, sin ir más lejos), pero aunque su cara nos suena vagamente, no es probable que lo reconozcamos a la primera. Esa sensación escurridiza parece muy adecuada para un personaje escurridizo. Williams, además, maneja con habilidad los distintos registros del personaje y, siendo un excelente actor de comedia, no cae en la tentación de exagerar su lado cómico. Y el nutrido elenco de secundarios, en efecto, permite dosificar sus apariciones y no quemar su peculiar carisma: unos y otros no nos dan oportunidad de cansarnos de ese curilla torpón con un brillo peculiar en la mirada que parece guardar un gran secreto.

No son las historias del padre Brown de Chesterton: son nuevas aventuras protagonizadas por un sacerdote que se le parece bastante, probablemente más que cualquier otro de los que han llevado su nombre en la pantalla pequeña o grande.

No es poco, y quizá no podamos pedir mucho más.

Un pórtico para el Padre Brown (1)

El Padre O´Connor y el Padre Brown. A Chesterton se le aparece un personaje.

Siempre sucede. Las claves más profundas se hallan en un encuentro personal. Detrás de los más esquivos porqués suele haber un quién. Podemos afanarnos en las más sesudas elucubraciones. Podemos exprimir las casi infinitas posibilidades de nuestra imaginación. Podemos incluso hacer psicología de salón. Todo eso, si se mantiene la soberbia a raya -no hay espectáculo más triste que el del intelectual arrogante, pagado de sí mismo-, está muy bien y puede dar algún fruto. Pero si, encerrados en una mera recreación de la vida pensada, prescindimos de la vida vivida, no podremos comprender nada. Ni comprendernos a nosotros ni comprender a los demás. Seremos, pues, vulgares, en el sentido más chestertoniano del término: pasaremos junto a la grandeza y no la advertiremos. Habremos perdido la capacidad de asombrarnos. Acaso sin saberlo, estaremos muertos.

Chesterton era humano -muy humano: una humanidad de más de 1,90 centímetros de estatura y de más de 120 kilos de peso- y, por tanto, su vida fue una sucesión de encuentros personales. Como, además, Chesterton era un hombre de alegría excesiva (si es que en eso cabe el exceso, que probablemente no quepa), la mayoría de sus encuentros fueron de una dicha contundente. Pensemos en su matrimonio con Frances Blogg (no exento de dificultades y, justamente por eso, felicísimo). Pensemos también en su querido y llorado hermano Cecil, en su fraternal amigo Hilaire Belloc, en su eficiente colaboradora Dorothy Collins, en sus amistosos oponentes G.B. Shaw y H.G. Wells. Pensemos, cómo no, en su encuentro personal con Cristo, que tanto iluminó su vida y su obra.

"Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón". Palabras del Padre Brown que pudo pronunciar el Padre O´Connor.

«Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón». Palabras del Padre Brown que sin duda suscribiría el Padre O´Connor.

Es que sucede eso: los verdaderos encuentros son fructíferos. Así le sucedió a Chesterton el día que conoció al Padre O´Connor. Ese día no sólo comenzó una amistad. Ese día a Chesterton se le apareció un personaje.

En su Autobiografía, Chesterton hace una estupenda narración del día en que conoció al Padre O´Connor, al que se refiere como aquel encuentro accidental de Yorkshire que tendría consecuencias para mí mucho más importantes de lo que la mera coincidencia puede sugerir. Chesterton había ido a dar una conferencia a Keighley y pasó la noche en casa de un importante ciudadano de aquella pequeña localidad. Allí se reunió con un pequeño grupo de amigos de su anfitrión; entre ellos, el cura de la iglesia católica, un hombre pequeño, lampiño y con expresión típica de duende. Se llamaba John O´Connor, y, desde el primer momento, a Chesterton le sorprendieron gratamente el tacto y el buen humor con el que aquel hombrecillo se conducía en aquel ambiente (fundamentalmente protestante). La conversación entre ambos continuó a la mañana siguiente durante un paseo hasta la localidad de Ilkley, a la que Chesterton quiso desplazarse para visitar a otros amigos. Aquella primera conversación larga tuvo algo de inaugural. Cuenta Chesterton que, cuando llegaron a Ilkley, tras unas cuantas horas de charla por aquellos páramos, pude presentar un nuevo amigo a mis antiguos amigos. El Padre O´Connor se convirtió de inmediato en un nuevo huésped de los amigos de Chesterton en Ilkley, en donde comenzaron a reunirse periódicamente.

Precisamente en una de esas visitas se produjo la aparición del Padre Brown. En una más de sus peripatéticas conversaciones, Chesterton le hizo saber al Padre O´Connor su opinión acerca de “temas sociales bastante sórdidos de vicios y crimen”. A juicio del Padre O´Connor, la opinión de Chesterton era errada porque ignoraba algunas cosas, y, para ilustrarle, le contó “ciertos hechos que él conocía sobre prácticas depravadas”. Chesterton descubrió entonces que “aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo” y que él no había llegado a imaginarse “que el mundo albergara tales horrores”. Faltaba, no obstante, el colofón de esta historia.

Resultó que, al llegar de su paseo, Chesterton y el Padre O´Connor se encontraron la casa de sus huéspedes llena de gente, y comenzaron a charlar con dos cordiales y saludables estudiantes de Cambridge. Hablaron largo y tendido de música, del paisaje y, en general, de cuestiones artísticas. Luego la conversación derivó hacia cuestiones filosóficas y morales, en cuyo examen el Padre O´Connor también se mostró extraordinariamente perspicaz; tanto, que, cuando finalmente el sacerdote abandonó la habitación, los dos estudiantes alabaron la sabiduría del cura. Uno de ellos, sin embargo, quiso matizar su alabanza: «(…) todo eso está muy bien cuando se está encerrado y no se sabe nada sobre el mal real en el mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento”.

A Chesterton aquel comentario le pareció, además de engreído, verdaderamente cómico. Lo cuenta así:

Para mí, que aún temblaba casi con los pasmosos datos prácticos de los que el sacerdote me había advertido, este comentario me pareció de una ironía tan colosal y aplastante que a punto estuve de estallar de risa en aquel mismo salón, pues sabía perfectamente que, comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebés en el mismo cochecito.

Fue precisamente en aquel instante cuando a Chesterton se le apareció el Padre Brown. Fue entonces cuando se me ocurrió dar a estos tragicómicos equívocos un uso artístico y construir una comedia en la que hubiera un cura que pareciera que no se enteraba de nada y en realidad supiera más de crímenes que los criminales.

Aventuro incluso que, de alguna manera, el Padre Brown se le apareció a Chesterton a pesar de Chesterton. Recordemos que, según confesión propia, nuestro autor se había mostrado contrario a la idea general de que los personajes de las novelas debieran “representar” o “estar tomados” de alguien. Decía que esa idea “se basa en una incomprensión de cómo funcionan la narración imaginativa y especialmente las fantasías tan triviales como las mías”. Pero, ¿y en el caso del Padre Brown, en el que, como hemos visto, el personaje está claramente “tomado” de un original en el mundo real?

Podemos afinar un poco más la pregunta. ¿Por qué, a diferencia de lo que sucede con otros personajes chestertonianos, aquí -y sólo aquí- el personaje ficticio (el Padre Brown) surge sin disimulo de una persona real (el sacerdote John O´Connor)? Chesterton no expresa el porqué de esta afortunada excepción, pero creo que, en su Autobiografía, GKC nos da una pista (y no quisiera ser yo quien, en este punto hiciera, psicología de salón).

Reparemos en que, cuando Chesterton se encontró con el Padre O´Connor, comprendió la inmensa sabiduría de la Iglesia Católica, a la que entonces nuestro autor no pertenecía. Fue algo así como una metasorpresa: Me sorprendía mi propia sorpresa: que la Iglesia Católica supiera más que yo acerca del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble. Esa potente sorpresa pareció, pues, quebrar todo esquema previo, incluso las ideas generales que el Chesterton narrador tenía acerca de cómo crear un personaje.

El encuentro personal con el Padre O´Connor tuvo, pues, tal fuerza -fue tanto lo que, gracias a él, Chesterton pudo intuir acerca del mal- que el personaje del Padre Brown se personó de inmediato, sin necesidad de que se lo permitiera una teoría narrativa previa. El Padre Brown tenía una misión urgente que cumplir: muchos criminales esperaban la salvación.

«El detective»: ¿es Alec Guinness el padre Brown de Chesterton?

Tan poca prisa tuvo el padre Brown para debutar en el cine como para repetir la experiencia: veinte años separan la primera película, «Father Brown, Detective» (1934), de la segunda, estrenada como «The Detective» en Estados Unidos y como «Father Brown» en su país de origen, Gran Bretaña.

Cartel El detectiveSu aparición coincide con el máximo apogeo artístico y comercial de los Estudios Ealing,  que tras la II Guerra Mundial han venido produciendo una serie de comedias de considerable éxito comercial y alta calidad artística. Entre ellas destaca «Ocho sentencias de muerte» (1949), una maravillosa comedia negra dirigida por Robert Hamer en la que Alec Guinness interpreta a los ocho víctimas de un asesino empeñado en heredar un título nobiliario. Ambos, director e intérprete, se reencuentran en «El detective», una película que en principio parece reunir los ingredientes necesarios para hacer justicia a la creación de Chesterton.

Otro cartel de El detective

El resultado es una estimable comedia de misterio, con un guión ingenioso y divertido que, una vez más, toma como punto de partida «La cruz azul», y un protagonista que exprime todo el jugo cómico a cada situación. La creación de la película tuvo, además, una consecuencia decisiva en la vida de Alec Guinness. Como recoge el crítico Steven D. Greydanus, el propio actor contó en su autobiografía «Blessings in Disguise» el efecto que tuvo interpretar al padre Brown en su posterior conversión al catolicismo. Durante el rodaje en Francia, caracterizado como sacerdote…

«…escuché pasos precipitados y una voz aguda llamando ‘mon pere!’. Un niño de siete u ocho años cogió mi mano, la apretó con fuerza y la balanceó mientras no cesaba de parlotear. Estaba lleno de entusiasmo, saltaba, brincaba y daba botes, pero no me soltaba ni por un instante. No me atrevía a hablar, no fuera que mi atroz francés lo asustase. Aunque yo le era totalmente desconocido, obviamente me había tomado por un sacerdote y, por tanto, por digno de su confianza. Súbitamente, con un ‘Bonsoir, mon pere’ y una especie de saludo apresurado de refilón, desapareció por un agujero en una valla. Mientras continuaba mi paseo, pensé que una iglesia que podía inspirar semejante confianza en un niño, haciendo a sus sacerdotes, incluso a los desconocidos, tan fácilmente accesibles, no podía ser tan perversa y siniestra como tan a menudo se pretende. Comencé a zafarme de mis prejuicios de tanto tiempo».

En suma, tenemos una película francamente bien hecha, debida a un equipo creativo especialmente dotado para la comedia inteligente, y que incluso tuvo un impacto espiritual profundo en la vida de uno de los componentes más notables de dicho equipo. Y sin embargo, si el objetivo era capturar en celuloide al padre Brown, «El detective» es a todas luces un fracaso.

Cartel español de El detective

Greydanus señala algunos cambios con respecto a la fuente literaria que, a su juicio, traicionan el espíritu del personaje. Por un lado, el padre Brown cinematográfico es menos astuto, es más propenso a caer en trampas que a tenderlas. Por otro, su relación con las fuerzas del orden no está del todo clara, y parece cambiar a medida que avanza la película: en un momento dado, no tiene reparos en inculpar a un inocente cuando parece convenir a sus propósitos. Entiende el crítico que el padre Brown de Guinness habla como el padre Brown de Chesterton, pero no se comporta como él.

Por mi parte, suscribo sus apreciaciones y voy más allá. Hay dos razones básicas por las que «El detective» lo tenía muy difícil para reflejar fielmente al padre Brown de Chesterton. La primera, su excepcional protagonista. La segunda, su condición de largometraje.

En cuanto a la primera, basta con echar un vistazo al reclamo del póster norteamericano: «Cuando Guinness se hace detective privado… ¡es un escándalo público!». A ojos del público de su tiempo, no era el padre Brown, sino otro disfraz más de Alec Guinness, el genio del humor, el hombre vestido de blanco, el divertidísimo camaleón que había interpretado nada menos que a ocho personajes distintos en «Ocho sentencias de muerte». Incluso a día de hoy, para quien nunca haya oído hablar de él, para quien no reconozca los rasgos de Obi-Wan Kenobi, el padre Brown de «El detective» puede resultar demasiado llamativo, demasiado carismático.

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Lo cual nos lleva a la segunda cuestión. Levantar un largometraje a partir de «La cruz azul» implica dos tipos de problemas. El primero se refiere a la estructura del relato y la construcción de la trama: el padre Brown puede tender a Flambeau una trampa de entre diez o veinte páginas, pero resulta mucho más difícil sostenerla durante hora y media, justificar que todas las peripecias habían sido previstas por el sacerdote, a menos que el personaje se convierta en una suerte de manipulador maquiavélico que disfruta jugando con sus víctimas. Por tanto, una posible solución consiste en cambiar las tornas y hacer que sea el padre Brown el primero en caer en la trampa para finalmente salir victorioso en el tercer acto. Es una solución estructuralmente válida, pero que inevitablemente se aparta del padre Brown de Chesterton, que se caracteriza entre otras cosas por aparentar ser un ingenuo y no serlo en absoluto.

El segundo puede ser aún más difícil de soslayar: durante la hora y media de un largometraje, tenemos demasiado tiempo para ver al padre Brown, para acostumbrarnos a él, para despojarlo de su misterio, para que ver la mediocridad detrás de la pátina superficial de carisma. El proceso es inverso al encuentro con el padre Brown literario: no se trata de un curilla con aire inocentón del que gradualmente vamos descubriendo que esconde tras su disfraz mucho más de lo que nunca podremos conocer, sino de un sacerdote singular y carismático que al principio nos deslumbra para luego mostrarnos que en realidad no es tan listo como cree.

Todos los rasgos que Chesterton dejó deliberadamente indefinidos necesariamente toman forma en un sentido u otro, y configuran un personaje que jamás podrá ser el que Chesterton había escrito. Esto, que ocurre prácticamente con todo personaje literario, se agrava en aquellos que viven en el misterio, como los monstruos (y no olvidemos lo que decía Ogden Nash: «Pero allí donde hay un monstruo, hay un milagro»), como Domingo, como el padre Brown.

Chesterton, Dante y el Averno

Hace unos días comencé una discusión cordial a cuenta del Padre Brown. Mi interlocutor, filósofo muy leído, sostuvo que las historias del Padre Brown le enternecían y que tenían su gracia. Eso en la parte del haber. Pero, queriendo cuadrar el balance, mi cordial oponente hizo una breve anotación en el debe. A su juicio, esas historias eran ya antiguas y quizá -es verdad que lo dijo sin contundencia- muy ingenuas. Entonces, cual Flambeau ante un misterio, tuve que saltar.

No duró mucho mi salto, porque un tercero vino a interrumpirnos y la cosa acabó en tablas. Me quedé, no obstante, rumiando las palabras de mi súbito contrincante (quien, por cierto, minutos antes me había insistido en que leyera La taberna errante, también de Chesterton). ¿Los relatos del Padre Brown son antiguos? ¿Y, una vez supuestos el candor y la inocencia del Padre Brown, resulta que las historias son, sin más, ingenuas?

La imagen del infierno de Dante coincide con la de Chesterton: un lugar que cada vez se hace más y más estrecho… Imagen: misterios.co.

La idea del infierno de Dante coincide con la de Chesterton: un lugar que cada vez se hace más y más estrecho… Imagen: misterios.co.

Como tantas otras veces, la lectura atenta vino a sacarme de dudas. Leí, en concreto, El cartel de la espada rota, otro de los relatos que forman parte de «El candor del Padre Brown» (que es la primera serie de relatos que Chesterton le dedicó al cura-sabueso).

Concluí que los relatos del Padre Brown no pueden tildarse de ingenuos. La trama puede ser sencilla -otro día hablaremos de por qué Chesterton buscó precisamente distanciarse de la creciente sofisticación de los relatos policíacos-, pero los temas de fondos son siempre grandes temas. En el caso de El cartel de la espada rota, desfilan por la historia la prudencia, el honor, la traición… y la maldad. ¿Acaso son éstos temas menores, cosas ingenuas, inquietudes pasadas? No me lo parece.

Ni me lo parece a mí ni -esto es lo importante- se lo parece al propio Chesterton. En el relato se pone en boca de Flambeau, amigo inseparable del Padre Brown, una explicación sencilla y plana del misterio que, en ese momento, se traen entre manos. Y, justamente porque la explicación es demasiado simple -ingenua, podríamos decir-, el Padre Brown reacciona:

-La suya, amigo mío, es una historia limpia -gritó el Padre Brown, profundamente conmovido-. Una historia dulce, pura y honrada, tan clara y blanca como esa luna. La locura y la desesperación son relativamente inocentes. Hay cosas peores, Flambeau.

Eso es: hay cosas peores. El Padre Brown lo sabe. La ingenuidad -que es, en definitiva, no pensar o pensar muy poco- conduce al error. La inocencia, en cambio, permite ver más claro (no en vano, el color de la inocencia es el blanco, que es la luz, es decir, todos los colores a un tiempo).

«Siempre se puede pensar más», dijo Leonardo Polo. Eso es lo que hace el Padre Brown. ¿Por qué la maldad? ¿Dónde radica el mal de la maldad? El Padre Brown alumbra parcialmente estos misterios:

En cualquier caso, lo que ocurre con la maldad es que abre una puerta tras otra en el Infierno y siempre se entra en estancias más y más pequeñas. Ése es el principal argumento que puede esgrimirse contra el crimen: no es que vuelva a la gente más y más osada, sino más y más mezquina.

Seguidamente, y casi como colofón, el Padre Brown cita a Dante y extrae argumentos de ‘La divina comedia‘. El relato se carga entonces de intensidad y de patetismo. Los misterios se adensan. Recordamos que Dante puso a los traidores en el último círculo de hielo, y eso ni es broma ni es literatura. En el Averno los espacios se reducen por momentos, al tiempo que se acreciente la mezquindad del hombre.

El Padre Brown habla con fuerza de estos asuntos esenciales. Será tal vez porque, como Dante, Chesterton supo también dónde hallar las puertas mismas del Infierno. Suerte que jamás las traspasara.

El padre Brown, detective: la primera película

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El padre Brown, tan poco aficionado a los focos y a la atención pública, no se dejó capturar por una cámara de cine hasta 1934, veinticuatro años después de la publicación original de «La cruz azul» en el Saturday Evening Post.

El cine americano había roto a hablar hacía muy poco, especialmente a partir del éxito del musical «El cantor de jazz» (1927). Las viejas estrellas del cine mudo que no consiguieron reciclarse fueron eclipsadas por una nueva oleada de artistas que hablaban y cantaban. Y hacían falta escritores, muchos escritores para poner palabras en sus bocas: aunque el cine mudo había dado relatos de excepcional complejidad y ambición literaria (valgan como ejemplo las obras monumentales del malogrado Erich von Stroheim), el sonoro abre nuevas posibilidades, desde los diálogos hilarantes entre Groucho y Chico Marx («Los cuatro cocos«, 1929) hasta las observaciones sentenciosas de un vampiro con ínfulas poéticasDrácula«, 1931). Para esa industria, hambrienta de historias con gancho, diálogos impactantes y personajes memorables, los relatos de misterio son una fuente riquísima. Uno tras otro, todos los grandes detectives van desfilando por la pantalla grande: Sherlock Holmes (es justamente recordada la serie de catorce películas que protagonizó Basil Rathbone), Charlie Chan, Hércules Poirot… y, tarde o temprano tenía que ocurrir, también el padre Brown.

La proeza se debe a Edward Sedgwick, compinche habitual de Buster Keaton y director de todas las películas de «Cara de palo» para la Metro-Goldwyn-Mayer. Ambos, de hecho, compartieron decadencia en la MGM de los 40, almacenados como trastos viejos en la misma oficina, sin mucho que hacer salvo idear gags para las nuevas estrellas de la comedia. Pese a ello, Sedgwick aún dirigió unas quince películas después de «Father Brown, Detective», incluyendo un triste largo propagandístico de Laurel y Hardy («Los vigilantes del cielo«, 1943) y un episodio especial de la sitcom canónica «I Love Lucy» (1953).

Igual que ocurrirá otros veinte años después con la británica «El detective» (1954), los veteranos guionistas C. Gardner Sullivan y Henry Myers (que participaría más adelante en la «Alicia en el País de las Maravillas» de Disney) usan como punto de partida el relato «La cruz azul» para tomar a continuación varios desvíos y rodeos pintorescos en la carrera de ingenio entre Flambeau y el padre Brown hasta completar un largometraje.

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El primer rostro que toma prestado el padre Brown para asomarse a la pantalla es el de Walter Connolly, que desde 1932 venía interpretando en la radio a otro detective clásico, el Charlie Chan de Ear Derr Biggers, y no mucho después encarnaría a Nero Wolfe en «The League of Frightened Men» (1937).

¿Consiguió Connolly dar vida al padre Brown o, como en el caso de Alec Guinness, se limitó a cubrir a su personaje habitual con una sotana? A juicio del autor de la única reseña en la entrada de la película en la Internet Movie DataBase, el trabajo de Connolly va más allá de la técnica de la interpretación: «Realmente es el padre Brown». Su actitud, sus gestos, sus guiños; todo ello, escribe, confiere vida a un sacerdote creíble.

Es imposible valorarlo sin haber visto la película. Diríase que, por su peculiaridades, el padre Brown es un personaje especialmente difícil para un actor. Y lo es en gran medida por lo que tiene en común con un actor, esa capacidad para meterse en la piel ajena, para ver el mundo con ojos de otros, para sentir como ellos, pero que, a diferencia del actor, ejerce sin llamar la atención sobre sí mismo, ocultándose tras una suerte de carisma negativo.

Esto probablemente tenga que ver con la especial aproximación de Chesterton al relato detectivesco. El misterio al uso nos plantea un enigma fascinante cuya solución a menudo corre el riesgo de decepcionarnos, como el mago que nos explica la trampa pedestre de la ilusión que nos había maravillado. Chesterton intenta que la solución del enigma sea aún más prodigiosa que el enigma mismo, y al mostrarnos que hay más magia en la realidad que en la apariencia, nos señala el mayor de los misterios, aquel no se puede explicar, o apenas enunciar, sino solo mostrar. El padre Brown, y por esto tan difícil atraparlo en el celuloide, es otro misterio que existe para celebrar ese misterio mayor, y sabe, como su autor, que hay cosas que no puede compartir con nosotros, como nos recuerdan las bellas y escalofriantes líneas finales del relato El hombre invisible, recogido en El candor del padre Brown: Pero el padre Brown siguió caminando durante muchas horas, bajo las estrellas, por aquellas colinas cubiertas de nieve en compañía de un asesino, y lo que se dijeron el uno al otro nunca se sabrá.