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Repensar con Chesterton (y N. Carr) los efectos de las máquinas en nuestras vidas

Portada de Superficiales, de Nicholas Carr (Taurus, 2011)

Portada de Superficiales, de Nicholas Carr (Taurus, 2011)

Hace tiempo que no tratamos en el Chestertonblog los temas sociales de Esbozo de sensatez y aún hay materiales para rato. La lectura de ‘Superficiales. Qué está haciendo Internet con nuestras mentes’, de Nicholas Carr (Taurus, 2011) profundiza considerablemente en la relación entre el hombre y la máquina y es plenamente coincidente con los textos de GK referidos a los efectos en las personas (Carr se queda en las consecuencias sociales e individuales del plano psicológico, pero no entra en la cuestión de la desigualdad y la proletarización, el capitalismo y la plutocracia dominantes).

Para Chesterton, las máquinas han fascinado a los seres humanos, con su mito del progreso, pero sus efectos perversos apenas se comprenden. Afirma en La fábula de la máquina (Cap.13 de Esbozo de sensatez): Me parece tan materialista condenarse por una máquina como salvarse por una máquina. Me parece tan idólatra blasfemar de ella como adorarla (13-02). Y más adelante: La forma mejor y más breve de decirlo es que en vez de ser la máquina un gigante frente al cual el hombre es un pigmeo, debemos al menos invertir las proporciones, de modo que el hombre sea el gigante y la máquina su juguete. Aceptada esta idea, no tenemos ninguna razón para negar que pueda ser un juguete legítimo y alentador. En ese sentido no importaría que cada niño fuera un maquinista o (todavía mejor) cada maquinista un niño (13-08).

Casi 100 años después de GK y con mucha más experiencia y estudios sobre la materia, veamos algunos ejemplos tomados del libro de Carr:

“Cuando el carpintero toma en su mano un martillo, sólo puede usar esa mano para hacer lo que puede hacer un martillo. La mano se convierte en una herramienta de meter y sacar clavos. Cuando el soldado se lleva los binoculares a los ojos, puede ver sólo aquello que los lentes le permitan ver. Su campo de visión se alarga, pero él se vuelve ciego a lo que tiene más cerca. La experiencia de Nietzsche con su máquina de escribir constituye un ejemplo particularmente bueno de la manera en que las tecnologías ejercen su influencia sobre nosotros: el filósofo no sólo había llegado a imaginar que su máquina de escribir era algo ‘como yo’; también sentía estar convirtiéndose él en una cosa como ella, que su máquina de escribir estaba conformando sus pensamientos. […]
Toda herramienta impone limitaciones, aunque también abra posibilidades. Cuanto más la usemos, más nos amoldaremos a su forma y función. Eso explica por qué, después de trabajar con un procesador de textos durante cierto tiempo, empecé a perder mi facilidad para escribir y corregir a mano. Mi experiencia, según averigüé después, no tenía nada de raro. “La gente que siempre escribe a ordenador a menudo se ve perdida cuando tiene que escribir a mano”, informa Norman Doidge.[…]
Marshall McLuhan elucidaba las formas en que nuestras tecnologías nos fortalecen a la vez que nos debilitan. En uno de los pasajes más perceptivos, aunque menos comentados, de ‘Comprender los medios de comunicación’, McLuhan escribió que nuestras herramientas acaban por ‘adormecer’ cualquiera de las partes de nuestro cuerpo que ‘amplifican’. Cuando extendemos una parte de nosotros mismos de forma artificial, también nos distanciamos de la parte así amplificada y de sus funciones naturales. […]
El precio que pagamos por asumir los poderes de la tecnología es la alienación, un peaje que puede salimos particularmente caro en el caso de nuestras tecnologías intelectuales. Las herramientas de la mente amplifican y a la vez adormecen las más íntimas y humanas de nuestras capacidades naturales: las de la razón, la percepción, la memoria, la emoción. El reloj mecánico, por muchas bendiciones que otorgara, nos apartó del flujo natural del tiempo. Cuando Lewis Mumford describió cómo los relojes modernos habían ayudado a “crear la creencia en un mundo independiente hecho de secuencias matemáticamente mensurables”, también subrayó que, en consecuencia, los relojes “habían desvinculado el tiempo de los acontecimientos humanos”. Weizenbaum, basándose en el razonamiento de Mumford, argumentaba que la concepción del mundo surgida de los instrumentos de medida del tiempo “era y sigue siendo una versión empobrecida de la anterior, ya que se basa en un rechazo de las experiencias directas que formaban la base y de hecho constituían la vieja realidad” (Carr, 2011, pp.251-3).

Cartel de 'Tiempos modernos', de Chaplin. Wikipedia.

Cartel de ‘Tiempos modernos’, de Chaplin. Wikipedia.

La solución es clara para Chesterton. En el capítulo 15 –El hombre libre y el automóvil Ford– insiste nuevamente en las consecuencias del maquinismo para las personas y la sociedad: la dependencia que crean, la monotonía para los trabajadores en serie –pensemos en ‘Tiempos modernos’, de Charles Chaplin-, y la desigualdad que fomentan, un sistema clasista que beneficia a los plutócratas. Por eso, su solución pasa primero por volver a un sistema de pequeña propiedad campesina y, en el ámbito industrial, por la propiedad compartida de las máquinas: Es de importancia vital crear la experiencia de la pequeña propiedad, la psicología de la pequeña propiedad, la clase de hombre que sea pequeño propietario. (15-02).

Por lo tanto, en este compromiso inmediato con la maquinaria, me inclino a inferir que está muy bien usar las máquinas en la medida en que originen una psicología que pueda despreciar las máquinas; pero no si crean una psicología que las respete. El automóvil Ford es un ejemplo excelente de esta cuestión, aún mejor que el otro ejemplo que he puesto del suministro de electricidad a pequeños talleres. Si poseer un coche Ford significa regocijarse con el coche Ford, es bastante triste que no nos lleve más allá de Tooting o el regocijo por un tranvía de Tooting [población al sur de Londres].
Pero si poseer un coche Ford significa gozar de un campo de cereales o tréboles, en un paisaje nuevo y una atmósfera libre, puede ser el principio de muchas cosas. Puede ser, por ejemplo, el final del auto y el principio de una casita de campo. De modo que casi podríamos decir que el triunfo final del señor Ford no consiste en que el hombre suba al coche, sino en que su entusiasmo caiga fuera del coche. Que encuentre en alguna parte, en rincones remotos y campestres a los que normalmente no hubiera llegado, esa perfecta combinación y equilibrio de setos, árboles y praderas ante cuya presencia cualquier máquina moderna aparece de pronto como un absurdo… y más aún, como un absurdo anticuado.
Probablemente ese hombre feliz, habiendo hallado el lugar de su verdadero hogar, procederá gozosamente a destrozar el auto con un gran martillo, dando por primera vez verdadero uso a sus pedazos de hierro y destinándolos  a utensilios de cocina o herramientas de jardín. Eso es usar un instrumento científico en la forma que corresponde, porque es usarlo como instrumento. El hombre ha usado la maquinaria moderna para escapar de la sociedad moderna, y la inteligencia ensalza al instante la razón y rectitud de semejante conducta
. (Esbozo de sensatez, 15-07).

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Así piensa y escribe Chesterton: aprende su método

Desde el principio del Chestertonblog ha existido una etiqueta llamada Método de GK, porque si uno quiere aprender a pensar cómo él, tiene que fijarse en cómo lo hacía, más allá de llamar a Chesterton ‘maestro de la paradoja’, pues realmente llega mucho más lejos que las frases brillantes. Los primeros párrafos del cap.12 de Esbozo de sensatez‘La rueda del destino’– constituyen un ejemplo perfecto: de su forma de ver lo que no ve nadie en la forma de hablar y en sus consecuencias; de argumentar y poner ejemplos; de relacionar los hechos actuales con el pasado; y de volver a insistir en que lo importante son los fines, porque las personas podemos decidir y actuar de muchas formas. Éste es el resumen. Si quieres, deja de leer aquí.

¿La rueda del destino gira sin parar? Freepic.es

La rueda del destino, ¿gira sin parar en la misma dirección? Freepic.es

Pero si quieres disfrutar… continúa leyendo. El capítulo se denomina La rueda del destino, y sale sobre todo al paso de aquellos intelectuales y poderosos que no veían otro camino que el capitalismo tal como se estaba configurando en su tiempo… es decir, lo que tenemos hoy, más o menos. Chesterton discute en este capítulo la primacía de la máquina sobre el ser humano –las máquinas nos hacen muy eficientes, pero polarizan el comportamiento de los hombres y los hacen de dos clases: los más listos las diseñan y hacen funcionar, mientras que otros son meros operarios que hacen lo que la máquina no puede… hasta que se encuentra la forma de sustituirlos. Aunque es largo, el fragmento es tan bueno (párrafos 01-04), que no voy a interrumpir al maestro para resaltar los detalles, así que lo dejo tal cual, aunque separo en subpárrafos para facilitar la lectura –como siempre- y subrayo lo que considero las claves:

El mal que nos esforzamos en destruir se esconde por los rincones, especialmente en forma de frases equívocas en cuyo engaño pueden caer fácilmente hasta las personas inteligentes. Una frase que podemos oír a cualquiera en cualquier momento es aquella de que tal institución moderna ‘ha llegado para quedarse’. Estas metáforas a medias son las que llevan a convertirnos a todos en imbéciles. ¿Cuál es el significado preciso de la afirmación de que la máquina de vapor o el aparato de radiocomunicación han llegado para quedarse? ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que la torre Eiffel ha llegado para quedarse?
Para empezar, es evidente que no queremos decir lo que decimos cuando usamos las palabras con naturalidad, como en la expresión ‘el tío Humphrey ha llegado para quedarse’. Esa última oración puede pronunciarse en tono alegre, o de resignación, o hasta de desesperación, pero no de desesperación en el sentido de que el tío Humphrey sea en realidad un monumento que nunca podrá ser movido de su sitio. El tío Humphrey llegó, y es probable que se vaya dentro de un tiempo; incluso es posible (por doloroso que pueda ser imaginar tales relaciones domésticas) que el último recurso sea hacer que se vaya.
El hecho de que la metáfora se quiebre, aparte de la realidad que se supone que representa, muestra con cuánta vaguedad se usan estas palabras engañosas. Pero cuando decirnos ‘la torre Eiffel ha llegado para quedarse’ somos todavía más inexactos. Porque, para empezar, la torre Eiffel no ha llegado en absoluto. En ningún momento se vio a la torre Eiffel caminando a grandes zancadas, con sus largas patas de hierro, en dirección a París a través de las llanuras de Francia, como aquel gigante de la célebre pesadilla de Rabelais que cayó sobre París para llevarse las campanas de Notre Dame. La silueta del tío Humphrey que se ve venir por el camino posiblemente produzca tanto terror como cualquier torre andante o cualquier descomunal gigante, y probablemente la pregunta que asaltará a todos será si vendrá a quedarse. Pero haya llegado o no para quedarse, lo cierto es que ha llegado. Ha hecho un acto de voluntad, ha empujado o precipitado su cuerpo en determinada dirección, ha agitado sus propias piernas y hasta es posible (porque todos conocemos al tío Humphrey) que haya insistido en llevar él mismo su maleta, para demostrar a esos perros jóvenes y haraganes que todavía puede hacerlo a los setenta y tres años.
Supongamos que lo que realmente hubiera sucedido fuera algo así: algo como un cuento terrorífico de Hawthorne o Poe. Supongamos que nosotros mismos hubiéramos fabricado al tío Humphrey; que lo hubiéramos construido, pedazo a pedazo, como un muñeco mecánico. Supongamos que en determinado momento hubiéramos sentido tan ardiente necesidad de un tío en nuestra vida hogareña que lo hubiésemos fabricado con materiales domésticos. Tomando, por ejemplo, un nabo de la huerta para representar su cabeza calva y venerable, haciendo que un tonel sugiriese las líneas de su cuerpo; rellenando unos pantalones y atándole un par de zapatos, hubiéramos creado un tío completo y convincente, del que podría enorgullecerse cualquier familia. En tales condiciones sería bastante gracioso decir, en el mero sentido social y como una especie de fino embuste: ‘El tío Humphrey ha llegado para quedarse’.
Pero si luego halláramos que el pariente simulado se convertía en una molestia, o que sus materiales se necesitaban para otros fines, seguramente sería muy extraordinario que se nos prohibiera volver a hacerlo pedazos, y que todo esfuerzo dirigido a tal cosa chocara con una respuesta firme: ‘No, no; el tío Humphrey ha llegado para quedarse’. Seguramente nos sentiríamos tentados de responder que el tío Humphrey jamás había venido. Supongamos que se necesitaran todos los nabos para el sostenimiento del hogar campesino. Supongamos que se necesitaran los toneles, esperemos que para llenarlos de cerveza. Supongamos que los varones de la familia se negaran a seguir prestando los pantalones a un pariente completamente imaginario. Es seguro que entonces veríamos el juego del fino embuste que nos llevó a hablar como si el tío Humphrey hubiera ‘llegado’, es decir hubiera llegado con alguna intención, hubiera permanecido con algún propósito y todo lo demás. Esa cosa que hicimos no llegó, y desde luego que no llegó para algo: ni para quedarse ni para irse.
No hay duda de que ahora la mayoría de la gente, incluso en la lógica ciudad de París, diría que la torre Eiffel ha llegado para quedarse. Y sin duda la mayoría de la gente de esa misma ciudad hace algo más de cien años hubiera dicho que la Bastilla había llegado para quedarse. Pero no quedó; abandonó las inmediaciones de forma totalmente repentina. Dicho llanamente, la Bastilla era cosa hecha por el hombre y por lo tanto el hombre podía deshacerla. La torre Eiffel es algo que ha hecho el hombre y que el hombre puede deshacer; aunque quizá podamos considerar probable que transcurra cierto tiempo antes de que el hombre tenga el buen gusto o la cordura de deshacerla.
Pero esta sola frasecita sobre la cosa que ‘llega’ es de suyo suficiente para mostrar algo profundamente erróneo en el funcionamiento de las inteligencias humanas con respecto a este asunto. Es evidente que el hombre debería estar diciendo: ‘He hecho una pila eléctrica. ¿La despedazaré o haré otra?’. En vez de eso, parece estar hechizado por una suerte de magia y se queda contemplando la cosa como si fuera un dragón de siete cabezas; y sólo puede decir: ‘La pila ha llegado. ¿Vendrá a quedarse?’.
Antes de iniciar un discurso sobre el problema práctico de la maquinaria es menester dejar de pensar como máquinas. Es necesario empezar por el principio y considerar el final. Ahora bien, no queremos destruir necesariamente toda especie de maquinaria, pero sí queremos destruir determinada especie de mentalidad. Y es precisamente esa especie de mentalidad que empieza por decirnos que nadie puede destruir la máquina. Aquellos que empiezan diciendo que no podemos abolir la máquina, que debemos usarla, rehúsan usar la inteligencia.

Spoiler:

Sólo repaso los puntos principales:
1.- Los errores se camuflan en el lenguaje: hay que desarrollar una especial sensibilidad para captar los errores del mundo moderno, porque están en el ambiente.
2.- Las ‘medias metáforas’ –frases equívocas– nos hacen pensar erróneamente, sin llegar a darnos cuenta de lo que está en juego… hasta que se naturaliza: La naturalización de nuestras creaciones nos fascina y es un lugar común en la sociología: Marx –entre otros ejemplos- habló del fetichismo de la mercancía; Max Weber se refirió a la jaula de hierro en la que nosotros mismos nos habíamos encarcelado. Pero es difícil percibir esto para la mayoría…
3.- Los ejemplos de la vida cotidiana –el tío Humphrey- o de la historia –la torre Eiffel, la Bastilla- son de lo más característico de su estilo. A mí, personalmente, unas veces me hacen reír y otras me dejan agotado… Pero ojo: son un elemento esencial en su método: la comparación: a veces culta -Poe o Hawthorne- o popular -¡ay el tío Humphrey!- pero siempre es consciente de que debe mostrar otros referentes para hacernos pensar.
4. Es necesario empezar por el principio y considerar el final: Chesterton insiste en esto una y otra vez: atiende al conjunto, no te quedes a medias en los argumentos o en los actos: llega hasta el final.
5. Y la conclusión en este caso –que la gente parece olvidar- es que falta reflexión sobre el sentido de las máquinas: capitalistas, políticos e intelectuales carecen de verdadero sentido común, porque no son capaces de llegar hasta el final: lo que ya hemos descrito.
6. El gigante contra el que afirma luchar es mucho peor que un gigante de carne y hueso, porque es un problema de mentalidad generalizada, de aceptación de lo que hay. Más o menos interesadamente, nadie parece advertir lo que hay tras el lenguaje y en el ambiente: porque lo que es creación humana, puede modificarse, si nos conviene. A quién conviene pensar y cambiar es otro problema: a eso dedica el resto del libro.

¿Este es el método del maestro de la paradoja? Pues yo la veo ahí: es otro ejemplo del pensar a medias, y con etiquetas.

‘Gallo que no canta…’, por Chesterton, sobre el trabajo en el mundo moderno

Prometí hace unos días -al hablar de la ética hacker y el trabajo– que el domingo aparecería el ensayo completo de ‘Gallo que no canta…’, sobre el trabajo en el mundo de hoy. Se ha discutido mucho durante el siglo sobre el tema del trabajo y del ocio, sobre cuál sería el elemento más característico de nuestra época. Lo que no se ha debatido tanto es la cuestión del por qué del trabajo y del sentido del mismo, aunque todos lo pensamos alguna vez, pues es fuente de nuestra identidad.

Capitel románico con hombres trabajando

Capitel románico con hombres trabajando

En este texto, de fuerte contenido humorístico, GK acaba empieza en la Edad Media holandesa, retrocede a la Grecia clásica, se sube a la barca de los pescadores y acaba llegando a casa, sin dejar de pasar por los bancos o la oficina de correos: todo muy propio de su estilo. Fue publicado en 1908 y está recogido en Lepando y otros poemas (Renacimiento, 2003, pp.102-117), y está traducido por Aurora Rice y Enrique García-Máiquez. Si quieres, como siempre, puedes acceder a la versión bilingüe.

Gallo que no canta…

En mi última mañana en la costa de Holanda, cuando sabía que en unas horas estaría en Inglaterra, me fijé en uno de los relieves góticos que abundan en Flandes. No sé si era muy antiguo, aunque desde luego estaba deteriorado e indescifrable y ciertamente era del estilo y de la tradición de la alta Edad Media. Parecía representar hombres doblándose (por no decir retorciéndose) sobre determinados oficios elemen¬tales. Unos parecían ser marineros cazando cabos; otros, creo, estaban segando; otros estaban vertiendo enérgicamente algo de un sitio a otro. Esto es totalmente característico de las pinturas y los relieves de principios del siglo XIII, quizá la época más puramente vigorosa de toda la historia.

Los grandes griegos prefirieron representar a sus dioses y a sus héroes sin hacer nada. Siendo su compostura espléndida y filosófica, siempre hay un matiz que recuerda al amo de muchos esclavos.

Pero si algo les gustaba a los medievales era representar a la gente haciendo algo: dedicados a la caza o a la cetrería o remando en un barco o pisando la uva o haciendo zapatos o cocinando en una cacerola. Quicquid agunt homines votum timor ira voluptas. (Cito de memoria.) La Edad Media está llena de ese espíritu en todos sus monumentos y manuscritos. Chaucer lo conserva en su jovial insistencia en el tipo de oficio y labor de cada personaje.

Era la primera y la más joven resurrección de Europa, el tiempo en el que el orden social se estaba fortaleciendo pero sin haberse vuelto todavía opresivo, el tiempo en el que la fe religiosa era fuerte pero aún no se había exasperado.

Por este motivo, el efecto de los relieves griegos es totalmente diferente al de los góticos. Las figuras en los mármoles del Partenón, aunque a menudo alzan sus corceles un instante en el aire, parecen congelados para siempre en ese instante perfecto.

Pero un relieve medieval parece en realidad una especie de batiburrillo o rebullicio en piedra.

A veces uno no puede evitar la sensación de que los grupos se están moviendo y mezclando, y toda la fachada de la grandiosa catedral tiene el zumbido de una colmena colosal.

Pero estas figuras en particular presentaban una peculiaridad sobre la cual yo no podía estar seguro. Las cabezas que se conservaban eran muy curiosas, y me parecía que tenían la boca abierta. No sé si significaba algo o era un accidente propio de un arte primerizo; pero, mientras reflexionaba, caí en la cuenta de que el canto estaba relacionado con muchas de las tareas ahí representadas, de que existían canciones para segadores cuando siegan y canciones para marineros cuando cazan los cabos.

Todavía estaba pensando en este problema, cuando, recorriendo el muelle de Ostende, escuché a unos marineros articulando un grito medido a la vez que trabajaban. Recordé que los marineros todavía cantan a coro mientras trabajan y cantan, incluso, distintas canciones según qué faena estén haciendo. Y un poco después, terminada mi travesía marítima, la contemplación de los hombres trabajando en los campos ingleses, me recordó de nuevo que todavía hay canciones de siega y canciones para otras muchas labores del campo.

Y de repente me pregunté por qué es (si es que es así) absolutamente inaudito que algún oficio o negocio moderno tenga una poesía ritual. ¿Cómo llegó la gente a cantar poemas toscos mientras recogía ciertos frutos o cazaba ciertos cabos, y por qué nadie hace lo propio mientras produce las cosas de hoy? ¿Por qué un periódico moderno nunca es editado por gente que cante a coro? ¿Por qué los tenderos cantan tan poco, si es que lo hacen alguna vez?

Si los segadores cantan mientras siegan, ¿por qué no deberían los auditores cantar mientras auditan y los banqueros mientras banquean? Si hay canciones para cada una de las cosas que hay que hacer en un barco, ¿por qué no hay canciones para cada una de las cosas que hay que hacer en un banco? Mientras el tren de Dover atravesaba los huertos de Kent, yo intenté escribir unas canciones apropiadas para los señores que se dedican al comercio. Así, los oficinistas de los bancos, en el trabajo de sumar las columnas, podrían comenzar con un atronador coro en alabanza a la suma simple.

¡Ánimo a todos! ¡Fuera pereza! hay muchos cálculos
que realizar. Los astros gritan: —’Dos más dos, cuatro’.
Y aunque reinos y credos caigan, y aunque arruinados
lloremos, y aunque rujan los sofistas…, ¡son cuatro!

También, por supuesto, se necesitaría otra canción para tiempos de crisis financiera y coraje, una canción con unos versos más fieros y pavorosos, como un galope de caballos en la noche:

¡Alerta!
El director perdió el timón, el secretario bebe ron,
y la campana a la tripulación reclama en la cubierta
para bregar…
¡Alerta!
De nuestro barco (o entidad financiera) defenderemos los pendones
hasta que la leyenda refiera
que disparó sus cien cañones por banda…,
antes de que se hundiera…

Al entrar en la nube de Londres, me encontré con un amigo que, precisamente, trabaja en un banco, y sometí a su consideración el uso por parte de sus colegas de estas mis sugerencias poéticas. No se mostró muy ilu¬sionado con el asunto. No era –me aseguró- que des¬preciase los versos ni que lamentase en ningún sentido su tosquedad. No; era más bien un algo indefinible en el ambiente en que vivimos que hace espiritualmente muy difícil que en los bancos se cante. Y creo que mi amigo debe de tener razón, aunque el asunto es muy misterioso. Además, creo que de de haber algún error en las pre-visiones de los socialistas, porque ellos le echan la culpa de todas nuestras aflicciones no a un tono moral, sino al caos de la empresa privada. Pues bien, los bancos son privados; pero el Servicio de Correos es público: en con-secuencia, debería esperarse que, conforme a su naturaleza, Correos acogiera con entusiasmo la idea colectivista de un coro. Imagínense mi sorpresa cuando la señora que atiende la oficina de correos de mi barrio , al animarla yo a cantar, rechazó la idea de una manera mucho más fría que el oficinista bancario. Es más, ella parecía estar considerablemente más depresiva que él. Por si alguien pudiera suponer que esto era efecto directo de los versos, considero justo decir que el «Himno del Servicio de Correos» decía así:

Caen cartas sobre Londres como cae la nevada;
y, como el raudo rayo, se entrega el telegrama.
Son noticias que anuncian la boda de una dama
o que una dulce anciana ha siso asesinada.
CORO (con ritmo enérgico y alegre)
O que una dulce anciana ha sido asesinada.

Y cuanto más pensaba sobre el asunto, más tristemente seguro estaba de que las cosas más típicamente modernas no pueden ser hechas cantando a coro. Uno no podría ser un financiero importante y cantar, porque la esencia de un financiero importante es estarse callado. Ni si quiera se puede en la mayoría de los círculos modernos ser un hombre público y cantar, porque la esencia de un hombre público es hacer casi todo en privado. Nadie se imagina un coro de prestamistas. Todo el mundo conoce la historia de aquel cuerpo de voluntarios formado por abogados que, cuando el coronel en el campo de batalla ordenó: «¡Carguen!», dijeron al unísono: «Son seis chelines con ocho peniques». Los hombres pueden contar mientras cargan militarmente, pero no si cargan en sentido crematístico.

Y al final de mis reflexiones, no he llegado más que al mismo sentimiento subconsciente de mi amigo, el oficinista bancario: hay algo espiritualmente sofocante en nuestra vida, no exclusivamente en nuestras leyes, sino en toda nuestra vida. Los oficinistas bancarios carecen de canciones no porque sean pobres, sino porque están tristes. Los marineros son mucho más pobres. Volviendo a casa, pasé por un pequeño edificio de latón perteneciente a alguna agrupación religiosa, que estaba siendo sacudida por un griterío del mismo modo que vibra una trompeta con su propia música. Al menos allí estaban cantando; y yo tuve por un instante una idea que ya había tenido antes: que sólo encontramos lo natural en lo sobrenatural. La naturaleza humana se siente perseguida, y se ha acogido a sagrado.

Chesterton y la ética hacker: ¿cantar en el trabajo?

Las entradas de estos días referidas a la Edad Media están relacionadas con la ética hacker, por cuanto ésta cuestiona hasta el fondo el sentido calvinista del trabajo por el trabajo o el trabajo como dinero, que nace precisamente en el siglo XVI. Por esto, hay varios fragmentos del libro de Pekka Himanen La ética del hacker relacionados con la Edad Media para los que podríamos encontrar cierto parangón en textos de Chesterton, dedicados a las tareas que realizaban y cómo las realizaban nuestros antepasados.

Richard Stallman

Richard Stallman

Uno de ellos está dedicado al placer de cantar colectivamente mientras trabajaban, mientras iban poco a poco sacando adelante sus obligaciones. Pescadores, campesinos, artesanos etc. -como todos vimos en Blancanieves y los siete enanitos– tenían cánticos entre sus tradiciones colectivas que incrementaban la satisfacción. Y Chesterton, que lo asocia al placer de estar juntos realizando las faenas, lo explica en el fantástico ensayo «Gallo que no canta», publicado en español por Renacimiento en Lepanto y otros poemas (2003), traducido espléndidamente -como siempre- por Rice y Gª Máiquez (pp.108-113)Todo esto viene también a cuento de que Pekka Himanen recoge en su libro (p.49-50) la Free Software Song, compuesta y grabada para Internet por Richard Stallman, un controvertido defensor del software libre, que veremos. Pero antes hay que explicar el sentido chestertoniano -en realidad, social- del canto en el trabajo: De repente me pregunté por qué es (si es que es así) absolutamente inaudito que algún oficio o negocio moderno tenga una poesía ritual. […] Si los segadores cantan mientras siegan, ¿por qué no deberían los auditores cantar mientras auditan y los ban­queros mientras banquean? Si hay canciones para cada una de las cosas que hay que hacer en un barco, ¿por qué no hay canciones para cada una de las cosas que hay que hacer en un banco? Mientras el tren de Dover atravesa­ba los huertos de Kent, yo intenté escribir unas cancio­nes apropiadas para los señores que se dedican al comer­cio. Así, los oficinistas de los bancos, en el trabajo de sumar las columnas, podrían comenzar con un atrona­dor coro en alabanza a la suma simple:

¡Ánimo a todos! ¡Fuera pereza! hay muchos cálculos
que realizar. Los astros gritan: —’Dos más dos, cuatro’.
Y aunque reinos y credos caigan, y aunque arruinados
lloremos, y aunque rujan los sofistas…, ¡son cuatro!

(Up my lads, and lift the ledgers, sleep and ease are o’er.
Hear the Stars of Morning shouting: ‘Two and Two are Four’.
Though the creeds and realms are reeling, though the sophists roar,
Though we weep and pawn our watches, Two and Two are Four.)

También, por supuesto, se necesitaría otra canción para tiempos de crisis financiera y coraje, una canción con unos versos más fieros y pavorosos, como un galope de caballos en la noche:

¡Alerta!
El director perdió el timón, el secretario bebe ron,
y la campana a la tripulación reclama en la cubierta
para bregar…
¡Alerta!
De nuestro barco (o entidad financiera) defenderemos los pendones
hasta que la leyenda refiera
que disparó sus cien cañones por banda…,
antes de que se hundiera…

(There’s a run upon the Bank
Stand away!
For the Manager’s a crank and the Secretary drank, and the Upper Tooting Bank
Turns to bay!
Stand close: there is a run
On the Bank.
Of our ship, our royal one, let the ringing legend run, that she fired with every gun
Ere she sank.)

¡Qué bien vienen esos versos para la crisis actual! Si los hubieran tenido en cuenta… Pero -continúa GK- por si los empleados públicos se animasen más aún que los de la empresa privada a entonar cánticos colectivamente, también para ellos compuso su canción, como ésta, para los de la oficina de Correos:

Caen cartas sobre Londres como cae la nevada;
y, como el raudo rayo, se entrega el telegrama.
Son noticias que anuncian la boda de una dama
o que una dulce anciana ha siso asesinada.

CORO (con ritmo enérgico y alegre)
O que una dulce anciana ha sido asesinada.

(O’er London our letters are shaken like snow,
Our wires o’er the world like the thunderbolts go.
The news that may marry a maiden in Sark
Or kill and old lady in Finsbury Park.

CHORUS (with a swing of joy and energy)
Or kill and old lady in Finsbury Park.)

Pero Chesterton es consciente de que sus propuestas no van a tener el éxito que desearía: Al final de mis reflexiones, no he llegado más que al mismo sentimiento subconsciente de mi amigo, el oficinista bancario: hay algo espiritualmente sofocante en nuestra vida, no exclusivamente en nuestras leyes, sino en toda nuestra vida. Los oficinistas bancarios carecen de canciones no porque sean pobres, sino porque están tristes.

Ahora es el momento de exponer los versos de Stallman, la Free Software song, una vez que comprendemos el sentido ritual de la misma, al tiempo que nos impregnamos del espíritu animoso y liberador, del empuje social que Chesterton detecta en el hecho de cantar juntos:

Únete a nosotros, comparte el software;
libérate, hacker, libérate.
Únete a nosotros, comparte el software;
libérate, hacker, libérate.
Los avaros amasan mucho dinero;
pues qué bien, hacker, pues qué bien.
Pero no ayudan a su prójimo;
y no puede ser, hacker, no puede ser.
Cuando tengamos bastante software libre
en nuestro poder, hacker, en nuestro poder,
esas necias licencias las tiraremos,
lo vas a ver, hacker, lo vas a ver.
Únete a nosotros, comparte el software;
libérate, hacker, libérate.
Únete a nosotros, comparte el software;
libérate, hacker, libérate.

Join us now and share the software
You’ll be free, hackers, you’ll be free.
Hoarders may get piles of money,
That is true, hackers, that is true.
But they cannot help their neighbors;
That’s not good, hackers, that’s not good.
When we have enough free software
At our call, hackers, at our call,
We’ll throw out those dirty licenses
Ever more, hackers, ever more.
Join us now and share the software;
You’ll be free, hackers, you’ll be free.

Estoy seguro de que estas letrillas no nos animarán a cantar mientras trabajamos, pero, además de hacernos sonreír, nos harán pensar en el sentido de nuestra tarea, individual y colectivo. Para tener la panorámica general de Chesterton, el próximo domingo publicaremos el ensayo completo, pero no me resisto a ofrecer ya las últimas líneas del texto, tan específicamente suyas: Volviendo a casa, pasé por un pequeño edificio de latón perteneciente a alguna agrupación religiosa, que estaba siendo sacudida por un griterío del mismo modo que vibra una trompeta con su propia música. Al menos allí estaban cantando; y yo tuve por un instante una idea que ya había tenido antes: que sólo encontramos lo natural en lo sobrenatural. La naturaleza humana se siente perseguida, y se ha acogido a sagrado.

Chesterton y la ética hacker: pasión y creatividad

Para mucha gente, un hacker es un pirata informático, lo que en realidad se llama cracker. Los hackers son ciertamente apasionados de la informática que -más allá de dedicar muchas horas a los ordenadores- suelen compartir un conjunto de criterios. Pekka Himanen (Helsinki, 1974), es un filósofo que ha estudiado los principios por los que se rigen, que van mucho más allá del software y el acceso libres, y los ha recogido en La ética del hacker y el espíritu de la era de la información (2001), al que se puede acceder directamente –faltaría más- pulsando en el enlace o en la foto. La lectura de este libro me ha hecho pensar lo que Chesterton hubiera disfrutado con él, y dedicaré varias entradas a comentarla.

Himanen portada de La etica del hacker 2

Himanen parafrasea un título del sociólogo Max Weber (1864-1920), La ética protestante y el espíritu del capitalismo, para realizar un estudio –riguroso, aunque accesible- sobre la forma de ver el trabajo antes y después de la Reforma protestante –que no podemos desarrollar aquí-, y que vino a cambiar los planteamientos vitales, no sólo con respecto al  propio trabajo, sino que trajo toda una serie de consecuencias, al hacer de él un fin en sí mismo, o bien dirigirlo –en el mundo capitalista- al dinero. El tiempo es oro, acabaría por decir Benjamín Franklin, empujándonos a una sociedad compartimentalizada y estrictamente organizada en torno a la realización de tareas y consecución de bienes de consumo: el beneficio propio –expresado en los negocios o el bienestar- es el centro de una sociedad individualista.

La ética hacker, por el contrario, se apoya sobre otra serie de principios: la pasión por realizar lo que nos atrae, la libertad para llevarlo a cabo, el intercambio de conocimientos, la preocupación responsable –los demás como fin en sí mismo, a diferencia de nuestra sociedad mercantilizada-, especialmente por los que están en el límite de la supervivencia.

Como dice Himanen, «el hacker que vive según esta ética a estos tres niveles -trabajo, dinero, nética– consigue el más alto respeto por parte de la comunidad. Y se convierte en un héroe genuino cuando consigue honrar el séptimo y último valor. Este valor ha venido recorriendo todo el libro y, ahora, en el capítulo séptimo, puede ser explicitado: se trata de la creatividad, la asombrosa superación individual y la donación al mundo de una aportación genuinamente nueva y valiosa» (p.101 de la versión pdf).

Hay muchas relaciones entre los ideales proclamados por los hackers y Chestserton, pero no es posible glosarlos ahora: reconocimiento de la Edad Media, disfrute de la vida –frente a los puritanos trabajadores-, los manifiestos en forma de cánticos y otras humoradas que aparecen en el libro, etc. Un día desarrollaré la coincidencia entre la defensa del domingo que realiza Himanen y un de los personajes centrales de la novela El hombre que fue jueves, llamado precisamente Domingo, organizador de todo el tinglado. Hoy sólo destacamos la cita de Himanen relativa a la creatividad. Como dice J.C. de Pablos en «La libertad creadora en la vida y el pensamiento de Chesterton» (p.221):

«Es el acto de crear, es decir, de la creación artística –la obra de arte en general: pintura, poesía, literatura, etc.- lo que lleva a Chesterton a pensar en la trascendencia, en la necesidad de una inteligencia creadora… que esté en el origen de todo, además de proporcionarle personalmente la posibilidad de ser continuador de esa magnífica potencia: es consciente de ser un pequeño dios que puede crear mundos, engarzados en mundo más grande creado por un Dios infinitamente más grande. […] Chesterton se sintió libre para crear, y lo hizo de una manera ingente y variada, pues cultivó multitud de géneros. Sus obras están constituidas por mundos fantásticos e improbables –cualquiera de sus novelas largas, todas ellas imbuidas de un sentido alegórico que supera con creces al sentido realista convencional- y mundos verosímiles –como sus novelas cortas e historias de detectives, de formas realistas que le granjearon el fervor y admiración de sus colegas de género».

Toda la teoría de la creatividad de Chesterton se resume en estas palabras de Ortodoxia (cap.7): Dios no nos ha dado los colores en el lienzo, sino en la paleta.

Chesterton: elogio de la madera

Me he topado por casualidad con una representación de la imagen de la Inmaculada de Alonso Cano, el genial artista barroco, que se conserva en la catedral de Granada. Este tesoro rodeado de tesoros es una talla de unos 50 cm de altura realizada inicialmente para el facistol de la catedral, que hoy preside la sacristía.

Como si fuera un clic de ratón, me han venido a la cabeza unas palabras sobre la madera que leí el otro día en uno de los ensayos recogidos en Los países de colores. El ensayo en cuestión está dedicado a la caja de pinturas y es, cómo no, una variación sobre uno de los temas que fascinan a GK, la posibilidad de creación, la creatividad que tenemos los seres humanos. Volvamos a la madera:

«Es la más fascinante y las más simbólica de las sustancias, ya que tiene la dureza esencial justa para resistirse al aficionado y la maleabilidad necesaria para convertirse en un instrumento musical en manos de un experto. Trabajar la madera es el ejemplo supremo de creación; la creación en un material que se resiste lo justo pero ni un ápice de más. No resulta por tanto de extrañar que el mejor en tomar forma de hombre fuera carpintero».

Inmaculada de Alonso Cano seleccion