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Chesterton: Cristianismo y socialismo 3/5: La humildad en unos y otros

Magnífico huecograbado de E.C Ricart, realizado con ocasión de una de las estancias de GK en Cataluña. Recogido en 'Textos sobre G.K.Chesterton', Univ. Ramón Llull, 2005.

Huecograbado de Chesterton, por E.C. Ricart.

Había programado concluir hoy la serie sobre cristianismo y socialismo dedicada -como anunciaba el propio GK en su critica al socialismo (2ª entrada), tras mostrar las similitudes (1ª entrada)- a las tres virtudes que los diferencian. En el último momento he decidido ofrecer cada virtud en una entrada. Apenas tengo tiempo para comentarlas, pero me parecen tan ricas, que vale la pena leerlas una a una. Vamos con la primera, tomada del texto juvenil sólo recogido por Maisie Ward.

La humildad es una cosa grandiosa, emocionante. La exaltadora paradoja del cristianismo y la triste falta de ella en nuestra época es, a nuestro parecer, lo que realmente nos hace encontrar la vida aburrida –como un cínico- en vez de maravillosa –como un niño. Esto, sin embargo, no nos interesa en este momento.
Lo que nos interesa es el hecho desafortunado de que no hay personas en que falte más que entre los socialistas, sean o no cristianos. La protesta -aislada o dispersa- para un cambio completo en el orden social, el constante tocar de una sola cuerda, la contemplación necesariamente histérica de un régimen ya condenado y, sobre todo, el obsesionante murmullo pesimista de una posible desesperanza de vencer a las gigantescas fuerzas del éxito, todo ello, innegablemente, comunica al socialista moderno un tono excesivamente imperioso y amargo.
Y no podemos razonablemente censurar al público buscadinero por su impaciencia ante la monótona virulencia de hombres que lo vituperan constantemente porque no vive a lo comunista y que, después de todo, tampoco lo hacen ellos. De buen grado concedemos que estos últimos entusiastas creen imposible, en el estado presente de la sociedad, practicar su ideal. Pero este hecho, que abona su indisputable sinceridad, arroja una desafortunada indecisión y vaguedad sobre sus acusaciones contra otra gente que se halla en la misma posición.
Comparemos este tono arrogante y airado existente entre los modernos utopistas -que sólo pueden soñar con ‘la vida’- con el tono del cristiano primitivo que andaba atareado viviéndola: por lo que sabemos, los cristianos primitivos nunca consideraron asombroso que el mundo, tal como lo hallaban, fuese competitivo y falto de regeneración: al parecer creían -en su ignorancia precristiana- que no podía ser otra cosa, y todo su interés se concentraba en su propia conducta y la exhortación necesaria para convertirlo. Creían que no era ningún mérito suyo lo que les había permitido entrar en la vida antes que los romanos, sino simplemente el hecho de haber aparecido Cristo en Galilea y no en Roma. Por fin, nunca pareció que abrigaran dudas acerca de que la buena nueva convertiría al mundo con una rapidez y facilidad que no daba lugar a una severa condenación de las sociedades paganas.

Estas palabras son densas y hay que leerlas un par de veces para comprenderlas del todo. Sólo quiero insistir en un punto que enlaza con la entrada anterior: la humildad cristiana no espera la sociedad mejor, sino que directamente se pone a construirla, comenzando por un cambio en primera persona… que es lo que Chesterton echa en falta en sus amigos socialistas. Quizá muchos cristianos de hoy también han olvidado esa virtud de los primeros cristianos.

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‘Manalive’ de Chesterton: la historia del soñador que dice cosas transcendentales

Manalive, de Chesterton: portada de la edición de 'Voz de Papel', Madrid, 2006

Manalive, de Chesterton: portada de la edición de ‘Voz de Papel’, Madrid, 2006

En este apacible verano leo en J.A. Sandoica (Alfa y Omega de 10/7/2014: ‘No es verano, eres tú’, referido a Emily Dickinson) lo que sigue “Emily recoge una experiencia que nos es común: el mar, la arena, la montaña, la libélula de agua, la resina que se destila, la nube que desaparece, todo es demasiado sorprendente como para sorprender”. Por su sabor esta cita me ha llevado a mis lecturas sobre la novelística chestertoniana y, más en concreto, a Manalive. Entre otros aspectos, en ella se aprecia un especial gusto por la naturaleza.

Una naturaleza que en Chesterton se convierte en un elemento literario constante. Naturaleza que es también un leitmotiv de la novela titulada Manalive (Voz de Papel, Madrid, 2006). Manalive es algo más que esto –desde la consideración estilística- pues muestra una serie de propios del estilo (en Chesterton también es algo más que lo que dijera Buffon: ‘L´estile c´est l´homme lui-même’). Me centro en tres rasgos definitorios de la escritura de G.K. Chesterton: la ‘naturaleza’ que supone el gozo de la existencia; el personaje ‘dislocado’ (cerca de nuestro ‘gracioso’ y no muy lejos del ‘grotesco’ cervantino) que aparentemente está fuera de lugar, pero que rebosa gracia y optimismo; y por fin, la temática elevada de índole filosófica y teológica o, mejor, vital.

Ya que la excusa de esta entrada es la lectura de Manalive, con textos de esta novela ejemplificamos las tres constantes referidas, presentes además en El Napoleón de Notting Hill, El hombre que fue jueves, El regreso de Don Quijote. Y comenzamos con nuestro héroe, de arranque va a vivir con su nombre que, como si fuera un hombre bíblico, queda en él personalizado: Innocent Smith.  Es un hombre ágil, abierto a las vidas –terrenal y eterna-, extasiado ante la naturaleza y gozoso ‘paladeador’ de la vida. Es un personaje ‘rare’, pero con la lógica del ‘antilugar común’ y enemigo del juicio a primera vista que es llevado por su alegría de vivir–por oposición a los pesimistas- a desear matar al Hombre Moderno. Leemos: Me propongo guardar esas balas para los pesimistas… píldoras para la gente pálida. Y de esta manera quiero recorrer el mundo como una maravillosa sorpresa, flotar tan ociosamente como las pelusas de los cardos, y llegar tan silencioso como el sol naciente; no ser más esperado que el trueno, no ser más recordado que la brisa moribunda […] Quiero que mis dos dones lleguen vírgenes y violentos: la muerte y la vida después de la muerte. Voy a apuntar mi pistola a la cabeza del Hombre Moderno. Pero no la usaré para matarlo, sólo para traerlo a la Vida (Manalive, 2ª parte, cap. I, El ojo de la muerte o la acusación de homicidio). Innocent es un hombre –si cabe- más extraño a las personas corrientes que, sin darse cuenta, pierden lo que al hombre le es más familiar. Chesterton, ante el dilema de resolver la muerte o cometer un delito, recurre a una paradoja, portadora de sentido alegórico, cercana a la redención: pero no lo usaré para matarlo, sólo para traerlo a la Vida.

El marco natural en que se desenvuelve la situación es un medio que podríamos calificar de edulcorado, como en el texto alusivo a Emily Dickinson y como leeremos en el texto siguiente, en el que se sirve nuestro autor del lugar, no como telón de fondo escenario, sino que –por medio de comparaciones- se siente mimetizado con las pelusas de los cardos, con el sol, con el inesperado trueno: No me diga que confunde el gozo de la existencia con la Voluntad de Vivir […] La cosa que yo vi brillar en sus ojos cuando colgaba de ese puente, era gozo de la vida, no la Voluntad de Vivir. Lo que usted sabía sentado en aquella maldita gárgola era que el mundo bien visto y pesado todo, es un sitio maravilloso y hermoso; lo sé porque yo también lo supe en el mismo instante. Vi ponerse rosadas las nubecitas grises, y vi el relojito dorado en el hueco entre las casas. Esas eran las cosas que usted por nada quería dejar, no la Vida, sea ella lo que fuere (Manalive, parte 2ª, cap.I).

Todo lo que antecede nos ha preparado para llegar a la ‘lógica de los Inocentes’: la lógica que trasciende lo natural, pues está socorrida por el Espíritu. Es una lógica que pretende mantener al hombre indiviso, íntegro, todo entero, sin diversificarse como el Hombre Moderno. Pues este separa su cuerpo de su alma, su quehacer material del espiritual, y su misión pública de la privada. El hombre uno debe vivir el presente con la vista en el presente, pero sin olvidar el futuro que nos mantiene jóvenes. Y así terminamos leyendo: [la muerte] no sólo tiene el fin de recordarnos una vida futura, sino de recordarnos también una vida presente. Con nuestros espíritus débiles, envejeceríamos en la eternidad, si la muerte no nos conservara jóvenes (Manalive, parte 2ª, cap. I).

‘La casa completa’ de Chesterton: sexualidad, hogar y propiedad

El texto de Chesterton de esta semana tiene su punto de partida en la respuesta a un artículo de H.G. Wells -amigos personales y continuos polemistas- en el que afirmaba que el ser humano se había hecho menos sexual. Chesterton reflexiona sobre el tema con su estilo particular, y lo que parecen divagaciones son conexiones con realidades culturales y políticas que encuentran su plenitud -como en tantas otras ocasiones- en nuestro tiempo: nuevamente vemos al mejor Chesterton sociólogo en acción.
El texto está tomado de El amor o la fuerza del sino (Rialp, 1993, pp.281-285), fue publicado en el GK´s Weekly (29.I.1927), y no está en ninguna compilación habitual, por lo que de momento no podemos ofrecer la versión bilingüe. La traducción es de Álvaro de Silva.

Aunque siempre he estado bien familiarizado con la controversia, venga de donde venga, contra viento y marea, no deseo perseguir a H.G. Wells en el sentido literal de ir tras él como si fuera un enemigo que huye; ni seguirle con un tema de conversación que no tiene fin.
Pero un reciente artículo suyo en el Sunday Express dedicado a negar que el hombre exista como un tipo fijo (o, todavía más, que exista en absoluto) tiene un aspecto particular que es especialmente antagonista de la visión que ofrecemos nosotros.
Es obvio, por supuesto, que la noción entera del hombre como un mero tipo de transición, disolviéndose de una figura en otra como una nube, está en contra de nuestro plan de justicia social.
Todos los seres humanos desean una sociedad humana que pueda ser un hogar; un hogar que se acomode al ser humano como un sombrero se acomoda a su cabeza. Pero no se consigue nada entrevistando a cien sombrereros, y probándose mil sombreros, si la cabeza está siempre hinchándose y retorciéndose y haciéndose diferentes figuras, como el humo al salir de una chimenea. Es imposible construir una casa para un hombre que no es siempre hombre, sino que algunas veces es un mamut y otras veces una ballena y a veces un panecillo o un murciélago. Y no hace falta decir que quienes desean no hacer caso de las necesidades de los seres humanos estarán más que contentos al oír hablar de esa mutabilidad de sus necesidades.
El hombre que quiere alimentar a su servidor con picado de forraje estará encantado al oír que el servidor puede estar ya convirtiéndose en una criatura tan vegetariana como una vaca. El hombre que quiere alimentar a su servidor con carroña se pondrá feliz al oír que ya se está de hecho haciendo tan omnívoro como un cuervo.

Pero no es ese mal general de la monomanía evolucionista al que me refiero en este momento. El punto en el que ese reciente pronunciamiento de H. G. Wells corta las líneas de nuestro propio movimiento es el punto sobre la familia. Al proponer esta teoría de que el ser humano ha cambiado, H.G. Wells hace la extraña observación de que se ha hecho menos sexual. Difícilmente será ésa la impresión de la mayoría de la gente que eche una mirada tranquila a la vida y literatura de nuestro tiempo. Pronto se hace evidente que H.G. Wells no quiere decir lo que dice, sino algo muy diferente. Al parecer, lo que quiere decir es que el ser humano se ha hecho menos doméstico. Quiere decir que está menos asentado en sus relaciones sexuales; y parece que de alguna manera misteriosa considera la simple relajación en las relaciones sexuales como una disminución de ellas. Así, Darby y Joan son gente sexual;[1] pero Don Juan y Lotario no lo son. Baucis y Filemón son un caso chocante de sexualidad;[2] pero Júpiter convirtiéndose en un toro, en un cisne y en una lluvia de oro, para perseguir su libertinaje, es una ilustración de cómo un ser divino desdeña por entero el sentimiento sexual. A mí me parece bastante obvio que H.G. Wells está sencillamente usando lo sexual como un término de abuso, con un truco curioso de usar la denuncia puritana en defensa de la filosofía pagana. Susurrar la palabra ‘sexual’ de esa forma tan fiera descubre al eterno maniqueo dentro del materialista.

Pues bien, el principio que aquí nos interesa sobre todo es éste. El sexo es un instinto que produce una institución; y es positivo y no negativo, noble y no ruin, creador y no destructor, porque produce esa institución. Esa institución es la familia: un pequeño estado o comunidad que, una vez iniciada, tiene cientos de aspectos que no son de ninguna manera sexuales: incluye adoración, justicia, festividad, decoración, instrucción, camaradería, descanso. El sexo es la puerta de esa casa, y a los que son románticos e imaginativos naturalmente les gusta mirar a través del marco de una puerta. Pero la casa es mucho más grande que la puerta. La verdad es que hay quienes prefieren quedarse en la puerta y nunca dan un paso más allá; se quedan ‘jugando con amores livianos en el portal’, según las palabras exactas del poema de Swinburne. Generalmente, prefieren hacerlo en el portal de alguna otra persona. En la medida en que puedo entenderlo, H.G. Wells no piensa que ésos merezcan ser marcados con ese horrendo adjetivo. Pero ni siquiera ellos mismos son tan tontos que digan que la casa es solamente una puerta, o que el mundo no contiene casas, sino tan sólo puertas, o que la gente doméstica no tiene sentido alguno, sino tan sólo sexualidad. Sin embargo, H.G. Wells, sea o no sea esto lo que quiere decir, se expone a una duda considerable sobre qué otra cosa puede significar. Cuando las relaciones sexuales se usan para crear relaciones no sexuales, uno se queda asombrado ante el poder expansivo del sexo. Cuando las relaciones sexuales son meramente repetidas de manera casual, y no reproducen nada excepto ellas mismas, da la impresión de no importarle mucho. Ahí vemos de nuevo por un instante –como si estuviera tostado y seco, mirando desde su dorada tumba bizantina- el rostro demente del maniqueo. De cualquier forma, lo cierto es que el sexo puede ser usado con seriedad para construir algo o con frivolidad para echarlo todo a perder; y Wells parece preferirlo cuando echa algo a perder y no cuando lo construye. 

Por ejemplo, es perfectamente obvio que el ‘amante libre’ es sencillamente una persona intentando la idea imposible de tener una serie de lunas de miel sin una sola boda. Se dedica a construir una larga galería que consiste en un montón de puertas sin que haya una casa al final de todas ellas. Como está siempre intentando repetir la parte sexual del programa y no entrar en la parte no sexual, parecería pura demencia decir que se ha liberado de la obsesión del sexo. Y sin embargo, esto es lo que H.G. Wells tiene la audacia de decir a una sociedad concebida al menos en ese espíritu y atiborrada de esa filosofía general. A nosotros nos preocupa y mucho, tanto como para decir lo contrario, no sólo por razones éticas sino económicas. La propiedad en su sentido propio es sencillamente el aspecto económico de esa Cosa positiva y creadora que se inicia por el instinto y acaba en la institución. Es sencillamente el cuidado de esa sólida casa de la que el amor es la entrada romántica. La propiedad debe ser privada porque la familia desea ser privada; porque desea tener en algún grado separación y el gobierno de sí misma; porque la familia insiste en tener su propio gobierno. Y hasta el enemigo da testimonio de este enlace de la propiedad con la domesticidad porque denigra a las dos.

Es indudable que esta institución doméstica es contemplada ahora mismo en sus enormes desventajas, luchando por su vida y casi hecha pedazos por las fuerzas del capitalismo y del materialismo. No diré que no está en su mejor momento porque supongo que esta institución, como la humanidad misma, nunca lo está. Siempre se queda corta de un plan divino; y nunca hubo familia humana completa excepto la Sagrada Familia. Diría que nunca ha estado peor que ahora, pero se debe principalmente a que sus enemigos han hecho todo lo peor que podían contra ella. Ha perdido el sentido juicioso de la protección de la propiedad por la sencilla razón de que la gran mayoría no tiene ninguna propiedad y unos pocos tienen demasiada protección. Su propio poder creador interno –en las artes y artesanías y juegos y otras gracias y dignidades- ha sido machacado con el peso del mundo externo y de todas sus chillonas trivialidades y retumbantes estupideces. Será un problema trazar su perfil real en la maraña; y una lucha formidable construirla de nuevo. Pero si se pierde, se pierde la libertad, y se pierde para siempre. Nada queda sino los reflectores mecánicos y de control remoto del Estado Servil: su luz opresora disparada como rayos mortíferos sobre todos los rincones de la existencia, matando todo lo que crece con vida propia.

[1] Se refiere a los protagonistas de la novela de Maurice Baring, titulada Darby and Joan (Nota del T.)
[2] Ovidio cuenta la historia de este anciano y su mujer, que dieron hospitalidad a Zeus y a Hermes; los dioses, en agradecimiento, transformaron su casa en un templo y les concedieron el favor que pedían: morir los dos al mismo tiempo.

Chesterton defiende otra vez lo medieval: capuchas y ojivas, héroes y santos.

Nota: esta entrada estaba preparada justo cuando nos enteramos del fallecimiento del ilustre medievalista Jacques Le Goff (1924-2014), que trató -igual que Chesterton- de romper mitos asociados a la Edad Media. Sirva este texto de homenaje al gran historiador.

Tras representar a Ricardo Corazón de León en una obra de teatro, Michael Herne –en El retorno de Don Quijote, de 1927, Edición de Cátedra, 2005, pp.335-338)- se ha metido tanto en su personaje que ha decidido mantener la vestimenta que ‘hace’ al personaje. Todos le insisten en que no es lo apropiado, pero él defiende su comportamiento con sólidos argumentos:

Ventanas ojivales del Castillo de Yedra, s.XIII. Cazorla, Jaén, España.

Ventanas ojivales del Castillo de Yedra, s.XIII. Cazorla, Jaén, España.

–Dígame, ¿qué es lo que hace usted cada mañana? –preguntó en el mismo tono de suavidad-. Se levanta, se lava.
–Está bien –concedió Braintree- estoy dispuesto a confesar que me dejo llevar por los convencionalismos.
Pero el otro continuaba con su tema:
–Se pone una camisa, coge después una tira de no sé qué tela y se la ata al cuello con un complicado nudo que sujetan ojales y alfileres. No contento con eso, coge otra tira larga del mismo tejido, del color que le parece más sugestivo, y la enlaza con la anterior desarrollando una complicada espiral de acuerdo a la naturaleza del nudo seleccionado. Y eso lo hace cada mañana, y lo hará toda la vida, y jamás se habrá parado a pensar que pueda hacerse otra cosa como, por ejemplo, clamar a Dios mientras uno se rasga las vestiduras como hacían los antiguos profetas. Y todo esto lo hace por la sencilla razón de que a esa misma hora la mayoría de sus semejantes se encuentran misteriosamente ocupados en una operación idéntica. Y nunca se le ha ocurrido pensar que tal vez se trate de una molestia excesiva y que valdría la pena quejarse de esta práctica. No, es lo que se ha hecho siempre. Y luego dice usted que es un revolucionario y se jacta de llevar una corbata roja.
—Hay algo de verdad en lo que dice —concedió Braintree- ¿pero no querrá hacerme creer que por eso no encuentra maldita la hora en que abandonar su fantástico atavío?
—¿Y por qué le parece mi atavío fantástico? —preguntó a su vez Heme-. Para empezar es mucho más sencillo que el suyo. No hay más que meterlo por la cabeza, y ya está. Pero además tiene otras ventajas que no se descubren hasta que uno no lo lleva puesto por lo menos un día entero. Por ejemplo —y miró al cielo con el ceño fruncido- ya puede llover, nevar, o soplar el viento todo lo fuerte que quiera. ¿Qué haría usted? Correr a la casa para regresar con toda una parafernalia de objetos con los que proteger a esta dama: quizá un horrible e inmenso paraguas que le obligaría a caminar tras ella como detrás del baldaquino del emperador de la China. O quizá toda una colección de impermeables y trajes para la lluvia. Y, sin embargo, con este clima la mayor parte de las veces lo que vendría bien es cubrirse así —y Herne se echó encima la capucha que le colgaba sobre los hombros- y mientras, seguir formando parte de la liga de los ‘Sin sombrero’. ¿Sabe? —añadió bajando la voz- hay algo placentero en eso de llevar capucha. No me sorprendería que de ahí proviniese el nombre del gran héroe medieval, Robin Hood [que significa literalmente, ‘la capucha de Robin’].
Olive Ashley miraba distraídamente a través del valle ondulante cómo el horizonte del paisaje se difuminaba en la neblina brillante del atardecer, y no parecía atenta a la charla. Pero, de pronto, pareció volver en sí. El sonido de aquella palabra había logrado traspasar su ensueño.
—¿Qué quiere decir con eso de que la capucha es un símbolo? —preguntó.
—¿Alguna vez ha mirado el paisaje a través de un arco sin pensar que era tan hermoso como un paraíso perdido? —preguntó a su vez Herne-. El cuadro lo es por razón del marco… el marco delimita y permite que algo pueda ser contemplado. ¿Cuándo comprenderemos que este mundo no es un vano infinito, una ventana en el muro de la nada infinita? Llevando esta capucha llevo conmigo una ventana y puedo decirme a mí mismo: este es el mundo que vio Francisco de Asís y si lo amó tanto fue porque era limitado. La capucha hace el mismo papel de la ventana gótica.
Olive miró a Braintree de reojo y le dijo:
—¿Te acuerdas de lo que dijo Monkey? No, claro —rectificó- fue justo antes de que tú llegases.
—Antes de que yo llegase —repitió Braintree momentáneamente dudoso.
—Antes de que llegases el primer día —respondió ella enrojeciendo y mirando de nuevo al horizonte-. Dijo que seguramente de haber nacido en la Edad Media habría tenido que asomarse a la iglesia mirando por un ventanuco como hacían los leprosos.
—Claro. Una ventana típicamente medieval —añadió Braintree algo avinagrado.
El rostro de aquel hombre disfrazado de personaje medieval llameó súbitamente, casi retando a la batalla.
—¿Quién me mostrará un rey? —rugió- ¿un rey moderno que reine por la gracia de Dios y que vaya a rozarse con los leprosos de los hospitales como lo hizo S. Luis?
—No seré yo quien pague tal tributo para que un rey llegue a reinar —contestó despectivamente Braintree.
Pero el otro insistía:
—Pues hábleme de un líder tan genuinamente popular como S. Francisco. Si ahora viese a un leproso cruzando el césped, ¿sería capaz de correr a su encuentro y abrazarlo?
—Haría lo que cualquiera de nosotros —le defendió Olive-, puede que más.
—Tiene razón —dijo Heme, reportándose-. Ninguno haríamos algo semejante… y eso es lo que el mundo necesita: déspotas y demagogos como aquéllos.
Lentamente, Braintree levantó la cabeza para observarle con atención.
—Como aquéllos —repitió- y frunció más el ceño.

Otra interpretación de ‘Los países de colores’, de Chesterton

En GK y los colores como expresión de la libertad creadora expresé mi interpretación del relato de Chesterton que publicamos el fin de semana pasado, Los países de colores de 1912. Yo me dirigí hacia las pistas que da el personaje misterioso –que se hace pasar por el hermano perdido de Tommy- en cómo hay que ver el mundo y cómo trabajar con las herramientas que tenemos. Particularmente, me fascina el consejo en la prudencia en utilizar el color rojo, el más llamativo e intenso: en el mundo actual queremos una vida intensa, pero una vida plena no es lo mismo que una vida llena de emociones. Volveremos adelante sobre esto, porque he encontrado otros textos que nos permiten seguir estudiando el asunto.

Pero he encontrado otro blog –The Warden’s Walk– en el que recomienda vivamente este relato y realiza un análisis complementario al mío. Traduzco tan sólo un fragmento, que me parece su aportación principal:

“El hombre misterioso -como personaje- me gusta mucho. Tiene sentido del humor, pero habla a Tommy con el debido respeto a la inteligencia del niño. La forma en que conduce su relato tiene la forma de una ‘lección interactiva’ -si se me permite utilizar términos del sistema educativo- muestra una comprensión de la forma de involucrar a los niños en el tema de una manera más profunda. Y aunque resulta un tanto extraño, no resulta amenazante, tan sólo te proporciona la sensación de que sabe cosas que la mayoría de los humanos no saben, y que probablemente podría aparecerse a quien quisiera, a pesar de que dice ser tan humano como el resto de nosotros. O, al menos, que dice haber sido un niño una vez y de haber tenido pensamientos similares a Tommy acerca de la apatía del mundo, lo que quizá no es necesariamente lo mismo”.

A mí me gustaría añadir que tengo dos explicaciones sobre ese hermano mayor:
-como un alter ego del propio Chesterton, explicando a Tommy –un niño cualquiera, como él mismo dice que se llaman los niños en los cuentos- cómo debe ver la realidad.
-una interpretación mística: alguna experiencia del propio Chesterton relativa a su época solipsista y depresiva –que coincidió con su etapa en la escuela de pintura, la Slade School, con 21 años- y que sólo 15 años después se atreve a contar en un relato, cuando apenas escribe relatos cortos que no sean vinculados a historias de detectives. Puede sonar demasiado aventurado, pero yo no la descartaría: el misticismo –que no quiere decir éxtasis ni apariciones- está demasiado presente en la obra de Chesterton como para tomárselo a la ligera.

Chesterton, los colores como expresión de la libertad creadora

El sábado publicamos Los países de colores, un texto que me resulta fascinante, por la densidad de aspectos que podemos descubrir relativos a la forma de entender el mundo que tiene Chesterton. Ésta es mi interpretación:

Chesterton: Dios no nos ha dado los colores en el lienzo, sino en la paleta. Atardecer en La Paz, Bolivia. Pedro Szekely.

Chesterton: Dios no nos ha dado los colores en el lienzo, sino en la paleta. Atardecer en La Paz, Bolivia. Pedro Szekely.

-El Mago proporciona tanto los materiales como la orden de hacerse el mundo a su gusto. Recuérdese la frase de Ortodoxia: Dios no nos ha dado los colores en el lienzo, sino en la paleta (cap.7). El chico que ha pintado es el mismo Chesterton, colocando los colores y advirtiendo las relaciones entre ellos, hablando de su proceso de maduración.
-El mundo creado representa también la obra de quienes llegaron antes que nosotros, realizada con más o menos cabeza, según su comprensión de la realidad. Es decir, la realidad que está ante nosotros es obra nuestra, y es maravillosa, aunque no seamos capaces de verla siempre así. La idea de hacerse un mundo al propio gusto con las herramientas a su disposición es la idea de la vida humana en general, que la Modernidad sitúa esta posibilidad –con la razón como instrumento principal- en el centro de su universo conceptual. En cualquier caso, el libre albedrío, la posibilidad de tomar decisiones –y verse o vernos afectados por sus consecuencias-, es uno de los temas centrales para Chesterton.
-La combinación de colores es por tanto el resultado de nuestra labor. Supone la experiencia de haber utilizado antes las pinturas, lo que significa hacerlo con las precauciones adecuadas. Por ejemplo, si abusamos de un color puede estropear la estampa en su conjunto, y los colores más fuertes –los que más resaltan- han de ser utilizados con prudencia y moderación, so pena de echarlo todo a perder.
-Así, encontramos la paradoja de hacer uno mismo el mundo que ya estaba hecho de antemano, asumirlo como propio y perfeccionarlo con nuestra tarea. La metáfora global es la del piloto náutico inglés que Chesterton glosará en Ortodoxia y en El hombre eterno: la de quien descubre un mundo que ya estaba descubierto –no sólo conocido, sino familiar-, y abre los ojos a la realidad circundante, asumiéndola y perfeccionándola.

Para mí esto es muy interesante: veo al autor del relato volviéndose consciente de que está dentro de otro relato de dimensiones cósmicas. Ésa es la metáfora de la trascendencia, considerada uno de los puntos clave de la obra de Chesterton, que tan estupendamente glosa al concluir el capítulo 4 de Ortodoxia: la existencia de un creador que establece las condiciones y el sentido de este mundo de contornos anticuados que nos ha tocado vivir, y que se muestra ante nosotros con la fuerza de un milagro, milagro que manifiesta la potencia del espíritu sobre la materia (cap.8).

En mi opinión, es el acto de crear, es decir, de la creación artística –la obra de arte en general: pintura, poesía, literatura, etc.- lo que lleva a Chesterton a pensar en la trascendencia, en la necesidad de una inteligencia creadora… que esté en el origen de todo, además proporcionarle personalmente la posibilidad de ser continuador de esa magnífica potencia: es consciente de ser un pequeño dios que puede crear mundos, engarzados en mundo más grande creado por un Dios infinitamente más grande, o también realizarlos en su contra. Ahí está la libertad, la razón, el amor. Todo lo que nos hace buenos y sensatos –la sanity, la mente saludable, el sentido común- son cualidades que alguien diseñó para nosotros, como nosotros diseñamos los colores de nuestro paisaje. Y a esto dedica Chesterton su inteligencia por entero.

Chesterton: la capacidad de contemplación de un hombre sencillo

“Chesterton fue un hombre contemplativo y esta cualidad podía captarse de inmediato en sus conferencias, dictadas a modo de reflexión en voz alta, como recién emergidas de la intimidad y al compás del hacerse el propio pensamiento, en el mismo instante de darse ante el público” (p.11).

Chesterton: El regreso de Don Quijote

Chesterton: El regreso de Don Quijote

Estas hermosas palabras de Pilar Vega corresponden a su magnífica Introducción  a El regreso de Don Quijote (Ediciones Cátedra, 2005, pp.7-180) que esta semana hemos colocado en nuestra sección de artículos y estudios en español. Como se ve por la extensión, no es meramente un prólogo sino todo un profundo estudio, dividido en dos partes:

-La primera es una introducción general a Chesterton: su vida y su obra. Tiene una particularidad muy interesante y es que utiliza como base una amplísima bibliografía, que, además de las obras consagradas, incluye artículos de la Chesterton Review así como la obra colectiva del cincuentenario de la muerte de Chesterton, editado por D.J. Conlon y publicado en Oxford University Press en 1987

-La segunda parte está centrada en la obra que precede, y tiene a su vez dos partes muy interesantes: la propiamente introductoria a la obra de Chesterton y un apartado previo dedicado a la relevancia de Cervantes y el Quijote en Inglaterra, que contextualiza adecuadamente el relato de GK.

El texto es tan magnífico que he optado por ofrecer sólo una pincelada sobre esta faceta tan personal de nuestro querido Chesterton: “Hablaba desde la primera persona, comunicando sus impresiones íntimas, sus experiencias y juicios, en un estilo siempre inmediato, confidencial, de relación directa con el oyente” (p.11). Esa misma sensación producen sus escritos. Y como la experiencia bloguera demuestra, no se puede terminar una entrada sin unas palabras de GK que corroboren lo anterior, seleccionadas entre las que ella misma recoge, esta vez de El Napoleón de Notting Hill (Pretextos, p.27), pero que merecerían quedar bien grabadas en nuestras cabezas:

Si miras una cosa novecientas noventa y nueve veces, estarás perfectamente a salvo; si la miras una milésima vez, te expondrás al espantoso peligro de verla por vez primera.

Chesterton: relato ‘Los países de colores’

Prometí a un ilustre bloguero, Ajaytao -sin duda el más amante de los colores, del que tomo prestada la hermosa fotografía, con todo cariño- que publicaríamos en el Chestertonblog uno de mis relatos favoritos de Chesterton, Los países de colores, que es un relato de 1912 publicado póstumamente en 1938 (Sheed & Ward) en una selección que lleva precisamente el mismo título. En España ha sido publicado por Valdemar (2010, traducción de Óscar Palmer), y ya hemos hecho más de una mención a este libro y a este relato, pues me parece clave para entender a GK.

También lo dedico a Aquileana, porque este relato no es solamente un ejemplo de la ‘otra forma de mirar’ que Chesterton trataba de enseñar –el efecto Mooreffoc, también explicado-, sino que trata también de su ‘visión constructivista’ de la vida -de la que hemos hablado alguna vez-, tanto social como individualmente, expresado a través de la utilización de los colores. Para no alargar excesivamente la entrada, el texto estará solamente en castellano, pero para Ajaytao y los que deseen consultar la versión original, pueden hacerlo en este enlace: The coloured lands bilingüe. Pero entre corchetes, aclaro algunos juegos de palabras que utiliza Chesterton, para enriquecer el relato, y que son imposibles de traducir. Por último, quiero agradecer a Carlos Villamayor que nos haya enviado una versión inglesa para poder ofrecer el relato, como nos gusta, en los dos idiomas.

Los países de colores

Érase una vez un niño pequeño que se llamaba Tommy. En realidad se llamaba Tobías Theodore; el primero porque era un nombre tradicional en la familia y el segundo porque era un nombre completamente nuevo en el vecindario. Es de esperar que sus padres se hubieran puesto de acuerdo para llamarle Tommy, después de haberle llamado Tobías Theodore, movidos por un natural deseo de mantenerlo en secreto. En cualquier caso, si os parece, nosotros le llamaremos Tommy. En los cuentos siempre se asume que Tommy debe de ser un nombre habitual para un niño; igual que siempre se asume que Tomkins debe de ser un nombre habitual para un hombre. Pero en realidad yo no conozco a muchos niños que se llamen Tommy. Y no conozco a ningún hombre llamado Tomkins. ¿Y usted? ¿Alguien, quizá? Ésa, en cualquier caso, sería una investigación demasiado ardua.
Una tarde de mucho calor, Tommy salió a sentarse en el prado frente a la granja que su padre y su madre habían comprado en el campo. La granja tenía una pared encalada y, en aquel momento, a Tommy le pareció excesivamente desnuda. El cielo de verano era de un azul vacuo, que en aquel momento le pareció excesivamente vacuo. La amarilla y mortecina techumbre de paja le pareció excesivamente mortecina y excelsamente polvorienta; y la hilera de macetas con flores rojas que se extendía frente a él le pareció irritantemente recta, de tal modo que le entraron ganas de derribar unas cuantas como si fueran bolos. Incluso la hierba que le rodeaba le impelía únicamente a arrancarla a violentos puñados; casi como si fuera lo suficientemente malévolo como para desear que fuera el pelo de su hermana. Sólo que él no tenía hermana; ni hermanos tampoco. Era hijo único y en aquel preciso momento un hijo que se sentía solo, que no es exactamente lo mismo. Pues Tommy, en aquella tarde calurosa y vacía, era presa de ese estado de ánimo en el que la gente adulta se recoge para escribir libros en los que exponen su punto de vista del mundo, y relatos sobre la vida de casado, y obras de teatro acerca de los grandes problemas de los tiempos modernos. Tommy, como sólo tenía diez años, no era capaz de causar perjuicio a tamaña y tan atractiva escala, de modo que continuó arrancando briznas de hierba como si fueran los verdes pelos de una imaginaria e irritante hermana, hasta que le sorprendió un movimiento y ruido de pasos a su espalda, a un lado del jardín, lejos de la puerta de entrada.
Dirigiéndose hacia él, vio a un joven de apariencia bastante extraña que llevaba puestas unas gafas azules. Vestía un traje de un gris tan claro que casi parecía blanco bajo la enérgica luz del sol; y tenía el pelo largo y suelto, de un rubio tan débil o sutil que prácticamente podría haber sido tan blanco como su ropa. Llevaba un sombrero de paja grande y flexible para protegerse del sol y, presumiblemente con el mismo propósito, hacía girar con la mano izquierda una sombrilla japonesa de un verde tan brillante como el de un pavo real. Tommy no tenía ni idea de cómo había llegado a aquel lado del jardín pero lo más probable le parecía que hubiera saltado por encima del seto.
Lo único que dijo el desconocido, en un tono completamente casual y familiar, fue:
—¿Estás triste? [en inglés, ‘got the blues?’]
Tommy no respondió y quizá no le entendió; pero el extraño joven procedió con gran compostura a quitarse sus gafas azules.
—Las gafas azules son un extraño remedio para la tristeza  —dijo alegremente—. Pero de todos modos mira a través de ellas durante un minuto.
Tommy se sintió impelido por una ligera curiosidad y miró a través de las gafas; ciertamente había algo raro y peculiar en la decoloración de todo lo que le rodeaba: las rosas rojas negras y la pared blanca azul, y la hierba de un verde azulado como las plumas de un pavo real.
—Parece un mundo nuevo, ¿verdad? —dijo el desconocido—. ¿No te gustaría vagar por un mundo azul de vez en cuando? [GK utiliza la intraducible expresión inglesa ‘once in a blue moon’]
—Sí —dijo Tommy, y se quitó las gafas con un aire tirando a desconcertado. Luego su expresión cambió por una de sorpresa, pues el extraordinario joven se había puesto otro par de gafas y esta vez eran rojas.
—Pruébate éstas —dijo afable—. Éstas, supongo yo, son unas gafas revolucionarias. Algunas personas llaman a esto mirar a través de unas gafas con los cristales pintados de rosa. Otros lo llaman verlo todo rojo.
Tommy se probó las gafas y se vio sobrecogido por el efecto; parecía como si todo el mundo estuviera en llamas. El cielo era de un morado resplandeciente o más bien ardiente y las rosas más que rojas parecían al rojo vivo. Se quitó las gafas casi alarmado, sólo para percatarse de que el imperturbable rostro del joven estaba ahora adornado con unas gafas amarillas. Para cuando éstas hubieron sido sustituidas por unas gafas verdes, Tommy pensó que había estado contemplando cuatro paisajes completamente distintos.
—Y así —dijo el joven— te gustaría viajar por un país de tu color favorito. Yo mismo lo hice una vez.
Tommy le contemplaba con los ojos como platos.
—¿Quién eres? —preguntó de sopetón.
—No estoy seguro —respondió el otro—. Pero me da a mí que soy tu hermano largo tiempo perdido.
—Pero yo no tengo ningún hermano —objetó Tommy.
—Eso sólo te demuestra el largo tiempo que llevo perdido —replicó su notable familiar—. Pero te aseguro que antes de que consiguieran perderme, también yo vivía en esta casa.
—¿Cuando eras pequeño como yo? —preguntó Tommy con reavivado interés.
—Sí —dijo el desconocido con seriedad—. Cuando era pequeño y muy como tú. También yo solía sentarme sobre el césped a pensar qué hacer con mi cuerpo. También yo acababa harto del muro blanco e inamovible. También yo acababa harto incluso del hermoso cielo azul. También yo pensaba que la paja sólo era paja y deseaba que las rosas no se alzaran en fila.
—Caramba, ¿y cómo sabes que así es como me siento yo? —preguntó el chiquillo, bastante asustado.
—Caramba, pues porque también yo me siento así —replicó el otro con una sonrisa.
Después, tras una pausa, prosiguió.
—Y también yo pensaba que todo podría parecer diferente si los colores fueran distintos; si pudiera vagar sobre caminos azules entre campos azules y seguir caminando hasta que todo fuera azul. Y un Mago que era amigo mío hizo realidad mi deseo; y me encontré paseando por bosques de enormes flores azules como espuelas de caballero y lupinos gigantescos, con sólo ocasionales destellos de un cielo azul claro extendiéndose sobre un mar de azul oscuro. En los árboles anidaban los arrendajos azules y martines pescadores de un azul brillante. Por desgracia, también estaban habitados por babuinos azules.
—¿No había gente en ese país? —preguntó Tommy.
El viajero hizo una pausa para reflexionar durante un momento; a continuación asintió y dijo:
—Sí. Pero, por supuesto, allá donde haya gente siempre hay problemas. Sería demasiado pedir que todos los habitantes del País Azul se llevaran bien entre ellos. Naturalmente, había un regimiento de asalto llamado los Azules Prusianos. Por desgracia, también había una brigada seminaval muy enérgica llamada los Ultramarinos Franceses. Puedes imaginar las consecuencias.
Hizo otra pausa y a continuación prosiguió:
—Conocí a una persona que me causó una honda impresión. Me topé con ella en un espacio de grandes jardines en forma de luna creciente, y en el centro, sobre un lindero de eucaliptos, se alzaba un enorme y reluciente domo azul, como la Mezquita dé Omar. Y oí una voz atronadora y terrible que parecía zarandear los árboles; y de entre ellos surgió un hombre tremendamente alto, con una corona de enormes zafiros alrededor de su turbante; y su barba era bastante azul. No hará falta aclarar que se trataba de Barbazul.
—Debiste pasar mucho miedo —dijo el chiquillo.
—Quizá al principio —respondió el desconocido—, pero llegué a la conclusión de que Barbazul no es tan negro, o quizá tan azul, como lo pintan. Tuve una charla confidencial con él y la verdad es que también hay que comprender su punto de vista. Viviendo donde vivía, naturalmente tuvo que casarse con esposas que eran medias-azules todas ellas.
—¿Qué son las medias-azules?
—Es natural que no lo sepas —replicó el otro—. Si lo hicieras, simpatizarías más con Barbazul. Eran damas que se pasaban el día leyendo libros. A veces incluso los leían en voz alta.
—¿Qué tipo de libros?
—Almanaques [en inglés, ‘blue books’ libros azules], por supuesto —respondió el viajante—. El único tipo de libro que tienen permitido allí. Ése fue el motivo de que decidiera marcharme. Con la ayuda de mi amigo el Mago obtuve un pasaporte para cruzar la frontera, que era vaga y sombría, como el fino borde entre dos colores del arco iris. Sentí que estaba cruzando sobre mares y prados con los colores de un pavo real y que el mundo se iba volviendo verde y más verde hasta que supe que estaba en el País Verde. Podrías pensar que allí las cosas estarían más tranquilas, y así era, hasta cierto punto. El punto llegó cuando conocí al celebrado Hombre Verde, cuyo nombre ha sido adoptado por numerosas y excelentes tabernas. Y luego también resulta que siempre hay ciertas limitaciones en los trabajos y oficios de aquellos preciosos y armoniosos paisajes. ¿Alguna vez has vivido en un país en el que todos sus habitantes fueran verduleros? No lo creo. Después de todo, me pregunté, ¿por qué deberían ser verdes todos los tenderos [en inglés, se dice ‘greengrocer’]?  De repente me entraron las ganas de ver un tendero amarillo. Vi alzarse frente a mí la imagen resplandeciente de un tendero rojo. Fue más o menos entonces cuando entré flotando imperceptiblemente en el País Amarillo; pero no me quedé mucho tiempo. Al principio me pareció espléndido; una escena radiante de girasoles y coronas de oro; pero pronto descubrí que estaba prácticamente abarrotado de Fiebre Amarilla y de Prensa Amarilla obsesionada con el Peligro Amarillo. De los tres, mis preferencias se decantaban por la Fiebre Amarilla; pero ni siquiera de ella conseguí extraer paz o felicidad. De modo que atravesé un resplandor anaranjado hasta llegar al País Rojo, y allí fue donde descubrí la verdad del asunto.
—¿Qué fue lo que descubriste? —preguntó Tommy, escuchando con mucha más atención.
—Quizá hayas oído —dijo el joven— una expresión muy vulgar acerca de pintar la ciudad de rojo. Es más probable que hayas oído la misma idea expresada de forma más refinada por parte de un poeta muy erudito que escribió acerca de una ciudad roja como las rosas, mitad de antigua que el tiempo . Bueno, ¿pues sabes? Es curioso, pero en una ciudad roja como las rosas resulta prácticamente imposible ver las rosas. Todo es demasiado rojo. Tus ojos acaban cansándose hasta tal punto que bien podría ser todo marrón. Tras haber paseado durante diez minutos sobre hierba roja bajo un cielo escarlata y entre árboles escarlatas, grité en voz alta: “Oh, qué gran error!” Y no pronto hube dicho esto, la visión roja se desvaneció por completo; y me encontré de repente en un lugar completamente distinto; y frente a mí estaba mi viejo amigo el Mago, cuyo rostro y larga y enrollada barba eran de una especie de color incoloro, como el mármol, pero cuyo ojos tenían un cegador brillo incoloro como el de los diamantes.
“Bueno —dijo—, no pareces fácil de complacer. Si no eres capaz de tolerar ninguno de estos países y ninguno de estos colores, más te valdrá hacerte tu propio país”. Entonces miré a mi alrededor para observar el lugar al que me había llevado; y bien curioso que era. Hacia el horizonte se extendían varias cordilleras montañosas, en capas de diferentes colores; se diría que las nubes del atardecer se hubieran solidificado, como en un mapa geológico gigantesco. Y las faldas de las colinas estaban atrincheradas y huecas como grandes canteras; y creo que comprendí sin que nadie me lo dijera que aquél era el lugar original del que provenían todos los colores, como la caja de ceras de la creación. Pero lo más curioso de todo fue que justo delante de mí había una enorme grieta entre las colinas que dejaba pasar una luz del blanco más puro. Al menos en ocasiones pensé que era blanco y en otras una especie de muro hecho de luz congelada o de aire, y en otras una especie de tanque o torre de agua cristalina; en cualquier caso lo curioso era que si echabas encima un puñado de tierra de color, se quedaba allí donde lo hubieras lanzado, como un pájaro planeando en el cielo. Y entonces el Mago me dijo, con cierta impaciencia, que me hiciera un mundo acorde a mis gustos, pues ya estaba harto de oírme quejarme por todo.
»Así que me puse a trabajar con mucho cuidado; primero acumulando gran cantidad de azul, porque pensé que haría destacar una especie de cuadrado de blanco en el medio; y luego se me ocurrió que un reborde de una especie de oro añejo quedaría bien encima del blanco; y desparramé un poco de verde por la parte de abajo. En cuanto al rojo, ya había descubierto su secreto. Si quieres aprovecharlo al máximo has de utilizar muy poco. Así que sólo dispuse una hilera de pequeñas manchas de rojo brillante encima del blanco y justo sobre el verde; y a medida que iba trabajando los detalles, poco a poco me fui dando cuenta de lo que estaba haciendo, que es algo que muy poca gente descubre jamás en este mundo. Descubrí que había recreado, fragmento a fragmento, precisamente el cuadro que tenemos aquí frente a nosotros. Había hecho esa granja blanca con el techo de paja y el cielo veraniego tras ella y ese césped verde por delante; y la hilera de flores rojas tal y como la estás viendo ahora mismo. Y así es como acabaron ahí. Pensé que podría interesarte saberlo.Habiendo dicho esto, se volvió con tanta celeridad que Tommy no tuvo tiempo de volverse para verle saltar sobre el seto, pues se había quedado mirando fijamente la granja con un brillo nuevo en la mirada.

Chesterton contra el ‘ya es demasiado tarde’

Chesterton: Nunca es demasiado tarde para la oportunidad de vivir

Chesterton y la oportunidad de vivir:  Nunca es demasiado tarde. Gifs animados

Encontré ayer en El regreso de Don Quijote (Cátedra, 2005, p.262, cap.6) unas palabras que me hicieron retroceder a cuando tenía 20 años, cuando leí el libro  Confesiones de un pequeño filósofo del escritor español Azorín (1873-1967), escrito cuando tenía poco más de treinta años. Entonces se me quedó grabado –porque yo lo sentía igual- que él siempre vivía con la terrible sensación de ‘ya es tarde’. A lo largo de mi vida, he encontrado a otras muchas personas que lo perciben igual.
Como sucede en sus novelas, Chesterton reflexiona a través de sus personajes. Michael Herne, el protagonista –incluso cuando todavía no sabe que lo es, y quizá precisamente por eso-, cuestiona el comentario de
 ’Monkey’ Murrel. Es la línea de nuestro autor: la filosofía que le interesa –como a Azorín- es la de la vida cotidiana, la que nos afecta a cada uno de nosotros:

Me gustaría saber de qué estamos hablando cuando pronunciamos esa frase que se oye a veces: es demasiado tarde. Porque en ocasiones suena completamente cierta y otras absolutamente falsa. O siempre es demasiado tarde o nunca demasiado pronto. Es como si juzgásemos que sólo en el medio estamos a salvo del realismo o de la ilusión. Sí, todos nos equivocamos, y suele decirse que el hombre que jamás ha cometido un error es el que nunca ha hecho nada. Sin embargo, ¿cree usted que el hombre debería sentirse satisfecho cuando sabe que ha cometido un error y se resigna a no hacer nada más? ¿Cree que podríamos morir en paz habiendo perdido la oportunidad de vivir?

Me encanta este Chesterton vitalista, no un vitalista pagano –que aprovecha el momento o lo pierde irremediablemente- sino poseedor de un vitalismo de plenitud: estamos hechos para algo, para llegar a algún sitio –aunque sea estar en este mismo sitio-, pues también con GK hemos aprendido a ver con otros ojos (la estrategia Mooreffoc). GK cita particularmente el caso del arrepentimiento -quizá pedir perdón, quizá volver a comenzar de nuevo. Pero nunca es demasiado tarde para las cosas buenas.
Concluyo con lo que él mismo denominaba su paradoja: Si merece la pena hacer algo, merece la pena hacerlo mal (Las paradojas de Mr. Pond, explicado enMás sobre paradojas y chestertonadas).

Chesterton: ‘La felicidad es un maestro duro’

Volvemos hoy a comentar algunos párrafos de Esbozo de sentatez (‘La rueda del destino‘, 12-05), con la peculiaridad de hallar a un Chesterton que habla de la felicidad, cuestión que raramente aborda de manera directa. El contexto general –como todo el libro- es la organización socio-económica de nuestra vida, y en particular, la reflexión sobre las máquinas:

La meta de la política humana es la felicidad humana. Para los que tienen ciertas creencias, está condicionada por la esperanza de una felicidad mayor, que aquélla no debe poner en peligro. Pero la felicidad, la alegría del corazón del hombre, es la prueba secular y la prueba real. […] No hay ley lógica ni natural ni ninguna otra que nos obligue a preferir otra cosa.

En esto estamos todos de acuerdo, pero en seguida Chesterton alza su voz contra la tendencia dominante: No tenemos obligación de ser más ricos, ni de trabajar más, ni de ser más eficientes, o más productivos, o más progresistas, ni en modo alguno más pegados a las cosas del mundo o más poderosos, si ello no nos hace más felices.

La idea de fondo es que el maquinismo conlleva desarrollismo y éste, el afán por tener más, por llegar antes, más lejos y mejor. Chesterton nos advierte de que es un espejismo, y que estar sometidos al mundo industrial -como hemos recogido ya antes en varias entradas- puede ser una maldición, aunque sea una maldición maravillosa, práctica y productiva.

El aviso de Chesterton puede parecer exagerado, pero en 1980, los psicolingüístas Lakoff y Johnson, plantearon en Metaphors we live by, ‘metáforas por las que vivimos’ (edición española Metáforas de la vida cotidiana, Cátedra, 1986) que el lenguaje cotidiano está cargado de esos adverbios -antes, más mejor- que introducen tensiones en nuestra vida: un sentido de la competencia entre las personas y entre nosotros mismos que no sólo dificultan la comprensión de la realidad, sino que la encaminan en una determinada dirección. Si lo pensamos bien, igual que las máquinas, cada vez que recibimos un mensaje con un ‘sé feliz’ o ‘disfruta más de la vida’, en cierto modo aplica el mismo principio de la productividad a una faceta de nuestra vida, cuando la felicidad es en realidad una consecuencia del resto de nuestras actividades, y no un acto voluntario: no hay nadie más infeliz que el que continuamente cuestiona su felicidad. (Paradoja: la causa de esta reflexión sobre la felicidad es el deseo de que seamos más felices…)

La humanidad tiene derecho a renegar de la máquina y vivir de la tierra si en realidad le agrada más, como en realidad cualquiera tiene derecho a vender su bicicleta vieja y marchar a pie si le agrada más. Es evidente que la marcha será más lenta, pero no hay obligación de ir más deprisa. […] La felicidad, en cierto sentido, es un maestro duro. Nos dice que no nos compliquemos con demasiadas cosas, a veces mucho más atrayentes que la máquina.

Sin embargo, las categorías de nuestra sociedad se han vuelto cuantitativas, lo que significa que –desde arriba, tanto política como económicamente- todo se mide según las reglas del antes, más y mejor, expresadas en crecimiento económico, PIB y renta per cápita, haciendo fines de lo que sólo son medios. A Chesterton, nuevamente, no le importa ir contracorriente: Si podemos hacer más felices a los hombres, no importa que los hacemos más pobres, no importa que los hagamos producir menos, no importa que los convirtamos en seres menos progresistas -en el sentido de cambiarles simplemente la vida- sin incrementarles su gusto por ella (Esbozo de sensatez, 12-06).