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Chesterton: Cristianismo y socialismo 3/5: La humildad en unos y otros

Magnífico huecograbado de E.C Ricart, realizado con ocasión de una de las estancias de GK en Cataluña. Recogido en 'Textos sobre G.K.Chesterton', Univ. Ramón Llull, 2005.

Huecograbado de Chesterton, por E.C. Ricart.

Había programado concluir hoy la serie sobre cristianismo y socialismo dedicada -como anunciaba el propio GK en su critica al socialismo (2ª entrada), tras mostrar las similitudes (1ª entrada)- a las tres virtudes que los diferencian. En el último momento he decidido ofrecer cada virtud en una entrada. Apenas tengo tiempo para comentarlas, pero me parecen tan ricas, que vale la pena leerlas una a una. Vamos con la primera, tomada del texto juvenil sólo recogido por Maisie Ward.

La humildad es una cosa grandiosa, emocionante. La exaltadora paradoja del cristianismo y la triste falta de ella en nuestra época es, a nuestro parecer, lo que realmente nos hace encontrar la vida aburrida –como un cínico- en vez de maravillosa –como un niño. Esto, sin embargo, no nos interesa en este momento.
Lo que nos interesa es el hecho desafortunado de que no hay personas en que falte más que entre los socialistas, sean o no cristianos. La protesta -aislada o dispersa- para un cambio completo en el orden social, el constante tocar de una sola cuerda, la contemplación necesariamente histérica de un régimen ya condenado y, sobre todo, el obsesionante murmullo pesimista de una posible desesperanza de vencer a las gigantescas fuerzas del éxito, todo ello, innegablemente, comunica al socialista moderno un tono excesivamente imperioso y amargo.
Y no podemos razonablemente censurar al público buscadinero por su impaciencia ante la monótona virulencia de hombres que lo vituperan constantemente porque no vive a lo comunista y que, después de todo, tampoco lo hacen ellos. De buen grado concedemos que estos últimos entusiastas creen imposible, en el estado presente de la sociedad, practicar su ideal. Pero este hecho, que abona su indisputable sinceridad, arroja una desafortunada indecisión y vaguedad sobre sus acusaciones contra otra gente que se halla en la misma posición.
Comparemos este tono arrogante y airado existente entre los modernos utopistas -que sólo pueden soñar con ‘la vida’- con el tono del cristiano primitivo que andaba atareado viviéndola: por lo que sabemos, los cristianos primitivos nunca consideraron asombroso que el mundo, tal como lo hallaban, fuese competitivo y falto de regeneración: al parecer creían -en su ignorancia precristiana- que no podía ser otra cosa, y todo su interés se concentraba en su propia conducta y la exhortación necesaria para convertirlo. Creían que no era ningún mérito suyo lo que les había permitido entrar en la vida antes que los romanos, sino simplemente el hecho de haber aparecido Cristo en Galilea y no en Roma. Por fin, nunca pareció que abrigaran dudas acerca de que la buena nueva convertiría al mundo con una rapidez y facilidad que no daba lugar a una severa condenación de las sociedades paganas.

Estas palabras son densas y hay que leerlas un par de veces para comprenderlas del todo. Sólo quiero insistir en un punto que enlaza con la entrada anterior: la humildad cristiana no espera la sociedad mejor, sino que directamente se pone a construirla, comenzando por un cambio en primera persona… que es lo que Chesterton echa en falta en sus amigos socialistas. Quizá muchos cristianos de hoy también han olvidado esa virtud de los primeros cristianos.

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Chesterton: cristianismo y socialismo 2/5: la diferente actitud de los protagonistas

Estamos en condiciones de volver a retomar el breve estudio con el que Chesterton zanja la cuestión entre cristianismo y socialismo. Tras ver el origen común y el ideal compartido, el joven Chesterton en seguida advierte que las expectativas entre el socialista son completamente distintas de las del cristiano, como muestra en este agudísimo párrafo, que completaremos el próximo día, con las virtudes personales que definitivamente distinguen a un sistema de pensamiento de otro. Volvamos pues al famoso Cuaderno de notas:

Por mi parte, no puedo de ningún modo estar de acuerdo con los que no ven ninguna diferencia entre el socialismo cristiano y el moderno y tampoco me uno a los ataques de ciertos socialistas cristianos contra aquellas dignas personas de la clase media que no pueden ver la relación. No puedo dejar de pensar que, en cierto modo, estas personas están en lo cierto. Ningún hombre razonable puede leer el Sermón de la Montaña y pensar que su tono no es muy diferente del de la mayoría de las especulaciones colectivistas de nuestros días, y los filisteos sienten la diferencia aunque no saben expresarla distintamente. Hay una diferencia entre el programa socialista de Cristo y el de nuestro tiempo, una diferencia profunda, auténtica e importantísima, y es esta diferencia lo que deseo señalar.

Tomemos dos tipos paralelos, o mejor, el mismo tipo en los dos ambientes distintos. Tomemos al ‘joven rico’ de los Evangelios y coloquemos junto a él al joven rico de hoy, en el umbral del socialismo. Si siguiésemos las dificultades, teorías, dudas, resoluciones y conclusiones de cada uno de estos personajes, encontraríamos dos tendencias muy distintas de examen de conciencia a lo largo de las dos vidas. Y la esencia de la diferencia sería ésta: el socialista moderno dice: ‘¿Qué hará la sociedad?’, mientras que su prototipo, según leemos, dijo: ‘¿Qué haré yo?’. Adecuadamente considerada, esta última frase contiene toda la esencia del antiguo comunismo. El socialista moderno considera su teoría de regeneración como un deber de la sociedad hacia él, el cristiano primitivo la consideraba como un deber suyo hacia la sociedad; el socialista moderno se atarea trazando planes para llevarla a cabo, el cristiano primitivo se atareaba considerando si él la llevaría a cabo sobre la marcha; el ideal del socialismo moderno es una complicada utopía, hacia la cual, según espera, tenderá el mundo; el ideal del cristiano primitivo era un núcleo real que ‘vivía la nueva vida’, al que podría unirse si quería. De ahí la nota que suena constantemente en todo el Evangelio, de la importancia, dificultad y excitación de la ‘llamada’, el requerimiento individual y práctico hecho por Cristo a cada rico: «Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres.»

A nosotros nos viene el socialismo especulativamente, como una noble y optimista teoría de lo que podría ser remate del progreso; a Pedro, Santiago y Juan les vino en la práctica como una crisis de su propia vida cotidiana, como una agitada cuestión de conducta y de renuncia.

No convenimos, pues, en modo alguno con los que sostienen que el socialismo moderno es la exacta reproducción o cumplimiento del socialismo del cristianismo. Hallamos importante y profunda la diferencia, a pesar del terreno común de colectivismo altruista. El socialista moderno considera el comunismo como una remota panacea para la sociedad; el cristiano primitivo lo consideraba como una inmediata y difícil regeneración de sí mismo. El socialista moderno vitupera, o por lo menos censura, la sociedad, porque no lo adopta; el cristiano primitivo concentraba sus pensamientos en el problema de su propia buena o mala disposición a adoptarlo. Para el socialista moderno es una teoría; para el cristiano primitivo era una llamada. El socialismo moderno dice: «Elabora un sistema amplio, noble y práctico y somételo al intelecto progresista de la sociedad». El cristianismo primitivo dijo: «Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres.»

Esta distinción entre el modo social y personal de considerar el cambio tiene dos aspectos: el espiritual y el práctico a que vamos a referirnos. El aspecto espiritual, aunque de importancia menos directa y revolucionaria que el práctico, tiene sin embargo una significación filosófica profunda. A nosotros nos parece extraordinario que este aspecto cristiano del socialismo, el aspecto de la dificultad del sacrificio personal, y la paciencia, alegría y buen humor necesarios para una prolongada sumisión personal, sea tan constantemente pasado por alto. El mundo literario se ve inundado de viejos que ven visiones y jóvenes que sueñan sueños, con varias etapas de entusiasmo anticompetidor, con apocalipsis económicos, complicadas utopías y efímeros destinos de la humanidad. Y por lo que hayamos visto, en todo este torbellino de excitación teórica, no se dice una palabra de la intensa dificultad práctica de la llamada para eI individuo, la pesada cruz, sin recompensa, llevada por aquel que renuncia al mundo.

Seguramente, no se negará que no sólo será imposible el socialismo sin algún esfuerzo por parte de los individuos, sino que el socialismo, si se estableciera, quedaría rápidamente disuelto o, peor aún, enfermo, si los miembros individuales de la comunidad no hicieran un esfuerzo constante por hacer lo que, en el estado actual de la naturaleza humana, ha de significar un esfuerzo, por vivir la vida superior. Los meros regímenes de Estado no conseguirían y aún menos mantendrían un reinado del altruismo sin la alegre decisión -por parte de los miembros- de olvidar el egoísmo aun en pequeñas cosas, y Cristo proveyó a esta dificilísima y a la vez importantísima decisión personal, pero los teorizantes modernos no proveyeron de ningún modo. En realidad, algunos socialistas modernos creen que, para alcanzar la edad de oro, es necesario algo más que ingresos fijos y boletos para almacenes universales, y que las fuentes de todo mejoramiento real han de buscarse en el temperamento y el carácter humanos. Mr. William Morris, por ejemplo, en sus ‘Noticias de Ningún Sitio’, pinta un hermoso cuadro de un país regido por el Amor, y basa acertadamente el altruista compañerismo de su Estado ideal en un supuesto mejoramiento de la naturaleza humana. Pero él no nos dice cómo ha de efectuarse ese mejoramiento, mientras Cristo nos lo dijo. Del método de Cristo en esta cuestión hablaré después, al tratar del aspecto práctico; mi objeto ahora es comparar los efectos espirituales y emotivos de la llamada de Cristo con los de la visión de Mr. William Morris. Cuando comparamos las actitudes espirituales de dos pensadores –y vemos que uno está considerando si la historia social ha sido suficientemente un proceso de mejora para abonar la creencia de que culminará en altruismo universal, mientras el otro está considerando si ama bastante a los demás para presentarse el día siguiente en la plaza pública y distribuir todos sus bienes, excepto su báculo y su zurrón- no se negará la probabilidad de que éste último esté experimentando ciertas emociones profundas y agudas que serán completamente desconocidas para el primero. Y estas experiencias emotivas constituyen lo que entendemos por aspecto espiritual de la distinción. A tres características, por lo menos, provee el programa galileo: humildad, actividad, alegría, la verdadera triada de virtudes cristianas.

Chesterton: El maestro de la paradoja critica la paradoja

En el texto de hoy, Chesterton menciona lo que entonces era un lujo... y hoy está superado. Imagen: Jabonerassa.

En el texto de hoy, Chesterton menciona lo que entonces era un lujo… y hoy está superado. Imagen: Jabonerassa.

Recogíamos en la última entrada –Actitudes mentales y ley del aborto– cómo Chesterton critica las anomalías de la vida social. He encontrado un texto relacionado, un fragmento del libro sobre Santo Tomás –que acabamos de publicar entero en pdf, en el que insiste en la necesidad –como es habitual en él- de llegar al fondo de la cuestión.
Se conoce a Chesterton como el maestro de la paradoja. El ambiente literario de su tiempo estaba marcado por autores que dominaban esta figura retórica, –caracterizado por la búsqueda de la originalidad formal y el esteticismo-, de manera que ésta fue cultivada por escritores de la talla de Óscar Wilde (1854-1900) y G. Bernard Shaw (1856-1938). A nuestro autor de gustaba sobre todo porque hace pensar. En el Chestertonblog hemos dedicado varias entradas al tema (-si vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo mal; la tendencia de los hombres a minusvalorar su felicidad; desear la vida como el agua y apurar la muerte como el vino…). En éste último caso, Chesterton distingue entre paradojas de vida y paradojas de muerte. Vamos con el análisis de GK:

Para bien o para mal, Europa –desde la Reforma, y particularmente Inglaterra- viene siendo en un sentido peculiar la casa de la paradoja: lo digo en el sentido peculiar de que la paradoja ha estado en su casa, y la gente en su casa con ella. El ejemplo más conocido es el de que los ingleses presuman de ser prácticos porque no son lógicos. A un griego antiguo o un chino eso le parecería exactamente igual que decir que los contables londinenses son unos fenómenos a la hora de cuadrar sus libros porque no hacen bien las cuentas.
Pero no sólo es esta paradoja, sino que el cultivo de la paradoja se ha hecho ortodoxia, y los hombres descansan en una paradoja con la misma placidez que en una perogrullada. No es que el hombre práctico se ponga cabeza abajo, lo que puede ser a veces una gimnasia estimulante aunque insólita; es que descansa cabeza abajo, y hasta duerme cabeza abajo. Es un punto importante, porque la utilidad de la paradoja está en despertar la mente.
Tomemos una buena paradoja, como aquella de Oliver Wendell Holmes: “Dadnos los lujos de la vida y prescindiremos de las cosas necesarias”. Hace gracia y por tanto impresiona: tiene un punto atractivo de desafío, contiene una verdad real, aunque romántica. Parte de la gracia es que se formula como una contradicción en los términos.
Pero la mayoría de la gente estará de acuerdo en que sería considerablemente peligroso fundamentar todo el sistema social en la idea de que las cosas necesarias no son necesarias, lo mismo que algunos han fundamentado toda la Constitución británica en la idea de que la falta de sentido siempre acabará desembocando en sentido común. E incluso en esto se podría decir que ha cundido el ejemplo, y que el moderno sistema industrial realmente dice: “Dadnos lujos como el jabón de brea, y prescindiremos de cosas necesarias como el trigo” (Santo Tomás de Aquino, 6-1).

El mundo de hoy late según este diagnóstico: podríamos decir “dadnos jamón de pata negra o el último modelo de celular, que lo demás no importa. Dadnos diversión, que bastante amargura tiene la vida. La verdad es menos importante”. Con este planteamiento, no es extraño que Chesterton considere nuestra tendencia a empequeñecer nuestra felicidad.

 

Chesterton, las actitudes mentales y la retirada de la ley del aborto en España

Alberto Ruiz Gallardón, ministro de Justicia, ha dimitido como consecuencia de la retirada de su anteproyecto de ley sobre el aborto.

Alberto Ruiz Gallardón, ministro de Justicia, ha dimitido como consecuencia de la retirada de su anteproyecto de ley sobre el aborto.

En el Chestertonblog tratamos de trascender las cosas del día a día, pero es difícil dejar de lado algunos acontecimientos cuando hace unos días precisamente publicamos un texto que plantea exactamente la realidad de lo sucedido en España con la retirada de un proyecto de ley sobre el aborto más restrictivo que el actual, que es prácticamente una ley de aborto libre.
Hace un par de semanas publicamos por primera vez en castellano el texto El voto y la Cámara de los Comunes, de All things considered (1908), traducido por Carlos Villamayor –aquí en versión bilingüe-. Es un texto complejo en el que –entre otras cosas- Chesterton vuelve a plantear una vez más la cuestión de las actitudes, partiendo del optimista y el pesimista. En él se critica algo que fue frecuente entre los ingleses de su tiempo: algunos se sentían orgullosos de no ser lógicos, porque era expresión de pragmatismo (lo que les había conducido al Imperio), aunque eso fuera una anomalía. También se plantea la importancia hay que conservar una capacidad de asombro y reacción ante las cosas, la actitud optimista de reaccionar ante cualquier anomalía, de cualquier tipo (en el texto critica varias cosas absurdas de la ley electoral vigente)… y no dejarlas en manos de los políticos.
Vayamos al fondo, con una selección de sus propias palabras, que –como ocurre en otros casos- reflejan bien el ambiente en torno a la ley del aborto. Chesterton, como buen periodista que era, había observado el comportamiento humano en procesos similares, son adecuados a nuestra realidad actual:

El gran peligro es ese silencio que viene siempre antes de la descomposición. La persuasión dialéctica en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional: son las persuasiones silenciosas las que son absolutamente detestables. […]
Cualquiera bien familiarizado con la naturaleza humana puede ver por sí mismo [que] toda injusticia comienza en la mente. Y las anomalías acostumbran la mente a la idea de sinrazón y falsedad. […]
Para que los hombres se opongan a la injusticia se necesita algo más que el que consideren la injusticia desagradable. Deben considerarla absurda, y sobre todo, deben considerarla alarmante. Deben preservar virgen la violencia del asombro. […]
Y lo mismo sucede en cuanto a las relaciones de una anomalía con la lógica mental. […] Cuando la gente se ha acostumbrado a la sinrazón, ya no se puede sobresaltar con la injusticia. Cuando la gente se ha familiarizado con una anomalía, ya está preparada en esa medida para un agravio: será un agravio agraviante, pero ya no lo ve como extraño. […] Si la trompeta da un sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla?

 

La Resurrección de Roma, según Chesterton

Chesterton escribió La resurrección de Roma en la ocasión de su visita a la Ciudad Eterna en 1929 —cuenta Maisie Ward en su biografía, Gilbert Keith Chesterton (1943, Nueva York: Sheed & Ward)—, durante la cual asistió a la beatificación de los mártires ingleses que celebró el Papa Pío XI ese año. También aprovechó para entrevistar a Mussolini y tener una audiencia con Pío XI. Ward nos dice que, según Dorothy Collins (secretaria y asistente de Chesterton, quien lo acompañaba en sus viajes), la audiencia le causó tanta emoción a Chesterton que éste no trabajó dos días antes y dos días después.

Jornalero en la tumba de LeónXIII

Un jornalero con sus herramientas de trabajo, de rodillas en la tumba de León XIII (en la Basílica de San Juan de Letrán), quien ‘escribió, sobre las páginas…de los economistas modernos de la era industrial, esas palabras que no deben ser olvidadas; que los ricos de nuestro tiempo han colocado sobre las masas trabajadoras de la humanidad un yugo poco mejor que la esclavitud’. Foto del autor.

Continuando con sus observaciones, otro punto que Chesterton hace en La resurrección de Roma me recuerda a algo que escuché hace algunos años en una clase de mercadotecnia. Hablando del valor de un producto, la profesora mencionó la duración en el mercado. Hay productos nuevos y hay productos ‘vintage’ —productos que por su antigüedad han recuperado valor y se consideran clásicos. El peligro, por decirlo de algún modo, lo corren esos productos que son demasiado viejos para ser nuevos pero demasiado nuevos para ser clásicos. Pues bien, algo parecido pasa con la historia: Para entender [la ciudad] no debemos estar satisfechos con el presente o con el pasado remoto. Debemos recordar eso que la mayoría de los hombres olvidan al instante: el pasado reciente. Esta es la respuesta de Chesterton a aquellos que, como él escribe, dicen a la Iglesia que viva a la altura del siglo veinte, mientras que se enorgullecen de cerrar los ojos a todo lo que ésta ha hecho después del doce. Ese pasado reciente del que habla Chesterton —eso a lo que algunos cierran los ojos— comprende el papado de León XIII, autor de la encíclica Rerum Novarum, que influenció al movimiento distributista.

Chesterton también aprovecha para rebatir a quienes gustan de decir que el Renacimiento fue de carácter pagano. A su clásica manera, nos dice que muy pocas personas hacen la conexión entre la misma palabra ‘renacimiento’ y aquellas palabras: Te aseguro que el que no renace […]. Es más, Chesterton escribe que donde se preservaron cosas paganas, se preservaron abiertamente, y donde se destruyeron, se destruyeron abiertamente. Asimismo, explica, nunca hubo duda de qué es superior a qué: Santa Maria ‘sopra’ Minerva. Yo añadiría a los ejemplos las columnas de Trajano y de Marco Aurelio, sobre las que ahora se encuentran estatuas de San Pedro y San Pablo.

A esos que laboriosamente nos demuestran que el cristianismo, si son ateos, o el catolicismo, si son protestantes, es ‘sólo’ una repetición del paganismo, Chesterton contesta que es como decir que la ciencia pretende ser independiente, pero realmente le ha robado todos sus datos a la naturaleza. Como escribe en La superstición del divorcio (1920): Bien podrían decir que nuestras piernas son de origen pagano. Nadie alguna vez ha disputado que la humanidad era humana antes de que fuera cristiana, y ninguna iglesia fabricó las piernas con las que los hombres caminaban o bailaban. En pocas palabras, el cristianismo no se va a deshacer de lo auténticamente humano y bueno que hay en el paganismo, precisamente porque es auténticamente humano. Regresando a La resurrección de Roma, añade que es completamente falso que los principios católicos fueran conocidos de la misma forma por los paganos: Si tú le hubieras dicho a cualquier pagano en la calle, ‘Júpiter murió por amor a ti como si fueras la única persona viva […]’, el pagano no tendría ni la noción más remota de lo que estabas hablando.

El embrollo ha surgido, explica Chesterton, porque los hombres comenzaron nuevamente a estudiar mitología cuando abruptamente rechazaron estudiar teología […] Promovieron, más bien apresuradamente, la opinión de que no podemos tener conocimiento de cosas teístas.

Así como éstas, hay más y más joyas del pensamiento de Chesterton en La resurrección de Roma. Una de las mejores observaciones que hace es la siguiente:
La historia real, si pudiera haber tal cosa, no consistiría de lo que los hombres hicieron o siquiera de lo que dijeron. Consistiría mucho más de las poderosas y enormes cosas que no dijeron. Las suposiciones de una época son más vitales que los actos de una época. La frase más importante es la frase que una generación entera se ha olvidado de decir, o que ha sentido que es inútil decir.
Basta pensar al respecto para ver lo cierto que es. Vemos que tantas cosas que ocurren hoy en día son resultado de ideas que se suponen mucho más de lo que se dicen. ¿Qué hay de la silenciosa suposición de que el ser humano es un animal más en este mundo? ¿O la suposición de que lo inmediato es lo que cuenta?

Chesterton: Libertad, voto y conformismo ante los políticos

Chesterton es muy crítico con los políticos a quienes votamos

Chesterton es muy crítico con los políticos a quienes votamos

Volvemos -tras el breve paréntesis estival- a publicar textos originales de Chesterton en el blog. El de hoy es de una inusitada actualidad, no sólo en el panorama español, sino en el de todas los países desarrollados, habida cuenta la crisis que sufre la democracia en todo el contexto occidental. Fue publicado en All Things considered (1908, cap.5) y ha sido traducido especialmente para el Chestertonblog por nuestro colaborador habitual y excelente traductor Carlos D. Villamayor. Como siempre, para el que lo desee, ofrecemos la versión bilingüe del mismo. Si en un texto GK pasa de lo humorístico a lo grave de manera magistral, es en éste. Ah, y se me olvidaba dar un dato que ayudará a entender el texto: que en torno a 1900, el propio Chesterton se presentó a unas elecciones por el partido liberal, en las que no salió elegido (pero es una historia que merece ser contada aparte).

El voto y la cámara de los comunes

Pronto se nos pedirá el voto a la mayoría de nosotros, supongo. Puede que incluso algunos de nosotros lo pidamos a otros. Nada me persuadirá a declarar, por supuesto, a qué lado apoyaremos, más allá de decir –por singular coincidencia- que será en cualquier caso al único lado al que un ciudadano patriótico, cívico e inteligente pudiera tomar siquiera un interés momentáneo.
Pero podemos acercarnos a la cuestión general de las votaciones mismas, que no es una cuestión de partido político. Las reglas para los candidatos son bastante familiares para cualquiera que alguna vez haya participado en unas elecciones. Están impresas en esa pequeña tarjeta que llevas contigo hasta que pierdes. Ahí se afirma, creo, que no debes ofrecerle comida o bebida al elector. Por más hospitalario que te puedas sentir hacia él en su propia casa, no debes llevarle comida: no debes sacar un filete de ternera de tu bolsillo del frac; no debes esconder huevos escalfados entre tu ropa; no debes, como un mago, sacar patatas al horno de tu sombrero. En pocas palabras, el candidato no debe alimentar al elector de manera alguna.
Si al elector se le permite alimentar al candidato –si puede darle ternera con patatas- es un punto de la ley del cual nunca me he podido informar. A veces, cuando me encontraba pidiendo el voto a un caballero, me sentía tentado de preguntarle si había alguna regla en contra de que me diera de comer y beber, pero el asunto parecía delicado de abordar. Su actitud hacia mí también a veces me hacía dudar de si lo haría, incluso si pudiera. Pero hay electores para quienes valdría la pena averiguar si hay alguna ley en contra de sobornar a un candidato: podrían sobornarlo para que se fuera.
La segunda prohibición para los candidatos, impresa en esa pequeña tarjeta, decía que no debes persuadir a nadie de hacerse pasar por un elector. No tengo ni idea de lo que esto significa. Vestirse como un elector promedio parece algo impreciso. No hay un uniforme reconocido, que yo sepa, con chaleco cívico y patillas patrióticas. La tarea se resuelve de manera algo similar a la tarea de un amigo mío rico, que fue a un elegante baile de etiqueta vestido de caballero.
Quizás quiere decir que existe la práctica de hacerse pasar por algún elector individual. El candidato se arrastra a casa de su cómplice con un disfraz en una bolsa. Saca de la bolsa unos bigotes blancos y un solo anteojo, suficiente para darle a la persona más corriente un sorprendente parecido al Coronel del número 80 de la calle. O le fija de prisa a su amigo la gran nariz y la calva, esenciales para crear la ilusión de la presencia del Profesor Budger.
No asumiré deshacer estos nudos. Sólo puedo decir que cuando fui candidato, la pequeña tarjeta me indicó, con toda circunstancia de seriedad y autoridad, que no debía persuadir a nadie de hacerse pasar por un elector, y con la mano sobre el corazón puedo afirmar que nunca lo hice.

El tercer mandato de la tarjeta me parecía que –si se interpretaba exactamente según sus palabras- socava las bases mismas de nuestra política. Me indicaba que no debo ‘amenazar al elector con consecuencia alguna’. Sin duda, esto pretendía aplicarse a amenazas de carácter personal e ilegítimo como, por ejemplo, si un candidato adinerado amenazara con subir todas las rentas o erigirse una estatua a sí mismo. Pero tal como estaba expresado verbal y gramáticamente, ciertamente cubriría esas amenazas generales de desastre para la comunidad entera que son el objeto principal de la discusión política.
Cuando un encuestador dice que si el candidato de la oposición gana el país se irá a la ruina, está amenazando a los electores con ciertas consecuencias. Cuando el partidario del libre comercio dice que si se adoptan aranceles la gente en Brompton o en Bayswater se arrastrará comiendo hierba, los está amenazando con consecuencias. Cuando el reformador arancelario dice que si el libre comercio persiste otro año, la Catedral de San Pablo será una ruina y Ludgate Hill [una estación de metro junto a ella] quedará tan desierta como Stonehenge, también está amenazando.
¿Y cuál es la gracia de ser un reformador arancelario si no puedes decir eso? ¿De qué sirve ser un político o un candidato parlamentario si uno no puede decirle a la gente que si el otro gana Inglaterra será instantáneamente invadida y esclavizada, con sangre corriendo por la Strand [una calle principal en Londres] y todas las damas inglesas siendo llevadas a harenes? Pues todas estas cosas son, después de todo, consecuencias, por así decirlo.

La mayoría de las personas refinadas de nuestros días pueden ser escuchadas insultando la práctica de pedir el voto. De la misma manera que la mayoría de las personas refinadas, comúnmente las mismas personas refinadas, pueden ser escuchadas insultando la práctica de entrevistar celebridades. Me parece algo muy singular que este mundo refinado se reserva toda su indignación para el elemento comparativamente abierto e inocente en ambos estilos de vida. Realmente hay una gran cantidad de corrupción e hipocresía en nuestra política electoral; cerca de lo más honesto que existe en todo el lío son las encuestas.
Un hombre no tiene derecho a atender o ‘criar’ un electorado con acciones caritativas agresivas, a comprarlo con grandes regalos como parques y bibliotecas, a dar muestras imprecisas de futura benevolencia: todo esto, que se lleva a cabo sin reprensión, es soborno y nada más. Pero un hombre tiene el derecho a ir con otro hombre libre y preguntarle cortésmente si va a votar por él. La información puede ser preguntada, proporcionada o denegada sin ninguna pérdida de dignidad por ninguna parte, lo cual es más de lo que puede decirse de un parque.
Ocurre lo mismo con las entrevistas dentro del periodismo. En una profesión en la que existen laberintos de insinceridad, entrevistar es de lo más simple y lo más sincero que hay. El encuestador, cuando quiere conocer la opinión de un hombre, va y le pregunta.  Puede ser aburrido, pero es de lo más sencillo y recto que podría hacer. Así también el periodista, cuando quiere conocer la opinión de un hombre, va y le pregunta. De nuevo, puede ser aburrido, pero de nuevo es de lo más sencillo y recto que cualquier cosa podría ser.
Sin embargo todos los demás cinismos reales y sistemáticos de nuestro periodismo pasan sin ser vituperados e incluso sin ser conocidos: los motivos financieros de las políticas, los anuncios engañosos, la supresión de letras justas de queja. Una declaración sobre un hombre podrá ser infamemente falsa, pero se lee con calma. Pero una declaración de un hombre al ser entrevistado se siente indefensiblemente vulgar. Que el periódico lo represente falsamente no es nada; que él se represente a sí mismo es de mal gusto.
Todo el error en ambos casos está en el hecho de que las personas refinadas atacan la política y el periodismo por razones de vulgaridad. Por supuesto, la política y el periodismo son, como es el caso, muy vulgares, pero su vulgaridad no es lo peor que tienen. Las cosas andan tan mal con ambos en estos tiempos que su vulgaridad es lo mejor que tienen. Su vulgaridad es por lo menos ruidosa, y el gran peligro es ese silencio que viene siempre antes de la descomposición. La persuasión conversacional en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional: son las persuasiones silenciosas las que son absolutamente detestables.

Si bien es cierto que la Cámara de los Comunes no llegará a estar ocupada por todos los Comunes, esto es un ejemplo muy bueno de lo que llamamos las anomalías de la Constitución Inglesa. También es –pienso yo- un ejemplo muy bueno de lo sumamente indeseables que son en realidad esas anomalías.
La mayoría de los ingleses dicen que esas anomalías no importan, que ellos no se avergüenzan de ser ilógicos, que se enorgullecen de serlo. Lord Macaulay –un inglés típico: romántico, prejuicioso, poético- dijo que él no levantaría su mano para deshacerse de una anomalía que no fuera también un agravio. Muchos otros ingleses románticos robustos dicen lo mismo. Presumen de nuestras anomalías, presumen de nuestra falta de lógica; dicen que muestra qué gente tan práctica somos.
Están totalmente equivocados. Lord Macaulay estaba en este asunto, como en algunos otros, totalmente equivocado. Las anomalías importan muchísimo y hacen mucho daño: las faltas de lógica abstractas importan mucho y hacen mucho daño. Y esto por una razón que cualquiera bien familiarizado con la naturaleza humana puede ver por sí mismo: toda injusticia comienza en la mente. Y las anomalías acostumbran la mente a la idea de sinrazón y falsedad.
Supongamos que tengo por alguna ley prehistórica el poder de forzar a todo hombre en Battersea [área de Londres donde vivía GK] a mover su cabeza tres veces antes de que saliera de su cama. Los políticos prácticos podrían decir que tal poder es una anomalía inofensiva, que no es un agravio. No le causaría daño alguno a mis vecinos, no me causaría provecho alguno a mí. La gente de Battersea, dirían esos políticos, podría someterse con toda seguridad.
Sin embargo, la gente de Battersea no podría someterse con toda seguridad: si yo hubiera estado moviendo sus cabezas durante cincuenta años, al final podría cortárselas con muchísima más facilidad. Puesto que a todos se les grabaría en la mente permanentemente la noción de que es algo natural que yo tenga un poder fantástico e irracional, se habrían ido acostumbrando a la locura.

Para que los hombres se opongan a la injusticia se necesita algo más que el que consideren la injusticia desagradable. Deben considerarla absurda, y sobre todo, deben considerarla alarmante. Deben preservar la violencia del asombro virgen.
Esa es la explicación del hecho singular que debe haber sorprendido a mucha gente respecto a las relaciones entre filosofía y reforma. Me refiero al hecho de que los optimistas son reformadores más prácticos que los pesimistas. Superficialmente, uno se imagina que el injurioso sería el reformador, que el hombre que piensa que todo está mal sería el hombre que arreglaría todo.
En la práctica histórica, la cosa es de otra manera: curiosamente, es el hombre al que le gustan las cosas como son quien realmente las quiere mejorar. El optimista Dickens ha logrado más reformas que el pesimista [George] Gissing. Un hombre como Rosseau tiene una teoría de la naturaleza humana demasiado halagüeña, pero produce una revolución. Un hombre como David Hume piensa que casi todas las cosas son deprimentes, pero es un conservador, y desea que se queden como están. Un hombre como [William] Godwin cree que la existencia es benévola, pero él es un rebelde. Un hombre como Carlyle cree que la existencia es cruel, pero él es un Tory [del partido conservador británico].
En todas partes, el hombre que transforma las cosas comienza por gustar de las cosas. Y la explicación real de este éxito del reformador optimista, de esta falla del reformador pesimista, es, después de todo, una explicación de suficiente sencillez. Es porque el optimista puede ver el error no sólo con indignación, sino con una indignación sobresaltada. Cuando el pesimista ve cualquier infamia, es para él, después de todo, sólo una repetición de la infamia de la existencia. El Tribunal de la Cancillería es indefensible, como la humanidad. La Inquisición es abominable, como el universo.
El optimista ve la injusticia como algo discordante e inesperado, y le empuja a la acción. El pesimista puede enfurecerse por el error, pero sólo el optimista puede sorprenderse por él.

Y lo mismo sucede en cuanto a las relaciones de una anomalía con la lógica mental. El pesimista se molesta con el mal –como Lord Macaulay- solamente porque es un agravio. Al optimista también le molesta, porque es una anomalía, una contradicción a su concepción del rumbo de las cosas.
Y no es del todo sin importancia, sino, al contrario, muy importante, que tal rumbo de las cosas en la política y otros lados deba ser lúcido, explicable y defendible. Cuando la gente se ha acostumbrado a la sinrazón ya no se puede sobresaltar con la injusticia. Cuando la gente se ha familiarizado con una anomalía, ya está preparada en esa medida para un agravio: será un agravio agraviante, pero ya no lo ve como extraño.
Tomemos, por lo menos como un excelente ejemplo, el asunto aludido arriba: quiero decir los asientos, o mejor dicho la falta de asientos, en la Cámara de los Comunes. Quizá sea cierto que en las mejores circunstancias nunca ocurriría que todos los miembros se presenten, quizá una asistencia completa nunca tenga lugar. Pero, ¿quién puede decir cuánta influencia para mantenerlos fuera se ha ejercido con la tranquila suposición de que ellos permanecerían lejos? ¿Cómo se puede esperar que cualquier hombre procure una asistencia completa cuando sabe que una asistencia completa está prohibida en realidad? ¿Cómo pueden los hombres que conforman la Cámara cumplir con su deber razonablemente cuando los hombres mismos que construyeron la Cámara no han hecho el suyo razonablemente?
Si la trompeta da un sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla? Y qué si las notas de la trompeta toman esta forma: ‘Yo os exhorto, por amor a vuestro rey y vuestra patria, a acudir a este Consejo. Y sé que no lo harán’.

Antropología de Chesterton, y 6: Dignidad, voluntad y fe en el hombre corriente

Concluimos hoy el último de los seis puntos de Por qué soy católico, que constituyen una visión de la antropología de Chesterton. Hoy vamos con la 6ª frase. Las anteriores pueden verse aquí (pasión por la verdad, la igualdad humana, la liberación de ser hijo del tiempo, la firmeza en la posesión de la verdad, el reconocimiento a todos los seres humanos):

6. Es el único gran intento de cambiar el mundo desde dentro, a través de las voluntades y no de las leyes.

El mundo moderno aumenta su confianza en la técnica a medida que los gobernantes disminuyen la suya en el hombre corriente, según Chesterton. Imagen: cinestav.mx.

El mundo moderno aumenta su confianza en la técnica a medida que los gobernantes dejan de creer en el hombre corriente, según Chesterton. Imagen: cinestav.mx.

Somos muchos los que estamos convencidos de que la mayoría de las personas que gobiernan el mundo occidental han dejado de comprender este aspecto de la realidad humana. Repasemos un poco de historia: la Ilustración propuso la razón –concretada en la ciencia y la técnica- para lograr el objetivo de tener el mundo que deseamos, al aplicar esas herramientas de manera sistemática. Los logros científico-técnicos son apabullantes, desde la capacidad para curar (medicina) a la de matar (bombas atómicas, gases, minas y otras). Aplicados a lo social, los logros son menos espectaculares: los países comunistas son el gran intento fallido de ingeniería social, pero con menor intensidad se aplican mecanismos parecidos –ya hemos mencionado el ‘soft power’ alguna vez- para ciertos aspectos similares en las sociedades occidentales y las de su área de influencia, así como todos los demás gobiernos: para eso vivimos en un mundo que se llama moderno y se apoya sobre esos principios de razón y técnica, en grados diversos.

Pues bien, se diría que Occidente –que ya es de hecho una sociedad postcristiana, aunque los cristianos sean una minoría mayoritaria- sólo confía en la técnica para resolver sus problemas: el primero de ellos, es la ley: todo se hace a golpe de ley… y está bien que sea así, porque la arbitrariedad no es permisible. Pero cuando se trata de violencia de género, de terrorismo, de nacionalismo, o de corrupción, la ley no llega al corazón de los hombres. La misma fe se tiene en la educación, otro mecanismo técnico donde determinados inputs deberían conseguir determinados outputs en las personas. Sin embargo, las cosas no parecen mejorar mucho, al menos a corto plazo: las soluciones técnicas –ya lo dijo Benedicto XVI en aquel famoso discurso tan criticado por plantear que el preservativo sólo es una solución técnica y por tanto insuficiente para el problema del sida- aplicadas a cuestiones sociales no llegan al problema de fondo, porque no alcanzan al corazón ni la voluntad del hombre.

¿Qué dice Chesterton de todo esto? Encontramos su opinión en la última parte de Esbozo de sensatez, esa recopilación de artículos de 1927 sobre la situación económica de su tiempo –que cobra especial actualidad en los días de nuestra crisis de 2008 en adelante-. La solución que Chesterton y sus compañeros del GK´s Weekly proponen es la pequeña propiedad, la posibilidad de instalarse en tierras vírgenes o repartir la tierra existente y –dotados de un nuevo espíritu- empezar de nuevo alejados de la oligarquía capitalista y del estado plutocrático. Hoy el diagnóstico suena realista, pero poca gente cree de verdad en la solución propuesta. Más allá de que sea o no viable, estos textos muestran un Chesterton que advierte que la sociedad moderna ha dejado de confiar en el ser humano –para hacerlo completamente en la técnica-, porque ha perdido el espíritu religioso –y no necesariamente el espíritu cristiano, sino de cualquier religión. Por eso el marxismo –con su fuerte componente de fe religiosa- fue capaz de expandirse durante el siglo XX y lo mismo sucede durante el siglo XXI con el Islam.

Es decir, cualquier objetivo que se proponga a los seres humanos, para hacer que dejen de buscar sus pequeños objetivos personales e implicarlos en un gran cambio social –aunque sea gradual, más que revolucionario- debe tener al menos cierta relación con el fin último del universo y especialmente con la naturaleza del hombre (Esbozo de sensatez, 18-15), debe afectar al fondo del corazón humano y tocar su voluntad.

Tengo que elegir entre insistir en el contenido positivo de la fe religiosa o en el negativo del mundo de hoy, que justifica las políticas sociales actuales, de carácter tecnológico. Y escojo esta opción, con otro fragmento de Esbozo de sensatez (18-16), de una clarividencia y actualidad prodigiosas:

Lo que hay detrás del bolchevismo y muchas otras cosas modernas es una duda nueva. No es meramente la duda acerca de Dios, sino más bien una duda acerca del hombre. La moral antigua, la religión cristiana, la Iglesia católica se apartaron de toda esta nueva mentalidad porque creían realmente en los derechos de los hombres. Esto es, creían que los hombres corrientes estaban investidos de poderes y privilegios y de una forma de autoridad.

Así, el hombre corriente tenía derecho a disponer, dentro de lo razonable, de los otros animales: es una objeción al vegetarianismo y a otras muchas cosas. El hombre corriente tenía derecho a juzgar sobre su propia salud, y sobre los riesgos que correría con las cosas ordinarias de su contorno: es una objeción al prohibicionismo y a otras muchas cosas. El hombre corriente tenía derecho a opinar sobre la salud de sus hijos, y en general a criarlos como mejor pudiera: es la objeción a muchas interpretaciones de la moderna educación por el Estado.

Ahora bien, en todas estas cosas primordiales en las que la antigua religión mostraba su confianza en el hombre, la nueva filosofía muestra su desconfianza. Insiste ésta en que debe ser una especie rara de hombre para tener algún derecho en esas cuestiones. Y cuando pertenece a esa especie rara, lo que tiene es más derecho a gobernar sobre los otros que sobre sí mismo.

Este escepticismo profundo con respecto al hombre corriente es el punto donde coinciden los elementos más contradictorios del pensamiento moderno. Por eso el señor Bernard Shaw quiere producir un nuevo animal que viva más tiempo y llegue a ser más sabio que el hombre. Por eso el señor Sidney Webb quiere reunir a los hombres en rebaños, como a las ovejas o cualquier otro animal mucho más tonto que el hombre. Estos autores no se rebelan contra lo que consideran una tiranía anormal, sino contra lo que consideran una tiranía normal, esto es, contra la tiranía de los seres normales. No se alzan contra el rey, se alzan contra el ciudadano.

El viejo revolucionario, cuando se encontraba en los tejados –como el revolucionario del ‘El dinamitero’ de Stevenson– y contemplaba la ciudad, solía decirse: “Miren cómo disfrutan en sus palacios príncipes y nobles, miren cómo los capitanes y sus cohortes pasan a caballo por las calles y pisotean a las gentes”. Las cavilaciones del nuevo revolucionario no son ésas. Éste dice: «Miren a todos esos hombres estúpidos que habitan en casas vulgares y barrios ordinarios. Piensen en lo mal que educan a sus hijos, piensen en lo mal que tratan al perro y en cómo hieren los sentimientos del loro».

En resumen, estos sabios –acertada o equivocadamente- no confían en que el hombre corriente pueda gobernar su casa, y ciertamente no quieren que gobierne el Estado. En realidad, no quieren concederle ningún poder político. Están dispuestos a otorgarle el voto porque hace tiempo que descubrieron que ese voto no le otorga ningún poder. No están dispuestos a darle una casa, ni una mujer, ni un hijo, ni un perro, ni una vaca, ni un pedazo de tierra, porque esas cosas sí le otorgan poder realmente.

Un pórtico para el Padre Brown (1)

El Padre O´Connor y el Padre Brown. A Chesterton se le aparece un personaje.

Siempre sucede. Las claves más profundas se hallan en un encuentro personal. Detrás de los más esquivos porqués suele haber un quién. Podemos afanarnos en las más sesudas elucubraciones. Podemos exprimir las casi infinitas posibilidades de nuestra imaginación. Podemos incluso hacer psicología de salón. Todo eso, si se mantiene la soberbia a raya -no hay espectáculo más triste que el del intelectual arrogante, pagado de sí mismo-, está muy bien y puede dar algún fruto. Pero si, encerrados en una mera recreación de la vida pensada, prescindimos de la vida vivida, no podremos comprender nada. Ni comprendernos a nosotros ni comprender a los demás. Seremos, pues, vulgares, en el sentido más chestertoniano del término: pasaremos junto a la grandeza y no la advertiremos. Habremos perdido la capacidad de asombrarnos. Acaso sin saberlo, estaremos muertos.

Chesterton era humano -muy humano: una humanidad de más de 1,90 centímetros de estatura y de más de 120 kilos de peso- y, por tanto, su vida fue una sucesión de encuentros personales. Como, además, Chesterton era un hombre de alegría excesiva (si es que en eso cabe el exceso, que probablemente no quepa), la mayoría de sus encuentros fueron de una dicha contundente. Pensemos en su matrimonio con Frances Blogg (no exento de dificultades y, justamente por eso, felicísimo). Pensemos también en su querido y llorado hermano Cecil, en su fraternal amigo Hilaire Belloc, en su eficiente colaboradora Dorothy Collins, en sus amistosos oponentes G.B. Shaw y H.G. Wells. Pensemos, cómo no, en su encuentro personal con Cristo, que tanto iluminó su vida y su obra.

"Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón". Palabras del Padre Brown que pudo pronunciar el Padre O´Connor.

«Soy un hombre, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón». Palabras del Padre Brown que sin duda suscribiría el Padre O´Connor.

Es que sucede eso: los verdaderos encuentros son fructíferos. Así le sucedió a Chesterton el día que conoció al Padre O´Connor. Ese día no sólo comenzó una amistad. Ese día a Chesterton se le apareció un personaje.

En su Autobiografía, Chesterton hace una estupenda narración del día en que conoció al Padre O´Connor, al que se refiere como aquel encuentro accidental de Yorkshire que tendría consecuencias para mí mucho más importantes de lo que la mera coincidencia puede sugerir. Chesterton había ido a dar una conferencia a Keighley y pasó la noche en casa de un importante ciudadano de aquella pequeña localidad. Allí se reunió con un pequeño grupo de amigos de su anfitrión; entre ellos, el cura de la iglesia católica, un hombre pequeño, lampiño y con expresión típica de duende. Se llamaba John O´Connor, y, desde el primer momento, a Chesterton le sorprendieron gratamente el tacto y el buen humor con el que aquel hombrecillo se conducía en aquel ambiente (fundamentalmente protestante). La conversación entre ambos continuó a la mañana siguiente durante un paseo hasta la localidad de Ilkley, a la que Chesterton quiso desplazarse para visitar a otros amigos. Aquella primera conversación larga tuvo algo de inaugural. Cuenta Chesterton que, cuando llegaron a Ilkley, tras unas cuantas horas de charla por aquellos páramos, pude presentar un nuevo amigo a mis antiguos amigos. El Padre O´Connor se convirtió de inmediato en un nuevo huésped de los amigos de Chesterton en Ilkley, en donde comenzaron a reunirse periódicamente.

Precisamente en una de esas visitas se produjo la aparición del Padre Brown. En una más de sus peripatéticas conversaciones, Chesterton le hizo saber al Padre O´Connor su opinión acerca de “temas sociales bastante sórdidos de vicios y crimen”. A juicio del Padre O´Connor, la opinión de Chesterton era errada porque ignoraba algunas cosas, y, para ilustrarle, le contó “ciertos hechos que él conocía sobre prácticas depravadas”. Chesterton descubrió entonces que “aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo” y que él no había llegado a imaginarse “que el mundo albergara tales horrores”. Faltaba, no obstante, el colofón de esta historia.

Resultó que, al llegar de su paseo, Chesterton y el Padre O´Connor se encontraron la casa de sus huéspedes llena de gente, y comenzaron a charlar con dos cordiales y saludables estudiantes de Cambridge. Hablaron largo y tendido de música, del paisaje y, en general, de cuestiones artísticas. Luego la conversación derivó hacia cuestiones filosóficas y morales, en cuyo examen el Padre O´Connor también se mostró extraordinariamente perspicaz; tanto, que, cuando finalmente el sacerdote abandonó la habitación, los dos estudiantes alabaron la sabiduría del cura. Uno de ellos, sin embargo, quiso matizar su alabanza: «(…) todo eso está muy bien cuando se está encerrado y no se sabe nada sobre el mal real en el mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento”.

A Chesterton aquel comentario le pareció, además de engreído, verdaderamente cómico. Lo cuenta así:

Para mí, que aún temblaba casi con los pasmosos datos prácticos de los que el sacerdote me había advertido, este comentario me pareció de una ironía tan colosal y aplastante que a punto estuve de estallar de risa en aquel mismo salón, pues sabía perfectamente que, comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebés en el mismo cochecito.

Fue precisamente en aquel instante cuando a Chesterton se le apareció el Padre Brown. Fue entonces cuando se me ocurrió dar a estos tragicómicos equívocos un uso artístico y construir una comedia en la que hubiera un cura que pareciera que no se enteraba de nada y en realidad supiera más de crímenes que los criminales.

Aventuro incluso que, de alguna manera, el Padre Brown se le apareció a Chesterton a pesar de Chesterton. Recordemos que, según confesión propia, nuestro autor se había mostrado contrario a la idea general de que los personajes de las novelas debieran “representar” o “estar tomados” de alguien. Decía que esa idea “se basa en una incomprensión de cómo funcionan la narración imaginativa y especialmente las fantasías tan triviales como las mías”. Pero, ¿y en el caso del Padre Brown, en el que, como hemos visto, el personaje está claramente “tomado” de un original en el mundo real?

Podemos afinar un poco más la pregunta. ¿Por qué, a diferencia de lo que sucede con otros personajes chestertonianos, aquí -y sólo aquí- el personaje ficticio (el Padre Brown) surge sin disimulo de una persona real (el sacerdote John O´Connor)? Chesterton no expresa el porqué de esta afortunada excepción, pero creo que, en su Autobiografía, GKC nos da una pista (y no quisiera ser yo quien, en este punto hiciera, psicología de salón).

Reparemos en que, cuando Chesterton se encontró con el Padre O´Connor, comprendió la inmensa sabiduría de la Iglesia Católica, a la que entonces nuestro autor no pertenecía. Fue algo así como una metasorpresa: Me sorprendía mi propia sorpresa: que la Iglesia Católica supiera más que yo acerca del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble. Esa potente sorpresa pareció, pues, quebrar todo esquema previo, incluso las ideas generales que el Chesterton narrador tenía acerca de cómo crear un personaje.

El encuentro personal con el Padre O´Connor tuvo, pues, tal fuerza -fue tanto lo que, gracias a él, Chesterton pudo intuir acerca del mal- que el personaje del Padre Brown se personó de inmediato, sin necesidad de que se lo permitiera una teoría narrativa previa. El Padre Brown tenía una misión urgente que cumplir: muchos criminales esperaban la salvación.

Algunos errores difundidos sobre Chesterton (Reseña de R. Jordana en la GER)

Chesterton nunca temió ir contracorriente, defendiendo sus ideas por encima de los convencionalismos sociales

Chesterton nunca temió ir contracorriente, defendiendo sus ideas por encima de los convencionalismos sociales

He releído la voz G.K. Chesterton en la Gran Enciclopedia Rialp (Madrid, 1971) –cuyo breve texto ofrecemos íntegro- realizada por Ricardo Jordana (que debió ser un académico vinculado a la literatura inglesa, pues es coeditor con Robertson de un diccionario inglés-español) y no he podido por menos que sentirme desilusionado, no tanto por el despego con el que se refiere a Chesterton –que quizá puede ser una apreciación personal mía- como por la relativa desinformación que ofrece. Tras señalar lo prolífico, crítico, paradójico y brillante de su obra, muestra un conocimiento muy superficial de sus escritos, cuando afirma que “defiende el convencionalismo de manera muy poco convencional”: esto recuerda demasiado a repetición de alguna crítica anterior, más que a una familiaridad de primera mano con su obra.

La reseña contiene varias inexactitudes en fechas –que han sido corregidas-, pero como tono general, se diría que trata de ser ‘imparcial’, por lo que reúne virtudes y defectos. Aquí cabría recordarle el famoso texto del propio Chesterton sobre El error de la imparcialidad: lo malo no es que recoja defectos, sino que procedan de lo que otros han escrito sobre él, sin contrastarlos. Por eso, lo que vamos a hacer, para desmontar algunos de esos equívocos, es recoger el principal párrafo del texto e intercalar las correspondientes aclaraciones, para lo que separaremos sus frases. Al fin y al cabo, la labor resultará positiva.

-“Chesterton es autor de buenos ensayos y buenos versos, aun cuando estos últimos arrastran casi siempre un lastre expositivo y doctrinal, y en los primeros predomina el genio periodístico que busca el efecto del momento”. La cuestión del lastre doctrinal se dice siempre de Chesterton (y si no se es cristiano, se advierte mucho más). Uno querría encontrar frases brillantes siempre, pero –dado que a GK lo que interesa es la verdad– no le importa cargar con la etiqueta, argumentando una y otra vez sobre los mismos temas. De ahí que la cuestión del ‘efecto del momento’ resulte ridícula: Chesterton pasa de pensar sobre la versátil naturaleza del terreno en ‘Un trozo de tiza’ a la cuestión del sometimiento a la aristocracia en ‘Dos policías y una moraleja’, que pronto publicaremos en el Chestertonblog.

-“Dominó el humor y la ‘salida’ inesperada y chocante, y cultivó el arte de presentar lo usual con una luz insólita, dando nueva vitalidad a la sabiduría popular, si bien su técnica se fue amanerando con el paso de los años”. Es cierto: Chesterton enseña a ver la vida de otra manera –lo que él llamaba misticismo o sentido común, el asombro agradecido por las cosas buenas que nos rodean-. Sin duda, no es siempre posible la originalidad, de ahí el cierto amaneramiento –si quiere llamarse así. Pero a GK no le preocupa tanto su estilo o la originalidad como el contenido de lo que quiere transmitir. Algunas de sus mejores obras están escritas los últimos años de su vida, como Santo Tomás de Aquino o la Autobiografía.

-“Optimista por temperamento, se burlaba de las cavilaciones que amargaban la vida de tantos de sus contemporáneos”: GK se burlaba de los optimistas y de los pesimistas. Pero su ironía –siempre presente- es una crítica real al pesimismo profundo que late en la cultura moderna, incluso bajo la apariencia de optimismo de tantos escritores, pues no está realmente bien fundamentado, con lo que acaba en eterno retorno.

-“Para él los métodos de la filosofía y de la ciencia son arbitrarios, presentan un aspecto parcial y desligado de la realidad, y preocupan tan sólo a quienes les confieren categoría de forma exclusiva del conocimiento”: en absoluto. Chesterton valora el rigor metodológico de manera extraordinaria, precisamente porque él mismo era el primero en ponerlo en práctica. Lo que dice mil veces es que caemos en la tentación de considerar el último descubrimiento –o la última moda intelectual- como definitivos, como la panacea, sin darnos cuenta de que la ciencia avanza dejando atrás las teorías anteriores y verdades consolidadas: como ejemplo, el átomo y la inmensa serie de partículas subatómicas que le han seguido, recogido en Santo Tomás de Aquino (Cap. 6). Pero el planteamiento del mecanismo falsacionista de la ciencia ya está en el tercer capítulo de Ortodoxia.

-“Por el contrario la sabiduría segura se halla en los valores de la tradición que superan el subjetivismo puritano”. La tradición es la democracia de los muertos, dice GK en Ortodoxia, que sólo significa que tenían sus razones para hacer las cosas, no que haya que seguirlos porque lo hicieron ellos, contra el afán obsesivo por lo nuevo. Critica el tradicionalismo –habitualmente vinculado a conservadores e inmovilistas aristócratas que se benefician del statu quo- como la necesidad de moverse continuamente, a través de las ironías sobre ‘el hombre práctico’, que sólo en la acción encuentra su plenitud.

-“La ligazón de esa experiencia es la religión, posibilitada por la autoridad. La sumisión del individuo a dicha autoridad fundamental constituye la verdadera libertad”. Cualquiera que haya leído a Chesterton habrá visto que la única autoridad que Chesterton acepta es la de la razón. Si acepta la religión es porque –aceptando la autoridad de los sentidos -de las cosas materiales- comprendió la necesidad de un ser creador de tanta maravilla, que hizo un mundo razonable, aunque tuviera algunos condicionamientos (que es lo que la gente de hoy encuentra difícil aceptar). En ningún momento plantea la sumisión y –en obras como Santo Tomás de Aquino (Cap.4)- recuerda que la autoridad religiosa se ejerce en beneficio de las personas, para librarlas de otras personas o incluso de los propios errores. Aunque hoy parece rechazarse toda autoridad, ésta se ejerce a través de la economía y los medios de comunicación, lo que los expertos llaman el ‘poder blando’ (por ejemplo, Joseph Nye: Soft power: the means to success in world politics. Public Affairs, 2004). Así que la autoridad religiosa es vista por algunos como un contrapoder que les conviene minimizar, frecuentemente ridiculizándola o señalándola como algo anticuado).

-“En el aspecto histórico-social, según Chesterton, la máxima armonía se alcanza durante la Edad Media, cuando los gremios ofrecían un margen al sentimiento individualista, en el marco corporativo sólidamente establecido sobre bases espirituales”. Esto es cierto: lo que no se dice es que desde entonces, los poderosos se las arreglaron para incrementar su poder: en política, logrando Estados centralizados y fuertes de pertenencia obligatoria –El Estado servil, según Belloc-, y en economía, a través del capitalismo, generando una plutocracia que –si bien se legitima por su demostrada capacidad de crear riqueza- no es menos cierto que se basa en el salario en vez de la pequeña propiedad, lo que deja a la gente corriente a merced de las empresas, cada vez más grandes, y –como estamos viviendo desde 2008- de los vaivenes cíclicos de los mercados, generados a veces por los intereses inconfesables de las mismas empresas. Para hacerse una idea de la opinión social, política y económica de Chesterton, hay que leer Esbozo de sensatez.

En cualquier caso, mantenemos en el blog el texto de Jordana, pues –a pesar de su escasa aportación- forma parte del conjunto de escritos sobre Chesterton en lengua castellana.

Antropología de Chesterton, 3: Liberarse de la degradante esclavitud de ser hijo del propio tiempo

Habíamos comenzado a comentar las características de la antropología de Chesterton según el texto Por qué soy católico (Pasión por la verdad y La falsa superioridad de los intelectuales), y que por diversas razones hemos tenido que interrumpir. Recordemos que en ese fragmento, GK proporciona seis razones por las que considera el valor del cristianismo, que son de tipo meramente humano, pero le resultan plenamente convincentes. Hoy vemos la siguiente:

Los protagonistas de 'Las invasiones bárbaras' (Denys Arcand) repasan su trayectoria intelectual, dando implícitamente la razón a Chesterton.

Los protagonistas de ‘Las invasiones bárbaras’ (Denys Arcand, 2003) repasan su trayectoria intelectual, dando implícitamente la razón a Chesterton.

3. Es lo único que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser hijo de su tiempo.

Hay mucha gente que considera a Chesterton un escritor conservador, en parte por ser cristiano, y en parte, por pensar –como dice Ricardo Jordana (Gran Enciclopedia Rialp, voz Chesterton)- que “defiende el convencionalismo», aunque sea «de manera muy poco convencional”. En realidad, como afirma Abelardo Linares (contraportada de El hombre corriente, Espuela de Plata, 2013), Chesterton es un rebelde, y precisamente un rebelde contra las convenciones: no las convenciones sociales –que facilitan la convivencia- sino las convenciones ideológicas modernas –que diluyen el sentido común-.

No es que GK quiera ser rebelde por serlo –aunque como dice al principio de Herejes– a los 18 años él también quería ser hereje, como todos los demás, porque era lo que se llevaba. Eso suponía buscar su propio camino, aunque pronto se hizo consciente de la terrible incongruencia que había en ese planteamiento: un hereje es una persona que afirma tener la verdad frente a la verdad establecida. Si todos quieren ser herejes por el mero hecho de serlo –es decir, por ser diferentes al resto-, la verdad ha pasado a un segundo plano, se ha vuelto indiferente y a las personas les da lo mismo estar en la verdad que en el error, poniendo por delante una cuestión secundaria. Se había perdido así el ‘sentido común’ que coloca lo importante en su lugar.

Chesterton es un intelectual de primera –aunque no sea un filósofo convencional-, que se plantea lo que la mayoría no es capaz de hacer –sean de la ideología que sean-, y que tiene sobre todo una gran preocupación por la coherencia, es decir, por llegar a las últimas consecuencias de lo que se cree o lo que se hace.

Cuando se planteó ser hereje, advirtió el relativismo generalizado de su tiempo –que es también el nuestro- y sustituyó el deseo de la herejía por la búsqueda de la verdad, probablemente por su humildad –una virtud nada de moda- y su capacidad de asombrarse ante el mundo, que le crearon un sentido del agradecimiento fuera de lo común (Ver este fragmento de la Autobiografía). Esto le condujo al cristianismo, tal y como expone en Ortodoxia –que no podemos glosar aquí- lo que le sirvió para comprender que paradójicamente se había convertido en el único hereje verdadero entre su grupo de colegas periodistas e intelectuales de corte progresista (Chesterton fue realmente librepensador y socialista antes de acercarse al cristianismo). Era realmente el único que estaba convencido de las verdades (o dogmas como a él le gustaba decir) en las que había depositado su confianza, y por tanto la única voz discordante dispuesta a afirmar su verdad por encima de todo.

La genialidad de Chesterton nos muestra la locura que supone estar siempre a la última, la estúpida necesidad que tenemos los seres humanos de sentirnos en la cresta de la ola, fomentada por las actitudes intelectuales de nuestro tiempo. En algún lugar afirma que lo que antes se llamaban herejías, ahora se llaman modas; si lo pensamos, es cierto en su sentido más profundo –más allá de las modas superficiales de ropa u otros hábitos de vida cotidiana, lógicamente. Es decir, están destinadas a pasar. Hay una excelente película canadiense –Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand, Oscar en 2003 a la mejor película de habla no inglesa- en la que los protagonistas –veteranos profesores universitarios- recuerdan irónicamente todas las corrientes intelectuales que siguieron como si fueran la definitiva.

Las palabras de Chesterton –la degradante esclavitud de ser hijo del tiempo– suenan fuertes a nuestros débiles oídos. Chesterton no teme llamar a las cosas por su nombre, primero porque desde su roca firme, no tiene miedo a los envites de los colegas o las modas intelectuales, y segundo, porque se atreve a rastrear en el pasado y encontrar en qué consisten esas corrientes intelectuales: de hecho, concluimos con este texto del Santo Tomás de Aquino, a propósito de la permanencia cuasi oculta de los mismos errores a lo largo de la historia humana:

Quizá la historia no registre ninguna revolución de verdad. Lo que siempre ha habido han sido contrarrevoluciones. Los hombres siempre han estado rebelándose contra los últimos rebeldes, o incluso arrepintiéndose de la última rebelión.
Se podría ver esto en las más intrascendentes modas contemporáneas, si la mentalidad de moda no hubiera adquirido la costumbre de ver al último rebelde como rebelde frente a todas las épocas a la vez. La chica moderna de cóctel y labios pintados es tan rebelde frente a la sufragista de 1880, con su cuello duro y su abstinencia estricta, como ésta era rebelde frente a la dama victoriana de los valses lánguidos y el álbum lleno de citas de Byron; o como esta última, a su vez, era rebelde frente a una madre puritana para quien el vals era una orgía desenfrenada y Byron, el bolchevique de su tiempo. Sigamos incluso la ascendencia de la madre puritana en la historia, y representa una rebelión frente a la laxitud de la Iglesia anglicana de los Cavaliers[1], que al principio fue rebelde frente a la civilización católica, que había sido rebelde frente a la civilización pagana.
Sólo un lunático defendería que esas cosas sean un progreso, porque obviamente van primero en una dirección y luego en la otra. Sea lo que fuere correcto, una cosa sin duda está equivocada: la costumbre moderna de contemplarlas sólo desde el lado moderno. Pero eso es ver sólo el final del cuento: se rebelan contra no saben qué, porque surgió no saben cuándo. Atentos sólo al final, desconocen su comienzo, y por lo tanto su mismo ser. La diferencia entre los casos menores y el mayor está en que éste es realmente un cataclismo humano tan enorme que los hombres parten de él como si estuvieran en un mundo nuevo, y esa misma novedad les permite ir muy lejos, en general demasiado lejos (Santo Tomas, 03-11).

No es de extrañar así que Chesterton prefiriese la philosophia perennis de Santo Tomás, que inspira sentido común y contacto con la realidad.

[1] Los partidarios de Carlos I en las guerras civiles de 1642-1648 [N. de MLB].