El texto que esta semana incorporamos a los estudios en español es de Santiago Alba Rico, ‘La revuelta del hombre corriente’, publicado en el n.56 de la revista Archipiélago (2003). Fue un número dedicado a ‘la inquietante lucidez del pensamiento reaccionario’ –por parte de una publicación que se considera de izquierdas-, y por tanto, no podía faltar un texto sobre GK, escrito por uno de quienes han escrito algunas de las cosas más interesantes sobre él. Hemos decidido seleccionar fragmentos para un par de entradas, que nos muestran algunos puntos de vista de Alba Rico sobre GK: constituye una atractiva aportación crítica con la modernidad, pero también marcada –como sucede siempre con las cuestiones religiosas e ideológicas- por la experiencia personal del autor del texto, honesto en sus afirmaciones. Como siempre, están en cursiva las palabras de Chesterton. He aquí la primera selección:
“¿Es Chesterton un pensador reaccionario? Chesterton es sobre todo dos cosas: un anticapitalista que ama los cuentos y un católico tradicionalista que detesta las convenciones. No soportaba las injusticias y no soportaba las estupideces y trató de demostrar que la injusticia es siempre el resultado, o la exigencia, de alguna tontería compartida. […]
Chesterton no fue nunca un moralista y sí, muchas veces, un revolucionario intratable –aunque siempre jocundo- a punto de alargar la mano hacia la empuñadura de la espada. Buscaba ‘hechos’ por todas partes, incluso en los cuentos, y cuando encontraba uno podía remover cielo y tierra, sin reparar en obstáculos ni respetar palacios, a partir de él. Por eso su pensamiento teológico es inseparable de su vocación política. Es justamente famosa, por ejemplo, esa inducción que, en Lo que está mal en el mundo, le lleva desde ‘el pelo de una niña’ al menos tan lejos como a un bolchevique el concepto de ‘relaciones de producción’ o de ‘lucha de clases’: Empiezo con el cabello de una niña. Sé que eso al menos es algo bueno. Y enseguida: Con el pelo rojo de una rapazuela traviesa de las cloacas prenderé fuego a toda la civilización moderna. En medio, el razonamiento es impecable: Cuando una niña quiere llevar el pelo largo, tiene que tenerlo limpio; como tiene que tenerlo limpio, no tendrá que tener una casa sucia; como no tiene que tener una casa sucia, tendrá que tener una madre libre y llena de tiempo; como tiene que tener una madre libre, no tendrá que tener un arrendatario que es un usurero; como no tendrá que existir un arrendatario que es un usurero, tendrá que haber una redistribución de la propiedad; como tendrá que haber una redistribución de la propiedad, habrá una revolución.
El pelo de una niña… o la cerveza. Éstas son las cosas que la razón debe proteger. En una novelita poco conocida en España, La hostería volante, un proscrito hace rodar por toda Inglaterra, huyendo de la justicia, el último barril de cerveza de la isla después de que un decreto gubernamental haya ordenado el cierre de todas las tabernas en nombre del ecumenismo y el entendimiento entre las culturas. Allí donde el fugitivo se para y abre la espita, enseguida cristaliza una sociedad en miniatura, como una perla alrededor de un grano de arena. Chesterton era inglés y amaba la cerveza, es cierto, pero sólo un pésimo lector pretendería que está tratando de defender una ‘costumbre nacional’ o un ‘gusto personal’ del asalto de una razón más alta o más humana. Todo lo contrario: lo que Chesterton busca demostrar novelescamente es que el ecumenismo limita el mundo, es provinciano, localista y, por lo tanto, inhumano. Ningún autor es más universal que Dickens, hasta el punto de que hasta los más refinados pedantes pueden entenderlo, según la expresión de Chesterton; y lo es precisamente por algo que tiene que ver con los abominables ponches y estofados de carne que Pickwick trasiega en las posadas, enfrente de la chimenea. Cuando Chesterton defiende la cerveza defiende en realidad las tabernas y cuando defiende las tabernas defiende en realidad algo mucho más universal y razonable que el ecumenismo y la razón: defiende la sociabilidad. El ecumenismo separa a los hombres; la cerveza los une.
La modernidad –que Chesterton apenas distingue del capitalismo- es sobre todo una nueva persecución del Hombre Común y la única libertad que ha reportado, y sólo a algunos hombres, es la libertad para fundar una secta. El Rey del Acero, el Rey del Petróleo, el Rey del Puerto han sustituido al Rey de los cuentos (lo que necesitamos, como lo comprendieron los antiguos, no es un político que sea a la vez hombre de negocios, sino un rey que sea filósofo), en la peor forma de ‘oligarquía’ que haya conocido la historia: porque es la única que, so pretexto de humanizar, educar y emancipar a los hombres, les ha privado de las relaciones en las que se reconocían humanos, de los medios materiales con que se educaban a sí mismos y de los espacios en los que se sentían libres, tres territorios en los que ni los más feroces de los tiranos se habían atrevido jamás a penetrar. Chesterton odiaba el capitalismo por tres motivos: porque era feo, porque era injusto y porque era necio. […] El capitalismo, además, obligó al hombre común a dejar su oficio y su herramienta para fabricar veinte décimas partes de un alfiler en lugar de un alfiler completo, dio libertad a los ricos para ser más ricos concediendo generosamente a los pobres el permiso para ser más pobres e hizo ‘progresar’ rápidamente toda la riqueza de los hombres hacia las manos de los seis habitantes más inescrupulosos del planeta. Pero el capitalismo, sobre todo, es necio.
Chesterton, decíamos, era un anticapitalista que amaba los cuentos y un tradicionalista católico que odiaba las convenciones. ¿Qué son los cuentos? Las reservas indias de los ‘hechos’. ¿Cuál es el mayor convencionalismo? La rebeldía. Eso es algo, en efecto, que ha hecho todo el mundo, y de la misma manera, a una determinada edad, y la modernidad no ha hecho sino generalizar y prolongar su propia manera en una especie de eterna adolescencia. En el relato más arriba citado, Conversión de un anarquista, el protagonista se convierte a las excelencias del matrimonio religioso después de oír a los contertulios del libérrimo club defender precisamente las mismas cosas que él pensaba: pero es que las defendían mal. Desde el punto de vista intelectual, la modernidad se caracteriza por esta paradoja que sacaba de quicio a Chesterton y que él identificaba con la forma más ridícula —y más exacta— de dogma: la de un montón de gente diciendo al mismo tiempo las mismas cosas que todos sus contemporáneos para distinguirse de ellos. Es fácil imaginar cuánto hubiese horrorizado a nuestro autor la expresión acendrada, meteorológica y extrema de esta ilusión de distinción: la publicidad televisiva (todas esas pequeñas sectas disputándose a muerte la exclusividad de un sometimiento común). Y Chesterton, en algún sentido, tenía razón sugiriendo como más sensata la paradoja inversa: si hay que distinguirse de los demás, hagámoslo –diantres- para parecernos a todo el mundo. No hay nada más convencional, acomodaticio, funcional e integrador que la rebeldía moderna” (Alba Rico: ‘Chesterton, la revuelta del hombre común‘, pp-26-29).
Te acabo de nominar para un premio. Por tu espacio, con interesantes artículos y reflexiones. http://deslizia.wordpress.com/2014/04/25/gracias/
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