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‘Manalive’ de Chesterton: la historia del soñador que dice cosas transcendentales

Manalive, de Chesterton: portada de la edición de 'Voz de Papel', Madrid, 2006

Manalive, de Chesterton: portada de la edición de ‘Voz de Papel’, Madrid, 2006

En este apacible verano leo en J.A. Sandoica (Alfa y Omega de 10/7/2014: ‘No es verano, eres tú’, referido a Emily Dickinson) lo que sigue “Emily recoge una experiencia que nos es común: el mar, la arena, la montaña, la libélula de agua, la resina que se destila, la nube que desaparece, todo es demasiado sorprendente como para sorprender”. Por su sabor esta cita me ha llevado a mis lecturas sobre la novelística chestertoniana y, más en concreto, a Manalive. Entre otros aspectos, en ella se aprecia un especial gusto por la naturaleza.

Una naturaleza que en Chesterton se convierte en un elemento literario constante. Naturaleza que es también un leitmotiv de la novela titulada Manalive (Voz de Papel, Madrid, 2006). Manalive es algo más que esto –desde la consideración estilística- pues muestra una serie de propios del estilo (en Chesterton también es algo más que lo que dijera Buffon: ‘L´estile c´est l´homme lui-même’). Me centro en tres rasgos definitorios de la escritura de G.K. Chesterton: la ‘naturaleza’ que supone el gozo de la existencia; el personaje ‘dislocado’ (cerca de nuestro ‘gracioso’ y no muy lejos del ‘grotesco’ cervantino) que aparentemente está fuera de lugar, pero que rebosa gracia y optimismo; y por fin, la temática elevada de índole filosófica y teológica o, mejor, vital.

Ya que la excusa de esta entrada es la lectura de Manalive, con textos de esta novela ejemplificamos las tres constantes referidas, presentes además en El Napoleón de Notting Hill, El hombre que fue jueves, El regreso de Don Quijote. Y comenzamos con nuestro héroe, de arranque va a vivir con su nombre que, como si fuera un hombre bíblico, queda en él personalizado: Innocent Smith.  Es un hombre ágil, abierto a las vidas –terrenal y eterna-, extasiado ante la naturaleza y gozoso ‘paladeador’ de la vida. Es un personaje ‘rare’, pero con la lógica del ‘antilugar común’ y enemigo del juicio a primera vista que es llevado por su alegría de vivir–por oposición a los pesimistas- a desear matar al Hombre Moderno. Leemos: Me propongo guardar esas balas para los pesimistas… píldoras para la gente pálida. Y de esta manera quiero recorrer el mundo como una maravillosa sorpresa, flotar tan ociosamente como las pelusas de los cardos, y llegar tan silencioso como el sol naciente; no ser más esperado que el trueno, no ser más recordado que la brisa moribunda […] Quiero que mis dos dones lleguen vírgenes y violentos: la muerte y la vida después de la muerte. Voy a apuntar mi pistola a la cabeza del Hombre Moderno. Pero no la usaré para matarlo, sólo para traerlo a la Vida (Manalive, 2ª parte, cap. I, El ojo de la muerte o la acusación de homicidio). Innocent es un hombre –si cabe- más extraño a las personas corrientes que, sin darse cuenta, pierden lo que al hombre le es más familiar. Chesterton, ante el dilema de resolver la muerte o cometer un delito, recurre a una paradoja, portadora de sentido alegórico, cercana a la redención: pero no lo usaré para matarlo, sólo para traerlo a la Vida.

El marco natural en que se desenvuelve la situación es un medio que podríamos calificar de edulcorado, como en el texto alusivo a Emily Dickinson y como leeremos en el texto siguiente, en el que se sirve nuestro autor del lugar, no como telón de fondo escenario, sino que –por medio de comparaciones- se siente mimetizado con las pelusas de los cardos, con el sol, con el inesperado trueno: No me diga que confunde el gozo de la existencia con la Voluntad de Vivir […] La cosa que yo vi brillar en sus ojos cuando colgaba de ese puente, era gozo de la vida, no la Voluntad de Vivir. Lo que usted sabía sentado en aquella maldita gárgola era que el mundo bien visto y pesado todo, es un sitio maravilloso y hermoso; lo sé porque yo también lo supe en el mismo instante. Vi ponerse rosadas las nubecitas grises, y vi el relojito dorado en el hueco entre las casas. Esas eran las cosas que usted por nada quería dejar, no la Vida, sea ella lo que fuere (Manalive, parte 2ª, cap.I).

Todo lo que antecede nos ha preparado para llegar a la ‘lógica de los Inocentes’: la lógica que trasciende lo natural, pues está socorrida por el Espíritu. Es una lógica que pretende mantener al hombre indiviso, íntegro, todo entero, sin diversificarse como el Hombre Moderno. Pues este separa su cuerpo de su alma, su quehacer material del espiritual, y su misión pública de la privada. El hombre uno debe vivir el presente con la vista en el presente, pero sin olvidar el futuro que nos mantiene jóvenes. Y así terminamos leyendo: [la muerte] no sólo tiene el fin de recordarnos una vida futura, sino de recordarnos también una vida presente. Con nuestros espíritus débiles, envejeceríamos en la eternidad, si la muerte no nos conservara jóvenes (Manalive, parte 2ª, cap. I).

Juan Manuel de Prada y la ‘expedición’ de Chesterton: prólogo a ‘El Hombre eterno’

Juan Manuel de Prada considera El Hombre Eterno la obra maestra de Chesterton. Foto: escritores.org

Juan Manuel de Prada considera El Hombre eterno la obra maestra de Chesterton. Foto: escritores.org

En última entrada sobre el optimismo, Chesterton concluía que para disfrutar verdaderamente de la realidad hace falta la humildad, el reconocimiento, y la conciencia que estar vivos es un don. Como no encontró ninguna ideología de su época que se la plantease en serio, acabó acercándose al Cristianismo, como veíamos en el fragmento final de la entrada: Y cuanto más creía que la clave había que buscarla en aquel principio, por extraño que pareciese, más dispuesto estaba a buscar a aquellos que se especializaban en la humildad, aunque para ellos fuera la puerta del cielo y para mí la de la tierra (Autobiografía, 16-20).

Estas palabras nos sirven de puente para presentar el prólogo de Juan Manuel de Prada a El hombre eterno (Ed. Cristiandad, Madrid, 2008, pp.9-14). Como otros muchos fans de Chesterton, Prada no tiene reparo en hablar de él siempre que se tercia, en sus numerosos artículos de prensa. Por desgracia, muchos de ellos no están disponibles al gran público, por las políticas editoriales de los medios, aunque sería una suerte poder ofrecer –al menos una selección- en el Chestertonblog. Por lo pronto, disponemos de este extraordinario Prólogo completo, que hemos contextualizado con el fragmento anterior, en el que GK muestra por qué se acerca a la Iglesia:

“Esa curiosidad hacia lo que sus contemporáneos denigraban sumariamente, incapaces de taladrar la mugre de los prejuicios, acabaría convirtiéndose en un deslumbramiento. Los hombres de su tiempo coincidían en caracterizar la Iglesia como una suerte de cárcel del intelecto; Chesterton no tardaría en comprobar que, más bien al contrario, era un ameno prado donde la libertad del hombre podía retozar a su gusto con alborozo casi infantil. Así, lo que había empezado siendo una suerte de desplante o insumisión ante el pensamiento dominante de su época acabaría convirtiéndose en una jubilosa expedición en pos de la Verdad. Y la crónica de esa expedición, narrada en un puñado de libros que concilian la intención apologética con el esplendor verbal y los primores del ingenio y la paradoja, conforma uno de los edificios más imperecederos de la literatura del siglo XX” (p.9-10).

Glosamos el contenido del libro en una página del blog. Aquí basta recordar las dos tesis principales: el hombre no es un elemento más de la naturaleza, hay una fortísima ruptura con ella; el Cristianismo no es una religión más entre las creencias humanas, pues se basa en la Encarnación del propio Hijo de Dios, hecho hombre. Por eso, nos limitamos a señalar algunas consideraciones que Prada realiza sobre el libro, su aportación más importante.

Volvemos a Prada  donde lo dejamos hace un momento, con los escritos de GK acerca del Cristianismo: “Este libro que ahora acometes, querido lector, quizá sea el pináculo que remata tan hermoso edificio; pero es, al mismo tiempo, el basamento en que se funda su robusta piedra angular. En Chesterton, la gracia de la expresión nunca se alcanza en detrimento de la hondura del pensamiento: ambas forman una aleación que hace de su escritura un festín de la inteligencia y una exultante experiencia estética. En Chesterton descubrimos, en fin, que Belleza y Verdad constituyen una amalgama indisociable; y alcanzar esa íntima comunión, que es la exigencia máxima del artista, es también la exigencia máxima del católico” (p.10).

“El hombre es único y diferente del resto de animales porque es creador además de criatura. La inteligencia humana no existía; y de pronto comenzó a existir. Y, ligado a la irrupción de la inteligencia humana, Chesterton sitúa el reconocimiento del misterio: el hombre que se sabe singular respecto a las demás criaturas se sabe también depositario de un don divino, se sabe elegido por Dios. Con el tiempo, llegará a perder el sentido de esa singularidad, llegará a extraviar su innato sentido religioso, hasta que en la historia humana irrumpe Dios mismo: las manos que habían modelado el mundo se convierten en las manos desvalidas de un niño que asoma a la vida. De nuevo, el milagro acontece en una cueva; pero esta vez quien nos invoca desde el interior de esa cueva ya no es un mero hombre, ni siquiera un hombre excepcional. […] ¿Cómo explicar el desparpajo con el que se proclama repetidamente Hijo de Dios? Sólo un loco se atrevería a tanto. Pero Jesús, que a la vez que se proclama Hijo de Dios no procura tantas muestras de un juicio y discreción supremos, no puede tratarse de un loco. ¿No será, pues, que es algo más, mucho más, que un mero hombre? (p.12-13)

“Las delicadezas del pensamiento chestertoniario alcanzan en El hombre eterno su expresión más acendrada. Mientras avanzamos en su lectura descubrimos que la historia de la humanidad es en realidad una epopeya de salvación en la que Dios y el hombre caminan juntos de la mano sobre un jardín recién estrenado, como en el primer día de la Creación. El hombre eterno es, desde luego, una obra maestra de la literatura, pero también algo mucho más vertiginoso: es la gracia divina hecha escritura, transmutada en frases gozosas, de una belleza y un ardor intelectuales tales que quienes las leen tienen la sensación de haber sido bautizados de nuevo. Ojalá, querido lector, después de paladear cada razonamiento, cada fulguración de la inteligencia que alberga ese libro irrepetible […] puedas sentirte partícipe de la hermosa epopeya –eterna y siempre renovada- que Chesterton aquí nos narra con palabras imperecederas” (p.13-14).

El parpadeo de Chesterton

Chesterton es un maestro de los pinceles. En apenas un párrafo, GKC traza los rasgos esenciales de un personaje. Cuatro brochazos le bastan para que comparezca, con toda su intensidad, un determinado tipo. Y digo tipo no como sinónimo cheli de sujeto o de individuo, sino para señalar que, a través de sus personajes, Chesterton nos presenta actitudes típicas del hombre y de la mujer modernos.

La editorial Siruela escogió este relato del Padre Brown para una selección realizada por J.L. Borges

Ediciones Siruela escogió este relato del Padre Brown para la portada de una selección realizada por Jorge Luis Borges

Sólo así se explica que, en el breve espacio de un relato, los personajes de Chesterton nos cautiven de ese modo. Esa simpatía natural debe de proceder, por tanto, de la extraordinaria capacidad con la que GKC condensa la prosa.
Me sirve todo esto para, en primer lugar, justificar mi pasmo ante Pauline Stacey, que es una de las protagonistas de El ojo de Apolo, que es, a su vez, otro de los relatos del Padre Brown (de la primera serie, El candor…). Pauline es el prototipo de mujer autosuficiente, del mismo modo que Kalon -también protagonista del relato- es un ejemplar perfecto del hombre que se basta (y se sobra) a sí mismo.

En el relato mencionado hay dos deliciosos enfrentamientos (verbales, of course) entre Pauline y Flambeau. El primero se da por causa de las opiniones fundamentales de la hermosa Pauline, que consistían, a grandes rasgos, en que era una mujer trabajadora y de su tiempo a la que le apasionaba la maquinaria moderna. Sus radiantes ojos negros brillaban con ira abstracta contra quienes se oponían a la ciencia mecánica y pedían el regreso al romanticismo.
La respuesta de Flambeau es elegante y discreta, pero el lector la percibe con contundencia. Después de oír el discurso de Pauline -que el lector se puede imaginar con voz campanuda-, Flambeau entró en su apartamento sonriendo algo confundido al pensar en aquella fogosa declaración de autosuficiencia.

El segundo enfrentamiento es muy parecido. Frente a la autosuficiencia -parece decirnos Chesterton-, el humor, que todo lo cura, sobre todo la tontería. Pauline se confiesa admiradora de la ciencia, pero, a renglón seguido, desprecia con virulencia los auxilios de la medicina (los apoyos y las escayolas para los cojos y tullidos, por ejemplo). Ese desprecio contrasta con lo que, unos minutos antes, el Padre Brown le ha enseñado a Flambeau: que la única enfermedad espiritual es creerse que uno está totalmente sano. La autosuficiente Pauline dice entonces que la gente sólo cree que necesita esas cosas porque les han acostumbrado a tener miedo en lugar de enseñarles a apreciar el poder y el valor, igual que las niñeras estúpidas les dicen a los niños que no miren al sol, cuando podrían hacerlo sin parpadear.
Y continúa su fogoso discurso: ¿Por qué habría de existir una estrella entre las estrellas que no me estuviera dado contemplar? El Sol no es mi dueño y abriré los ojos  y lo miraré siempre que me plazca.
La réplica de Flambeau vale por un tratado de simpatía: Sus ojos -declaró Flambeau con exótica reverencia- deslumbrarían al Sol.

Hasta aquí Pauline y Flambeau. Pero, ¿qué dice el Padre Brown a este respecto? ¿El hombre puede mirar derecha y fijamente al Sol? ¿Esa inmensa estrella se pliega al designio humano, a su mirada?  ¿Hasta dónde debería llegar, por tanto, la adoración a la Naturaleza? ¿Quién adora a quién?
Al tiempo que el Padre Brown desvela un misterioso asesinato (en este caso, un doble crimen, pero el lector puede estar tranquilo, que no destriparé la historia), quedan expuestas -¡encarnadas!- las dos formas de contestar a estas preguntas inquietantes.

Es entonces cuando, magistralmente, Chesterton saca de nuevo los pinceles, y nos pinta, en primer termino, la apariencia externa de quienes en este punto sostienen posiciones distintas, que aquí son el ya citado Kalon (Nuevo Sacerdote de Apolo y adorador del dios Sol) y nuestro discreto Padre Brown (discreto sacerdote de Cristo y sencillo adorador del Dios trino). La descripción del contraste entre ambos no tiene desperdicio:
En la prolongada y sobresaltada quietud de la habitación, el profeta de Apolo se levantó lentamente y fue como si saliera el sol. Llenó la habitación con su vida y su luz de un modo que todos tuvieron la sensación de que habría podido iluminar con la misma facilidad toda la llanura de Salisbury. Su silueta envuelta en túnicas pareció adornar la habitación con tapices clásicos, su gesto épico le convirtió en un panorama de mayor grandeza, hasta que la pequeña figura negra del clérigo moderno dio la impresión de ser un defecto una intrusión, una mancha negra y redonda sobre el esplendor de la Helare.
Parece claro que, por fuera, el Padre Brown tiene perdida la batalla con Kalon. Chesterton lo dice unas páginas antes. Kalon es el bello sacerdote de Apolo y aparece, erguido y con argénteos ropajes, asomado al balcón, mientras el reverendo J. Brown aparece «un cura bajito de cara redonda que lo miraba [a Kalon] desde la calle con ojos parpadeantes», y que es «el feo sacerdote de Cristo».

Pero las verdaderas diferencias -las que en realidad importan- no son las de fuera, sino las de dentro. El Padre Brown era incapaz de mirar a ninguna parte sin parpadear; en cambio, el sacerdote de Apolo podía mirar al sol a mediodía sin mover un párpado.
Hay que elegir, pues, entre la soberbia de quien mira al sol y no se inmuta (o al menos eso parece) y la sencilla normalidad de quien, al verse ciego ante la luz, parpadea de forma espontánea.
La primera opción es sencillamente irrealizable. Quien la practica, se malogra, porque ha olvidado que esos paganos estoicos siempre fracasan por su propia fuerza, porque la adoración a la Naturaleza tiene un lado cruel. La mucha luz produce ceguera.

Me quedo, pues, con el parpadeo del Padre Brown. En esos ojos parpadeantes y vivos están la lucidez y el sentido en su más justa medida.

Chesterton y el absurdo: variaciones

En el mundo en que vivimos, donde la verdad y la mentira copulan como en un perverso  incesto, nada es, consecuentemente, verdad ni mentira. O  peor, a la verdad se le llama mentira y se considera verdad lo que es mentira. Por lo cual, nos sentimos atrapados por ‘el padre de la mentira’.

Lewis Carroll, por Hubert von Herkomer. Wikipedia

Lewis Carroll, por Hubert von Herkomer. Wikipedia

Un mundo así confeccionado es un mundo caótico, en el que todo acaba ‘patas arriba’ —sans dessus dessous-; la lógica se convierte en una lógica mefistofélica e inicua y conduce a la razón a inaceptar otro tipo de lógica que va más allá de lo empíricamente comprobable. Ello supone que los conocedores de ese serpenteante camino, vaya hacia la cara oculta y abisal  de la verdad por una senda que parece que niega la recta lógica. Efectivamente, a veces, hay que negar esa razón  compartida, arbitraria, consensuada por el mundo, para poder acercarse a las fuentes luminosas de la verdad que, sin desdecir ni negar la razón humana, la superan y la gozan.

En estas estábamos, cuando recordé que Chesterton escribió que la manera de ser de la existencia es contradictoria. Por eso, me dije, es dual. Porque, en cierto modo, la existencia es dual: experimentamos porque siempre somos niños-adultos  que se reconstruyen en adultos-niños. Y en nuestra perspectiva están presentes infancia y sentimiento crepuscular. Así visto, esta experimentación del antes y del presente parece absurdo o es absurdo: ser y no ser niño por ser adulto; y no ser y ser adulto por ser niño.
Con mucho sentido común, GK Chesterton en su brillante artículo “Defensa del absurdo”, (Disponible en El Acusado (Espuela de plata, 2012) y en Correr tras el propio sombrero y otros ensayos (Acantilado, 2005), nos da una definición acertada y, además, poética: Especie de exuberante travesura alrededor de una verdad probada. Es una bella manera de designar ‘la huida’. O sea, el mundo puede ser absurdo cuando el hombre escapa. Fuga, que en  el medio descrito abyecto en que el hombre vive, es escapatoria de la culpa y también goce de la gracia, en un sucesivo ir y venir a la fe fuerte, habituada a levantarse en toda situación y circunstancia. Sí. Esa es la palabra: escapatoria. El absurdo es escapatoria: falta aparente de fijación. Y, entrados en el mundo del absurdo, hay un momento en que las cosas adquieren un significado global dentro de la razón de la sinrazón.
Esta concepción del absurdo de Chesterton nos indica una superación de una primera etapa. Cuando el autor se nos presenta ahora en su ‘segunda etapa’, sabemos que ha remontado una juventud en la que primaba lo carnavalesco del absurdo: los dioses barrigones de la Antigüedad, el apetito, lo inferior del realismo grotesco.

Portada de 'Alicia en el País de las maravillas'. Alianza Editorial.

Portada de ‘Alicia en el País de las maravillas’. Alianza Editorial.

A poco que indaguemos en su obra, observaremos como en su época de madurez perviven rasgos como el realismo, la parodia y… la barriga. Aunque, no cabe duda de que todo ello se ha transformado por una visión con el denominador común de la humildad, la caridad y el humor, que permiten que el realismo le lleve al conocimiento del misterio de la cotidianidad; que con la parodia, abandonando lo carnavalesco y rabelesiano, se adentre en los confines de la verdad; …y su barriga sea signo del ‘hombre corriente’, llamado a conocer la verdad del misterio.

Volviendo a los conceptos de absurdo y sinrazón y huida… giramos para hablar de otro concepto: la ficción.
El absurdo no es tanto el acto como el sujeto productor del acto. No es tanto el texto como su autor. Recurrimos de nuevo a autor de Ortodoxia, que nos demuestra que no es absurdo el libro Alicia en el país de las maravillas, sino su autor, Lewis Carroll. Escribe Chesterton: Lewis Carroll llevaba una vida en la que habría tronado contra cualquiera por pisar el césped, y otra en la que decía alegremente que el sol era verde y la luna azul; estaba dividido por naturaleza, con un pie en ambos mundos, en la postura perfecta para el absurdo moderno. Su País de las Maravillas es un país habitado por matemáticos locos. Sentimos que el conjunto es una escapatoria a un mundo de mascarada, intuimos que, si pudiéramos atravesar sus disfraces, tal vez descubriéramos que Humpty Dumpty y la liebre de Marzo eran profesores y doctores de teología disfrutando de unas vacaciones mentales (p.359 de la ed. de Acantilado). Y yo añadiría que ‘desdisfrazados’, dejarían de ser el otro polo de la dualidad, dejarían de ser ficción.
Nos preguntamos, pues: ¿la exuberante travesura es ficción literaria frente a la verdad? Si ello es así, derivamos dos consecuencias, que requerirán en el futuro, un más amplio desarrollo. Por un lado, lo absurdo, más o menos aparente, cuando es contaminado por la poesía (ficción de ficciones) nos sitúa ante ‘l´art pour l´art’ Un arte por el arte que no nos seduce ni conquista con su fingida neutralidad moral ni con su engreída estética;  en segundo lugar, la ficción reivindica su carácter de ‘verdad literaria’, al contagiarse de los matices morales que aportan los conceptos denotados. En definitiva, tanto la consideración de una ‘verdad literaria o ficcional’, como el carácter ebúrneo del ‘arte por el arte’ ha llevado a que algunos lectores, simplistamente, hayan reducido la ficción literaria a ‘mentira moral’, lo cual parcialmente puede ocurrir.

Una clave de Chesterton: llegar a las últimas consecuencias, en el pensamiento y en la vida. El ejemplo de la confesión

Con motivo del 78 aniversario de la muerte de GK hemos publicado un texto –El sentido de mi existencia-, quizá uno de los últimos escritos de su vida, pues concluyó la Autobiografía –es un fragmento del último capítulo, n.16- pocos meses antes de morir.
Al releerlo, para comentar no he podido resistir la tentación de volver a colocar de nuevo algunos fragmentos de los párrafos 13 y 14. No quiero a hacer –como él mismo señala en uno de los subpárrafos suprimidos- una apología del Cristianismo, pues para eso hay otros lugares. Lo que me interesa destacar ahora es cómo GK comprende una determinada verdad y la lleva a sus últimas consecuencias (precisamente lo que en los párrafos siguientes criticará de pesimistas y optimistas: que no fundamentan bien sus argumentos, como él hace). Se puede estar de acuerdo o no, pero es innegable su capacidad por esforzarse en llegar hasta el fondo de lo que tiene entre manos: eso lo hizo rebelde en su tiempo, y lo hará rebelde también ante los conformistas de cualquier tipo, también de su propia religión, especialmente aquellos que ‘no se enteran’ en qué consiste ésta.

Confesonarios en la JMJ de Río de Janeiro, en 2013. Panorama móvil.

Confesonarios en la JMJ de Río de Janeiro, en 2013. Panorama móvil.

Cuando la gente me pregunta: “¿Por qué abrazó usted la Iglesia de Roma?”, la respuesta fundamental –aunque en cierto modo elíptica- es: “Para librarme de mis pecados”, pues no hay otra organización religiosa que realmente admita librar a la gente de sus pecados. Está confirmado por una lógica que a muchos sorprende, según la cual la Iglesia concluye que el pecado confesado y adecuadamente arrepentido queda realmente abolido, y el pecador vuelve a empezar de nuevo como si nunca hubiera pecado. Y esto me retrae vivamente a aquellas visiones o fantasías de las que ya he tratado en el capítulo dedicado a la infancia. En él hablaba de aquella extraña luz, algo más que la simple luz del día, que todavía parece brillar en mi memoria sobre los empinados caminos que bajaban de Campden Hill, desde donde se podía ver, a lo lejos, el Palacio de Cristal.
Pues bien, cuando un católico se confiesa, vuelve realmente a entrar de nuevo en ese amanecer de su propio principio y mira con ojos nuevos, más allá del mundo, un Palacio de Cristal que es verdaderamente de cristal. Él cree que en ese oscuro rincón y en ese breve ritual, Dios vuelve a crearle a Su propia imagen. Se convierte en un nuevo experimento de su Creador, tanto como lo era cuando tenía sólo cinco años. Se yergue, como dije, en la blanca luz del valioso principio de la vida de un hombre. La acumulación de años ya no puede aterrorizarle. Podrá estar canoso y gotoso, pero sólo tiene cinco minutos de edad.
[…]
El sacramento de la penitencia otorga una nueva vida y reconcilia al hombre con todo lo vivo, pero no como hacen los optimistas, los hedonistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don tiene un precio y está condicionado por un reconocimiento. En otras palabras, el nombre del precio es la Verdad, que también puede llamarse Realidad: se trata de encarar la realidad sobre uno mismo. Cuando el proceso sólo se aplica a los demás, se llama Realismo (Autobiografía 16, 13-14).

Es frecuente el lenguaje hiperbólico en Chesterton, como este terrible que aparece en la introducción a El acusado: En algunas mesetas infinitas como enormes planicies que hubieran cobrado alturas vertiginosas, pendientes que parecen contradecir la idea de la existencia de algo semejante al nivel y nos hacen advertir que vivimos en un planeta con un techo inclinado, encontraremos, de vez en cuando, valles enteros cubiertos de rocas sueltas y cantos rodados tan enormes como montañas rotas. Todo podría ser una creación experimental destrozada. […] el escenario de la lapidación de algún profeta prehistórico, un profeta mucho más gigantesco que los profetas posteriores como esos peñascos en comparación con simples guijarros. Aquel profeta habría pronunciado unas palabras –unas palabras que resultarían ignominiosas y terribles-, y el mundo, aterrorizado, lo habría enterrado bajo un desierto de piedras (El acusado, 1-01).
Pero, ¿de qué otra manera se puede expresar el misterio inefable que significa comprender que –por medio de la confesión- uno vuelve a tener cinco minutos de edad, tener cinco años, perder el miedo a los errores cometidos y volver a ser un nuevo experimento del Creador, a cuya semejanza estamos hechos?

Bernard Shaw habla de Chesterton

Shaw, Belloc -que actuó como moderador- y GK en 1923, antes de comenzar el debate '¿Estamos de acuerdo?'

Shaw, Belloc -que actuó como moderador- y Chesterton en 1923, antes de comenzar el debate ‘¿Estamos de acuerdo?’ Deathbycivilisation.blogspot.com

El otro día, con motivo de la presentación del libro Pensar con Chesterton, ofrecíamos un fragmento del debate de 1923 entre Chesterton y Bernard Shaw, en el que, con tono humorístico, Chesterton rebatía parcialmente la idea de propiedad de Shaw. Ese debate está caracterizado por un rasgo, que también marcó la vida de Shaw con respecto a GK: el convencimiento de que en el fondo los dos defendían lo mismo. Se admiraban mutuamente y de manera verdaderamente sincera, pero como es evidente, tal grado de coincidencia no era verdadero. Ya que ‘hemos abierto el debate’ ofrecemos hoy el inicio del mismo, a cargo de Shaw, que constituye una especie un retrato mutuo, en el que –como era de esperar- destacará los paralelismos, amén de alguna discrepancia. Obsérvese la actitud de fondo tan diferente, ante la vida y la escritura del genial escritor irlandés, que dos años después recibiría el premio Nobel:

“Mr. Belloc, damas, caballeros, he de decir que nuestro tema de esta tarde ‘¿Estamos de acuerdo?’, ha sido idea de Mr. Chesterton. Algunos de ustedes podrán preguntarse con razón de qué vamos a discutir si, en efecto, estamos de acuerdo. Pero sospecho que no les importará mucho sobre qué discutamos siempre que logremos entretenerles conversando a nuestro estilo característico.

“La razón de todo esto, aunque quizá no la conozcan –me corresponde a mí decirlo-, es que Mr. Chesterton y yo somos dos locos. En lugar de ejercer alguna profesión honrada y respetable y comportarnos como cualquier ciudadano corriente, ambos vamos por el mundo poseídos por un extraño don de lenguas –que, en mi caso, está prácticamente reducido al inglés- y exponiendo toda clase de opiniones extraordinarias sin ningún motivo en particular.

“Mr. Chesterton se dedica a decir e imprimir las mentiras más extravagantes. Toma incidentes ordinarios de la vida humana –lugares comunes de la vida de la clase media- y les confiere perfiles monstruosos, extraños y gigantescos. Llena los jardines suburbanos de asesinatos imposibles, y no sólo inventa esos asesinatos, sino que también consigue descubrir al asesino que jamás los cometió. En cuanto a mí, suelo hacer muy a menudo el mismo tipo de cosas. Divulgo mentiras en forma de obras teatrales; pero en tanto que Mr. Chesterton toma los hechos que ustedes creen ordinarios y los vuelve gigantescos y colosales para revelar su esencial carácter milagroso, yo me inclino más bien a tomar estas cosas en su más absoluta normalidad e introducir en ellas una serie de ideas extravagantes, que escandalizan al aficionado al teatro ordinario y lo hacen salir preguntándose si lleva toda su vida en sus cabales o yo sigo aún en los míos.

“Alguien va a ver una de mis obras y se sienta junto a su mujer. Se dice en la escena alguna cosa aparentemente ordinaria, y entonces ella se vuelve al marido y le pregunta: “¡Aja! ¿Qué me dices tú de eso?”. Dos minutos después, se dice otra cosa aparentemente ordinaria, y entonces es el hombre el que se vuelve a su mujer y le pregunta: “¡Aja! ¿Qué me dices tú de eso?” ¿Acaso no es curioso que podamos ir por ahí haciendo estas cosas y que no sólo se nos permita hacerlas, sino que, además, se nos admire en gran parte por ellas? Por mi parte, podría decir que, en los últimos años, casi he llegado a ser venerado por dedicarme a esta clase de cosas.

“Obviamente, estamos locos; y por locos seríamos venerados en Oriente. “Escuchemos atentamente a estos hombres, pero no olvidemos que son locos”, dice la sabiduría oriental. En este país, sin embargo, decimos: “Escuchemos a estos tipos tan divertidos. Están perfectamente cuerdos; lo que, obviamente, no es nuestro caso”.

[En ese momento entra gente en la sala y el discurso se interrumpe; seguimos el hilo principal]

“Estaba refiriéndome a la distinta y curiosa consideración que reciben los locos en Oriente y en este país. Pero esto me llevaba a la conclusión de que importan muy poco sus diferencias. Todos muestran anomalías de toda índole debidas a sus circunstancias personales, a su formación, a sus conocimientos e ignorancias. Pero si los escuchamos atentamente y descubrimos que, en determinados asuntos, están de acuerdo, entonces tenemos alguna fundada razón para suponer que ahí aparece el espíritu de la época para ofrecernos un mensaje inspirado. Apartemos todas sus contradicciones y concentremos nuestra atención en aquello en lo que los locos se muestran de acuerdo; entonces estaremos escuchando la voz de la revelación.

“Así, pues, harán bien esta noche en escucharnos atentamente, pues es muy probable que lo que nos impele a estos discursos no sea algo personal e individual, sino alguna conclusión a la que la humanidad toda se va aproximando por medio de la razón o de la inspiración. El mero hecho de que Mr. Chesterton y yo estemos de acuerdo en cualquier asunto en absoluto debe ser impedimento para que lo discutamos apasionadamente, pues creo que aquellos que me refutan muy a menudo sostienen las mismas ideas que yo trato de expresar. No sé si ello se debe a que las libertades que me tomo les molestan o a que las palabras que utilizo o mis giros mentales no son de su agrado; pero lo cierto es que son ellos quienes con más frecuencia me rebaten”. (¿Estamos de acuerdo?, Ediciones Renacimiento, pp.25-31).

El alegre estilo de Chesterton, según Alberto Manguel

Alberto Manguel. Web personal.

Alberto Manguel. Web personal.

“Al leer a Chesterton nos embarga una peculiar sensación de felicidad. Su prosa es todo lo contrario de la académica: es alegre. Las palabras chocan y se arrancan chispas entre sí, como si un juguete mecánico hubiese cobrado vida de pronto, chasqueando y vibrando con sentido común, esa maravilla de maravillas. Para él, el lenguaje era como un juego de construcciones con el que montar teatros y armas de juguete y, como ha señalado Christopher Morley, “sus juegos de palabras a menudo conducían a un auténtico juego de pensamientos”. Hay algo rico y detallado, colorido y ruidoso en su escritura. La supuesta sobriedad británica no encajaba con él, ni en el vestir —su capa amplia y flotante, su sombrero raído con forma de molde de budín y sus gnómicos quevedos le daban aspecto de personaje de pantomima—, ni en sus palabras —se ocupaba de retorcer y darle vueltas a las frases hasta que se extendían como una viña en flor, bifurcándose en varias direcciones con tropical entusiasmo, y florecían en varias ideas al mismo tiempo—. Escribía y leía con la pasión que pone un glotón en comer y beber, aunque probablemente con mayor deleite, y no parece haber conocido jamás los sufrimientos del escribidor inclinado sobre la página en blanco de Mallarmé, ni la angustia del erudito rodeado de tornos polvorientos” (p.11).

Con estas palabras comienza el Prólogo con el que Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) abre la que es probablemente la mejor selección de artículos de Chesterton en español: Correr tras el propio sombrero y otros ensayos (Acantilado, 2005; traducción de Miguel Temprano). Datado en París el 21.04.1996, este texto constituye otra excelente presentación de nuestro autor, un breve e intenso ensayo en el que Manguel nos cuenta brevemente la vida de GK, sus opiniones, su forma de ser y de vivir, desde su hacer cotidiano a sus relaciones con sus grandes amigos, vivos o muertos, sobre los que escribió centenares de páginas. Como había que seleccionar, he optado por dos párrafos que expresan extraordinariamente bien el estilo de Chesterton:

“En la antigua disputa entre forma y contenido, o entre sentido y sonido, Chesterton se mantuvo a medio camino. Tan sólo siguió en parte a Lewis Carroll, que había advertido: “ocúpate del sentido y los sonidos se ocuparán de sí mismos”. Chesterton creía que, si se escogía bien, el sentido podía aprovechar los efectos del sonido y elevarse ilimitado desde el entrechocar de los címbalos retóricos del oxímoron y la paradoja, de la hipérbole y la metonimia. Chesterton tendía a estar más de acuerdo con Pope, quien en cierta ocasión comparó a los seguidores del mero sonido con esa gente que acude a la iglesia “no por la doctrina, sino por la música” (An Essay on Criticism, 1771). Chesterton amaba la música de las palabras, pero era consciente de su limitada capacidad para significar algo; fuese cual fuese la doctrina que anunciasen debía ser incompleta por necesidad, simples relámpagos fortuitos más que destellos de verdad. En su estudio sobre el pintor Watts escribió: Es evidente que toda religión y toda filosofía necesitan basarse en la presunción de la autoridad o exactitud de algo. Pero podemos preguntarnos si no es más sensato y satisfactorio fundar nuestra fe en la infalibilidad del Papa, o en la infalibilidad del Libro del Mormón, que en este sorprendente dogma moderno de la infalibilidad del lenguaje humano. Cada vez que alguien le dice a otro: «Dinos sencillamente lo que piensas», está dando por sentada la infalibilidad del lenguaje; es decir, está dando por sentado que hay un esquema perfecto de expresión verbal para todos los estados de ánimo e intenciones de las personas. Cada vez que alguien le dice a otro: «Prueba eso que dices; defiende tu fe», está dando por sentado que el hombre tiene una palabra para cada realidad de la tierra, o del cielo, o del infierno. Sabe que el alma tiene matices más desconcertantes e indescriptibles que los colores de un bosque en otoño; sabe que en el mundo hay crímenes que nunca han sido condenados y virtudes que nunca han sido bautizadas. Pero aun así cree seriamente que todas y cada una de esas cosas, en todos sus tonos y semitonos, en todas sus mezclas y uniones, pueden representarse exactamente con un arbitrario sistema de gritos y gruñidos. Cree que un simple y civilizado corredor de bolsa puede extraer de su interior sonidos que denoten todos los misterios de la memoria y todas las agonías del deseo. Paradójicamente, con palabras como éstas, escritas contra el poder de las palabras, Chesterton aumenta la confianza del lector en ese mismo poder que cuestiona” (pp.16-17).

Chesterton retrata a dos ‘revolucionarios’: Santo Tomás de Aquino y San Francisco de Asís.

Cualquiera que pretenda analizar la habilidad de Chesterton para establecer comparaciones y paralelismos debe estudiar el primer capítulo de la obra dedicada a Santo Tomás de Aquino (1933), pues está enteramente dedicado a las comparaciones: entre San Francisco –sobre el que ya había escrito otro libro en 1923- y Sto. Tomás: primero en qué se parecen y luego en qué se diferencian. Luego, entre la Edad Media y la nuestra. Y para concluir, las semejanzas y diferencias entre los dos fundadores de las grandes órdenes mendicantes: San Francisco y el español  Sto. Domingo de Guzmán.
Vamos a quedarnos ahora tan sólo con el contraste que GK plantea ente los dos protagonistas de sus libros, San Francisco y Santo Tomás (Apdos 01-03 del capítulo -que se puede leer completo aquí). Es un fragmento que no resisto a copiar entero, lleno de ‘chestertonadas’, esas típicas figuras o imágenes brillantes tan originales, que sólo podrían salir de la bulliciosa mente de GK. Pero la simpatía, la capacidad de observación, la agudeza en la comprensión de los caracteres y el ambiente social, son realmente fascinantes:

Los son hábitos que vestirían San Francisco y Santo Tomás nos ayudan a visualizar -si es posible- el vívido retrato que que Chesterton hace de ellos.

Los hábitos que vestirían San Francisco y Santo Tomás nos ayudan a visualizar el vivo retrato que que Chesterton hace de ellos. Catedralesgoticas.es

Se puede hacer un esbozo de San Francisco; de Santo Tomás sólo se podría hacer un plano, como el plano de una ciudad laberíntica. Y sin embargo, en cierto sentido, encajaría en un libro mucho mayor o mucho más pequeño: lo que realmente sabemos de su vida se podría despachar bastante bien en pocas páginas, porque no desapareció, como San Francisco, bajo un chaparrón de anécdotas personales y leyendas populares; lo que sabemos –o podríamos saber, o en su día podríamos tener la suerte de descubrir- acerca de su obra, probablemente llenará todavía más bibliotecas en el futuro de las que ha llenado en el pasado.
Fue posible dibujar a San Francisco en silueta, pero con Santo Tomás todo depende de cómo se rellene la silueta. En cierto modo, hasta es medieval iluminar una miniatura del Poverello [de Asís], que hasta en el título lleva un diminutivo. Pero hacer un resumen o digesto, como los de la prensa, del Buey Mudo de Sicilia es algo que sobrepasa a todos los experimentos de digestión de un buey en una taza [divertida alusión al invento del caldo de carne concentrado].
Esperemos que sea posible hacer un bosquejo de biografía, ahora que cualquiera parece capaz de escribir un bosquejo de la historia o un bosquejo de cualquier cosa. Sólo que –en el caso presente- el bosquejo es todo un bosque.  El hábito capaz de contener al colosal fraile no está entre las tallas disponibles.

He dicho que estos retratos sólo pueden serlo en silueta. Pero el contraste es tan llamativo, que aun si realmente viéramos a las dos figuras humanas en silueta, asomando por la cresta del monte con sus hábitos fraileros, ese contraste nos parecería hasta cómico. Sería como ver, aun en la lejanía, las siluetas de Don Quijote y Sancho Panza, o de Falstaff y maese Slender.
San Francisco era un hombrecito flaco y vivaracho; delgado como un hilo y vibrante como la cuerda de un arco; y en sus movimientos, como la flecha que el arco dispara. Toda su vida fue una serie de carreras y zambullidas: salir corriendo tras el mendigo, lanzarse desnudo al bosque, tirarse al barco desconocido, precipitarse a la tienda del sultán y ofrecerse a arrojarse al fuego. En apariencia debió ser como el fino esqueleto de una parda hoja otoñal bailando eternamente en el viento –aunque, en realidad, el viento era él-.

Santo Tomás era un hombre como un toro: grueso, lento y callado; muy tranquilo y magnánimo, pero no muy sociable; tímido, dejando aparte la humildad de la santidad; y abstraído, dejando aparte sus ocasionales y cuidadosamente ocultadas experiencias de trance o éxtasis.
San Francisco era tan fogoso y nervioso que los eclesiásticos que visitó sin avisar le tomaron por loco. Santo Tomás era tan imperturbable que los doctores de las escuelas a las que asistió regularmente le tomaron por zote. De hecho era ese tipo de estudiante no infrecuente que prefiere pasar por zote a permitir que otros zotes más activos o animados invadan sus sueños.
Este contraste externo se extiende a casi todos los aspectos de una y otra personalidad. La paradoja de San Francisco fue que, amando con pasión la poesía, tuviera cierta desconfianza hacia los libros. Fue el hecho sobresaliente de Santo Tomás que amó los libros y vivió de libros: vivió la vida del clérigo o estudiante de los Cuentos de Canterbury, y prefería poseer cien libros de Aristóteles y su filosofía a cuantas riquezas pudiera ofrecerle el mundo. Cuando le preguntaron qué era lo que más agradecía a Dios, respondió con sencillez: “Haber entendido todas las páginas que he leído”.
San Francisco era muy vívido en sus poemas y bastante inconcreto en sus documentos. Santo Tomás dedicó su vida entera a documentar sistemas enteros de letras paganas y cristianas. Y de vez en cuando escribió un himno, como quien se va de vacaciones.
Veían el mismo problema desde ángulos distintos: la sencillez y la sutileza. San Francisco pensaba que bastaría con abrir su corazón a los mahometanos para que se convencieran de no adorar a Mahoma. Santo Tomás se estrujó el cerebro con toda suerte de distinciones y deducciones sutilísimas sobre el Absoluto o el Accidente, únicamente para evitar que se entendiera mal a Aristóteles.
San Francisco era hijo de un comerciante, de un tratante de clase media, y aunque toda su vida fue una rebelión contra la vida mercantil de su padre, retuvo de todos modos algo de esa celeridad y adaptabilidad social que hacen que el mercado zumbe como una colmena. Con toda su afición a los verdes campos, no crecía la hierba bajo sus pies, como se suele decir. Era lo que los millonarios y los gánsteres americanos llaman un ‘alambre vivo’. Es característico de los modernos mecanicistas que, incluso cuando tratan de imaginar algo vivo, sólo se les ocurra una metáfora mecánica de algo muerto: se puede ser un gusano vivo, pero no un alambre vivo. San Francisco habría concedido de muy buen grado ser un gusano, pero un gusano bien vivo. El mayor de los enemigos del ideal de moverse para lucrarse, había renunciado ciertamente a lucrarse, pero nunca dejó de moverse.
Santo Tomás, por el contrario, provenía de un mundo en el que podría haber disfrutado del ocio, y siguió siendo uno de esos hombres cuyo trabajo tiene algo de la tranquilidad del ocio. Fue trabajador incansable, pero nadie le habría podido tomar por un trajinante. Había en él ese algo indefinible que distingue a los que trabajan no teniendo que trabajar, pues era por nacimiento caballero de alto linaje, y esa tranquilidad puede conservarse como hábito, aunque no tenga motivo. Pero en él sólo se expresaba en sus elementos más amables; por ejemplo, posiblemente había algo de ella en su cortesía y su paciencia naturales.
Cada santo es hombre antes de ser santo, y se puede ser santo siendo cualquier clase o especie de hombre; y la mayoría de nosotros elegirá entre estos diferentes tipos con arreglo a sus diferentes gustos. Confieso que, así como la gloria romántica de San Francisco no ha perdido nada de su atractivo para mí, en los últimos años he llegado a sentir casi el mismo afecto –o en algunos aspectos, incluso más- por este hombre que habitó inconscientemente un gran corazón y una gran cabeza como el que hereda una gran mansión y ejerce en ella una hospitalidad igualmente generosa, aunque un poco distraída. Hay momentos en que San Francisco -el hombre menos mundano que jamás hubo en el mundo- me resulta casi demasiado eficiente.

El capítulo, una vez que ha mostrado los distintos que son, continúa estableciendo las similitudes que les dieron ese carácter revolucionario o innovador, que brevemente resumo en dos: que ambos fueron enamorados de Jesucristo y –oh, sorpresa para el educado en los convencionalismos-, que libraron al mundo medieval del espiritualismo, creando las bases de nuestra moderna civilización.

Magnífico ‘Un trozo de tiza’ de Chesterton

Hace mucho, comentamos en el blog este texto, de los más emblemáticos de Chesterton, y estaba convencido que lo habíamos publicado hasta que casualmente comprobé mi error. Apareció en Enormes minucias (1909, segundo capítulo) y procede por tanto de los ensayos del Daily Mail. Es un texto más en que el GK escritor y el pintor se entremezclan con esa gracia y simpatía inigualables, dando prioridad una vez más –ejemplo 1, ejemplo 2– a los colores como metáforas de la vida.

La traducción procede de bibliotecasvirtuales.com, pero hemos decidido utilizar a modo de prólogo una nota al pie de página que Vicente Corbí incluye en su versión, publicada por Espuela de Plata (2001, p.25), para hacernos una mejor idea de la forma original que -junto al fondo- constituyen ese riquísimo patrimonio que nos dejó nuestro gran escritor:

«El autor hace aquí uno de sus juegos de palabras intraducibles: “I not only liked brown paper, but liked the quality of brownness in paper, just as I liked the quality of brownness in october woods, or in beer, or in the peatsreams of the morth”. Brown paper es papel de estraza: pero brown es moreno y pardo y castaño. To like es gustar, pero también puede usarse en el sentido de desear una cosa. Saltando de una a otra significación con ágil humor, dice Chesterton que “no sólo buscaba o quería (liked) papel de estraza (brown), sino que buscaba el color brown de ese papel, exactamente como le gustaba (liked) el color brown en los bosques de octubre o en la cerveza, o en las turberas del norte”. La dificultad de conservar en una traducción algo siquiera del peculiarísimo estilo de Chersterton aumenta por su frecuente aludir a circunstancias locales y personales, y por el constante, arbitrario, vivaz malabarismo de conceptos y vocablos –a menudo intraducible- en que se complacía el chico travieso oculto en la humanidad abundante y plácida del gran humorista».

La campiña de Sussex, donde acontece 'Un trozo de tiza' de Chesterton (Campingtourist.com)

La campiña de Sussex, donde acontece ‘Un trozo de tiza’ de Chesterton (Campingtourist.com)

Como es habitual, está disponible el texto bilingüe, aunque en el blog solo ofrecemos la deliciosa versión castellana:

Recuerdo una espléndida mañana durante las vacaciones de verano, toda azul y plata, en la que, con muy pocas ganas, conseguí apartarme de la tarea de no hacer nada en concreto. Me puse algún tipo de sombrero, recogí mi bastón y me guarde en el bolsillo seis trozos de tiza de brillantes colores. Después entré en la cocina, (que junto al resto de la casa era propiedad de una señora muy conservadora y razonable, vecina de una aldea de Sussex) para pedirle a la dueña y ocupante de la cocina, un poco de papel marrón. Tenía mucho, de hecho, incluso demasiado. Pero estaba equivocada respecto a para qué sirve el papel marrón. Ella creía que, si uno quiere papel marrón, es para hacer paquetes, algo que yo no planeaba. A decir verdad es algo que supera mi capacidad mental. Pero la señora le daba muchas vueltas a como algunos papeles eran más resistentes que otros. Aclaré que lo único que pretendía era dibujar, así que no me preocupaba lo que pudiese durar el papel. Lo que me interesaba no era que el papel fuese duro sino absorbente, algo que es indiferente en un paquete. Cuando comprendió que yo quería dibujar, me abrumó con ofertas de papel de cartas. Aparentemente, dio por sentado que si escribo mis notas y cartas en papel marrón viejo es para ahorrar.

Entonces, intenté explicar este delicado matiz lógico: no sólo me gusta el papel marrón, me gusta el colorido marrón en el papel, como me gusta en los bosques en octubre. O en la cerveza, o en los arroyos que corren entre las turberas en el norte. El papel marrón encarna los primeros trabajos en el primer amanecer de la creación. Con un par de tizas de colores, encuentras en él puntos de fuego, llamaradas de oro, vetas rojas como la sangre y verdes como el mar, como las primeras estrellas que brillaron en la oscuridad. Todo esto se lo dije de pasada a mi casera, mientras me guardaba el papel marrón en el bolsillo junto a las tizas y, posiblemente, otras cosas. Se me ocurre que todos hemos meditado en alguna ocasión sobre lo poéticas y fundamentales que son las cosas que llevamos en los bolsillos. La navaja, por ejemplo, prototipo de toda herramienta humana cuya hija es la espada. Una vez, empecé a escribir un libro de poemas que trataba solamente de las cosas que encontré en mi bolsillo. Pero iba a ser demasiado largo y los poemas épicos están pasados de moda.

Con mi bastón, mi navaja, mis tizas y mi papel marrón, eché a andar por los blancos  acantilados. Trepé por esos contornos colosales que representan lo mejor de Inglaterra al ser a la vez grandes y suaves. Su suavidad es similar a la de los grandes percherones o los abedules. Proclaman a los cuatro vientos, contradiciendo nuestras teorías cobardes y crueles, que los fuertes son misericordiosos. El valle que abarcaba mi vista era tan amable como cualquiera de sus casas pero, en cuestión de fuerza, era como un terremoto. Saltaba a la visa que las aldeas en aquel inmenso valle habían disfrutado de seguridad durante siglos, pero toda la tierra era como una ola inmensa alzándose para arrastrarlas.

Anduve de un prado a otro, buscando un lugar para sentarme a dibujar. Por lo que más quieran, no supongan que iba a hacer un boceto del natural. Iba a dibujar diablos y arcángeles, ciegos dioses que la humanidad adoraba antes del amanecer de la razón, santos vestidos con brillantes túnicas carmesíes, extraños mares verdes y todos esos símbolos, sagrados o monstruosos, que quedan tan bien dibujados con tizas brillantes sobre papel marrón de dibujo. Son más dignos de ser dibujados que la naturaleza. Y además  son mucho más fáciles de dibujar.

Un vulgar artista hubiera dibujado la vaca que estaba pastando en el prado frente a mí, pero, como siempre me equivoco con las patas traseras de los cuadrúpedos, plasmé el alma de la vaca. Podía verla paseando frente a mí a plena luz del día. El alma tenía siete cuernos, era plateada y carmesí, con el misterio de todos los animales. Así que por más que no pudiese sacar lo mejor del paisaje con un lápiz, no crean que el paisaje no sacaba lo mejor de mí. Creo que este es el error que se comete al estudiar los antiguos poetas anteriores a Woodsworth. La idea general es que no les interesaba la naturaleza ya que no la describieron mucho.

Puede que prefiriesen escribir sobre los grandes hombres a escribir sobre las grandes colinas. Pero estaban sentados sobre las colinas al escribir. Nos dieron menos sobre la naturaleza pero estaban empapados en ella. Pintaron de blanco la túnica de la sagrada Virgen con nieve deslumbrante como la que miraban todo el día. Decoraron los escudos de sus paladines con la púrpura y el dorado de sus heráldicas puestas de sol. El verdor de mil hojas se agrupó en la figura verde de Robín Hood. El azul de cientos de olvidados cielos se cambió en el azul de los mantos de la Virgen. Recibían la inspiración en los rayos del sol, como enviada por Apolo.

Pero mientras garabateaba en el papel marrón, noté, muy irritado, que había dejado en casa la tiza más exquisita e importante. Revolví todos mis bolsillos pero no encontré nada de tiza blanca. Aunque los conocedores de la filosofía –mejor dicho, religión- de dibujar sobre papel marrón conocen la importancia del blanco, tan positivo como esencial, no puedo evitar explicar ahora su significado moral. Una de las grandes verdades que nos revela el arte de dibujar sobre el papel marrón en que el blanco es un color, no su simple ausencia. Es algo brillante y agresivo, tan fiero como el rojo, tan concreto como el negro. Cuando, por así decirlo, tu lápiz está al rojo vivo, dibuja rosas. Si esta candente, estrellas. Y una de las dos o tres verdades más importantes de la mejor filosofía religiosa, del verdadero cristianismo por ejemplo, es exactamente ésa. La principal afirmación de la moral religiosa es que el blanco es un color. La virtud no es la ausencia de vicios o huir de los peligros morales. La virtud es algo concreto e independiente. La misericordia no es abstenerse de crueldad o perdonar el castigo o la venganza.  Es algo real y concreto como el sol que uno ha visto o no. La castidad no es abstenerse de una sexualidad malsana, es algo ardiente como Juana de Arco. En pocas palabras, Dios pinta con una amplia paleta pero nunca con tanta hermosura, y casi diría que tan llamativamente, como cuando pinta con el blanco. En nuestra época acepta este hecho y lo expresa en la ropa triste. Porque si fuese cierto que el blanco es algo negativo  y discreto, se usaría en los funerales de esta época tan pesimista, en vez del negro o el gris. Veríamos a los señores en las oficinas con abrigos de impecable lino plateado y chistera maravillosamente blancas como lirios del valle. Lo que no sucede.

Pero yo seguía sin encontrar mi tiza.

Estaba sentado en la colina a punto de desesperarme. La ciudad más cercana era Chichester y no era ni remotamente probable que allí hubiese una tienda de material de dibujo. Pero sin el blanco, mis dibujitos eran tan absurdos como lo sería el mundo sin gente buena. Me quede mirándolos devanándome los sesos. De repente, me levanté soltando carcajadas, hasta tal punto que las vacas se pusieron a observarme reunidas en comité. Imaginaos alguien que en el Sahara lamentase no tener arena para un reloj de arena, alguien que en medio del océano lamentase no haber traído agua salada para un experimento de química. Estaba sentado sobre un inmenso almacén de tiza blanca. Todo el paisaje estaba compuesto de tiza blanca. La tiza blanca estaba amontonada hasta tocar el cielo. Me incliné y arranque un trozo de la roca sobre la que estaba sentado. No pintaba tan bien como la de las tiendas pero sirvió. Y me quede allí, encantado al darme cuenta que el sur de Inglaterra es algo más que una gran península, una tradición o una civilización. Es algo incluso más admirable: un trozo de tiza.

A bordo con el Padre Brown

Quien cuenta el final de una novela policiaca es simplemente un hombre malvado, tan malo como aquel que de forma deliberada rompe a un niño una pompa de jabón, más malvado incluso que Nerón. Son palabras de Chesterton en el año 1908, un par de años antes de que apareciera el primero de sus relatos sobre el padre Brown (que fue La Cruz azul, publicado por Storyteller en septiembre de 1910).

En 'Los pecados del Príncipe Saradine', el P. Brown realiza un viaje con Flambeau

En ‘Los pecados del Príncipe Saradine’, el P. Brown realiza viaja en velero con Flambeau

La advertencia de GKC es de puro sentido común y, personalmente, hoy me viene al pelo. Leer las historias del padre Brown desata la lengua, y, junto con el afán legítimo de compartirlo todo, comparece ese riesgo enorme que consiste en destripar el cuento (sobre todo, el desenlace) al lector inocente. Aquí -quédate tranquilo- no se trata de eso. Aquí quiero mantener siempre el candor.

Inocencia, candor. Son palabras muy ligadas a este simpático sacerdote de Norfolk. Es lógico, por tanto, que la biografía de Joseph Pearce sobre Chesterton se subtitule Sabiduría e inocencia, que la primera colección de relatos de nuestro personaje se titulara El candor del padre Brown, y que, en fin, el lector se sienta seguro en la compañía sana de este sagaz y sabio personaje.

Así pasa, por ejemplo, en Los pecados del príncipe Saradine. Flambeau, compañero de cuitas del padre Brown, se toma un mes de vacaciones y decide partir en un pequeño velero. ¿Qué llevarse? El relato dice así:

En el velero sólo había sitio para dos personas y los artículos necesarios, y Flambeau lo había llenado con aquello que, de acuerdo con su particular filosofía, le habría parecido imprescindible. Aparentemente, se reducía, en esencia, a cuatro cosas: latas de salmón, por si tenía hambre; revólveres cargados, por si tenía que pelearse; una botella de brandy, sin duda por si se desmayaba, y un cura, al parecer por si le daba por morirse.

En aquel velero viajaban, pues, Flambeau y el padre Brown. Y sólo diré que llegaron a un lugar que, desde el principio, al sacerdote le pareció un mal sitio (eso sí, añadiendo a continuación un simpático no importa, uno siempre puede hacer el bien siendo la persona adecuada en el lugar adecuado, una de esas frases de soslayo tan de Brown y que, desde luego, no dejan indiferente al lector atento).

Tan mal le parecía aquel lugar al sacerdote-detective, que, tras resolver el misterio, instó a Flambeau a largarse de allí rápidamente. Llama la atención esa prisa por abandonar el lugar del crimen:

¡Vayámonos de aquí! – dijo el padre Brown, que estaba muy pálido-. Vayámonos de esta casa infernal. Embarquemos otra vez en nuestro bote inocente.

De nuevo la inocencia. El padre Brown no quiere juguetear con el mal, que su inteligencia ya ha desarticulado (permanezca tranquilo el lector: no le romperé ahora la pompa de jabón). El padre Brown nos enseña entonces que, por paradójico que resulte, huir es, en determinadas ocasiones, una muestra de valentía. Sólo un temerario o un cobarde ponen en riesgo la inocencia.

En la poesía no hay palabra que no esté en su sitio. Si, por ejemplo, hay un encabalgamiento es porque debe haberlo. Si el verso se refiere a la flor del asagao -que pocos saben qué es eso- es porque esa flor, y no otra, tiene que estar en el poema. Ni en poesía ni en prosa Chesterton pone las palabras al tuntún. Cuentan que escribía rápido, pero está claro que escribía con precisión. Hay una estupenda muestra de ello en el relato que estoy comentando. ¿Cómo acabarlo? ¿Cuál podría ser la frase final, el colofón?

Un aroma de espino y huertos llegó a través de la oscuridad, indicándoles que se había levantado el viento que, al cabo de un momento, hinchó la vela, arrastró el barquito y los empujó a lo largo del serpenteante río hacia lugares más felices y hacia los hogares de gente inocente.

El padre Brown se ha enfrentado con el mal. Ha visto su faz horrenda, pero no se detiene a contemplarla. Se va rápido. El viento hincha las velas y la vida (un serpenteante río, sin duda) sigue más allá, en sitios mejores. En lugar felices por la inocencia.

Todo eso pasa cuando se viaja a bordo con el padre Brown.