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El tweed y otros detalles british

Me entusiasma cómo arrancan las historias del Padre Brown. Son como el primer plano de una película que promete. Con pocas y precisas palabras -y ese ritmo tan propio de la prosa inglesa, contenido y elegante-, Chesterton describe un personaje enigmático. Lea, por ejemplo, cómo empieza El paraíso de los ladrones:

El gran Muscari, el más original de los jóvenes poetas toscanos, entró rápidamente en su restaurante favorito, que daba al Mediterráneo y estaba cubierto por un toldo y cercado por pequeños naranjos y limoneros.

Sencillo, pero muy completo. Merece la pena leer despacito (primera redundancia: ¿es que podemos llamar lectura a unos frenéticos vagabundeos por el libro?). No hay detalle que perder. ¿Quién este Muscari que aquí comparece, poeta toscano y refinado? ¿Qué va a acontecer en ese bello paraje, frente al mar, a la sombra de un toldo y con el aroma entremezclado de árboles frutales? Uno lee ese principio y tiene que seguir leyendo.

Continúa después de la descripción del gran Muscari (que, más por respeto al lector interesado que por falta de ganas, aquí omitiré), y, a renglón seguido, se cita a la hermosa hija de un banquero de Yorkshire. Luego se insinúa apenas la presencia discreta de un par de curillas (uno de ellos, claro está, el Padre Brown), y es entonces cuando un personaje misterioso se dirige al poeta toscano. Es un tipo cuya «figura iba vestida con un tweed a cuadros; llevaba una corbata rosa, el cuello almidonado y unas enormes botas amarillas». Uno lee eso -¡y estamos sólo en el cuarto párrafo!- y sabe que hay que seguir leyendo. Un poeta, dos curas, un restaurante, la bella hija del banquero y ese tipo del tweed. Esto promete.

Aclaro que, desde luego, mi intención no es glosar aquí cada uno de los párrafos del relato citado. Eso sería, además de farragoso, inútil, y pura vanidad de lector. Lo que Chesterton escribió se explica por sí mismo. Ni sobra nada ni hay, a mi juicio, nada que añadirle.

Sólo pretendo destacar que, para gozo del lector moroso (segunda redundancia: ¿es que podemos llamar lectura a la mera voracidad por consumir el núcleo de la historia?), en estos relatos hay un sinfín de pequeñas cosas. Detalles muy british.

Así sucede, por ejemplo, en El paraíso de los ladrones. Los hechos discurren en Italia, como queda dicho; y esa ubicación es perfecta para que, por contraste, Chesterton haga aflorar detalles típicos de Inglaterra. Hay un personaje del que siempre se dice que lleva un traje de tweed (y recuérdese que estamos frente al Mediterráneo, a la sombre de un toldo, con calor, entre naranjos y limoneros). Hay un momento en el que, al estrellarse el carruaje en el que viajan, el poeta Muscari y la bella hija del banquero se tocan. Es algo fortuito, y se describe de una forma delicadamente inglesa (o, tanto monta, británicamente delicada): «Muscari le echó un brazo por encima a Ethel, que se agarró a él y soltó un grito. Momentos así eran los que daban sentido a la existencia del joven».

También hay momentos para la amable crítica hacia los compatriotas. Suenan a lo lejos unos caballos y un italiano se percata de ello. No así el británico, porque todo sucede «mucho antes de que la vibración alcanzara los menos experimentados oídos ingleses». Que los ingleses son duros de oído, vamos.

Los detalles son múltiples, y sin duda le toca al lector descubrirlos (y, tras el esfuerzo de la búsqueda, disfrutarlos). Todo es de una contención muy inglesa. No me resisto, pues -y así advertirá el lector que yo no soy contenido… ni inglés-, a transcribir de qué forma se justifica que un bandolero pretenda liberar sólo al Padre Brown y a Muscari (y no, por contra, al resto de los rehenes):

«Al reverendo Padre Brown y al famoso signor Muscari los liberaré mañana al amanecer y los escoltaré hasta los límites de mis dominios. Los curas y los poetas, si me perdonan la sencillez de mi lenguaje, nunca tienen dinero. Así que (puesto que es imposible sacarles nada) lo mejor es aprovechar la oportunidad de demostrar nuestra admiración por la literatura clásica y nuestra reverencia hacia la Santa Madre Iglesia».

No son sólo detalles, curiosidades, menudencias para un lector sibarita. Son las pequeñas cosas que dan vida y verosimilitud al relato, y que le confieren ese tono tan particular a las historietas de nuestro cura-sabueso, esa sonrisa brit con la que se leen.

Sucede en fin que, como ha escrito recientemente un experto en anglofilia (Ignacio Peyró, en su impagable Pompa y circunstancia), «al cabo, esa sonrisa de Chesterton no era sino la bienvenida a las cosas tan serias que tenía que decir».

El parpadeo de Chesterton

Chesterton es un maestro de los pinceles. En apenas un párrafo, GKC traza los rasgos esenciales de un personaje. Cuatro brochazos le bastan para que comparezca, con toda su intensidad, un determinado tipo. Y digo tipo no como sinónimo cheli de sujeto o de individuo, sino para señalar que, a través de sus personajes, Chesterton nos presenta actitudes típicas del hombre y de la mujer modernos.

La editorial Siruela escogió este relato del Padre Brown para una selección realizada por J.L. Borges

Ediciones Siruela escogió este relato del Padre Brown para la portada de una selección realizada por Jorge Luis Borges

Sólo así se explica que, en el breve espacio de un relato, los personajes de Chesterton nos cautiven de ese modo. Esa simpatía natural debe de proceder, por tanto, de la extraordinaria capacidad con la que GKC condensa la prosa.
Me sirve todo esto para, en primer lugar, justificar mi pasmo ante Pauline Stacey, que es una de las protagonistas de El ojo de Apolo, que es, a su vez, otro de los relatos del Padre Brown (de la primera serie, El candor…). Pauline es el prototipo de mujer autosuficiente, del mismo modo que Kalon -también protagonista del relato- es un ejemplar perfecto del hombre que se basta (y se sobra) a sí mismo.

En el relato mencionado hay dos deliciosos enfrentamientos (verbales, of course) entre Pauline y Flambeau. El primero se da por causa de las opiniones fundamentales de la hermosa Pauline, que consistían, a grandes rasgos, en que era una mujer trabajadora y de su tiempo a la que le apasionaba la maquinaria moderna. Sus radiantes ojos negros brillaban con ira abstracta contra quienes se oponían a la ciencia mecánica y pedían el regreso al romanticismo.
La respuesta de Flambeau es elegante y discreta, pero el lector la percibe con contundencia. Después de oír el discurso de Pauline -que el lector se puede imaginar con voz campanuda-, Flambeau entró en su apartamento sonriendo algo confundido al pensar en aquella fogosa declaración de autosuficiencia.

El segundo enfrentamiento es muy parecido. Frente a la autosuficiencia -parece decirnos Chesterton-, el humor, que todo lo cura, sobre todo la tontería. Pauline se confiesa admiradora de la ciencia, pero, a renglón seguido, desprecia con virulencia los auxilios de la medicina (los apoyos y las escayolas para los cojos y tullidos, por ejemplo). Ese desprecio contrasta con lo que, unos minutos antes, el Padre Brown le ha enseñado a Flambeau: que la única enfermedad espiritual es creerse que uno está totalmente sano. La autosuficiente Pauline dice entonces que la gente sólo cree que necesita esas cosas porque les han acostumbrado a tener miedo en lugar de enseñarles a apreciar el poder y el valor, igual que las niñeras estúpidas les dicen a los niños que no miren al sol, cuando podrían hacerlo sin parpadear.
Y continúa su fogoso discurso: ¿Por qué habría de existir una estrella entre las estrellas que no me estuviera dado contemplar? El Sol no es mi dueño y abriré los ojos  y lo miraré siempre que me plazca.
La réplica de Flambeau vale por un tratado de simpatía: Sus ojos -declaró Flambeau con exótica reverencia- deslumbrarían al Sol.

Hasta aquí Pauline y Flambeau. Pero, ¿qué dice el Padre Brown a este respecto? ¿El hombre puede mirar derecha y fijamente al Sol? ¿Esa inmensa estrella se pliega al designio humano, a su mirada?  ¿Hasta dónde debería llegar, por tanto, la adoración a la Naturaleza? ¿Quién adora a quién?
Al tiempo que el Padre Brown desvela un misterioso asesinato (en este caso, un doble crimen, pero el lector puede estar tranquilo, que no destriparé la historia), quedan expuestas -¡encarnadas!- las dos formas de contestar a estas preguntas inquietantes.

Es entonces cuando, magistralmente, Chesterton saca de nuevo los pinceles, y nos pinta, en primer termino, la apariencia externa de quienes en este punto sostienen posiciones distintas, que aquí son el ya citado Kalon (Nuevo Sacerdote de Apolo y adorador del dios Sol) y nuestro discreto Padre Brown (discreto sacerdote de Cristo y sencillo adorador del Dios trino). La descripción del contraste entre ambos no tiene desperdicio:
En la prolongada y sobresaltada quietud de la habitación, el profeta de Apolo se levantó lentamente y fue como si saliera el sol. Llenó la habitación con su vida y su luz de un modo que todos tuvieron la sensación de que habría podido iluminar con la misma facilidad toda la llanura de Salisbury. Su silueta envuelta en túnicas pareció adornar la habitación con tapices clásicos, su gesto épico le convirtió en un panorama de mayor grandeza, hasta que la pequeña figura negra del clérigo moderno dio la impresión de ser un defecto una intrusión, una mancha negra y redonda sobre el esplendor de la Helare.
Parece claro que, por fuera, el Padre Brown tiene perdida la batalla con Kalon. Chesterton lo dice unas páginas antes. Kalon es el bello sacerdote de Apolo y aparece, erguido y con argénteos ropajes, asomado al balcón, mientras el reverendo J. Brown aparece «un cura bajito de cara redonda que lo miraba [a Kalon] desde la calle con ojos parpadeantes», y que es «el feo sacerdote de Cristo».

Pero las verdaderas diferencias -las que en realidad importan- no son las de fuera, sino las de dentro. El Padre Brown era incapaz de mirar a ninguna parte sin parpadear; en cambio, el sacerdote de Apolo podía mirar al sol a mediodía sin mover un párpado.
Hay que elegir, pues, entre la soberbia de quien mira al sol y no se inmuta (o al menos eso parece) y la sencilla normalidad de quien, al verse ciego ante la luz, parpadea de forma espontánea.
La primera opción es sencillamente irrealizable. Quien la practica, se malogra, porque ha olvidado que esos paganos estoicos siempre fracasan por su propia fuerza, porque la adoración a la Naturaleza tiene un lado cruel. La mucha luz produce ceguera.

Me quedo, pues, con el parpadeo del Padre Brown. En esos ojos parpadeantes y vivos están la lucidez y el sentido en su más justa medida.

El padre Brown en el acto de pensar

Esta entrada sobre el Padre Brown es estupenda. Tenemos una deuda pendiente con el Padre Brown en el Chestertonblog, necesitamos especialistas en él que quieran colaborar.

Yerbas de infantería

Uno de los placeres del lector es cogerle cariño a un personaje y entusiasmarse con una cualquiera de sus apariciones. Los detalles más nimios empiezan a disfrutarse. Es entonces cuando uno se acerca más al pulso del escritor, a lo que éste sintió cuando hizo al personaje irrumpir en la escena y, por ejemplo, quitarse el sombrero o ruborizarse.

Me empieza a pasar esto con el padre Brown, de Gilbert Keith Chesterton. Estoy leyendo sus relatos en la magnífica traducción de Miguel Temprano García, en Acantilado.

Desde el conjunto de relatos que conforman ‘El candor del padre Brown’, me tiene atrapado este sencillo y sagaz sacerdote. A cada instante hay una genialidad solemne de Chesterton (lo es que, por ejemplo, que Brown afirme, en ‘La cruz azul’, eso de ‘salvé la cruz, la cruz se salvará siempre’) y mil toques de elegancia (por ejemplo, cuando, en ‘El jardín secreto’…

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Otra interpretación de ‘Los países de colores’, de Chesterton

En GK y los colores como expresión de la libertad creadora expresé mi interpretación del relato de Chesterton que publicamos el fin de semana pasado, Los países de colores de 1912. Yo me dirigí hacia las pistas que da el personaje misterioso –que se hace pasar por el hermano perdido de Tommy- en cómo hay que ver el mundo y cómo trabajar con las herramientas que tenemos. Particularmente, me fascina el consejo en la prudencia en utilizar el color rojo, el más llamativo e intenso: en el mundo actual queremos una vida intensa, pero una vida plena no es lo mismo que una vida llena de emociones. Volveremos adelante sobre esto, porque he encontrado otros textos que nos permiten seguir estudiando el asunto.

Pero he encontrado otro blog –The Warden’s Walk– en el que recomienda vivamente este relato y realiza un análisis complementario al mío. Traduzco tan sólo un fragmento, que me parece su aportación principal:

“El hombre misterioso -como personaje- me gusta mucho. Tiene sentido del humor, pero habla a Tommy con el debido respeto a la inteligencia del niño. La forma en que conduce su relato tiene la forma de una ‘lección interactiva’ -si se me permite utilizar términos del sistema educativo- muestra una comprensión de la forma de involucrar a los niños en el tema de una manera más profunda. Y aunque resulta un tanto extraño, no resulta amenazante, tan sólo te proporciona la sensación de que sabe cosas que la mayoría de los humanos no saben, y que probablemente podría aparecerse a quien quisiera, a pesar de que dice ser tan humano como el resto de nosotros. O, al menos, que dice haber sido un niño una vez y de haber tenido pensamientos similares a Tommy acerca de la apatía del mundo, lo que quizá no es necesariamente lo mismo”.

A mí me gustaría añadir que tengo dos explicaciones sobre ese hermano mayor:
-como un alter ego del propio Chesterton, explicando a Tommy –un niño cualquiera, como él mismo dice que se llaman los niños en los cuentos- cómo debe ver la realidad.
-una interpretación mística: alguna experiencia del propio Chesterton relativa a su época solipsista y depresiva –que coincidió con su etapa en la escuela de pintura, la Slade School, con 21 años- y que sólo 15 años después se atreve a contar en un relato, cuando apenas escribe relatos cortos que no sean vinculados a historias de detectives. Puede sonar demasiado aventurado, pero yo no la descartaría: el misticismo –que no quiere decir éxtasis ni apariciones- está demasiado presente en la obra de Chesterton como para tomárselo a la ligera.

Chesterton, los colores como expresión de la libertad creadora

El sábado publicamos Los países de colores, un texto que me resulta fascinante, por la densidad de aspectos que podemos descubrir relativos a la forma de entender el mundo que tiene Chesterton. Ésta es mi interpretación:

Chesterton: Dios no nos ha dado los colores en el lienzo, sino en la paleta. Atardecer en La Paz, Bolivia. Pedro Szekely.

Chesterton: Dios no nos ha dado los colores en el lienzo, sino en la paleta. Atardecer en La Paz, Bolivia. Pedro Szekely.

-El Mago proporciona tanto los materiales como la orden de hacerse el mundo a su gusto. Recuérdese la frase de Ortodoxia: Dios no nos ha dado los colores en el lienzo, sino en la paleta (cap.7). El chico que ha pintado es el mismo Chesterton, colocando los colores y advirtiendo las relaciones entre ellos, hablando de su proceso de maduración.
-El mundo creado representa también la obra de quienes llegaron antes que nosotros, realizada con más o menos cabeza, según su comprensión de la realidad. Es decir, la realidad que está ante nosotros es obra nuestra, y es maravillosa, aunque no seamos capaces de verla siempre así. La idea de hacerse un mundo al propio gusto con las herramientas a su disposición es la idea de la vida humana en general, que la Modernidad sitúa esta posibilidad –con la razón como instrumento principal- en el centro de su universo conceptual. En cualquier caso, el libre albedrío, la posibilidad de tomar decisiones –y verse o vernos afectados por sus consecuencias-, es uno de los temas centrales para Chesterton.
-La combinación de colores es por tanto el resultado de nuestra labor. Supone la experiencia de haber utilizado antes las pinturas, lo que significa hacerlo con las precauciones adecuadas. Por ejemplo, si abusamos de un color puede estropear la estampa en su conjunto, y los colores más fuertes –los que más resaltan- han de ser utilizados con prudencia y moderación, so pena de echarlo todo a perder.
-Así, encontramos la paradoja de hacer uno mismo el mundo que ya estaba hecho de antemano, asumirlo como propio y perfeccionarlo con nuestra tarea. La metáfora global es la del piloto náutico inglés que Chesterton glosará en Ortodoxia y en El hombre eterno: la de quien descubre un mundo que ya estaba descubierto –no sólo conocido, sino familiar-, y abre los ojos a la realidad circundante, asumiéndola y perfeccionándola.

Para mí esto es muy interesante: veo al autor del relato volviéndose consciente de que está dentro de otro relato de dimensiones cósmicas. Ésa es la metáfora de la trascendencia, considerada uno de los puntos clave de la obra de Chesterton, que tan estupendamente glosa al concluir el capítulo 4 de Ortodoxia: la existencia de un creador que establece las condiciones y el sentido de este mundo de contornos anticuados que nos ha tocado vivir, y que se muestra ante nosotros con la fuerza de un milagro, milagro que manifiesta la potencia del espíritu sobre la materia (cap.8).

En mi opinión, es el acto de crear, es decir, de la creación artística –la obra de arte en general: pintura, poesía, literatura, etc.- lo que lleva a Chesterton a pensar en la trascendencia, en la necesidad de una inteligencia creadora… que esté en el origen de todo, además proporcionarle personalmente la posibilidad de ser continuador de esa magnífica potencia: es consciente de ser un pequeño dios que puede crear mundos, engarzados en mundo más grande creado por un Dios infinitamente más grande, o también realizarlos en su contra. Ahí está la libertad, la razón, el amor. Todo lo que nos hace buenos y sensatos –la sanity, la mente saludable, el sentido común- son cualidades que alguien diseñó para nosotros, como nosotros diseñamos los colores de nuestro paisaje. Y a esto dedica Chesterton su inteligencia por entero.

Chesterton: relato ‘Los países de colores’

Prometí a un ilustre bloguero, Ajaytao -sin duda el más amante de los colores, del que tomo prestada la hermosa fotografía, con todo cariño- que publicaríamos en el Chestertonblog uno de mis relatos favoritos de Chesterton, Los países de colores, que es un relato de 1912 publicado póstumamente en 1938 (Sheed & Ward) en una selección que lleva precisamente el mismo título. En España ha sido publicado por Valdemar (2010, traducción de Óscar Palmer), y ya hemos hecho más de una mención a este libro y a este relato, pues me parece clave para entender a GK.

También lo dedico a Aquileana, porque este relato no es solamente un ejemplo de la ‘otra forma de mirar’ que Chesterton trataba de enseñar –el efecto Mooreffoc, también explicado-, sino que trata también de su ‘visión constructivista’ de la vida -de la que hemos hablado alguna vez-, tanto social como individualmente, expresado a través de la utilización de los colores. Para no alargar excesivamente la entrada, el texto estará solamente en castellano, pero para Ajaytao y los que deseen consultar la versión original, pueden hacerlo en este enlace: The coloured lands bilingüe. Pero entre corchetes, aclaro algunos juegos de palabras que utiliza Chesterton, para enriquecer el relato, y que son imposibles de traducir. Por último, quiero agradecer a Carlos Villamayor que nos haya enviado una versión inglesa para poder ofrecer el relato, como nos gusta, en los dos idiomas.

Los países de colores

Érase una vez un niño pequeño que se llamaba Tommy. En realidad se llamaba Tobías Theodore; el primero porque era un nombre tradicional en la familia y el segundo porque era un nombre completamente nuevo en el vecindario. Es de esperar que sus padres se hubieran puesto de acuerdo para llamarle Tommy, después de haberle llamado Tobías Theodore, movidos por un natural deseo de mantenerlo en secreto. En cualquier caso, si os parece, nosotros le llamaremos Tommy. En los cuentos siempre se asume que Tommy debe de ser un nombre habitual para un niño; igual que siempre se asume que Tomkins debe de ser un nombre habitual para un hombre. Pero en realidad yo no conozco a muchos niños que se llamen Tommy. Y no conozco a ningún hombre llamado Tomkins. ¿Y usted? ¿Alguien, quizá? Ésa, en cualquier caso, sería una investigación demasiado ardua.
Una tarde de mucho calor, Tommy salió a sentarse en el prado frente a la granja que su padre y su madre habían comprado en el campo. La granja tenía una pared encalada y, en aquel momento, a Tommy le pareció excesivamente desnuda. El cielo de verano era de un azul vacuo, que en aquel momento le pareció excesivamente vacuo. La amarilla y mortecina techumbre de paja le pareció excesivamente mortecina y excelsamente polvorienta; y la hilera de macetas con flores rojas que se extendía frente a él le pareció irritantemente recta, de tal modo que le entraron ganas de derribar unas cuantas como si fueran bolos. Incluso la hierba que le rodeaba le impelía únicamente a arrancarla a violentos puñados; casi como si fuera lo suficientemente malévolo como para desear que fuera el pelo de su hermana. Sólo que él no tenía hermana; ni hermanos tampoco. Era hijo único y en aquel preciso momento un hijo que se sentía solo, que no es exactamente lo mismo. Pues Tommy, en aquella tarde calurosa y vacía, era presa de ese estado de ánimo en el que la gente adulta se recoge para escribir libros en los que exponen su punto de vista del mundo, y relatos sobre la vida de casado, y obras de teatro acerca de los grandes problemas de los tiempos modernos. Tommy, como sólo tenía diez años, no era capaz de causar perjuicio a tamaña y tan atractiva escala, de modo que continuó arrancando briznas de hierba como si fueran los verdes pelos de una imaginaria e irritante hermana, hasta que le sorprendió un movimiento y ruido de pasos a su espalda, a un lado del jardín, lejos de la puerta de entrada.
Dirigiéndose hacia él, vio a un joven de apariencia bastante extraña que llevaba puestas unas gafas azules. Vestía un traje de un gris tan claro que casi parecía blanco bajo la enérgica luz del sol; y tenía el pelo largo y suelto, de un rubio tan débil o sutil que prácticamente podría haber sido tan blanco como su ropa. Llevaba un sombrero de paja grande y flexible para protegerse del sol y, presumiblemente con el mismo propósito, hacía girar con la mano izquierda una sombrilla japonesa de un verde tan brillante como el de un pavo real. Tommy no tenía ni idea de cómo había llegado a aquel lado del jardín pero lo más probable le parecía que hubiera saltado por encima del seto.
Lo único que dijo el desconocido, en un tono completamente casual y familiar, fue:
—¿Estás triste? [en inglés, ‘got the blues?’]
Tommy no respondió y quizá no le entendió; pero el extraño joven procedió con gran compostura a quitarse sus gafas azules.
—Las gafas azules son un extraño remedio para la tristeza  —dijo alegremente—. Pero de todos modos mira a través de ellas durante un minuto.
Tommy se sintió impelido por una ligera curiosidad y miró a través de las gafas; ciertamente había algo raro y peculiar en la decoloración de todo lo que le rodeaba: las rosas rojas negras y la pared blanca azul, y la hierba de un verde azulado como las plumas de un pavo real.
—Parece un mundo nuevo, ¿verdad? —dijo el desconocido—. ¿No te gustaría vagar por un mundo azul de vez en cuando? [GK utiliza la intraducible expresión inglesa ‘once in a blue moon’]
—Sí —dijo Tommy, y se quitó las gafas con un aire tirando a desconcertado. Luego su expresión cambió por una de sorpresa, pues el extraordinario joven se había puesto otro par de gafas y esta vez eran rojas.
—Pruébate éstas —dijo afable—. Éstas, supongo yo, son unas gafas revolucionarias. Algunas personas llaman a esto mirar a través de unas gafas con los cristales pintados de rosa. Otros lo llaman verlo todo rojo.
Tommy se probó las gafas y se vio sobrecogido por el efecto; parecía como si todo el mundo estuviera en llamas. El cielo era de un morado resplandeciente o más bien ardiente y las rosas más que rojas parecían al rojo vivo. Se quitó las gafas casi alarmado, sólo para percatarse de que el imperturbable rostro del joven estaba ahora adornado con unas gafas amarillas. Para cuando éstas hubieron sido sustituidas por unas gafas verdes, Tommy pensó que había estado contemplando cuatro paisajes completamente distintos.
—Y así —dijo el joven— te gustaría viajar por un país de tu color favorito. Yo mismo lo hice una vez.
Tommy le contemplaba con los ojos como platos.
—¿Quién eres? —preguntó de sopetón.
—No estoy seguro —respondió el otro—. Pero me da a mí que soy tu hermano largo tiempo perdido.
—Pero yo no tengo ningún hermano —objetó Tommy.
—Eso sólo te demuestra el largo tiempo que llevo perdido —replicó su notable familiar—. Pero te aseguro que antes de que consiguieran perderme, también yo vivía en esta casa.
—¿Cuando eras pequeño como yo? —preguntó Tommy con reavivado interés.
—Sí —dijo el desconocido con seriedad—. Cuando era pequeño y muy como tú. También yo solía sentarme sobre el césped a pensar qué hacer con mi cuerpo. También yo acababa harto del muro blanco e inamovible. También yo acababa harto incluso del hermoso cielo azul. También yo pensaba que la paja sólo era paja y deseaba que las rosas no se alzaran en fila.
—Caramba, ¿y cómo sabes que así es como me siento yo? —preguntó el chiquillo, bastante asustado.
—Caramba, pues porque también yo me siento así —replicó el otro con una sonrisa.
Después, tras una pausa, prosiguió.
—Y también yo pensaba que todo podría parecer diferente si los colores fueran distintos; si pudiera vagar sobre caminos azules entre campos azules y seguir caminando hasta que todo fuera azul. Y un Mago que era amigo mío hizo realidad mi deseo; y me encontré paseando por bosques de enormes flores azules como espuelas de caballero y lupinos gigantescos, con sólo ocasionales destellos de un cielo azul claro extendiéndose sobre un mar de azul oscuro. En los árboles anidaban los arrendajos azules y martines pescadores de un azul brillante. Por desgracia, también estaban habitados por babuinos azules.
—¿No había gente en ese país? —preguntó Tommy.
El viajero hizo una pausa para reflexionar durante un momento; a continuación asintió y dijo:
—Sí. Pero, por supuesto, allá donde haya gente siempre hay problemas. Sería demasiado pedir que todos los habitantes del País Azul se llevaran bien entre ellos. Naturalmente, había un regimiento de asalto llamado los Azules Prusianos. Por desgracia, también había una brigada seminaval muy enérgica llamada los Ultramarinos Franceses. Puedes imaginar las consecuencias.
Hizo otra pausa y a continuación prosiguió:
—Conocí a una persona que me causó una honda impresión. Me topé con ella en un espacio de grandes jardines en forma de luna creciente, y en el centro, sobre un lindero de eucaliptos, se alzaba un enorme y reluciente domo azul, como la Mezquita dé Omar. Y oí una voz atronadora y terrible que parecía zarandear los árboles; y de entre ellos surgió un hombre tremendamente alto, con una corona de enormes zafiros alrededor de su turbante; y su barba era bastante azul. No hará falta aclarar que se trataba de Barbazul.
—Debiste pasar mucho miedo —dijo el chiquillo.
—Quizá al principio —respondió el desconocido—, pero llegué a la conclusión de que Barbazul no es tan negro, o quizá tan azul, como lo pintan. Tuve una charla confidencial con él y la verdad es que también hay que comprender su punto de vista. Viviendo donde vivía, naturalmente tuvo que casarse con esposas que eran medias-azules todas ellas.
—¿Qué son las medias-azules?
—Es natural que no lo sepas —replicó el otro—. Si lo hicieras, simpatizarías más con Barbazul. Eran damas que se pasaban el día leyendo libros. A veces incluso los leían en voz alta.
—¿Qué tipo de libros?
—Almanaques [en inglés, ‘blue books’ libros azules], por supuesto —respondió el viajante—. El único tipo de libro que tienen permitido allí. Ése fue el motivo de que decidiera marcharme. Con la ayuda de mi amigo el Mago obtuve un pasaporte para cruzar la frontera, que era vaga y sombría, como el fino borde entre dos colores del arco iris. Sentí que estaba cruzando sobre mares y prados con los colores de un pavo real y que el mundo se iba volviendo verde y más verde hasta que supe que estaba en el País Verde. Podrías pensar que allí las cosas estarían más tranquilas, y así era, hasta cierto punto. El punto llegó cuando conocí al celebrado Hombre Verde, cuyo nombre ha sido adoptado por numerosas y excelentes tabernas. Y luego también resulta que siempre hay ciertas limitaciones en los trabajos y oficios de aquellos preciosos y armoniosos paisajes. ¿Alguna vez has vivido en un país en el que todos sus habitantes fueran verduleros? No lo creo. Después de todo, me pregunté, ¿por qué deberían ser verdes todos los tenderos [en inglés, se dice ‘greengrocer’]?  De repente me entraron las ganas de ver un tendero amarillo. Vi alzarse frente a mí la imagen resplandeciente de un tendero rojo. Fue más o menos entonces cuando entré flotando imperceptiblemente en el País Amarillo; pero no me quedé mucho tiempo. Al principio me pareció espléndido; una escena radiante de girasoles y coronas de oro; pero pronto descubrí que estaba prácticamente abarrotado de Fiebre Amarilla y de Prensa Amarilla obsesionada con el Peligro Amarillo. De los tres, mis preferencias se decantaban por la Fiebre Amarilla; pero ni siquiera de ella conseguí extraer paz o felicidad. De modo que atravesé un resplandor anaranjado hasta llegar al País Rojo, y allí fue donde descubrí la verdad del asunto.
—¿Qué fue lo que descubriste? —preguntó Tommy, escuchando con mucha más atención.
—Quizá hayas oído —dijo el joven— una expresión muy vulgar acerca de pintar la ciudad de rojo. Es más probable que hayas oído la misma idea expresada de forma más refinada por parte de un poeta muy erudito que escribió acerca de una ciudad roja como las rosas, mitad de antigua que el tiempo . Bueno, ¿pues sabes? Es curioso, pero en una ciudad roja como las rosas resulta prácticamente imposible ver las rosas. Todo es demasiado rojo. Tus ojos acaban cansándose hasta tal punto que bien podría ser todo marrón. Tras haber paseado durante diez minutos sobre hierba roja bajo un cielo escarlata y entre árboles escarlatas, grité en voz alta: “Oh, qué gran error!” Y no pronto hube dicho esto, la visión roja se desvaneció por completo; y me encontré de repente en un lugar completamente distinto; y frente a mí estaba mi viejo amigo el Mago, cuyo rostro y larga y enrollada barba eran de una especie de color incoloro, como el mármol, pero cuyo ojos tenían un cegador brillo incoloro como el de los diamantes.
“Bueno —dijo—, no pareces fácil de complacer. Si no eres capaz de tolerar ninguno de estos países y ninguno de estos colores, más te valdrá hacerte tu propio país”. Entonces miré a mi alrededor para observar el lugar al que me había llevado; y bien curioso que era. Hacia el horizonte se extendían varias cordilleras montañosas, en capas de diferentes colores; se diría que las nubes del atardecer se hubieran solidificado, como en un mapa geológico gigantesco. Y las faldas de las colinas estaban atrincheradas y huecas como grandes canteras; y creo que comprendí sin que nadie me lo dijera que aquél era el lugar original del que provenían todos los colores, como la caja de ceras de la creación. Pero lo más curioso de todo fue que justo delante de mí había una enorme grieta entre las colinas que dejaba pasar una luz del blanco más puro. Al menos en ocasiones pensé que era blanco y en otras una especie de muro hecho de luz congelada o de aire, y en otras una especie de tanque o torre de agua cristalina; en cualquier caso lo curioso era que si echabas encima un puñado de tierra de color, se quedaba allí donde lo hubieras lanzado, como un pájaro planeando en el cielo. Y entonces el Mago me dijo, con cierta impaciencia, que me hiciera un mundo acorde a mis gustos, pues ya estaba harto de oírme quejarme por todo.
»Así que me puse a trabajar con mucho cuidado; primero acumulando gran cantidad de azul, porque pensé que haría destacar una especie de cuadrado de blanco en el medio; y luego se me ocurrió que un reborde de una especie de oro añejo quedaría bien encima del blanco; y desparramé un poco de verde por la parte de abajo. En cuanto al rojo, ya había descubierto su secreto. Si quieres aprovecharlo al máximo has de utilizar muy poco. Así que sólo dispuse una hilera de pequeñas manchas de rojo brillante encima del blanco y justo sobre el verde; y a medida que iba trabajando los detalles, poco a poco me fui dando cuenta de lo que estaba haciendo, que es algo que muy poca gente descubre jamás en este mundo. Descubrí que había recreado, fragmento a fragmento, precisamente el cuadro que tenemos aquí frente a nosotros. Había hecho esa granja blanca con el techo de paja y el cielo veraniego tras ella y ese césped verde por delante; y la hilera de flores rojas tal y como la estás viendo ahora mismo. Y así es como acabaron ahí. Pensé que podría interesarte saberlo.Habiendo dicho esto, se volvió con tanta celeridad que Tommy no tuvo tiempo de volverse para verle saltar sobre el seto, pues se había quedado mirando fijamente la granja con un brillo nuevo en la mirada.

Relato ‘Nostalgia del hogar’, de Chesterton

Lo prometido es deuda. A continuación, el relato de Chesterton ‘Nostalgia de casa’, presentado ayer, en versión de española de Marta Torres. Pero si alguien desea acceder a la versión bilingüe, puede hacerlo en ‘Homesick at home’.

Uno, con aspecto de viajero, se me acercó y me dijo: ¿Cuál es el recorrido más corto de un lugar al mis­mo lugar?
Tenía el sol de espaldas, de manera que su cara era ilegible.
–Quedarse quieto, naturalmente –dije.
Eso no es un trayecto –replicó-. El trayecto más corto de un lugar al mismo lugar es la vuelta al mundo –y se fue.
White Wynd había nacido y crecido, se había casa­do y convertido en padre de familia en la Granja Whi­te junto al río. El río la rodeaba por tres lados como si fuera un castillo: en el cuarto estaban las cuadras y más allá la huerta y más allá un huerto de frutales y más allá una tapia y más allá un camino y más allá un pinar y más allá un trigal y más allá laderas que se juntaban con el cielo, y más allá… pero no vamos a enumerar el mundo entero, por mucho que nos tiente. White Wynd no había conocido más hogar que éste. Para él sus muros eran el mundo y su techo el cielo.
Por eso fue tan extraño lo que hizo.
En los últimos años apenas cruzaba la puerta. Y a medida que aumentaba su desidia le aumentaba el de­sasosiego: estaba a disgusto consigo mismo y con los demás. Se sentía, en cierta extraña manera, hastiado de cada instante y ávido del siguiente.
Se le había endurecido y agriado el corazón para con la esposa y los hijos a los que veía a diario, aunque eran cinco de los rostros más bondadosos del mundo. Recordaba, en destellos, los días de sudor y de lucha por el pan en que, al llegar a casa al atardecer, la paja de la techumbre ardía de oro como si hubiese ángeles allí. Pero lo recordaba como se recuerda un sueño.
Ahora le parecía que podía ver otros hogares, pero no el suyo. Éste era meramente una casa. El prosaísmo había hecho presa en él: le había sellado los ojos y ta­pado los oídos.
Finalmente algo aconteció en su corazón: un vol­cán, un terremoto, un eclipse, un amanecer, un dilu­vio, un apocalipsis. Podríamos acumular palabras des­comunales, pero no nos acercaríamos nunca. Ochocientas veces había irrumpido la claridad del día en la cocina desnuda donde la pequeña familia se sentaba a desayunar al otro lado de la huerta. Y a la ochocientas una el padre se detuvo con la taza que es­taba pasando en la mano.
–Ese trigal verde que se ve por la ventana –dijo so­ñolientamente-, relumbra con el sol. No sé por qué… me recuerda un campo que hay más allá de mi hogar.
¿De tu hogar? —chilló su esposa—. Tu hogar es éste.
White Wynd se levantó, y pareció que llenaba la estancia. Alargó la mano y cogió un bastón. La alargó de nuevo y cogió un sombrero. De ambos objetos se levantaron nubes de polvo.
–Padre –exclamó un niño-, ¿adónde vas?
–A casa –replicó.
–¿Qué quieres decir? Ésta es tu casa. ¿A qué casa vas?
A la Granja White junto al río.
—Es ésta.
Los estaba mirando tranquilamente cuando su hija mayor le vio la cara.
¡Ah, se ha vuelto loco! –exclamó, y se cubrió la cara con las manos.
–Te pareces un poco a mi hija mayor –observó el padre con severidad-. Pero no tienes la mirada, no, no esa mirada que es una bienvenida después de una jor­nada de trabajo.
–Señora –continuó volviéndose hacia su atónita es­posa con ceremoniosa cortesía-, le agradezco su hos­pitalidad, pero me temo que he abusado de ella dema­siado tiempo. Y mi casa…
–¡Padre , padre, por favor, respóndeme! ¿No es ésta tu casa?
El anciano movió vagamente el bastón.
Las vigas están llenas de telarañas y las paredes es­tán manchadas de humedad. Las puertas me aprisio­nan, las vigas me aplastan. Hay mezquindades y dis­putas y resquemores ahí detrás de las rejas polvorientas en que he estado dormitando demasiado tiempo. Aunque el fuego brama y la puerta está abierta. Hay comida y ropa, agua y fuego y todas las artes y miste­rios del amor allá en el fin del mundo, en la casa donde nací. Hay descanso para los pies cansados en el suelo alfombrado, y para el corazón hambriento en los ros­tros puros.
–¿Dónde, dónde?
En la Granja White junto al río.
Y traspuso la puerta, y el sol le dio en la cara.
Y los demás moradores de la Granja White perma­necieron mirándose los unos a los otros.
White Wynd estaba detenido en el puente de tron­cos que cruzaba el río con el mundo a sus pies. Y una fuerte ráfaga de viento vino del otro límite del cielo (una tierra de oros pálidos y maravillosos) y lo alcanzó. Puede que algunos sepan lo que es para un hombre ese primer viento fuera de casa. A éste le pare­ció que Dios le había tirado del cabello hacia atrás y lo había besado en la frente.
Se había sentido hastiado de descansar, sin saber que el remedio entero estaba en el sol y el viento y en su propio cuerpo. Ahora casi creía que llevaba puestas las botas de siete leguas.
Iba a casa. La Granja White estaba detrás de cada bosque y detrás de cada cadena de montañas. La buscó como buscamos todos el país de las hadas, en cada vuelta del camino. Únicamente en una dirección no la buscaba nunca, y era en la que, sólo mil yardas atrás, se levantaba la Granja White, con la techumbre de paja y las paredes encaladas brillando contra el azul ventoso de la mañana.
Observó las matas de diente de león y los grillos y se dio cuenta de que era gigantesco. Somos muy dados a considerarnos montañas. Lo mismo son todas las co­sas infinitamente grandes e infinitamente pequeñas. Se estiró como un crucificado en una inmensidad inabarcable.
–Oh, Dios, creador mío y de todas las cosas, escucha cuatro cantos de alabanza. Uno por mis pies que me has hecho fuertes y ligeros sobre Tus margaritas; otro por mi cabeza, que me has alzado y coronado sobre las cuatro esquinas de Tu cielo; otro por mi corazón, del que has hecho un coro de ángeles que cantan Tu glo­ria, y otro por esa perlada nubecilla de allá lejos sobre los pinos de la montaña.
Se sentía como Adán recién creado: de repente ha­bía heredado todas las cosas, incluidos los soles y las estrellas.
¿Habéis salido alguna vez a pasear?
* * * * *
El relato del viaje de White Wynd podría ser una epopeya. Se lo tragaron por las grandes ciudades y fue olvidado: pero salió por el otro lado. Trabajó en las canteras y en los muelles país tras país. Como un alma transmigrante, vivió una sucesión de existencias: una partida de vagabundos, una cuadrilla de obreros, una dotación de marineros, un grupo de pescadores, lo consideraron el último acontecimiento de sus vidas, el hombre alto y delgado de ojos como dos estrellas, las estrellas de un antiguo designio.
Pero jamás se apartó de la línea que circunda el globo.
Un atardecer dorado de verano, sin embargo, se topó con lo más extraño de todos sus viajes. Subía pe­nosamente una loma oscura que lo ocultaba todo, como la misma cúpula de la tierra. De pronto lo invadió un extraño sentimiento. Se volvió a mirar hacia la vasta extensión de hierba para ver si había alguna linde, porque se sentía como el que acaba de cruzar la frontera del país de los elfos. Con un carillón de pasiones nuevas repicándole en la cabeza, asaltado por recuerdos confusos, llegó a lo alto de la colina.
El sol poniente irradiaba un resplandor universal. Entre el hombre y él, allá abajo en los campos, había lo que parecía a sus ojos anegados una nube blanca. No, era un palacio de mármol. No, era la Granja White junto al río.
Había llegado al fin del mundo. Cada lugar de la tierra es principio o fin, según el corazón del hombre. Ésa es la ventaja de vivir en un esferoide achatado por los polos.
Estaba atardeciendo. La loma herbosa en la que es­taba se volvió dorada. Tuvo la sensación de que se ha­llaba en medio de fuego en vez de hierba. Estaba tan quieto que los pájaros se posaron en su bastón.

Granja White 2
Toda la tierra y su esplendor parecían celebrar el regreso al hogar del lunático. Los pájaros que volaban hacia sus nidos lo conocían, la Naturaleza misma esta­ba en su secreto: era el hombre que había ido de un lu­gar al mismo lugar.
Pero se apoyaba con cansancio en su bastón. En­tonces alzó la voz una vez más:
–Oh, Dios, creador mío y de todas las cosas, escucha cuatro cantos de alabanza. Uno por mis pies, por tener­los doloridos y lentos, ahora que se acercan a la puerta; otro por mi cabeza, por tenerla inclinada y cubierta de canas, ahora que Tú la coronas con el sol; otro por mi corazón, porque le has enseñado con el dolor y la espe­ranza dilatada que es el camino lo que hace el hogar, y otro por esa margarita que hay a mis pies.
Descendió por la ladera y se adentró en el pinar. A través de los árboles pudo ver la roja y dorada puesta de sol posándose en los blancos edificios de la granja y en las verdes ramas de los manzanos. Ahora era su ho­gar. Pero no pudo serlo hasta que se fue de él y hubo regresado. Ahora él era el Hijo Pródigo.
Salió del pinar y cruzó el camino. Saltó la tapia baja y se metió por entre los frutales, atravesó el huerto y pasó los establos. Y en el patio empedrado vio a su es­posa que sacaba agua.

Chesterton: presentación de ‘Nostalgia del hogar’

Ayer hablábamos de la fidelidad de Chesterton a sí mismo. En El hombre eterno (1925), hace referencia a un antiguo relato suyo. Había sido escrito en 1896, cuando GK tenía tan sólo 22 años, justo tras superar la fase más crítica de su vida, y comenzar a verlo todo de otra manera. De forma poética, Chesterton expresa su solución al problema de la vida del hombre, que será una idea central en toda su filosofía: la intuición –argumentada mil veces después- de que nuestra vida no es sino la búsqueda del hogar. Es la forma que GK da a la idea del viaje que sería la vida humana –ya en la Odisea aparece esta idea- o expresada en términos  más modernos, para encontrarse con uno mismo. En Ortodoxia explicaría por qué nunca terminamos de sentirnos bien: nuestro viaje -nuestra casa- no concluye en esta tierra.

El relato que nos ocupa –Homesick at home– fue publicado –que yo sepa- por primera vez en The coloured lands, de manera póstuma, en 1938, por Sheed & Ward. Existen tres versiones en español:

-Rialp, El amor o la fuerza del sino, 1993. Traducción de Álvaro de Silva.
-Valdemar, Fábulas y cuentos, 2000. Traducción de Marta Torres.
-Valdemar, Los países de colores, 2010. Traducción de Óscar Palmer.

Como no podía elegirlas todas, he escogido la de Marta Torres, aunque considero que el título más fiel a la idea de Chesterton es el de Óscar Palmer: Añoranza del hogar estando en casa, que va mucho más allá de las tres palabras originales. He modificado el título en la entrada, porque me parece que el más adecuado es Nostalgia del hogar.

¿Cómo ofrecerlo? De dos formas.
-La primera en edición bilingüe, como otros muchos textos de GK, enlazando  desde aquí a Nostalgia de casa.
-La segunda, completo en la entrada de mañana domingo, ocasión propicia para disponer de más tiempo, con el texto ya presentado. Para abrir boca dos fragmentos. Primero, el inicio:

Uno, con aspecto de viajero, se me acercó y me dijo: ¿Cuál es el recorrido más corto de un lugar al mismo lugar?
Tenía el sol de espaldas, de manera que su cara era ilegible.
–Quedarse quieto, naturalmente –dije.
Eso no es un trayecto –replicó-. El trayecto más corto de un lugar al mismo lugar es la vuelta al mundo –y se fue.

Granja White 1

Y luego, las consideraciones del protagonista a mitad de camino, que reflejan la forma de mirar de GK tras salir de su fase crítica, pero también la visión de la humanidad entera en el transcurso de los siglos, en ese estilo que hace grande a Chesterton:

–Oh, Dios, creador mío y de todas las cosas, escucha cuatro cantos de alabanza. Uno por mis pies que me has hecho fuertes y ligeros sobre Tus margaritas; otro por mi cabeza, que me has alzado y coronado sobre las cuatro esquinas de Tu cielo; otro por mi corazón, del que has hecho un coro de ángeles que cantan Tu glo­ria, y otro por esa perlada nubecilla de allá lejos sobre los pinos de la montaña.
Se sentía como Adán recién creado: de repente ha­bía heredado todas las cosas, incluidos los soles y las estrellas
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Algo más sobre ‘El Napoleón de Notting Hill’

Tras varios días de temas subidos, volvemos a la novela El Napoleón de Notting Hill (publicada en España por Pretextos en 2004) al que hemos hecho referencia en varias entradas.

Hemos encontrado en Internet quien la considera desde la perspectiva de  una novela de ciencia ficción (aunque peculiar, ciertamente); el comentario de Dale Ahlquist (en inglés, naturalmente), y una reseña en Lecturas errantes, un estupendo blog literario, que recogemos para animar a seguir con su difusión. Pero hemos seleccionado nuestra favorita y la recogemos a continuación: el texto que Luis Daniel González recoge su blog Bienvenidos a la fiesta, sobre  Se explica el argumento y se complementan nuestras reflexiones:

El Napoleon de Notting Hill

Fanáticos y Satíricos

«El Napoleón de Notting Hillnovela escrita en 1904, fue la primera de Chesterton y, en su opinión, su primer libro importante. Básicamente, la historia cuenta cómo, en el año 1984, los residentes de un barrio londinense se levantan en armas y se declaran independientes de Inglaterra. Situar la novela en el futuro no indica que Chesterton quisiese componer una novela de ciencia-ficción sino, sencillamente, que necesitaba un escenario posible para su argumento: una época en la que los más preparados no quieren la responsabilidad de gobernar y en la que la gente mira al gobierno con resentimiento e indiferencia; un ambiente surrealista donde los personajes parecieran reales pero en el que todo se desdibujara y no se hiciera odiosa la presentación de una guerra civil.
Los hechos suceden cuando es nombrado rey un tal Auberon Quin, que lo toma todo como una broma y extiende tal actitud a su reinado. Quin reinstala toda una parafernalia medieval: hace que cada barrio tenga sus propios colores, pide que todo se haga de un modo muy ceremonioso… Los comerciantes se dejan llevar mientras las locuras del rey no afecten a sus intereses y puedan sacar provecho a sus ideas de patriotismo local. Pero Adam Wayne, cabecilla de Notting Hill, se toma en serio la defensa de su barrio y manifiesta su desacuerdo total cuando los demás quieren construir una calle que lo atraviese. Su espada deja entonces de ser un elemento decorativo y forma un ejército con los residentes del barrio, para lo cual encuentra un ayudante imprevisto en un comerciante de juguetes. Tienen lugar algunas batallas en las que, contra toda previsión, vencen Adam Wayne y los suyos. En el clímax de una batalla, el rey, que no se toma nada en serio, se une a las fuerzas de Wayne, que sí lo toma todo en serio. Al final, Auberon Quin y Adam Wayne se acaban dando cuenta de que, cuando llegan días oscuros y monótonos, el fanático puro y el satírico puro se vuelven imprescindibles: no son sino «los dos lóbulos del cerebro de un labrador».
Una línea interpretativa la proporciona el tipo extraño que aparece fugazmente al principio y que se presenta como el presidente de Nicaragua, un personaje que se declara solemnemente contrario al imperialismo cultural o económico de las naciones grandes, la misma idea que fundamenta la revolución interna que tendrá lugar luego: ‘Si un lugar es lo suficientemente grande como para que los ricos lo codicien, también es lo suficientemente grande como para los pobres lo defiendan’, una frase que aclara por qué Michael Collins hizo de esta novela su libro favorito. Otra línea es la que subrayaba Ronald Knox: cuando el mundo va mal aparecen los cínicos y los fanáticos, pero el hombre normal que vive en ese mundo es una mezcla de ambos y Chesterton quiere hablar del hombre común con salud mental que sabe cómo reír y cómo amar; explicar que no se puede reír sin amar y que no se puede amar sin reír. El desenlace resulta confuso para quien espera que uno de los dos personajes principales tenga razón absolutamente pero no lo es si se ven como necesariamente complementarias las posturas que ambos representan.»

…por Notting Hill

Fumo un cigarrillo Malboro, me sabe a un antiguo CravenA. Camino por Portobello Road, y escudriño en sus comercios. Rastreo en las librerías olvidados títulos de libros. Me aniño viendo viejos vinilos de música de los sesenta. Callejeando, disfrutamos el actual Candem Lock Market, situado en una dirección mágica, Candem Town, el domicilio de Chesterton. Saboreamos nuestra estancia en Notting Hill.

Me adentro en un pub, que aquí en la distancia podríamos considerar ‘chiringuito de invierno’. Pido una cerveza y, súbitamente, se me sitúa enfrente, casi acorralándome, un estrafalario personaje con visos de héroe y de barbián altomedieval. No hablo inglés, y él a su altura psicodélica creo que ni finés sabe.  El caso es que entendemos que lo voy a invitar a una cerveza.

El Reino Unido hace milagros. Dos seres con distintos códigos lingüísticos nos comprendemos. A través de aquel paisano, en aquel barrio, en un Londres tan similarmente diferente, se me hizo presente en él a un extraño Napoleón. Las escenas, sus tiempos, los personajes, todo iba y venía de una a otra época en un guirigay histórico enervante. Así que decidí, ayudado de aquel Napoleón de Notting Hill, poner orden en las cosas y en los ambientes. Para ello nos fuimos en busca de Chesterton -gran hacedor de ‘almas’ y estancias- para que nos mostrara los aromas de aquel urbano paisaje. Y más allá, otro día, analizar la rebeldía del paisanaje autóctono.

No obstante, para mí -burdo lector- no hay explicación y comparar épocas, a pesar de todo, se me hace imposible. Tras dejar a mi amigo durmiendo a pierna suelta. Razoné, no sin algo de sabiduría, y llegué a concluir que para tomar decisiones, lo más conveniente es sentarse en un grato banco de esos gratos jardines que por doquier siembran los ingleses. ¿Para qué? Para ver transitar a la gente, a las gentes del parque. Y la calle con su cátedra me llevó a preguntarme ¿Cómo comenzó GK Chesterton su Napoleón? ¿Cuándo comienza una novela? ¿Qué función tiene el comienzo en una novela?… No sé cuántas cuestiones, interrogaciones y preguntas me hice.

Leía y miraba al barrio. La raza humana, a la que tantos de mis… Imaginé a nuestro autor, ‘escritureando’ en un pub, a la vera de una cerveza como bebedor no inane. Imaginé un despacho desordenado, acopiando biografías, recopilando escenas, ideando paradojas en voltereta, y todo desordenado. Estos pensamientos  afirmaban  mi suposición. Es autor de ‘sobresalto’, acertado mezclador de lo imprevisible y lo no esperado. Comenzaron a venirme nombres a la cabeza -Hitchkoc, Billy Wilder… incluso, nuestro Mihura, y hasta a su adversario Shaw… Pero dejemos el asunto, que no es su tiempo.

¿Podemos asumir, con nuestro Azorín, que una novela es poner una palabra detrás de otra? ¿Cuándo da el lector por empezada una novela? Pues cuando empieza, Perogrullo dixit. Sin darle la razón a Perogrullo, se admite en la crítica que la primera frase abre la historia. Hay muchas maneras de iniciar una novela, pero a ciencia cierta no hay un modo idóneo, académico o clásico de hacerlo. Por consiguiente, a fortiori, parece que esa frase debe ser sugerente, atrayente y arrebatadora. Ese nacimiento debe raptar el interés del autor- escritor y del autor-lector.

…y en estas, abrí El Napoleón de Notting Hill, y me encontré esta joya: La raza humana, a la que tantos de mis lectores pertenecen, se ha dedicado a juegos infantiles desde el principio, y es probable que siga haciéndolo hasta el fin, lo cual es un fastidio para las pocas personas que alcanzan la madurez.
(…)
Los jugadores escuchan con atención y respeto todo cuanto predicen los hombres inteligentes para la próxima generación. Después esperan a que todos los hombres inteligentes se hayan muerto y los entierren como es debido. Y entonces van y hacen otra cosa. Esto es todo. Sin embargo, para una raza de gustos sencillos es una gran diversión.