Archivo mensual: julio 2014

La antropología de G.K. Chesterton: pasión por la verdad

GK con puro

GK Chesterton fue admitido en la Iglesia católica el 30 de julio de 1922.

El día 30 de julio de 1922 Gilbert Keith Chesterton era recibido en la Iglesia católica. Hemos estado a punto de reproducir completo en blog el texto ¿Por qué soy católico?, pero no hemos querido añadir más textos, cuando llevamos varios sin exprimir del todo.[1] Nos limitaremos a presentarlo y comentar un fragmento singularmente importante.
En 1926, Ayer Co Publications lanzó a la calle un volumen titulado Twelve modern apostles and their creeds, en el que, con una presentación del famoso Deán Inge de la catedral de San Pablo de Londres, GK Chesterton y otros once autores pertenecientes cada uno a una religión –incluyendo a un ateo- justifican su postura. El libro tiene hoy precio de coleccionista y fue reeditado en 1968 (Freeport, Nueva York). Aquí puede verse su contenido. Casi 90 años después, el libro se vende en Internet adjudicado a Chesterton.
La aportación de GK –¿Por qué soy católico?– es muy famosa y puede hallarse reproducida en muchos lugares, aunque normalmente no se cita la fuente correctamente. También el libro The thing (1929) –traducido como La cosa (selección, Espuela de plata, 2010; sólo parcialmente) o La cuestión (El buey mudo, 2010)- lleva como subtítulo esas palabras y contiene un artículo también denominado así, aunque plantea cuestiones complementarias. La versión que utilizamos aquí es la de Espuela de Plata (2010, pp.19-27, traducción de Enrique García-Máiquez y Aurora Rice) que –al reproducir los dos textos- llama a este I y al otro, II.

Hechas estas aclaraciones, hoy tan sólo ofrezco el primer párrafo, y dedicaré el resto de la entrada a comentar una de las 6 razones que GK ofrece en él. Los próximos días glosaré cada una de las restantes. El texto es el siguiente:

Explicar por qué soy católico es difícil: existen diez mil razones que suman una sola razón: que el catolicismo es verdad. Podría rellenar todo el espacio que tengo con distintas frases, comenzando cada una con las palabras: “Es lo único que…” Así:
(1) Es lo único que de verdad impide que el pecado sea secreto.
(2) Es lo único en que el superior no puede ser superior, en el sentido de altanero.
(3) Es lo único que libera al hombre de la esclavitud degradante de ser hijo de su tiempo.
(4)  Es lo único que habla como si fuese verdad, como si fuese un mensajero auténtico que se niega a interferir con un mensaje auténtico.
(5) Es el único cristianismo que verdaderamente incluye a todo tipo de hombre, incluso al hombre respetable.
(6) Es el único gran intento de cambiar el mundo desde dentro, a través de las voluntades y no de las leyes.
Etcétera.

Tras estas seis razones, Chesterton continúa la ruta ‘de la verdad’. Sin embargo, si uno se detiene en ellas un momento, se advierte que constituyen un magnífico reflejo de la concepción del ser humano que posee GK, y la base –por tanto- de su pasión por la verdad, cuestión sobre la que volveremos cuando llegue su momento. Hoy tan glosaremos la primera razón:

1. Es lo único que de verdad impide que el pecado sea secreto.

La cuestión del pecado preocupó siempre a Chesterton, no como la transgresión de la ley moral –que es la principal definición y suele ser el sentido más habitual- sino en su dimensión más antropológica, como el error del hombre, cuyas consecuencias le llevan al empequeñecimiento y a la tristeza, tal como veíamos en la reciente entrada dedicada al Padre Brown y el infierno de Dante. Hay dos fuentes principales para estudiar la consideración del pecado en Chesterton:
La primera es Ortodoxia, donde dedica uno de los primeros capítulos a hablar del mal y el pecado en el mundo. La segunda es su propia Autobiografía (original de 1936; Acantilado, 2003), donde se encuentran esas famosas palabras: Cuando la gente me pregunta: “¿Por qué abrazó usted la Iglesia de Roma?”, la respuesta fundamental –aunque en cierto modo elíptica- es: “Para librarme de mis pecados”, pues no hay otra organización religiosa que realmente admita librar a la gente de sus pecados (Cap.16-13).
Como se puede ver, este no es el matiz de su texto de 1926, pero tampoco es muy distinto. Cuando profundizamos en el pensamiento de Chesterton nos damos cuenta de que –aunque es lo opuesto a Nietzsche- es profundamente vitalista. Fue aquella etapa juvenil que él mismo denomina como solipsista la que le marcaría para siempre: su profundo sentido de la alegría y la humildad le hicieron ver que debía salir de sí mismo, en lugar de encerrarse en su propia cabeza, aferrarse a sus propios criterios, y acabar en el nihilismo o la tristeza y el pesimismo, o en su opuesto, la presunción. Y como cuenta mil veces, sólo encontró un camino para vivir conforme a ese principio: la religión católica.
Aunque Chesterton pasa por ensayista, filósofo o incluso historiador, la faceta de psicólogo ha quedado en un lugar secundario que habría que rescatar, a la par que su antropología, pues se halla en el núcleo de la frase que comentamos. El secreto es algo que está oculto, en la mente de aquellos que lo conocen, y en este caso, de aquel que comete el pecado. GK comprende que –como hace la confesión católica- ventilar los propios errores en el confesonario te libera y te devuelve a la vida. GK se plantea esto mucho antes de ser católico, y empieza a difundirlo a los cuatro vientos. Como dice en la Autobiografía –y lo hemos comentado en el blog-: Cuando un católico se confiesa, vuelve realmente a entrar de nuevo en ese amanecer de su propio principio y mira con ojos nuevos, más allá del mundo, un Palacio de Cristal que es verdaderamente de cristal. Él cree que en ese oscuro rincón y en ese breve ritual, Dios vuelve a crearle a Su propia imagen. Se convierte en un nuevo experimento de su Creador, tanto como lo era cuando tenía sólo cinco años. Se yergue, como dije, en la blanca luz del valioso principio de la vida de un hombre. La acumulación de años ya no puede aterrorizarle. Podrá estar canoso y gotoso, pero sólo tiene cinco minutos de edad (Autobiografía, 16-13).
Vale la pena destacar la continuidad entre los dos textos: la referencia al palacio de cristal, a ser transparentes, a ser sencillos como un niño, virtud que tanto admiraba GK y tan poco de moda hoy día…

[1] Es una forma de hablar: sobre ningún texto se puede decir nunca ‘la última palabra’, pero desde luego, mucho menos sobre los de Chesterton.

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Chesterton, Dante y el Averno

Hace unos días comencé una discusión cordial a cuenta del Padre Brown. Mi interlocutor, filósofo muy leído, sostuvo que las historias del Padre Brown le enternecían y que tenían su gracia. Eso en la parte del haber. Pero, queriendo cuadrar el balance, mi cordial oponente hizo una breve anotación en el debe. A su juicio, esas historias eran ya antiguas y quizá -es verdad que lo dijo sin contundencia- muy ingenuas. Entonces, cual Flambeau ante un misterio, tuve que saltar.

No duró mucho mi salto, porque un tercero vino a interrumpirnos y la cosa acabó en tablas. Me quedé, no obstante, rumiando las palabras de mi súbito contrincante (quien, por cierto, minutos antes me había insistido en que leyera La taberna errante, también de Chesterton). ¿Los relatos del Padre Brown son antiguos? ¿Y, una vez supuestos el candor y la inocencia del Padre Brown, resulta que las historias son, sin más, ingenuas?

La imagen del infierno de Dante coincide con la de Chesterton: un lugar que cada vez se hace más y más estrecho… Imagen: misterios.co.

La idea del infierno de Dante coincide con la de Chesterton: un lugar que cada vez se hace más y más estrecho… Imagen: misterios.co.

Como tantas otras veces, la lectura atenta vino a sacarme de dudas. Leí, en concreto, El cartel de la espada rota, otro de los relatos que forman parte de «El candor del Padre Brown» (que es la primera serie de relatos que Chesterton le dedicó al cura-sabueso).

Concluí que los relatos del Padre Brown no pueden tildarse de ingenuos. La trama puede ser sencilla -otro día hablaremos de por qué Chesterton buscó precisamente distanciarse de la creciente sofisticación de los relatos policíacos-, pero los temas de fondos son siempre grandes temas. En el caso de El cartel de la espada rota, desfilan por la historia la prudencia, el honor, la traición… y la maldad. ¿Acaso son éstos temas menores, cosas ingenuas, inquietudes pasadas? No me lo parece.

Ni me lo parece a mí ni -esto es lo importante- se lo parece al propio Chesterton. En el relato se pone en boca de Flambeau, amigo inseparable del Padre Brown, una explicación sencilla y plana del misterio que, en ese momento, se traen entre manos. Y, justamente porque la explicación es demasiado simple -ingenua, podríamos decir-, el Padre Brown reacciona:

-La suya, amigo mío, es una historia limpia -gritó el Padre Brown, profundamente conmovido-. Una historia dulce, pura y honrada, tan clara y blanca como esa luna. La locura y la desesperación son relativamente inocentes. Hay cosas peores, Flambeau.

Eso es: hay cosas peores. El Padre Brown lo sabe. La ingenuidad -que es, en definitiva, no pensar o pensar muy poco- conduce al error. La inocencia, en cambio, permite ver más claro (no en vano, el color de la inocencia es el blanco, que es la luz, es decir, todos los colores a un tiempo).

«Siempre se puede pensar más», dijo Leonardo Polo. Eso es lo que hace el Padre Brown. ¿Por qué la maldad? ¿Dónde radica el mal de la maldad? El Padre Brown alumbra parcialmente estos misterios:

En cualquier caso, lo que ocurre con la maldad es que abre una puerta tras otra en el Infierno y siempre se entra en estancias más y más pequeñas. Ése es el principal argumento que puede esgrimirse contra el crimen: no es que vuelva a la gente más y más osada, sino más y más mezquina.

Seguidamente, y casi como colofón, el Padre Brown cita a Dante y extrae argumentos de ‘La divina comedia‘. El relato se carga entonces de intensidad y de patetismo. Los misterios se adensan. Recordamos que Dante puso a los traidores en el último círculo de hielo, y eso ni es broma ni es literatura. En el Averno los espacios se reducen por momentos, al tiempo que se acreciente la mezquindad del hombre.

El Padre Brown habla con fuerza de estos asuntos esenciales. Será tal vez porque, como Dante, Chesterton supo también dónde hallar las puertas mismas del Infierno. Suerte que jamás las traspasara.

La aportación de Santo Tomás de Aquino, según Chesterton: la bondad del orden natural

Llevamos unas semanas comentando el libro ‘Santo Tomás de Aquino‘ pero he encontrado un texto sintético tan excelente que no me resisto a reproducirlo. Se encuentra en la selección titulada «La cosa» (Espuela de Plata, 2010, pp.204-7; no confundir con el libro del mismo título), y fue publicado en el semanario casi bicentenario The Spectator el 27.02.1932, antes de recibir el encargo del libro sobre Santo Tomás, por parte de la editorial Hoddern & Stoughton, según la web de la American Chesterton Society, que lo publica en versión original. Como dice el propio Chesterton, la dificultad es seleccionar entre las muchas facetas de su mente, la que mejor sugiera su tamaño o escala. Y como es habitual, GK lo resuelve estupendamente:

Santo Tomás de Aquino era profundamente admirado por Chesterton. Imagen: Fluvium.org

Santo Tomás de Aquino era profundamente admirado por Chesterton. Imagen: Fluvium.org

Para entender su importancia, hay que compararlo con los dos o tres credos cósmicos alternativos: él es todo el intelecto cristiano hablando con el paganismo o el pesimismo. Discute, a través de los siglos, con Platón o con Buda, y él gana. Su mente era tan amplia, y de un equilibrio tan hermoso, que para sugerirla habría que hablar de un millón de cosas.
Tal vez la mejor simplificación sea ésta: Santo Tomás se enfrenta a otros credos del bien y del mal, sin negar para nada el mal, con la teoría de dos niveles del bien. El orden sobrenatural es el bien supremo, como para cualquier místico oriental, pero el orden natural es bueno, tan sólidamente bueno como para cualquier hombre corriente. Así es como “acaba con los maniqueos”.
La fe es más elevada que la razón, pero la razón es más elevada que todo lo demás, y tiene derechos supremos en su propio dominio. Ahí es donde anticipa y responde al grito anti-racional de Lutero y compañía. Como me dijo un poeta altamente pagano: “La Reforma tuvo lugar porque la gente no tenía cerebro para entender a Aquino”. La Iglesia es más inmortalmente importante que el Estado, pero el Estado tiene sus derechos, así y todo.
Esta dualidad cristiana siempre ha estado implícita, como en la distinción que hizo Cristo entre Dios y el César, o la distinción dogmática entre las naturalezas de Cristo. Pero a Santo Tomás corresponde la gloria de haber descubierto ese doble hilo como clave de mil cosas. Y así, creó el único credo en el que los santos pueden estar cuerdos. Se presenta ante el mundo moderno como el único credo en el que los poetas pueden estar cuerdos. Porque ahora no hay nadie que acabe con los maniqueos, y toda la cultura está infectada de la leve sensación impura de que la naturaleza, y todas las cosas que tenemos detrás y debajo, son malas.
Para el intelectual sólo hay exaltación en las alturas. Santo Tomás exaltó a Dios sin rebajar al Hombre; exaltó al Hombre sin rebajar la naturaleza. Así, hizo un cosmos de sentido común, ‘terra viventium’, tierra de los vivos. Su filosofía, como su teología, es la del sentido común.
No tortura el cerebro con desesperados intentos de explicar la existencia restándole importancia. Los primeros pasos de su mente son los primeros pasos de cualquier mente honesta, igual que las primeras virtudes de su fe podían ser las de cualquier campesino sincero.
Él, que combinó tantas cosas, también combinó la sutileza con la sencillez intelectual, y el sacerdote que asistió en su lecho de muerte a este titán de energía intelectual, cuyo cerebro había arrancado de raíz el mundo entero, y penetrado en cada estrella, y dividido cada paja del universo del pensamiento e incluso del escepticismo, dijo que al escuchar la confesión del moribundo, de repente le pareció estar escuchando la primera confesión de un niño de cinco años.

El padre Brown, detective: la primera película

Father Brown Detective Title Card

El padre Brown, tan poco aficionado a los focos y a la atención pública, no se dejó capturar por una cámara de cine hasta 1934, veinticuatro años después de la publicación original de «La cruz azul» en el Saturday Evening Post.

El cine americano había roto a hablar hacía muy poco, especialmente a partir del éxito del musical «El cantor de jazz» (1927). Las viejas estrellas del cine mudo que no consiguieron reciclarse fueron eclipsadas por una nueva oleada de artistas que hablaban y cantaban. Y hacían falta escritores, muchos escritores para poner palabras en sus bocas: aunque el cine mudo había dado relatos de excepcional complejidad y ambición literaria (valgan como ejemplo las obras monumentales del malogrado Erich von Stroheim), el sonoro abre nuevas posibilidades, desde los diálogos hilarantes entre Groucho y Chico Marx («Los cuatro cocos«, 1929) hasta las observaciones sentenciosas de un vampiro con ínfulas poéticasDrácula«, 1931). Para esa industria, hambrienta de historias con gancho, diálogos impactantes y personajes memorables, los relatos de misterio son una fuente riquísima. Uno tras otro, todos los grandes detectives van desfilando por la pantalla grande: Sherlock Holmes (es justamente recordada la serie de catorce películas que protagonizó Basil Rathbone), Charlie Chan, Hércules Poirot… y, tarde o temprano tenía que ocurrir, también el padre Brown.

La proeza se debe a Edward Sedgwick, compinche habitual de Buster Keaton y director de todas las películas de «Cara de palo» para la Metro-Goldwyn-Mayer. Ambos, de hecho, compartieron decadencia en la MGM de los 40, almacenados como trastos viejos en la misma oficina, sin mucho que hacer salvo idear gags para las nuevas estrellas de la comedia. Pese a ello, Sedgwick aún dirigió unas quince películas después de «Father Brown, Detective», incluyendo un triste largo propagandístico de Laurel y Hardy («Los vigilantes del cielo«, 1943) y un episodio especial de la sitcom canónica «I Love Lucy» (1953).

Igual que ocurrirá otros veinte años después con la británica «El detective» (1954), los veteranos guionistas C. Gardner Sullivan y Henry Myers (que participaría más adelante en la «Alicia en el País de las Maravillas» de Disney) usan como punto de partida el relato «La cruz azul» para tomar a continuación varios desvíos y rodeos pintorescos en la carrera de ingenio entre Flambeau y el padre Brown hasta completar un largometraje.

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El primer rostro que toma prestado el padre Brown para asomarse a la pantalla es el de Walter Connolly, que desde 1932 venía interpretando en la radio a otro detective clásico, el Charlie Chan de Ear Derr Biggers, y no mucho después encarnaría a Nero Wolfe en «The League of Frightened Men» (1937).

¿Consiguió Connolly dar vida al padre Brown o, como en el caso de Alec Guinness, se limitó a cubrir a su personaje habitual con una sotana? A juicio del autor de la única reseña en la entrada de la película en la Internet Movie DataBase, el trabajo de Connolly va más allá de la técnica de la interpretación: «Realmente es el padre Brown». Su actitud, sus gestos, sus guiños; todo ello, escribe, confiere vida a un sacerdote creíble.

Es imposible valorarlo sin haber visto la película. Diríase que, por su peculiaridades, el padre Brown es un personaje especialmente difícil para un actor. Y lo es en gran medida por lo que tiene en común con un actor, esa capacidad para meterse en la piel ajena, para ver el mundo con ojos de otros, para sentir como ellos, pero que, a diferencia del actor, ejerce sin llamar la atención sobre sí mismo, ocultándose tras una suerte de carisma negativo.

Esto probablemente tenga que ver con la especial aproximación de Chesterton al relato detectivesco. El misterio al uso nos plantea un enigma fascinante cuya solución a menudo corre el riesgo de decepcionarnos, como el mago que nos explica la trampa pedestre de la ilusión que nos había maravillado. Chesterton intenta que la solución del enigma sea aún más prodigiosa que el enigma mismo, y al mostrarnos que hay más magia en la realidad que en la apariencia, nos señala el mayor de los misterios, aquel no se puede explicar, o apenas enunciar, sino solo mostrar. El padre Brown, y por esto tan difícil atraparlo en el celuloide, es otro misterio que existe para celebrar ese misterio mayor, y sabe, como su autor, que hay cosas que no puede compartir con nosotros, como nos recuerdan las bellas y escalofriantes líneas finales del relato El hombre invisible, recogido en El candor del padre Brown: Pero el padre Brown siguió caminando durante muchas horas, bajo las estrellas, por aquellas colinas cubiertas de nieve en compañía de un asesino, y lo que se dijeron el uno al otro nunca se sabrá.

‘Manalive’ de Chesterton: la historia del soñador que dice cosas transcendentales

Manalive, de Chesterton: portada de la edición de 'Voz de Papel', Madrid, 2006

Manalive, de Chesterton: portada de la edición de ‘Voz de Papel’, Madrid, 2006

En este apacible verano leo en J.A. Sandoica (Alfa y Omega de 10/7/2014: ‘No es verano, eres tú’, referido a Emily Dickinson) lo que sigue “Emily recoge una experiencia que nos es común: el mar, la arena, la montaña, la libélula de agua, la resina que se destila, la nube que desaparece, todo es demasiado sorprendente como para sorprender”. Por su sabor esta cita me ha llevado a mis lecturas sobre la novelística chestertoniana y, más en concreto, a Manalive. Entre otros aspectos, en ella se aprecia un especial gusto por la naturaleza.

Una naturaleza que en Chesterton se convierte en un elemento literario constante. Naturaleza que es también un leitmotiv de la novela titulada Manalive (Voz de Papel, Madrid, 2006). Manalive es algo más que esto –desde la consideración estilística- pues muestra una serie de propios del estilo (en Chesterton también es algo más que lo que dijera Buffon: ‘L´estile c´est l´homme lui-même’). Me centro en tres rasgos definitorios de la escritura de G.K. Chesterton: la ‘naturaleza’ que supone el gozo de la existencia; el personaje ‘dislocado’ (cerca de nuestro ‘gracioso’ y no muy lejos del ‘grotesco’ cervantino) que aparentemente está fuera de lugar, pero que rebosa gracia y optimismo; y por fin, la temática elevada de índole filosófica y teológica o, mejor, vital.

Ya que la excusa de esta entrada es la lectura de Manalive, con textos de esta novela ejemplificamos las tres constantes referidas, presentes además en El Napoleón de Notting Hill, El hombre que fue jueves, El regreso de Don Quijote. Y comenzamos con nuestro héroe, de arranque va a vivir con su nombre que, como si fuera un hombre bíblico, queda en él personalizado: Innocent Smith.  Es un hombre ágil, abierto a las vidas –terrenal y eterna-, extasiado ante la naturaleza y gozoso ‘paladeador’ de la vida. Es un personaje ‘rare’, pero con la lógica del ‘antilugar común’ y enemigo del juicio a primera vista que es llevado por su alegría de vivir–por oposición a los pesimistas- a desear matar al Hombre Moderno. Leemos: Me propongo guardar esas balas para los pesimistas… píldoras para la gente pálida. Y de esta manera quiero recorrer el mundo como una maravillosa sorpresa, flotar tan ociosamente como las pelusas de los cardos, y llegar tan silencioso como el sol naciente; no ser más esperado que el trueno, no ser más recordado que la brisa moribunda […] Quiero que mis dos dones lleguen vírgenes y violentos: la muerte y la vida después de la muerte. Voy a apuntar mi pistola a la cabeza del Hombre Moderno. Pero no la usaré para matarlo, sólo para traerlo a la Vida (Manalive, 2ª parte, cap. I, El ojo de la muerte o la acusación de homicidio). Innocent es un hombre –si cabe- más extraño a las personas corrientes que, sin darse cuenta, pierden lo que al hombre le es más familiar. Chesterton, ante el dilema de resolver la muerte o cometer un delito, recurre a una paradoja, portadora de sentido alegórico, cercana a la redención: pero no lo usaré para matarlo, sólo para traerlo a la Vida.

El marco natural en que se desenvuelve la situación es un medio que podríamos calificar de edulcorado, como en el texto alusivo a Emily Dickinson y como leeremos en el texto siguiente, en el que se sirve nuestro autor del lugar, no como telón de fondo escenario, sino que –por medio de comparaciones- se siente mimetizado con las pelusas de los cardos, con el sol, con el inesperado trueno: No me diga que confunde el gozo de la existencia con la Voluntad de Vivir […] La cosa que yo vi brillar en sus ojos cuando colgaba de ese puente, era gozo de la vida, no la Voluntad de Vivir. Lo que usted sabía sentado en aquella maldita gárgola era que el mundo bien visto y pesado todo, es un sitio maravilloso y hermoso; lo sé porque yo también lo supe en el mismo instante. Vi ponerse rosadas las nubecitas grises, y vi el relojito dorado en el hueco entre las casas. Esas eran las cosas que usted por nada quería dejar, no la Vida, sea ella lo que fuere (Manalive, parte 2ª, cap.I).

Todo lo que antecede nos ha preparado para llegar a la ‘lógica de los Inocentes’: la lógica que trasciende lo natural, pues está socorrida por el Espíritu. Es una lógica que pretende mantener al hombre indiviso, íntegro, todo entero, sin diversificarse como el Hombre Moderno. Pues este separa su cuerpo de su alma, su quehacer material del espiritual, y su misión pública de la privada. El hombre uno debe vivir el presente con la vista en el presente, pero sin olvidar el futuro que nos mantiene jóvenes. Y así terminamos leyendo: [la muerte] no sólo tiene el fin de recordarnos una vida futura, sino de recordarnos también una vida presente. Con nuestros espíritus débiles, envejeceríamos en la eternidad, si la muerte no nos conservara jóvenes (Manalive, parte 2ª, cap. I).

Chesterton: ignorancia, etnocentrismo y revolución

Hemos hablado de la comparación en GK como método de análisis, ilustrativo e incluso informativo, y hoy lo haremos como método puramente ‘formativo’. Qué duda cabe que GK tiene siempre ese criterio: escribe para formar al hombre corriente frente a ciertos desatinos e insuficiencias del pensamiento moderno. El ejemplo de hoy –tomado igualmente del Santo Tomás de Aquino, que estamos analizando (cap.3, párrafos 11 y 12)- constituye un ejemplo perfecto.
Inicialmente, parece la típica digresión chestertoniana: hablando de la filosofía en la Edad Media, GK reflexiona sobre los grandes cambios sociales, esos que con tanta facilidad tendemos a considerar revolucionarios, y que no lo son tanto. Al tiempo que Chesterton elabora una teoría de la historia, nos hace ver dónde estamos realmente: relativiza nuestra época –tan importante para nosotros, ciertamente, pero una etapa más en la historia humana- y nos hace sentir que las transformaciones de nuestro alrededor tienen mucho más de moda cíclica que de verdaderas transformaciones: nuestra ignorancia histórica es tan grande que nos sentimos protagonistas de los más grandes acontecimientos. Veamos dónde localiza Chesterton una auténtica revolución, con la seguridad de que no es una visión particular, pues los expertos están de acuerdo con él.

Girl in mirror (1964), óleo de Roy Lichtenstein, famoso representante del pop art. Imagen: es.wahooart.com

‘Girl in mirror’ (1964), óleo de Roy Lichtenstein, famoso representante del pop art. Imagen: es.wahooart.com

Quizá la historia no registre ninguna revolución de verdad. Lo que siempre ha habido han sido contrarrevoluciones. Los hombres siempre han estado rebelándose contra los últimos rebeldes, o incluso arrepintiéndose de la última rebelión.
Se podría ver esto en las más intrascendentes modas contemporáneas, si la mentalidad de moda no hubiera tomado la costumbre de ver al último rebelde como rebelde frente a todas las épocas a la vez. La chica moderna de cóctel y labios pintados es tan rebelde frente a la sufragista de 1880, con su cuello duro y su abstinencia estricta, como ésta era rebelde frente a la dama victoriana de los valses lánguidos y el álbum lleno de citas de Byron; o como esta última, a su vez, era rebelde frente a una madre puritana para quien el vals era una orgía desenfrenada y Byron, el bolchevique de su tiempo. Sigamos incluso la ascendencia de la madre puritana en la historia, y representa una rebelión frente a la laxitud de la Iglesia anglicana de los Cavaliers[1], que al principio fue rebelde frente a la civilización católica, que había sido rebelde frente a la civilización pagana.
Sólo un lunático defendería que esas cosas sean un progreso, porque obviamente van primero en una dirección y luego en la otra. Sea lo que fuere correcto, una cosa sin duda está equivocada: la costumbre moderna es contemplarlas sólo desde el lado moderno. Pero eso es ver sólo el final del cuento: se rebelan contra no saben qué, porque surgió no saben cuándo. Atentos sólo al final, desconocen su comienzo, y por lo tanto su mismo ser. La diferencia entre los casos menores y el mayor está en que éste es realmente un cataclismo humano tan enorme que los hombres parten de él como si estuvieran en un mundo nuevo, y esa misma novedad les permite ir muy lejos, y en general demasiado lejos. Es porque estas cosas empiezan por una revuelta vigorosa por lo que el ímpetu intelectual dura lo bastante para que parezcan una supervivencia.
Un excelente ejemplo es la historia real de la rehabilitación y el abandono de Aristóteles. Cuando la época medieval tocó a su fin, el aristotelismo acabó pareciendo rancio, pero sólo una novedad muy fresca y exitosa puede acabar tan rancia.
Cuando los modernos, corriendo el más negro velo de oscurantismo que jamás oscureciera la historia, decidieron que nada importaba gran cosa antes del Renacimiento y la Reforma, al instante iniciaron su carrera moderna con un craso error, el error del platonismo.
Encontraron –haraganeando en las cortes de los príncipes fanfarrones del siglo XVI (que era a lo más que se les permitía remontarse en la historia)- a ciertos artistas y eruditos anticlericales que decían estar aburridos de Aristóteles y supuestamente gustando de Platón en secreto. Los modernos –que ignoraban por completo toda la historia de los medievales- cayeron al instante en la trampa. Supusieron que Aristóteles era alguna antigualla avinagrada, tiranía del lado oscuro de los Siglos Oscuros, y Platón un placer pagano enteramente nuevo, aún no probado por cristianos. […] La realidad, huelga decirlo, es exactamente lo contrario: en todo caso, el platonismo era la vieja ortodoxia. La revolución moderna era el aristotelismo, y el líder de esa moderna revolución fue el hombre del que habla este libro.

[1] Partidarios de Carlos I en las guerras civiles de 1642-1648

Chesterton ‘Sobre la lectura’: brillante, culto, filosófico y social

Portada de la edición de Ricardo III de la editorial brasileña L&PM

Portada de la edición de Ricardo III de la editorial brasileña L&PM. Chesterton compara a este personaje de Shakespeare con Nietzsche.

Un comentario de Romeroreche de hace unos días me ha impulsado a sustituir el texto de GK programado por el ensayo que menciona, que se me ocurre calificar -por lo menos- como en el título, aunque me quedo corto, pues en él sobresale el Chesterton más genuino. Es el tercer capítulo de El hombre corriente (Espuela de plata, 2013), otra defensa del mismo frente a los ‘aristocráticos intelectuales’. Ofrecemos la versión de Abelardo Linares, con ligeros retoques que faciliten la lectura:

La más alta utilidad de los grandes maestros de la literatura no es la literaria: está más allá de su soberbio estilo e incluso de su inspiración emotiva. La primera utilidad de la buena literatura reside en que impide que un hombre sea meramente moderno.
Ser meramente moderno es condenarse a una definitiva estrechez, así como gastar nuestro último dinero terrenal en el sombrero más nuevo es condenarnos a lo pasado de moda. El camino de los siglos antiguos está empedrado de méritos modernos.
La literatura –la literatura clásica y permanente- cumple su mejor misión al recordarnos sin cesar el regreso, la vuelta completa de la verdad, y al contrastar otras ideas más viejas con las ideas ante las cuales –por un momento- podríamos llegar a inclinarnos. El modo en que lo hace, sin embargo, es lo bastante peculiar como para que, en principio, valga la pena tratar de comprenderlo.

En la historia de la humanidad aparecen de cuando en cuando, y especialmente en épocas inquietas como la nuestra, cierta clase de cosas. En el mundo antiguo se las llamaba herejías. En el mundo moderno se las llama modas. A veces resultan útiles durante cierto tiempo, otras son completamente dañinas.
Pero siempre están basadas en alguna indebida concentración de una verdad, o en una verdad a medias. Así, es cierto insistir en el conocimiento de Dios, pero es herético insistir en él como lo hizo Calvino, a costa de Su amor. Del mismo modo, se corresponde con la verdad desear una vida sencilla, pero es una herejía desearlo a expensas de los buenos sentimientos y de las buenas maneras.
El hereje (que es también fanático) no es un hombre que ame demasiado la verdad: nadie puede amar demasiado la verdad. El hereje es un hombre que ama su verdad más que la verdad misma. Prefiere la verdad a medias que él ha descubierto a la verdad completa que ha encontrado la humanidad. No le gusta ver su diminuta y preciosa paradoja sencillamente atada con veinte perogrulladas en el paquete de la sabiduría del mundo.

A veces, tales innovaciones tienen una sombría sinceridad, como en Tolstoi, a veces una sensitiva y femenina elocuencia como en Nietzsche y, a veces, un admirable humor, ánimo y espíritu público, como en Bernard Shaw. En todos los casos provocan una pequeña conmoción y tal vez creen una escuela. Pero en todos los casos se comete el mismo error fundamental.
Se supone siempre que el hombre en cuestión ha descubierto una nueva idea. Pero, en realidad, lo nuevo no es la idea, sino el aislamiento de la idea.
Lo más probable es que esa misma idea se encuentre repartida en todos los grandes libros de un carácter más clásico e imparcial, desde Homero y Virgilio a Fielding y Dickens. Se pueden encontrar todas las nuevas ideas en los viejos libros, sólo que allí se las encontrará equilibradas, en el lugar que les corresponde y a veces junto a otras ideas mejores que las contradicen y las superan.
Los grandes escritores no dejaban de lado una moda porque no hubieran pensado en ello, sino porque también habían pensado en todas las respuestas.

Por si acaso esto no queda claro, pondré dos ejemplos, ambos referentes a nociones de moda entre algunos de los teóricos más imaginativos y más jóvenes. Nietzsche, como todos saben, predicó una doctrina que él y sus discípulos consideraron aparentemente muy revolucionaria: sostuvo que la moral ordinariamente altruista había sido invención de una clase esclava para evitar el peligro de que hombres superiores la combatan y dirijan. Los modernos, estén o no de acuerdo con ello, se refieren siempre a esa idea como a algo nuevo y nunca visto.
Con calma y persistencia se supone que los grandes escritores del pasado, digamos Shakespeare, por ejemplo, no sostuvieron esa idea porque jamás se les ocurrió; porque jamás la habían imaginado. Recorramos el último acto de ‘Ricardo III’ de Shakespeare y encontraremos, no sólo todo lo que Nietzsche tenía que decir, resumido en dos líneas, sino también las mismas palabras de Nietzsche. Ricardo el jorobado dice a sus nobles:
“Conciencia es sólo una palabra que los cobardes usan,
creada sobre todo para infundir temor a los más fuertes”.

Como ya he dicho, el hecho es evidente. Shakespeare había pensado en Nietzsche y en la Moralidad, pero le dio su propio valor y lo colocó en el lugar que le corresponde. El lugar que le corresponde es la boca de un jorobado medio loco en vísperas de su derrota. Esa rabia contra los débiles es sólo posible en un hombre morbosamente valiente pero fundamentalmente enfermo; un hombre como Ricardo, un hombre como Nietzsche.
Este caso solo ya debería destruir la absurda idea de que estas filosofías son modernas en el sentido de que los grandes hombres del pasado no pensaron en ellas. Pensaron en ellas, sí, pero no pensaron demasiado. No es que Shakespeare no viera la idea de Nietzsche: la vio, y también vio a través de ella.

Daré otro ejemplo más: Bernard Shaw, en su sorprendente y sincera obra de teatro titulada ‘El Mayor Bárbara’ arroja uno de sus más violentos desafíos verbales a la moral proverbial. La gente dice: “La pobreza no es un crimen”. “Sí –dice Bernard Shaw-, la pobreza es un crimen y la madre de todos los crímenes. Es un crimen ser pobre cuando resulta posible rebelarse o enriquecerse. Ser pobre significa ser pobre de espíritu, servil o falso”.
Shaw muestra señales de intentar concentrarse en esta doctrina y muchos de sus discípulos hacen lo mismo. Pero sólo la concentración es nueva, no la doctrina.
Thackeray hace decir a Becky Sharp que es fácil ser moral con mil libras al año y muy difícil serlo con cien. Pero –como en el caso de Shakespeare que mencioné antes- lo importante no es sólo que Thackeray conocía esta idea, sino que también conocía exactamente su valor. No sólo se le ocurrió, sino que supo dónde colocarla. Debía colocarla en las palabras de Becky Sharp, una mujer astuta y no carente de sinceridad, pero que desconocía ampliamente las emociones más profundas que hacen que valga la pena vivir. El cinismo de Becky –con Lady Jane y Dobbin para equilibrarlo- tiene cierto viso de verdad.
El cinismo del Undershaft de Bernard Shaw –publicitado con la austeridad de un predicador popular- simplemente no es verdad en absoluto: no es verdad en absoluto decir que los pobres son en conjunto menos sinceros o más serviles que los ricos. La verdad a medias de Becky Sharp se convirtió primero en una chifladura, después en un credo y finalmente en una mentira.
En el caso de Thackeray, como en el de Shakespeare, la conclusión que nos concierne es la misma. Lo que llamamos ideas nuevas son generalmente fragmentos de las viejas ideas. No es que una idea particular no se le ocurriera a Shakespeare. Es que, simplemente, encontró otras muchas ideas aguardando para quitarles toda su tontería.

San Francisco, Santo Domingo y la acción de los hombres en la sociedad, según Chesterton

Ya publicamos un fragmento del Santo Tomás de Aquino de Chesterton en el que GK nos muestra en qué se parecen y se diferencian los dos santos favoritos de Chesterton, Santo Tomás y San Francisco. Todo el primer capítulo de ese libro es una continua comparación entre ambos, incluyendo cómo los dos se nutren del cristianismo y no de fuentes paganas, cada uno según su estilo. Y al final, hay una glosa sobre los fundadores de las dos órdenes mendicantes más importantes, franciscanos y dominicos, que sirve a Chesterton para terminar de redondear la ambientación del espíritu religioso de la época.

Santo Domingo y San Francisco, representados juntos, por un autor desconocido. Imagen: Punto de vista ahora.

Santo Domingo y San Francisco, representados juntos, por un autor desconocido. Imagen: Punto de vista ahora.

Como venimos estudiando la comparación en GK, vamos a recoger algunos de estos fragmentos (seleccionados entre los párrafos 27 al 30 del cap.1), en los que quizá podemos descubrir algo nuevo en el método de GK: cómo la comparación es un recurso no sólo ilustrativo, sino también informativo, en el sentido más pleno de la expresión: podría hacerlo de cualquier otra manera, pero se diría que lo concreto –en este caso, las figuras de San Francisco (1182-1226) y de Santo Domingo de Guzmán (1170-1221)- le estimula hacia lo más genérico; en este caso, permitir que nos hagamos una idea de la categoría humana de estos personajes y del ambiente de una época, aludiendo siempre a lo más familiar para los lectores… ingleses en este caso y por tanto no católicos. Esta analogía, además, presenta una buena dosis de paradoja.

El efecto final es en algunos aspectos curioso, porque Santo Domingo –aún más que San Francisco- se caracterizó por esa independencia intelectual, y ese criterio estricto de virtud y veracidad, que las culturas protestantes suelen considerar como especialmente protestantes. De él se contó la anécdota –que ciertamente habría sido más contada entre nosotros si hubiera sido de un puritano- de que el papa señalaba su suntuoso palacio papal mientras decía: “Pedro ya no puede decir ‘No tengo plata ni oro’”, y el fraile español respondió: “No, ni tampoco puede decir ‘Levántate y anda’”.[1] (27)
Así que hay otra manera en que la historia popular de San Francisco puede ser una especie de puente entre el mundo moderno y el mundo medieval. Y se basa en ese mismo hecho ya mencionado de que San Francisco y Santo Domingo se alzan juntos en la historia por haber realizado la misma labor, y sin embargo en la tradición popular inglesa están separados de la manera más extraña y sorprendente. En su propia tierra son como ‘gemelos celestiales’ que irradian la misma luz desde el cielo, pareciendo a veces ser dos santos en una misma aureola,[2] así como otra orden retrató a la santa pobreza como dos caballeros sobre un mismo caballo.[3] (28)
La verdadera diferencia entre Francisco y Domingo –que no resta mérito a ninguno de los dos- es que Domingo sí se encontró abocado a una enorme campaña para la conversión de herejes, mientras que Francisco tuvo sólo la tarea más sutil de convertir a seres humanos. Es una vieja historia decir que, aunque necesitemos a alguien como Domingo para convertir a los paganos al cristianismo, necesitamos aún más a alguien como Francisco para convertir al cristianismo a los cristianos.
De todos modos no debemos perder de vista el problema especial de Santo Domingo, que fue tener que tratar con una entera población, reinos y ciudades y comarcas, que se habían extraviado de la fe y petrificado en nuevas religiones extrañas y anormales.[4] Que sólo con la palabra y la predicación fuera capaz de recuperar a masas de hombres así engañadas sigue siendo un enorme triunfo, merecedor de un trofeo colosal.
A San Francisco se le llama humano porque intentó convertir a los sarracenos y fracasó; a Santo Domingo se le llama fanático y ciego porque intentó convertir a los albigenses y lo consiguió.[5] (29)
El que se atreve a apelar directamente al pueblo se hace siempre una larga lista de enemigos, empezando por el pueblo. A medida que los pobres empiezan a entender que se pretende ayudarlos y no perjudicarlos, las clases pudientes de arriba empiezan a cerrar filas, resueltas a entorpecer y no ayudar. Los ricos, y hasta los doctos, a veces opinan no sin razón que eso hará cambiar al mundo, no sólo en su mundanidad o su sabiduría mundana, sino hasta cierto punto quizá en su sabiduría real. […] En suma, Santo Domingo y San Francisco desataron una revolución, tan popular y tan impopular como la Revolución francesa. (30)

[1] Alusión a la curación de un cojo por San Pedro (y las palabras del propio San Pedro) en Hechos 3, 6. [N. de MLB]
[2] La Iglesia católica ha unido de tal manera a Francisco y Domingo que en la Letanía de los santos, siempre se les nombra juntos.
[3] El sello de la Orden de los Templarios representaba a dos caballeros sobre un solo caballo. [N. de MLB]
[4] Se refiere a la predicación entre los cátaros o albigenses, una herejía de carácter dualista que despreciaba el cuerpo y lo material, muy extendida en el Languedoc francés durante el siglo XII.
[5] A San Francisco le atrajo especialmente la conversión de los musulmanes, llegando a predicar ante el sultán de Egipto en 1219. Su éxito fue muy escaso, pero se ganó la simpatía del sultán, que permitió a los franciscanos la presencia en los santos lugares, pues todo Oriente medio estaba ya definitivamente en manos del Islam.

Chesterton, la ‘pesadilla’ de El hombre que fue Jueves y el problema del bien

Me gustaría seguir describiendo en estos artículos la compleja situación del joven Chesterton y su reflejo en su obra. Entre Herejes y Ortodoxia, GK publicó en 1908 la novela El hombre que fue Jueves. Mi opinión es que GK estaba contando de un modo metafórico su propia experiencia existencial en la que acabaría por ser probablemente su novela más famosa.

Portada de El hombre que fue Jueves, de GK Chesterton. La edición es tan antigua, que Plaza aún no se había unido con Janés, quienes publicarían después sus obras completas

Portada de El hombre que fue Jueves, de GK Chesterton. La edición es anterior a 1959, año de la creación de Plaza & Janés, quienes publicarían a partir de 1968, 4 volúmenes de ‘Obras completas’.

El protagonista de la historia, Syme, es un policía que quiere luchar contra el crimen y se infiltra en un grupo anarquista. Pero el crimen al que se enfrenta es de naturaleza intelectual, y por ello más difícil de neutralizar. Uno de los policías involucrados en la misma misión que Syme expresa en qué consiste su tarea con unas palabras que recuerdan la denuncia intelectual que Chesterton había hecho en Herejes: Afirmamos que el criminal peligroso es el criminal culto; que hoy por hoy el más peligroso de los criminales es el filósofo moderno que ha roto con todas las leyes. En comparación con él, los ladrones y los bígamos casi resultan de una perfecta moralidad, ya que, por lo menos, aceptan el ideal humano fundamental, si bien lo procuran por caminos equivocados[1].

El hombre que fue Jueves adelanta el contenido de Ortodoxia. Syme manifiesta lo que él considera el secreto del mundo, cuando se encuentra próximo el final de las peripecias sufridas en esta estrambótica aventura: ¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás: por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo por enfrente!…[2]

Syme está convencido –lo mismo que está Chesterton- de que el mal es tan malo, que, junto a él, el bien parece un mero accidente; el bien es tan bueno, que, junto a él, hasta el mal resulta explicable.[3]

El subtítulo de la novela –Una pesadilla- aporta la clave hermenéutica para la interpretación de El hombre que fue Jueves. Al tratar de ver el mundo de frente, en la perspectiva adecuada que permite descubrir lo que hay de auténtico bien, se disfruta de su atractivo y se le pierde el miedo. Todavía hay más: cuando se encuentra lo bueno, entonces se está en condiciones de dar una explicación coherente de lo malo. Así fue como Chesterton despertó de su pesadilla y vio el mundo en toda su luz.

Cuando en su Autobiografía Chesterton evoca la publicación de El hombre que fue Jueves, aflora precisamente su preocupación por la cuestión de lo bueno: No me importaba demasiado el pesimista que se quejaba de que lo bueno existiera en una proporción tan pequeña, sino que me enfurecía –al borde del asesinato- el pesimista que preguntaba para qué servía lo bueno.[4] En estas palabras se muestra una de las claves del credo chestertoniano: lo bueno tiene entidad por sí mismo. Cuando uno pretende buscar el para qué de lo bueno, como si hubiera un interés detrás o fuera un medio para otra cosa, lo bueno se diluye. Eso es justamente lo que los intelectuales contemporáneos no eran capaces de ver, porque habían perdido su capacidad de asombro.

[1] El hombre que fue Jueves, Planeta, Barcelona, 1979, p.50.
[2] Ibídem, p.202.
[3] Ibídem, p.201.
[4] Autobiografía, Acantilado, p.114.

Chesterton y Mary Poppins, ‘Al encuentro de Mr.Banks’

Cartel de Saving Mr Banks, dirigida por John Lee Hancock (2013)

Cartel original de ‘Al encuentro de Mr Banks‘, dirigida por John Lee Hancock (2013)

Hemos hecho referencia en alguna ocasión a películas que me han recordado textos o ideas claves de Chesterton. Anoche vimos en familia –como en otras ocasiones– ‘Al encuentro de Mr. Banks’, la película que narra la historia de la película ‘Mary Poppins’ –producida por Walt Disney en 1964- y representa los caracteres de Pamela L. Travers –autora de la novela- y el propio Walt Disney. Película y actores están excelentes, y a las dos generaciones que nos hemos ‘educado’ con ella –probablemente todos los nacidos entre los 30 y los 90- les llenará de emoción (y a los más jóvenes también). La película es un homenaje a la figura del padre -tan urgente en estos tiempos-, y sólo destacaré dos cosas.

La primera es el fantástico juego de palabras, que habría encantado a Chesterton, pues el original –Saving Mr. Banks– juega con el doble sentido de la palabra: ahorrar y salvar (perdón por traducir; no olvidar que Banks trabajaba en un banco, y toda la película gira en torno al sentido de la existencia y particularmente de la paternidad y maternidad).

David Tomlinson representó a Mr. Banks en la inolvidable versión de Mary Poppins de 1964

David Tomlinson representó a Mr. Banks en la inolvidable versión de Mary Poppins, de Walt Disney (1964). Foto: Disney Movies & Facts

En segundo lugar, transcribo unas palabras de Disney, en su intento de conseguir que Travers -demasiado apegada a su propia imagen de la novela- permita la realización del filme: «Sus libros me enseñaron a perdonar. […] Le prometo que cada vez que una persona entre en un cine en cualquier parte del mundo, se encontrará con George Banks, lo amará a él y a sus hijos, lo amará por sus tribulaciones y se retorcerá las manos cuando pierda su empleo. Y, cuando vuele la cometa… ¡oh, Srta. Travers, disfrutará, cantará! En salas de cine de todo el mundo, ante los corazones de mis hijas y de otros niños y niñas, de madres y padres de generaciones futuras, George Banks será honrado, será redimido: George Banks y todo lo que representa, se salvará. Quizá no en la vida, pero sí en la imaginación, porque eso hacemos los narradores de historias: restauramos el orden con nuestra imaginación, infundimos esperanza una y otra y otra vez. Confíe en mí, Srta. Travers, deje que se lo demuestre, le doy mi palabra”.

Dejo a un lado la admiración de Chesterton por su padre, para señalar cómo hubieran gustado a GK estas palabras sobre la creación artística, pues fue la fantasía la que lo arrancó del pesimismo en los años más oscuros de su juventud, hasta el punto de escribir en Ortodoxia (cap.2) un párrafo que parece -sorprendentemente, como otras veces- escrito para la ocasión:

La fantasía nunca arrastra a la locura; lo que arrastra a la locura es precisamente la razón. Los poetas no se vuelven locos, pero sí los jugadores de ajedrez. Los matemáticos enloquecen, lo mismo que los contables; pero es muy raro que enloquezcan los artistas creadores. Ya se entiende que no pretendo atacar los fueros de la lógica; lo único que hago es advertir que el peligro de volverse loco está en la razón y no, como suele creerse, en la imaginación. La paternidad artística es tan saludable como la paternidad física.