Archivo mensual: abril 2014

Alba Rico: Chesterton, un ‘monstruo’ que ríe

Santiago Alba Rico. Foto: La jiribilla

Santiago Alba Rico. Foto: La Jiribilla

Recogemos hoy la segunda entrada al texto de Santiago Alba Rico, ‘La revuelta del hombre corriente’, publicado en el n.56 de la revista Archipiélago (2003) que la semana pasada colgamos en la página de estudios en español. Como señalamos, Alba Rico se distancia en la visión cristiana de Chesterton, pero si en la entrada anterior admira su lucidez ante la modernidad, los fragmentos que hoy publicamos son un mini ensayo sobre la risa de Chesterton. Vale la pena leerlo: no es chistoso, sino profundo y divertido, porque está escrito al estilo del Maestro.

«Un hombre que amaba, al mismo tiempo, los cuentos y las paradojas y que era ‘inglés’ no podía dejar de sentirse atraído por el cristianismo y más aún por su versión católica: una religión de vírgenes que paren, de monoteísmos trinos y de dioses que se encarnan para morir en la cruz (y cuya sangre hay que beberse y cuya carne hay que comerse en una espe­cie de taberna sin derecho de admisión). El cristianismo de Chesterton es tan sensato que uno sospecha de él, pero no de la sensatez. Leyendo Ortodoxia a uno le vienen ganas de creer como leyendo Gargantua a uno le vienen ganas de crecer. Chesterton concibe el cristianismo como la prolongación natural que vendría a completar el paganismo y, en este sentido, la modernidad no señalaría sino una trágica ruptura con los dos. Es así: frente a dos verdades contradictorias (el mundo y Dios) los grie­gos habrían tomado sólo la primera; el cristianismo habría cogido las dos verdades y la contradicción juntas; la modernidad, por su parte, tan racional ella, para evitar incurrir en contradicción, se habría deshe­cho de ambas. […] Los griegos vivieron en un mundo alegre y en un universo triste; los orientales en un universo alegre, pero en un mun­do triste; los cristianos viven en un mundo alegre y en un universo alegre. Los modernos, por su parte, son tristes en todas partes.

La tradición es la democracia de los muertos. Como todos los reac­cionarios que le precedieron (De Maistre, De Bonald o Burke), Chester­ton vuelve la cabeza hacia la religión y hacia el pasado. Pero esta visión suya de la tradición, que choca con la superstición progresista de la modernidad, protesta no menos contra la gazmoñería nostálgica de los que defienden mal el Antiguo Régimen. Al contrario que el modelo de De Maistre o De Bonald —o el solemne y pomposo de Chateaubriand—, la propuesta de Chesterton no está regida por el orden, la jerarquía y el san­to temor religioso que baja púdicamente los ojos ante los placeres y los señores ‘naturales’. Como los islamistas de hoy, que tanto le hubiesen horrorizado, Chesterton sólo reconoce ‘majestad’ a Dios (y a veces no tanta como para no imaginárselo como a un niño que todas las mañanas pide al sol: hazlo de nuevo, sin cansarse jamás del ‘truco’ de la aurora). El cristianismo de Chesterton es jocundo, goliárdico, rabelesiano, saltarín, risueño, un poco palurdo y bastante irreverente; el pasado que anticipa, como la cosa al mismo tiempo más vieja y más nueva del mundo, es el de un curioso universo en el que sólo la familia lleva ya siglos haciendo realidad todos los sueños anarquistas, las tabernas aseguran una especie de comunismo inalcanzable para los gobiernos y la más pe­queña comunidad de vecinos es más grande, más libre, más alegre, más democrática y hasta más lujosa que todas las falsas anchuras del cosmopolitismo.

Bueno, quizás Chesterton no tenía razón. Quizás el cristianismo es tan sombrío y cinchador como lo he vivido yo. Quizás el pasado fue siempre igual de malo que el presente. Quizás Chesterton era sencillamente un monstruo. Era sin duda un monstruo: una de esas bestias mitológicas, mitad camionero mitad filósofo, que sólo existen ‘de hecho’. Porque hace falta ser un monstruo para reírse a mandíbula batiente y con los dos pul­mones abiertos de par en par como lo hizo él. Uno se ríe de las cosas que ‘importan’, es decir, de las que no podemos comprender, de las que des­bordan y revelan nuestra pequeñez: la tormenta, el sexo, la multitud, la música, o cualquier otra forma de milagro. Pero nos reímos también de los que no comprenden, de aquello o aquellos que desbordamos y que revelan públicamente por eso nuestra grandeza. En este sentido la risa es una afirmación de superioridad y hasta de legitimidad por contraste, tal y como la ‘blandura’ de una naranja ‘legitima’ de algún modo la dure­za de un cuchillo. Mediante la risa nos manifestamos vencidos por lo que es más grande que nosotros; pero mediante la risa vencemos a los que son más pequeños o menos fuertes. Las víctimas están particularmente expuestas por su ‘seriedad’; además de matarlas, podemos burlarnos de ellas y quizás lo que las hace vulnerables, lo que nos autoriza —o tien­ta— a matarlas es precisamente que son ‘risibles’. Por eso el cristianismo siempre sospechó de la risa como cosa del demonio. Puede que sufrir una injusticia, como quería Sócrates, sea mejor que cometerla, pero es siempre mucho menos ‘divertido’. Resignados o no. todos estamos de acuerdo en que el poder, la inteligencia y el pecado son más alegres: la risa pertenece al mundo de Voltaire, del Marqués de Sade o de Nerón. Pero esto es precisamente lo que Chesterton no aceptaba. Chesterton es el pri­mero, el único, que demuestra que lo contrario también es posible. ¿Puede alguien reírse de los poderosos por su poder, de los pecadores por sus pecados, de los rebeldes por su desprecio de los mansuetos? ¿Puede al­guien, por ejemplo, reírse de Nietzsche y su faústica transvaloración de todos los valores? Sólo él. […]

Todas las paradojas de la obra de Chesterton se funden y se levantan en esa, de carácter literario, inscrita en la biología misma de su estilo; a partir de ese estilo, el autor de Ortodoxia construyó —y no sólo ima­ginó— un mundo inédito, invertido, en el que las vírgenes se ríen de los libertinos, los padres de familia, de los solteros, los sedentarios, de los viajeros y en el que, en definitiva, la virtud se ríe del vicio, la debilidad se ríe de la fuerza y la subordinación se ríe a carcajadas del poder. Y éste es el criterio último de autoridad en el que reposa la irrefutabilidad de los argumentos de Chesterton: pues si la virtud puede reírse del vicio y la debilidad, puede reírse del poder, la virtud y la debilidad ‘tienen razón’. Si la virtud puede reírse del vicio y la debilidad puede reírse del poder, entonces la virtud y la debilidad son humana (y no sólo moralmente) ‘su­periores’.

Al igual que otros reaccionarios (De Maistre o Schmitt) Chesterton entendió muy bien la modernidad capitalista y nos proporcionó argu­mentos contra ella. Pero, al contrario que todos los otros reaccionarios, Chesterton nos hace reír. Una amiga muy inteligente me decía hace poco que Chesterton corrige a los ateos obligándoles a introducir en sus vidas el milagro y corrige a los místicos obligándoles a tener en cuenta el paga­nismo. ¿Fue un reaccionario? Si es bueno leer a los reaccionarios contra las aporías de la Ilustración, es bueno leer a Chesterton contra las melan­colías de todos los fanáticos».

Anuncio publicitario

El padre Brown en el acto de pensar

Esta entrada sobre el Padre Brown es estupenda. Tenemos una deuda pendiente con el Padre Brown en el Chestertonblog, necesitamos especialistas en él que quieran colaborar.

Yerbas de infantería

Uno de los placeres del lector es cogerle cariño a un personaje y entusiasmarse con una cualquiera de sus apariciones. Los detalles más nimios empiezan a disfrutarse. Es entonces cuando uno se acerca más al pulso del escritor, a lo que éste sintió cuando hizo al personaje irrumpir en la escena y, por ejemplo, quitarse el sombrero o ruborizarse.

Me empieza a pasar esto con el padre Brown, de Gilbert Keith Chesterton. Estoy leyendo sus relatos en la magnífica traducción de Miguel Temprano García, en Acantilado.

Desde el conjunto de relatos que conforman ‘El candor del padre Brown’, me tiene atrapado este sencillo y sagaz sacerdote. A cada instante hay una genialidad solemne de Chesterton (lo es que, por ejemplo, que Brown afirme, en ‘La cruz azul’, eso de ‘salvé la cruz, la cruz se salvará siempre’) y mil toques de elegancia (por ejemplo, cuando, en ‘El jardín secreto’…

Ver la entrada original 296 palabras más

Chesterton: ensayo ‘El restablecimiento de la filosofía. ¿Por qué?’

Chesterton: ¿Es capaz cada uno de conocer el fundamento de su propia forma de pensar?

Chesterton: ¿Es capaz cada uno de reconocer el fundamento de su propia forma de pensar?

El texto de GK de esta semana corresponde a El hombre corriente (Espuela de Plata, Sevilla, 2013) y está estupendamente traducido por Abelardo Linares, con alguna matización por nuestra parte. Es un texto inteligentísimo, y es una llama a conocer el origen del pensamiento de cada uno, especialmente de aquellos que se consideran librepensadores. Ojalá todos fuéramos capaces de expresar nuestras propias convicciones -fueran las que fueren- con la capacidad de Chesterton:

La mejor razón para un resurgir de la filosofía es que, a menos que un hombre tenga una filosofía, le ocurrirán cosas horribles. Será práctico; será progresista; cultivará la eficiencia; confiará en la evolución; realizará el trabajo que tenga más a mano; se dedicará a los hechos, no a las palabras.
Así, derribado por un golpe tras otro de ciega estupidez y fortuito destino, andará dando tumbos hasta una muerte miserable, sin otro consuelo que una serie de reclamos, tales como los que catalogué antes.
Todo eso no es más que un simple sustituto de los pensamientos. En algunos casos son los apéndices y los últimos extremos de los pensamientos de otro.
Eso significa que un hombre que se niega a tener su propia filosofía no tendrá siquiera las ventajas de una bestia bruta, que vive según su instinto. Sólo dispondrá de los restos usados de la filosofía de algún otro; y eso es algo que las bestias no se ven obligadas a heredar; de ahí su felicidad.
Los hombres siempre tienen una de estas dos cosas: o una filosofía completa y consciente, o la aceptación inconsciente de los pedacitos rotos de alguna filosofía incompleta, destrozada y a menudo desacreditada. Esos pedacitos son las frases, que ya cité: eficiencia, evolución y todo lo demás.
La idea de ser ‘práctico’, así aislada, es todo lo que queda de un pragmatismo que no puede sostenerse en pie del todo. Es imposible ser práctico sin un ‘pragma’. ¿Y qué ocurriría si acudiéramos al primer hombre práctico que encontremos y le preguntáramos al pobre por su ‘pragma’? Hacer el trabajo que tenemos más cerca es una tontería evidente; aunque esto se haya repetido en muchos álbumes. En nueve casos de cada diez significaría realizar el trabajo para el cual estamos menos capacitados, tal como limpiar ventanas o golpear al guarda en la cabeza.
‘Hechos, no palabras’ es en sí mismo un ejemplo excelente de ‘Palabras, no pensamientos’. Es un hecho arrojar una piedra a un lago y es una palabra la que envía un recluso a la horca. Pero la verdad es que existen palabras absolutamente fútiles, y esta especie de filosofía periodística mezclada con ciencia popular está formada casi enteramente por ellas.

Algunos temen que la filosofía los aburra o los aturda, porque creen que no sólo es una retahíla de palabras largas, sino una maraña de ideas complicadas.
A esas personas se les escapa el aspecto más importante de la moderna situación. Esos son exactamente los males que todavía perduran, principalmente por falta de una filosofía.
Los políticos y los periódicos siempre están usando palabras largas. No es un completo consuelo que las usen mal. Las relaciones políticas y sociales se han complicado más allá de toda esperanza.
Son mucho más complicadas que cualquier página de metafísica medieval; la única diferencia está en que los hombres de la Edad Media podían desenredar la maraña y seguir las complicaciones; y los modernos no pueden. En nuestros días las cosas más prácticas, como las finanzas y la política, son terriblemente complicadas. Nos contentamos con tolerarlas porque nos contentamos con comprenderlas mal, no con entenderlas.
El mundo de los negocios necesita de la metafísica… para que lo simplifique.
Sé que estas palabras serán recibidas con desprecio y con ásperas aseveraciones de que éste no es momento para tonterías y paradojas, y que lo que realmente se necesita es un hombre práctico que venga y aclare el problema.
Y sin duda aparecerá un hombre práctico, uno de la interminable sucesión de hombres prácticos; y sin duda vendrá y sacará unos cuantos millones para él mismo y dejará el lío más embarullado que antes; como ha hecho anteriormente cada uno de los demás hombres prácticos.
La razón es perfectamente simple. Este tipo de persona un tanto burda e inconsciente siempre añade algo a la confusión; porque él mismo tiene dos o tres diferentes motivos en el mismo momento y no distingue entre ellos.
Ya enredados en su mente, sin esperanza, un hombre tiene: 1º. un intenso y humano deseo de enriquecerse; 2º, un deseo un tanto pedantesco y superficial de progresar y marchar de acuerdo con el mundo; 3º, un profundo disgusto porque lo crean demasiado viejo para estar a la altura de la gente joven; 4º, un cierto patriotismo o espíritu público, vago pero genuino; 5º, un concepto falso de un error cometido por H. G. Wells, en la forma de un libro sobre la evolución.
Cuando un hombre tiene todo esto en la cabeza y ni siquiera trata de clasificarlo, mediante consenso y aclamación unánime es llamado un hombre práctico.
Pero no se puede esperar que el hombre práctico enmiende la impracticable confusión, pues no puede aclarar la confusión de su propia mente, y mucho menos la de su propia comunidad y civilización, extraordinariamente complejas.
Por algún motivo extraño, se acostumbra a decir que este tipo de hombre práctico ‘conoce sus propias ideas’. Pero naturalmente, eso es lo primero que no conoce. En unos pocos casos afortunados, tal vez sepa lo que quiere, como lo sabe un perro o un chiquillo de dos años; pero ni aun entonces sabrá para qué lo quiere. Y es el cómo y el por qué lo que se debe considerar cuando se investiga el modo en que cierta cultura o tradición ha llegado a verse en un embrollo.
Lo que necesitamos, como lo comprendieron bien los antiguos, no es un político que sea también hombre de negocios, sino un rey que sea filósofo.

Pido disculpas por la palabra ‘rey’, que no es estrictamente necesaria al sentido, pero sugiero que precisamente sería una de las funciones del filósofo detenerse en tales palabras y determinar su importancia o su falta de importancia.
La República Romana y todos sus ciudadanos tuvieron hasta el final horror a la palabra ‘rey’. En consecuencia, inventaron y nos impusieron la palabra ‘emperador’.
Los grandes republicanos que fundaron América también tenían horror a la palabra ‘rey’, que por tanto reapareció con el especial matiz de Rey del Acero, Rey del Petróleo, Rey del Cerdo y otros monarcas similares, hechos de materiales similares.
La labor del filósofo no es necesariamente condenar la innovación o negar el distingo. Pero tiene el deber de preguntarse qué es exactamente lo que hay en la palabra ‘rey’ que le disgusta a él o a otros.
Si lo que le disgusta es que un hombre use la piel moteada de un animal llamado armiño, o que un clérigo le coloque a un hombre un aro de metal en la cabeza, decidirá de un modo. Si lo que le disgusta es que un hombre tenga vastos e irresponsables poderes sobre otros hombres, puede decidir de otro modo. Si lo que le disgusta es que la piel o tales poderes pasen de padre a hijo, deberá averiguar si esto ocurre actualmente en el mundo del comercio.
Pero, de todos modos, tendrá la costumbre de examinar el asunto por el pensamiento, por la idea de lo que le gusta o le disgusta; y no sólo por el modo como suena una sílaba o como lucen tres letras que comienzan con una ‘R’.

La filosofía es sólo pensamiento que ha sido pensado. A menudo es muy aburrida.
Pero el hombre no tiene alternativa, entre sufrir la influencia de pensamientos que han sido pensados y no sufrir la influencia de pensamientos que no han sido pensados. Esto es lo que comúnmente llamamos cultura y civilización hoy en día.
El hombre siempre sufre la influencia de alguna clase de pensamientos, los propios o los de algún otro; los de alguien en quien confía o los de alguien de quien nunca oyó hablar; pensados de primera, segunda o tercera mano; pensados a partir de desacreditadas leyendas o de rumores no verificados; pero siempre algo con la sombra de un sistema de valores y una razón para su preferencia.
El hombre siempre examina todo por medio de algo. La cuestión aquí es saber si alguien examinó alguna vez el examen.

Tomaré un ejemplo entre los mil que existen. ¿Cuál es la actitud de un hombre común cuando se le cuenta un suceso extraordinario: un milagro? Me refiero a eso que vagamente se llama sobrenatural, pero que tendría que llamarse más exactamente preternatural. Pues la palabra sobrenatural se aplica sólo a lo que es más alto que el hombre y una buena cantidad de milagros modernos tienen la apariencia de venir de lo que es considerablemente más bajo.
De cualquier modo, ¿qué dicen los hombres modernos cuando aparentemente se los confronta con algo que (por usar la trillada frase), no puede explicarse naturalmente?
Pues bien, la mayoría de los modernos, de inmediato se pone a decir tonterías. Cuando algo así se menciona corrientemente, en novelas, diarios o revistas, el primer comentario es siempre algo parecido a: “¡Pero, mi querido amigo, estamos en el siglo XX!”.
Merece la pena tener ciertos conocimientos de filosofía, aunque sea sólo para evitar hacer el tonto de un modo tan horrible. A fin de cuentas tiene menos sentido que decir: “¡Pero, mi querido amigo, estamos a martes por la tarde!”. Si los milagros no pueden ocurrir, no pueden ocurrir ni en el siglo XX ni en el XXI. Si pueden ocurrir, nadie sería capaz de probar que existe una época en que no puedan ocurrir.
Lo mejor que puede decirse del escéptico es que no puede decir lo que quiere expresar, y sea lo que sea lo que quiere expresar, no puede expresar lo que dice. Si sólo quiere decir que se puede creer en los milagros en el siglo XII, pero no se puede creer en ellos en el siglo XX, entonces se equivoca nuevamente, tanto en la teoría como en la práctica.

Se equivoca en la teoría porque el reconocimiento inteligente de las posibilidades no depende de una fecha sino de una filosofía. Un ateo podría no creer en el siglo I y un místico podría seguir creyendo en el siglo XX.
Y se equivoca en la práctica, porque todo muestra que habrá muchos milagros y mucho misticismo en el siglo XXI; y sin duda alguna su cantidad va en aumento en el siglo XX.

Pero sólo he tomado esa primera agudeza superficial porque hay un significado en el simple hecho de que viene primero; y su misma superficialidad revela algo de lo subconsciente. Son agudezas casi automáticas; y las palabras automáticas tienen cierta importancia en psicología.
No seamos demasiado severos con el digno caballero que informa a su querido compadre que estamos en el siglo XX. En las misteriosas profundidades de su ser, hasta ese enorme asno en realidad quiere decir algo.
El quid de la cuestión es que no puede explicar lo que quiere decir; y esa es la razón para una mejor educación filosófica.
Lo que quiere decir es esto, poco más o menos: “Hay una teoría que explica este misterioso universo, por la cual, en realidad, se inclinó cada vez más gente durante la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX; y hasta ese punto al menos, la teoría creció con los inventos y los descubrimientos de la ciencia, a los que debemos nuestra actual organización –o desorganización- social. Esa teoría sostiene que causa y efecto han obrado desde el principio en una ininterrumpida secuencia como un destino inalterable; y que no hay voluntad tras ese destino; de modo que debe obrar por sí misma en ausencia de esa voluntad, como una máquina debe funcionar en ausencia del hombre. En el siglo XIX hubo más personas que sostuvieron esa particular teoría del universo. Yo, personalmente, la sostengo, y por lo tanto es evidente que no puedo creer en milagros”.
Todo eso tiene mucho sentido; pero también lo tiene la afirmación contraria: “Yo no sostengo esa teoría; y por lo tanto es evidente que puedo creer en los milagros”.

La ventaja de un hábito filosófico elemental es que le permite a un hombre comprender, por ejemplo, una afirmación como esta: “Si puede o no haber excepciones a un proceso, depende de la naturaleza de ese proceso”.
La desventaja de no tener ese hábito es que un hombre se impacientará ante esa perogrullada tan sencilla; y lo llamará jerigonza filosófica. Pero seguirá hablando y dirá: “No podemos tener esas cosas en el siglo XX”. Y eso es verdadera jerigonza.
Sin embargo seguramente se le podría explicar la primera aseveración en términos bastante sencillos. Si un hombre ve que un río corre cuesta abajo día tras día y año tras año, está muy justificado en calcular, hasta podríamos decir en asegurar, que seguirá así hasta que desaparezca.
Pero no está justificado para decir que no puede correr cuesta arriba hasta que sepa realmente por qué corre cuesta abajo. Decir que lo hace por gravitación responde a la cuestión física y no a la filosófica. Sólo repite que hay una repetición; no toca la cuestión más profunda de si esa repetición puede ser alterada por cualquier cosa fuera de ella. Y eso depende de si hay algo fuera de ella.
Por ejemplo, supongamos que un hombre ha visto al río en sueños. Puede haberlo visto en un centenar de sueños, siempre repitiéndose y siempre corriendo cuesta abajo. Pero eso no impediría que el sueño centésimo fuera distinto y el río trepara la montaña; porque el sueño es un sueño y hay algo fuera de él.
La simple repetición no prueba la realidad o lo inevitable de algo. Debemos reconocer la naturaleza del objeto y la causa de la repetición.
Si la naturaleza del objeto es una Creación y la causa un Creador, en otros términos, si la repetición misma es sólo la repetición de algo determinado por la voluntad de una persona, entonces no es imposible para esa misma persona determinar algo distinto.
Si un hombre es un tonto por creer en un Creador, entonces es un tonto por creer en un milagro; pero no de otra manera. De otra manera es simplemente un filósofo que es consecuente con su filosofía.

Un hombre moderno tiene absoluta libertad para elegir una u otra filosofía.
Pero lo que realmente le ocurre al hombre moderno es que no conoce siquiera su propia filosofía, sino sólo su propia fraseología. Sólo puede responder al próximo mensaje espiritual de un espiritista o a la próxima cifra confirmada por los médicos de Lourdes, repitiendo lo que generalmente no son más que frases; o, en el mejor de los casos, prejuicios.

De ese modo, cuando un hombre tan brillante como H.G. Wells dice que tales ideas sobrenaturales se han convertido en algo imposible ‘para personas inteligentes’, él –en ese momento- no habla como una persona inteligente.
En otros términos, no habla como un filósofo; porque ni siquiera dice lo que quiere expresar. Lo que quiere decir no es que sea ‘imposible para las personas inteligentes’, sino ‘imposible para los monistas’ o ‘imposible para los deterministas inteligentes’.
No es una negación de inteligencia sostener un concepto coherente y lógico en un mundo tan misterioso. No es una negación de inteligencia creer que toda experiencia es un sueño. No es signo de falta de inteligencia creer que es una ilusión, como creen ciertos budistas; y mucho menos creer que es un producto de una voluntad creadora, tal como creen los cristianos.
Siempre nos dicen que los hombres ya no deberían estar divididos de un modo tan abrupto por sus distintas religiones. Como paso inmediato en el progreso, es mucho más urgente que estén divididos más clara y abruptamente por distintas filosofías.

El texto también está en su versión bilingüe, y explicado en dos entradas del Chestertonblog: la dedicada a las consecuencias sociales de la falta de filosofía y a rebatir los errores del materialismo.

Alba Rico: Chesterton representa la ‘revuelta del hombre corriente’

Santiago Alba Rico

Santiago Alba Rico

El texto que esta semana incorporamos a los estudios en español es de Santiago Alba Rico, ‘La revuelta del hombre corriente’, publicado en el n.56 de la revista Archipiélago (2003). Fue un número dedicado a ‘la inquietante lucidez del pensamiento reaccionario’ –por parte de una publicación que se considera de izquierdas-, y por tanto, no podía faltar un texto sobre GK, escrito por uno de quienes han escrito algunas de las cosas más interesantes sobre él. Hemos decidido seleccionar fragmentos para un par de entradas, que nos muestran algunos puntos de vista de Alba Rico sobre GK: constituye una atractiva aportación crítica con la modernidad, pero también marcada –como sucede siempre con las cuestiones religiosas e ideológicas- por la experiencia personal del autor del texto, honesto en sus afirmaciones. Como siempre, están en cursiva las palabras de Chesterton. He aquí la primera selección:

“¿Es Chesterton un pensador reaccionario? Chesterton es sobre todo dos cosas: un anticapitalista que ama los cuentos y un católico tradicionalista que detesta las convenciones. No soportaba las injusticias y no soportaba las estupideces y trató de demostrar que la injusticia es siempre el resultado, o la exigencia, de alguna tontería compartida. […]

Chesterton no fue nunca un moralista y sí, muchas veces, un revolucionario intratable –aunque siempre jocundo- a punto de alargar la mano hacia la empuñadura de la espada. Buscaba ‘hechos’ por todas partes, incluso en los cuentos, y cuando encontraba uno podía remover cielo y tierra, sin reparar en obstáculos ni respetar palacios, a partir de él. Por eso su pensamiento teológico es inseparable de su vocación política. Es justamente famosa, por ejemplo, esa inducción que, en Lo que está mal en el mundo, le lleva desde ‘el pelo de una niña’ al menos tan lejos como a un bolchevique el concepto de ‘relaciones de producción’ o de ‘lucha de clases’: Empiezo con el cabello de una niña. Sé que eso al menos es algo bueno. Y enseguida: Con el pelo rojo de una rapazuela traviesa de las cloacas prenderé fuego a toda la civilización moderna. En medio, el razonamiento es impecable: Cuando una niña quiere llevar el pelo largo, tiene que tenerlo limpio; como tiene que tenerlo limpio, no tendrá que tener una casa sucia; como no tiene que tener una casa sucia, tendrá que tener una madre libre y llena de tiempo; como tiene que tener una madre libre, no tendrá que tener un arrendatario que es un usurero; como no tendrá que existir un arrendatario que es un usurero, tendrá que haber una redistribución de la propiedad; como tendrá que haber una redistribución de la propiedad, habrá una revolución.

El pelo de una niña… o la cerveza. Éstas son las cosas que la razón debe proteger. En una novelita poco conocida en España, La hostería volante, un proscrito hace rodar por toda Inglaterra, huyendo de la justicia, el último barril de cerveza de la isla después de que un decreto gubernamental haya ordenado el cierre de todas las tabernas en nombre del ecu­menismo y el entendimiento entre las culturas. Allí donde el fugitivo se para y abre la espita, enseguida cristaliza una sociedad en miniatura, como una perla alrededor de un grano de arena. Chesterton era inglés y amaba la cerveza, es cierto, pero sólo un pésimo lector pretendería que está tratando de defender una ‘costumbre nacional’ o un ‘gusto perso­nal’ del asalto de una razón más alta o más humana. Todo lo contrario: lo que Chesterton busca demostrar novelescamente es que el ecumenismo limita el mundo, es provinciano, localista y, por lo tanto, inhumano. Ningún autor es más universal que Dickens, hasta el punto de que hasta los más refinados pedantes pueden entenderlo, según la expresión de Chesterton; y lo es precisamente por algo que tiene que ver con los abo­minables ponches y estofados de carne que Pickwick trasiega en las posa­das, enfrente de la chimenea. Cuando Chesterton defiende la cerveza de­fiende en realidad las tabernas y cuando defiende las tabernas defiende en realidad algo mucho más universal y razonable que el ecumenismo y la razón: defiende la sociabilidad. El ecumenismo separa a los hombres; la cerveza los une.

La modernidad –que Chesterton apenas distingue del capitalismo- es sobre todo una nueva persecución del Hombre Común y la única libertad que ha reportado, y sólo a algunos hombres, es la libertad para fundar una secta. El Rey del Acero, el Rey del Petróleo, el Rey del Puerto han sustituido al Rey de los cuentos (lo que necesitamos, como lo comprendieron los antiguos, no es un político que sea a la vez hombre de negocios, sino un rey que sea filósofo), en la peor forma de ‘oligarquía’ que haya conocido la historia: porque es la única que, so pretexto de humanizar, educar y emancipar a los hombres, les ha privado de las relaciones en las que se reconocían humanos, de los medios materiales con que se educaban a sí mismos y de los espacios en los que se sentían libres, tres territorios en los que ni los más feroces de los tiranos se habían atrevido jamás a penetrar. Chesterton odiaba el capitalismo por tres motivos: porque era feo, porque era injusto y porque era necio. […] El capitalismo, además, obligó al hombre común a dejar su oficio y su herramienta para fabricar veinte décimas partes de un alfiler en lugar de un alfiler completo, dio libertad a los ricos para ser más ricos concediendo generosamente a los pobres el permiso para ser más pobres e hizo ‘progresar’ rápidamente toda la riqueza de los hombres hacia las manos de los seis habitantes más inescrupulosos del planeta. Pero el capitalismo, sobre todo, es necio.

Chesterton, decíamos, era un anticapitalista que amaba los cuentos y un tradicionalista católico que odiaba las convenciones. ¿Qué son los cuentos? Las reservas indias de los ‘hechos’. ¿Cuál es el mayor convencionalismo? La rebeldía. Eso es algo, en efecto, que ha hecho todo el mundo, y de la misma manera, a una determinada edad, y la modernidad no ha hecho sino generalizar y prolongar su propia manera en una especie de eterna adolescencia. En el relato más arriba citado, Conversión de un anarquista, el protagonista se convierte a las excelencias del matrimonio religioso después de oír a los contertulios del libérrimo club defender precisamente las mismas cosas que él pensaba: pero es que las defendían mal. Desde el punto de vista intelectual, la modernidad se caracteriza por esta paradoja que sacaba de quicio a Chesterton y que él identificaba con la forma más ridícula —y más exacta— de dogma: la de un montón de gente diciendo al mismo tiempo las mismas cosas que todos sus con­temporáneos para distinguirse de ellos. Es fácil imaginar cuánto hubiese horrorizado a nuestro autor la expresión acendrada, meteorológica y extrema de esta ilusión de distinción: la publicidad televisiva (todas esas pequeñas sectas disputándose a muerte la exclusividad de un someti­miento común). Y Chesterton, en algún sentido, tenía razón sugiriendo como más sensata la paradoja inversa: si hay que distinguirse de los demás, hagámoslo –diantres- para parecernos a todo el mundo. No hay nada más convencional, acomodaticio, funcional e integrador que la rebeldía moderna” (Alba Rico: ‘Chesterton, la revuelta del hombre común‘, pp-26-29).

Chesterton y la verdadera aventura: promover un ideal social

Hoy volvemos a Esbozo de sensatez, el libro que estamos estudiando en el Club Chesterton de Granada, con un párrafo verdaderamente extraordinario. Los que seguimos habitualmente a Chesterton sabemos tiene debilidad por la crítica a los ‘progresistas’ y a los ‘hombres prácticos’ (ya desde Herejes y Ortodoxia…). Hoy recogemos el último apartado del capítulo 17 de Esbozo de sensatez, que nos hace pasar un rato extraordinario, divirtiendo mientras nos hace pensar con su clarividencia del mundo actual. El contexto es la difusión del distributismo –una sociedad de propietarios- inspirándose en los pioneros de Canadá, que supieron fundar sólidas comunidades campesinas. Parecerán extemporáneas las expresiones relativas a fundar imperios, pero todos sabemos que GK no era en absoluto imperialista: se trata de referirse al ideal de establecerse y extender el propio ideal. Sin embargo, la modernidad ha modificado difuminado los ideales, a favor del cambio continuo y la vivencia de emociones. Dejemos que lo explique el propio Chesterton:

Alonso Morales, Venezuela. Pintura moderna al óleo

Autor: Alonzo Morales, Venezuela. Pintura al óleo moderna

El problema práctico es la meta. El concepto de pionero ha decaído, como el concepto de progresista, y por la misma razón. La gente podía seguir hablando de progreso mientras no estuviera pensando puramente en el progreso. Los progresistas poseían en realidad alguna noción del fin del progreso. Hasta el pionero más práctico tenía una idea vaga e indefinida de lo que quería.
Los progresistas confiaban en la tendencia de su época, porque creían, o al menos habían creído en un cuerpo de doctrinas democráticas que suponían un proceso de establecimiento. Y los pioneros o fundadores de imperios estaban llenos de esperanza y de valor porque, para hacerles justicia, la mayoría de ellos creían –al menos en forma confusa- que la bandera que llevaban simbolizaba la ley y la libertad y una civilización más perfecta.
Por tanto, buscaban algo y no buscaban puramente por buscar. Pensaban subconscientemente en el final del viaje y no en un viaje sin fin. No sólo se estaban abriendo paso a través de una selva, sino que estaban construyendo ciudades. Conocían más o menos el estilo arquitectónico de sus futuras construcciones, y creían sinceramente que era el mejor estilo del mundo.
El espíritu de aventura ha fracasado porque se ha dejado en manos de los aventureros. La aventura por la aventura se convirtió en algo como el arte por el arte. Los que habían perdido todo sentido de fin, perdieron todo sentido del arte y aun de lo accidental.
Ha llegado el momento de volver a vivificar, a afirmar el objeto del progreso político o la aventura colonial en todos los campos, pero especialmente en el nuestro. Incluso si pintamos la meta del peregrinaje como una especie de paraíso campesino, esto será mucho más práctico que emprender un peregrinaje sin meta. Pero es todavía más práctico insistir en que no queremos insistir sólo en lo que se llaman cualidades del pionero, que no queremos presentar solamente las virtudes que logran una aventura. Queremos que los hombres piensen no sólo en el lugar que tendrían interés en hallar, sino en el lugar en donde les agradaría quedarse.
Aquellos que quieren sólo hacer revivir las esperanzas sociales del siglo XIX no deben ofrecer una esperanza sin fin, sino la esperanza de un fin. Aquellos que deseen continuar la construcción de la antigua idea colonial deben dejar de decirnos que la Iglesia del Imperio se apoya enteramente en una piedra que rueda. Porque es un pecado contra la razón decir a los hombres que es mejor viajar llenos de esperanza que llegar; cuando llegan a creerlo, nunca más vuelven a viajar con esperanza (Esbozo de sensatez, 17-15).

Chesterton: un burro triunfa… siendo un burro

el-numero-1-antena-3Publicábamos hace unos días La falacia del éxito, un texto de GK en el que critica el afán por triunfar, lo que le proporciona la ocasión de ofrecernos alguna de sus chestertonadas:

Para empezar, no hay tal cosa como el éxito. O, si lo quieres poner así, no hay nada que no tenga éxito. Que algo tiene éxito sólo quiere decir que algo es: un millonario es exitoso siendo un millonario y un burro es exitoso siendo un burro. Cualquier hombre vivo ha tenido éxito viviendo, cualquier hombre muerto puede haber tenido éxito cometiendo suicidio. Pero, pasando de la mala lógica y la mala filosofía de la frase, podemos tomarla, como lo hacen estos escritores, en el sentido ordinario de éxito en obtener dinero o posición social (01).

Considero este párrafo especialmente importante, porque efectivamente, nuestro mundo vive obsesionado con el éxito individual. Es posible que el éxito haya ampliado su campo de lo crematístico -corrupción y ‘pelotazos’ son indicadores de que sigue siendo importante- a ser el mejor en el terreno profesional de cada uno, las aficiones, el deporte o cualquier otro ámbito de la actividad humana en el que podamos pensar y en el que participemos, y al menos en el entorno o contexto de las personas con las que habitualmente nos relacionamos: familia, amigos, conocidos, etc.

Es perfectamente obvio que en cualquier ocupación decente, tal como colocar ladrillos o escribir libros, hay sólo dos modos, en cualquier sentido especial, de tener éxito. Uno es haciendo un muy buen trabajo, el otro es haciendo trampa y ambos son demasiado simples como para requerir cualquier explicación literaria. Si vas por el salto de altura, entonces salta más alto que nadie o consigue fingir que lo has hecho (01) […] Más allá de las reglas del juego, todo es cuestión de talento o deshonestidad (02).

Ese deseo de triunfar que nos pide la sociedad de nuestro tiempo, ese pedirnos más, puede resultar paradójico: podemos ser conscientes de nuestras limitaciones y dado que no queremos hacer trampas, podemos establecer entonces un criterio subjetivo para el éxito, que ya no sería un aplauso de los demás, simplemente conseguir determinadas metas personales, llegar a hacer algo que nos hayamos propuesto o, simplemente, ‘ser nosotros mismos’, y recibir… nuestro propio aplauso, nuestra propia satisfacción.

Burro de seguirlasendaCreo que hay que distinguir un deseo sano de hacer algo de provecho y una obsesión insana por triunfar, objetiva o subjetivamente. Por fortuna, la expresión -equivalente a un insulto- ‘ser un fracasado’ no ha llegado a extenderse en España de la forma que podemos ver en algunas películas norteamericanas, pero existe realmente ese miedo al fracaso. Además esa obsesión puede ser tan insana, que nos lleve a engañarnos a nosotros mismos y se nos olvide que lo importante es vivir honestamente, pendientes de nuestras obligaciones y de las personas que nos rodean. Dicho con palabras del propio Chesterton –y nadie se dará por ofendido, viniendo del maestro-, un burro es exitoso siendo un burro.

Un Domingo de Pascua en la vida de Chesterton

El pasado jueves presentamos la Introducción de J. Thompson al volumen Por qué soy católico (El buey mudo, 2010). En ese texto, su autor relata un acontecimiento ocurrido en la vida Chesterton tal día como hoy, un Domingo de Pascua de 1920. Que sean sus palabras que las que narren lo sucedido:

La Madonna escondida de Rafael

La Madonna escondida de Rafael. Blogs.publico.es

“Describir la senda que Chesterton recorrió desde su posición de librepensador Victoriano de su juventud hasta su entrada en el catolicismo en 1922 significaría la composición de su biografía espiritual, libro que todavía está por escribir. De todos modos, esa historia puede bosquejarse. En los primeros años del siglo XX había encontrado refugio en la Iglesia anglicana y, más concretamente, en el anglo-catolicismo que se enorgullece de preservar la auténtica fe católica, en oposición a la perversión que significa Roma. Pero Chesterton no se sintió cómodo durante mucho tiempo en esa especie de camino intermedio; más de diez años antes de abrazar el catolicismo romano se dio cuenta de lo inadecuado del compromiso del anglo-catolicismo. Las razones que le obligaron a retrasar durante tanto tiempo dar el paso definitivo a Roma siguen siendo un misterio, aunque varios autores atribuyen esta demora a su reticencia a crear una separación entre él y su esposa, que seguía siendo por entonces muy fiel a la Iglesia anglicana.
“Sin embargo, una necesidad urgente obligó a Chesterton a seguir adelante.
“Indiscutiblemente era un hombre dividido, en el que tanto su mente como su corazón le empujaban a Roma, mientras que la lealtad a su mujer le exigía obedecer a Canterbury. Uno no puede dejar de pensar en ese momento crucial, en ese instante de crisis en el que se sentía obligado a llevar a cabo un acto que ya no podía rechazarse. Ese momento aparece en algún pasaje de El manantial y la ciénaga que ilustra el leitmotiv de su viaje espiritual. En la rica y bella textura de sus palabras sale a la luz ese grito exultante de gozo, de agradecimiento y alivio.
“En 1920, al regreso de un viaje a Tierra Santa, los Chesterton desembarcaron en Brindisi, el puerto del Adriático que se encuentra en la costa meridional de Italia. Allí, el domingo de Pascua, una revelación iluminó la conciencia de Chesterton, irradiando con su luz refulgente la Verdad implacable. Recordando más tarde este hecho, escribió:

Los hombres necesitan una imagen clara y bien perfilada, una imagen que les defina de forma instantánea lo que distingue al catolicismo de lo que dice ser cristiano o que, incluso, es cristiano en cierto sentido. Ahora apenas puedo recordar un tiempo en el que la imagen de Nuestra Señora no se alzase en mi mente de forma completamente definida al mencionar o pensar en todas estas cosas. Yo me sentía muy alejado de todas ellas y, posteriormente, tuve muchas dudas; más tarde disputé con todo el mundo, incluso conmigo mismo, por su culpa; porque ésa es una de las condiciones que se producen antes de la conversión. Pero tanto si esa imagen era muy lejana, o bien oscura y misteriosa, constituía un escándalo para mis contemporáneos, o un desafío para mí mismo. Nunca llegué a dudar de que esa figura era la figura de la fe; […] Y cuando, finalmente, logré ver lo que era más noble que mi destino, el más libre y fuerte de todos mis actos de libertad, fue frente a una pequeña y dorada imagen suya en el puerto de Brindisi, momento en el que prometí lo que habría de hacer si llegaba a regresar a mi país.

“Para Chesterton, como para todos los que entran en la Iglesia, la conversión significa un comienzo, no una culminación” J. Thompson. Introducción a Por qué soy católico, El buey mudo, p.16-17).

Comentarios de Chesterton al Via Crucis, y 3: el misterio del sufrimiento de Dios

Concluimos la selección de fragmentos de El camino de la Cruz, el comentario que Chesterton realizó sobre la obra del artista anglo-galés Frank Brangwyn (1867-1956) -del que reproducimos también algunas imágenes- con la conclusión del propio Chesterton al ensayo. Las próximas líneas -sin embargo- están situadas a mediados del texto: las reproducimos ahora para que se entienda bien qué quiere decir Chesterton cuando se pregunta por la cuestión de fondo, para expresar que en todo esto hay un enigma que ha de resolverse mediante un principio más profundo, y que depende del misterio fundamental de la unión entre lo divino y lo humano constituyendo la totalidad de este inmenso tema. El tema de la tragedia griega es la división entre Dios y el hombre. El tema de la tragedia de los Evangelios es, por el contrario, la unión de Dios y el hombre. Y sus efectos inmediatos son más trágicos. Fin de la cita.

Brangwyn Viacrucis 11

Si alguna persona de nuestra época dijera: ‘Insiste usted demasiado en los sufrimientos padecidos por Jesús de Nazaret’, resultaría lógico responder: ‘Quizás pudiera ser demasiado para el sufrimiento de Jesús de Nazaret, pero no es demasiado para el sufrimiento de Jesucristo’. Si su teoría fuera cierta, que Jesús no fuera tan sólo un ser humano sino casi un accidente histórico, entonces tal vez hubiéramos hecho un lamento demasiado prolongado sobre semejante accidente. Pero si nuestra teoría es verdadera, es decir, que no se trató de un accidente sino de la agonía divina que exigía la restauración del mundo, entonces no es en modo alguno ilógico que tal lamento (y tal júbilo) dure hasta el final de los tiempos. El escéptico, que es también el sentimental, se enreda en este juego de argumentaciones. Se limita a decir que si la Pasión fue lo que él cree que fue, estamos muy equivocados al tratarla como pensamos que fue.

Brangwyn Viacrucis 12

Ciertamente, si Cristo no poseyera la esencia de la omnipotencia, no tendría sentido señalar la paradoja de su impotencia. Pero no estamos dispuestos a admitir nuestro error, sencillamente porque nuestra versión de la historia es la única que tiene sentido. Es totalmente cierto que ha habido una insistencia verdaderamente terrible sobre ese punto, cosa que nos parece muy comprensible. Se ha puesto mucha energía en ello; en resaltar el tema de la corona de espinas y en el martilleo de los clavos. Pero no nos vamos a unir a la opinión de ese crítico que se queja por tales detalles sin molestarse en ir al fondo de la cuestión. Este libro no es más que el último testimonio del hecho de que la misma repetición y realidad del tema depende del dogma que algunos considerarían muy dudoso, o de los detalles que para algunos serían sumamente morbosos. Pero para hechos tan fundamentales, tanto en el plano místico como en el material, semejantes imágenes de la Pasión se han ido borrando desde hace mucho tiempo bajo la capa del polvo o de la despreocupación proporcionada por una interpretación que ahora parece obsoleta.

Brangwyn Viacrucis 13

En todos los siglos, tanto en el presente como en los futuros, la Pasión es lo que fue entonces, en el instante en que tuvo lugar; algo que asombró a la gente; algo que sigue constituyendo una tragedia para la gente; un crimen de la gente, y también un consuelo para la gente; pero nunca un simple suceso que tuvo lugar en un tiempo determinado y ya muy lejano. Y su vitalidad procede precisamente de aquello que sus enemigos consideraron un escándalo; de su dogmatismo y de su horror. Sigue viva porque encierra la historia asombrosa del Creador que sufre y se afana con su Creación. Y porque el hecho más elevado que uno pueda imaginar está pasando en esos momentos por el punto más bajo de la curva del cosmos. Y sigue viva porque las ráfagas huracanadas procedentes de aquellas negras nubes de muerte se han transformado en un viento de vida eterna que recorre el mundo; un viento que despierta y que da vida a todas las cosas.

Comentarios de Chesterton al Via Crucis, 2: realismo, crueldad, desafío

Continuamos la selección de fragmentos de El camino de la Cruz, el comentario que Chesterton realizó sobre la obra del artista anglo-galés Frank Brangwyn (1867-1956), del que reproducimos también las imágenes correspondientes.

Hay en la expresión de cada pasión humana, o en la carencia de esa pasión, algo que nos habla de un gran error o incluso de un crimen; como si se quisiera enfatizar con ello la profunda idea de que todo hombre mantiene su propia lucha con Dios. Tomemos, como ejemplo, uno o dos casos que podemos apreciar en los cuadros: observemos el contraste existente entre los dos rostros más sobresalientes que aparecen en la primera secuencia de la caída de Cristo bajo la cruz. El del viejo fariseo que, dominado por una malvada emoción, farfulla burlas llenas de odio al recién caído; y al otro lado de la escena, el rostro alargado, serio, paciente, inexpresivo del soldado que se inclina para levantar la cruz; frío, insensible, sin que en su rostro se muestre el menor signo de crueldad; haciendo simplemente su trabajo; con la expresión que podría tener cualquier cansado trabajador que se inclinase sobre el tajo. O nótese la deliciosa actitud reverencial de los dos niños que aparecen en la Octava estación, que se comportan inexplicablemente como si se encontraran rezando en una iglesia. Toda esta variopinta multitud realza de forma especial la figura central. Y es probablemente toda esa emotividad la que la dota de mayor fuerza y diferencia.

Comentarios de Chesterton al Via Crucis de Brangwyn

Comentarios de Chesterton al Via Crucis de Brangwyn

Si la descripción de la Pasión de Jesucristo no es el relato de algo real, tuvo que existir en los territorios gobernados por el emperador Tiberio un magnífico novelista que fuera, entre otras cosas, un hombre dotado de un estilo realista sumamente moderno. Creo que eso es algo improbable. Porque pienso que si hubiera habido un novelista así, tan singularmente realista, hubiera preferido escribir otro tipo de obra, animado por un legítimo espíritu crematístico, en lugar de escribir algo falso que sólo ofrecería perspectivas dramáticas. Oímos hablar en nuestros días con mucha frecuencia de un realismo al que aparentemente se elogia calificándolo de implacable. En mi caso no puedo decir que en temas de gusto personal me sienta mucho más atraído por la crueldad, como virtud de los nove listas alemanes, que por los millonarios americanos. Pero si en algún caso el realismo pudiera llamarse cruel o implacable, y la crueldad se pudiera considerar correcta, se la podría encontrar precisamente en el relato de las injurias e injusticias cometidas a lo largo de las estaciones del Vía Crucis. […] Detalles como las repetidas caídas bajo el peso de la Cruz poseen el suficiente horror de una humillación inhumana como para que un novelista moderno pudiera escribir sobre los campos de concentración para demostrar la inexistencia de Dios, en lugar de escribir para demostrar que un Dios así amaba al mundo. Mediante esta tragedia de torturas, a lo largo de esta ‘Procesión de una muerte prolongada’, para utilizar la expresión de uno de nuestros más queridos poetas modernos, Brangwyn se ha introducido de lleno en la vieja y dramática tradición del agotamiento y la derrota. Llega casi a exagerar, si es posible una exageración, la paradoja de la impotencia de la omnipotencia y del desamparo de la esperanza universal. Cristo se nos muestra una y otra vez como un árbol abatido, como una columna desplomada, anónimo en ese Su rostro que ya se vuelve hacia la nada y la noche. Y, sin embargo, a mí me parece que todo ello construye un cuadro en el que Cristo alza su cabeza, mira por encima de su hombro, y en sus ojos se aprecia el brillo del desafío y, casi, de la ira. Y que una de esas miradas está dirigida a las mujeres de Jerusalén que lloran por él.

Brangwyn Viacrucis 8

Chesterton llama la atención sobre los niños orando y la mirada de Jesús

Chesterton: Comentarios al Via Crucis de Frank Brangwyn 1: rostros de Jesús y de las mujeres

A modo de apéndice ilustrado al libro Por qué soy católicoque acabamos de reseñar-, se incluye una serie de grabados del artista anglo-galés Frank Brangwyn (1867-1956) que representan las catorce estaciones del Via Crucis, es decir, El camino de la cruz, que es el título del ensayo de Chesterton que acompaña a las imágenes (Ed. El buey mudo, pp.687-704). No es un texto de carácter religioso, sino más bien crítica artística, centrado en el tratamiento del tema, con palabras del propio GK. La fuerza de los dibujos –a lápiz, monocromos- le impresiona mucho y reflexiona sobre ella, contextualizando y relacionando –como siempre en nuestro autor- con otras tradiciones y autores. La Semana Santa es una ocasión propicia para ofrecer este texto; por ser excesivamente largo, en vez de ofrecerlo entero en el blog, hemos optado por ofrecer el enlace al texto y recoger los comentarios a algunas escenas de Brangwyn. El inicio, no obstante, es de lo más expresivo sobre su opinión general acerca de la obra:

En esta serie de dibujos, uno de los genios modernos más viriles, famoso en todos los aspectos por la intensidad de su pincel y su colorido no sólo rico sino intenso, ha acometido de forma muy personal una serie de temas que muchos podrían asociar con un cierto tipo de la prístina severidad propia de los Primitivos; es decir, con una impresionante austeridad y renuncia y con los secretos de un dolor más que humano. […] Los artistas más originales son aquellos que parten de una tradición; y en el caso de Brangwyn parte en gran medida de la tradición de los pintores flamencos; su obra está llena de esa peculiar plenitud, de ese algo que podría llamarse exuberancia cristiana, que impregna totalmente las ciudades libres de la Holanda católica.

El Via Crucis de Brangwyn , comentado por Chesterton

El Via Crucis de Brangwyn , comentado por Chesterton

Andrea Mantegna pintó el rostro muy delicado de un Cristo ensombrecido y sin barba, un tanto parecido al que, según la tradición, tuvo Juan el Bautista en su juventud. Yo he querido pensar algunas veces que tal experimento hubiera podido generar una tradición alternativa haciendo hincapié en el aspecto del Salvador de la humanidad. Brangwyn ha concebido un tipo que puede resultar un tanto curioso; las facciones del rostro conforman lo que se podría entender por el tipo aquilino. Algunos pueden aducir que eso es bastante realista por adecuarse al tipo semítico; pero aunque la idea tal vez fuera acertada no puedo aceptarla, dado que no observo el mismo tratamiento racial en el resto de las figuras humanas, especialmente en las que forman las multitudes de Jerusalén. Estos rostros muestran, como ya he dicho, una gran variedad de formas: si bien el efecto, por lo general, adopta los trazos de lo que podría ser una muchedumbre medieval flamenca. Los rostros que aparecen en los cuadros son muy variados; son tipos que podríamos encontrarnos en cualquier parte, en el metro o en el tren.

Brangwyn Viacrucis 8

La imagen de las mujeres llorosas impresionará al espectador; o, al menos en cierta medida, al espectador superficial. Y es precisamente aquí, pienso yo, en donde el valor de esa variedad de retratos, en los que el lápiz del artista refleja la multiplicidad de los rostros de la muchedumbre, en donde se encuentran los efectos más delicados y originales.
Aquí se encuentra ese curioso grupo de plañideras, esas madres y jóvenes llorosas de la ciudad santa. No quiero decir que muchas de ellas, incluso la mayoría, no fueran totalmente sinceras en su piedad hacia la víctima desgraciada que marcha hacia la muerte. Lo que quiero decir es que hay una serie de sombras y gradaciones, incluso en esa sinceridad; y que en ciertos casos tal sinceridad se halla mezclada con la curiosidad, y hasta se hunde en la vulgaridad.
Una de las ancianas que aparecen al fondo se nos muestra verdaderamente desolada. Se trata tan solo de un rostro visto a medias en la penumbra, oculto por las figuras que se hallan en primer plano. Pero creo saber todo sobre esa mujer. Es casi igual a lo que le sucedía a aquella dueña de Margate a la que se le partía de dolor su corazón de oro.
Vemos a una mujer más joven con un aire de curiosa emoción, tiene los ojos entornados y se aprecia el indicio de una lágrima en una de sus comisuras; pero no puedo dejar de pensar qué se estará preguntando sobre esta escena de la Crucifixión.
Otra mujer, probablemente una madre sensible, carga con su hijito en brazos, cumpliendo con su tarea diaria en ese día tan especial; aunque yo diría que lo que se ha propuesto en ese momento es que su hijo pueda ver lo que está sucediendo.
Detrás, y un poco aparte, puede verse, trazada a grandes rasgos, otra mujer que también parece una dama, pero no llego a descubrir si su expresión revela un sentimiento trágico o tan sólo digno.
Y a medida que voy estudiando esta abigarrada multitud voy formándome una impresión colectiva, aunque no sé si es la impresión que quiero formarme de ellos o no. Toda esta gente está observando a un hombre que va a ser crucificado. La mayoría sienten realmente lástima por este pobre ser sin esperanza, pues todos ellos están convencidos de que, en el fondo, eso es lo que es: un pobre ser sin la menor esperanza. Lo saben por las noticias que tienen, y saben que las autoridades no van a hacer nada en el asunto. Así que no sólo no pueden imaginarse que no haya para él la menor esperanza, y menos aún hacerse una idea de lo que está viviendo. Porque son personas decentes que no pueden negar que es un asunto triste el que ese hombre muera mientras ellos seguirán viviendo bien protegidos e, incluso, prósperamente. Y es justamente hacia ellos hacia los que la víctima vuelve su mirada con una repentina y lancinante ira.