Archivo mensual: febrero 2014

Chesterton y Tolkien: más sobre ‘Mooreffoc’ y la fantasía

Hace un tiempo explicábamos cómo GK había descubierto y utilizado el término Mooreffoc, inventado por Dickens. En el blog de la American Chesterton Society, Nancy Brown

JRR Tolkien

JRR Tolkien

recoge unas palabras de Tolkien (1892-1973), referidas a Chesterton y al tipo de fantasía que promueve. Hemos traducido el texto -aunque existe versión en español a la que no tenía acceso- y lo recogemos para mostrar una distinción interesante, porque inicialmente parece que Tolkien critica a Chesterton. He aquí el fragmento:

«Los cuentos de hadas no son el único medio de recuperación o profilaxis contra las pérdidas. La humildad es suficiente. Y -especialmente para los humildes- existe el Mooreeffoc o la fantasía chestertoniana.
Aunque Mooreeffoc es una palabra fantástica, podría verse escrita en cualquier pueblo de esta tierra. Significa ‘Coffe-Room’ –cafetería- escrito en el cristal y visto desde el interior del local. Así fue visto por Dickens un oscuro día de Londres, y así fue utilizado por Chesterton para denotar la rareza de las cosas que se han hecho triviales, cuando se ven de repente de un nuevo ángulo. Es una clase de ‘fantasía’ bastante saludable para la mayoría de la gente y sobre la que nunca escaseará material, aunque –en mi opinión- su poder es limitado, pues su única virtud se limita a la recuperación de la frescura en la visión de las cosas.
La palabra Mooreeffoc puede hacer que de repente nos demos cuenta de que Inglaterra es un país totalmente extraño, perdido en alguna remota época pasada vislumbrada por la historia, o en algún extraño y oscuro futuro –al que sólo llegamos con una máquina del tiempo- para ver su increíble rareza, los intereses de sus habitantes y sus costumbres y hábitos de alimentación. Pero no puede hacer más que eso: actuar como un telescopio del tiempo centrado en un solo lugar.
La fantasía creativa, que trata principalmente de hacer otra cosa, de crear algo nuevo, puede abrir tu cofre del tesoro y dejar que todas las cosas bajo llave vuelen como pájaros que salen de su jaula. Todas las gemas se convierten en flores o llamas: quedas advertido de que todo lo que tenías (o sabías) es peligroso y potente, y no está realmente encadenado, sino libre y salvaje, al menos, no más de lo que estás tú.
Los elementos ‘fantásticos’ en verso y en prosa de otros tipos, incluso cuando sólo sean ocasionales o decorativos, ayudan a esta función. Pero no tan a fondo como un cuento de hadas, algo construido sobre o alrededor de la fantasía, en el que la fantasía es el núcleo. La fantasía se crea fuera del mundo primario, pero un buen artesano ama su material, y tiene un conocimiento y sentimiento hacia el barro, la piedra y la madera que sólo la creatividad de puede proporcionar».
(J.R.R. Tolkien, «On Fairy Stories» in Tree and Leaf 77-78)

Efectivamente, Mooreffoc sirve para ver nuestro entorno de otra forma, enriquecedora. Pero  Chesterton, que tanto amó los cuentos de hadas y tanta influencia tuvieron en él -como queda de manifiesto en Ortodoxia-, desarrolló igualmente el segundo tipo de fantasía: basta pensar en El hombre que fue jueves, o La taberna errante para ver cómo combina esos elementos de barro, piedra y madera para crear formas nuevas y sugerentes.
Para nuestra moderna vida ajetreada, tanto valen una como otra. Podemos leer una buena novela o ver una gran película: es un encuentro con la fantasía verdaderamente creativa, la que gusta a Tolkien. Pero tras un rato agradable volvemos a la normalidad, y entonces el Mooreffoc cobra protagonismo, porque cualquier instante nos da la posibilidad de recordar aquellas palabras de Chesterton que veíamos en la Introducción a El acusado: Lo más probable es que aún sigamos en el Edén: sólo son nuestros ojos los que han cambiado.

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Conclusión de ‘La increíble tendencia del ser humano a minusvalorar su felicidad’, de Chesterton

Dice Enrique Gª-Máiquez que cada aforismo de GK es como un holograma de su pensamiento. La ‘Introducción’ a El acusado -que ayer analizábamos en su primera parte– es una síntesis de su pensamiento y de su obra. Cualquiera que desee introducirse en el pensamiento de Chesterton, debería empezar por ella, que es precisamente uno de sus primeros ensayos.

El juicio final, de Miguel Ángel

El juicio final, de Miguel Ángel

Suele hablarse del pesimista como de un hombre en rebelión. Pero no es así. En primer lugar, porque hace falta cierta alegría para permanecer en rebelión. Y, en segundo lugar, porque el pesimismo apela al lado más débil de cada uno, y el pesimista, por tanto, regenta un negocio tan ruidoso como el de un tabernero. La persona que verdaderamente está en rebelión es el optimista, el que por lo general vive y muere en un permanente esfuerzo tan desesperado y suicida como es el de convencer a los demás de lo buenos que son.

En el Chestertonblog hemos mostrado cómo GK aplicaba una frase parecida a Dickens: El verdadero gran hombre es el que hace que todo humano se sienta grande. Es un criterio de rebeldía: no es suficiente no aceptar las cosas que no están bien: es necesario un impulso benéfico en los demás. Este criterio lo cumple GK a la perfección, te hace sentir mejor de lo que eras antes de leerlo: aprendes, pasas un rato agradable y te infunde una confianza y una tranquilidad en uno mismo y en la especie humana, aunque sea planteando cosas tan terribles como las que afirma en esta entrada, porque introduce siempre un punto de esperanza, a pesar de los pesares, como sigue diciendo:

Se ha demostrado más de un centenar de veces que si verdaderamente queremos enfurecer incluso mortalmente a la gente, la mejor manera de hacerlo es decirles que todos son hijos de Dios. Conviene recordar que Jesucristo no fue crucificado por nada que dijera sobre Dios, sino por el cargo de haber dicho que un hombre podía derribar y reconstruir el Templo en tres días. Todos los grandes revolucionarios, desde Isaías a Shelley, han sido optimistas. Se han indignado no ante la maldad de la existencia, sino ante la lentitud de los hombres en comprender su bondad. El profeta que es lapidado no es un alborotador ni un pendenciero. Es simplemente un amante rechazado. Sufre un no correspondido amor por todas las cosas en general.

Aparece otro de los grandes temas de GK, nuevamente a caballo entre la antropología y la psicología: el estudio de las actitudes: optimismo y pesimismo serán dos de sus vocablos más utilizados a lo largo de toda la existencia. Su sentido analítico y filosófico le conducirá siempre a fijarse no sólo en lo que dice la gente, sino desde dónde lo dice, cuál es su postura ante la realidad de la que trata en su texto, o en su conversación: y siempre será una señal de la sensatez que veremos en seguida.
Surge la mención de la revolución. En Ortodoxia, GK muestra su simpatía por los revolucionarios. Pero una cosa es estudiar el pasado y otra comprobar los horrores del presente revolucionario: en Esbozo de sensatez (1927) señalará varias veces que es mejor cambiar las cosas poco a poco que a través de una revolución, porque ya se sabe lo que ha hecho la Revolución soviética y no querrá que lo mismo ocurra en Inglaterra.
Y vuelve la ortodoxia: para GK es inconcebible que los seres humanos rechacen el mejor mensaje que se les puede hacer: decirles que son hijos de Dios. Quizá no lo comprenden, quizá no lo quieren comprender. Pero para él resulta sorprendente: según relatan sus biógrafos (cf. Pierce, Seco, Ward), GK resultaba divertido entre sus colegas cuando hablaba de estas cosas… hasta que se dieron cuenta de que iba en serio, y entonces muchos comenzaron a desconcertarse, y él a sentirse aún más a gusto, polemizando con ellos. La paradoja es que –siendo librepensador, como lo fue- fue tan libre que quiso abrazar la única fe que los librepensadores tienen prohibido aceptar: la de declararse hijos de Dios. Y esto nos conduce por tanto a otra paradoja: aceptando esos dogmas exteriores, Chesterton fue precisamente él mismo, y cumplió su propio criterio, como vimos en la entrada de ayer.

Cada vez se hace más evidente, así pues, que el mundo se halla permanentemente amenazado de ser juzgado mal. Y que esta no es ninguna idea extravagante o mística puede comprobarse mediante ejemplos sencillos. Las dos palabras absolutamente básicas ‘bueno’ y ‘malo’, que describen dos sensaciones fundamentales e inexplicables, no son ni han sido nunca empleadas con propiedad. Nadie que lo haya experimentado alguna vez llama bueno a lo que es malo; en cambio, las cosas que son buenas son llamadas malas por el veredicto universal de la humanidad.

Ahora se entremezclan el GK filósofo -que considera bien y mal- con el sociólogo del conocimiento y la cultura, que se detiene en la forma en la que las ideas se difunden y arraigan en la sociedad. En seguida lo explicará mejor, pero ver cómo se construye una forma de percibir el mundo –particularmente la Modernidad, como hemos señalado- contraria a la realidad de las cosas buenas que contiene le resulta tan desconcertante que lo marcará para siempre. Ya se iban formando sus mimbres de profeta y caballero, pero asentadas sobre unas sólidas bases analíticas, construidas con sus poderosas dotes intelectuales: nada que ver con el profeta callejero que se puede ver en algunas ciudades norteamericanas. Cada frase de Chesterton, cada ironía, cada chestertonada o paradoja, unirá una intuición peculiar con una fuerte dosis de razonamiento.

Pero, permítaseme explicarme mejor. Ciertas cosas son malas por sí mismas, como el dolor, y nadie, ni siquiera un lunático, podría decir que un dolor de muelas es en sí mismo bueno; pero un cuchillo que corta mal y con dificultad es llamado un mal cuchillo, lo que desde luego no es cierto. Únicamente no es tan bueno como otros cuchillos a los que los hombres se han ido acostumbrando. Un cuchillo no es malo salvo en esas raras ocasiones en que es cuidadosa y científicamente introducido en nuestra espalda. El cuchillo más tosco y romo que alguna vez ha roto un lápiz en pedazos en lugar de afilarlo es bueno en la medida en que es un cuchillo. Habría parecido un milagro en la Edad de Piedra.
Lo que nosotros llamamos un mal cuchillo es simplemente un buen cuchillo no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos un mal sombrero es simplemente un buen sombrero no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos una mala civilización es una buena civilización no lo bastante buena para nosotros.
Decidimos llamar mala a la mayor parte de la historia de la humanidad no porque sea mala, sino porque nosotros somos mejores. Y esto es a todas luces un principio injusto. El marfil puede no ser tan blanco como la nieve, pero todo el continente Ártico no hace negro el marfil.

Aparece aquí otro de los elementos esenciales del método de Chesterton: la absoluta necesidad de la comparación para comprender y comprendernos. El mundo moderno –y esto es sociología del conocimiento otra vez- tiene tal idea de dominio, control y perfección que lo que no se ajuste a eso, será considerado un desastre: es un mundo de expectativas frustradas: todo tiene que ser perfecto. Podríamos poner decenas de ejemplos de la vida cotidiana personal o del funcionamiento de las grandes o pequeñas estructuras sociales y políticas. La consecuencia ya la sabemos: el pesimismo ha echado raíces en nuestra cultura, por lo que paradójicamente tienen que circular continuamente los mensajes que nos recuerdan que estamos hechos para la felicidad –ver Twitter-, aunque sin fundamento alguno, pues el  verdadero -ser hijos de Dios- ya ha sido rechazado.
Por la misma razón, Chesterton se pondrá a estudiar historia y hacer un continuo ir y venir del pasado al presente para ayudar a comprendernos mejor. Surge otro perfil de GK: quizá nunca fue un historiador convencional –un buscador de evidencias del pasado- pero sí fue un magnífico intérprete de la historia, como comprobamos en El hombre eterno o Breve historia de Inglaterra.

Ahora bien, me parece injusto que la humanidad se empeñe continuamente en llamar malas a todas esas cosas que han sido lo bastante buenas como para hacer que otras cosas sean mejores, en derribar siempre de una patada la misma escalera por la que acaba de subir.

Si hay un concepto nuclear en el pensamiento de Chesterton es el de sensatez: el día que describamos lo que GK entendía por sensatez –sanity, quizá más expresiva en inglés- tendremos sin duda que acudir a esta Introducción, recomponiéndola, pero no cabe duda que expresiones como la anterior –derribar de una patada la escalera por la que acabamos de subir– o la siguiente –tirar oro a las alcantarillas y diamantes al mar– revelan la inquietud que Chesterton siente ante los errores que sus contemporáneos están cometiendo y han cometido a lo largo de los siglos.

Creo que el progreso debería ser algo más que un continuo parricidio, y es por eso que he buscado en los cubos de basura de la humanidad y he encontrado un tesoro en todos ellos. He descubierto que la humanidad no se dedica de manera circunstancial, sino eterna y sistemáticamente, a tirar oro a las alcantarillas y diamantes al mar. He descubierto que cada hombre está dispuesto a decir que la hoja verde del árbol es algo menos verde y la nieve de la Navidad algo menos blanca de lo que en realidad son.

Y es que la Modernidad se afana en el progreso por el progreso, por el adelanto en sí mismo: sabemos que Freud afirmaba que era necesario ‘matar al padre’ –en sentido simbólico, lógicamente- pero ese negar la bondad de lo que nos precede nos conduce a nuestra actual orfandad y despiste. Para evitarlo, Chesterton se complicó absolutamente la vida, a través de sus empresas periodísticas: enseñó a razonar y a ver el mundo con ojos de niño, mostró que el pasado no es tan terrible como nuestros intelectuales afirman, nos señaló la sensatez y la importancia del hogar y la amistad. Fue profeta porque amaba al mundo y a los hombres. Y así, descubrió su vocación:

Todo lo cual me ha llevado a pensar que el principal cometido del hombre, por humilde que sea, es la defensa. He llegado a la conclusión de que por encima de todo hace falta un acusado cuando los mundanos desprecian el mundo; que un abogado defensor no habría estado fuera de lugar en aquel terrible día en que el sol se oscureció sobre el Calvario y el Hombre fue rechazado por los hombres.

Primer análisis de ‘La increíble tendencia de los hombres a minusvalorar su felicidad’, de Chesterton

Cuanto más leo la Introducción a El Acusado, más me asombro de su profundidad. Dicen que existen textos seminales, es decir, que contienen en potencia toda la obra de un autor, y éste desde luego lo es. Abandono por ahora mi intención inicial de glosar aquí el perfil de GK como profeta para mostrar la riqueza del texto. Divido el análisis en dos entradas, que aun así serán largas, porque la única manera que se me ocurre de hacerlo es alternar comentarios a los párrafos.

La historia de Adán y Eva, por Miguel Ángel

La historia de Adán y Eva, por Miguel Ángel

En algunas mesetas infinitas como enormes planicies que hubieran cobrado alturas vertiginosas, pendientes que parecen contradecir la idea de la existencia de algo semejante al nivel y nos hacen advertir que vivimos en un planeta con un techo inclinado, encontraremos, de vez en cuando, valles enteros cubiertos de rocas sueltas y cantos rodados tan enormes como montañas rotas. Todo podría ser una creación experimental destrozada. Y a menudo es difícil creer que tales residuos cósmicos puedan haber sido reunidos más que por la mano del hombre.
La imaginación más templada y cockney ve el lugar como el escenario de alguna guerra de gigantes. Y para mí siempre se ha asociado a una idea recurrente e instintiva: el escenario de la lapidación de algún profeta prehistórico, un profeta mucho más gigantesco que los profetas posteriores como esos peñascos en comparación con simples guijarros. Aquel profeta habría pronunciado unas palabras –unas palabras que resultarían ignominiosas y terribles-, y el mundo, aterrorizado, lo habría enterrado bajo un desierto de piedras. El lugar sería el monumento de un antiguo terror.

El primero en hacer su aparición en escena es el Chesterton poeta, poeta en el sentido más amplio de la palabra: creador de imágenes y representaciones, que no se limita a una mera descripción del paisaje. Muy en su estilo exagerado y lleno de imaginación, ve en este planeta de techo inclinado los restos de una lapidación monumental –un antiguo terror-: la destrucción de un hombre, en un contexto de creación experimental destrozada. A través de estas expresiones poéticas, vemos ya su interpretación del mundo, que plasmará después en El hombre que fue jueves: la terrible lucha entre los seres humanos por vivir la vida, por descubrir su sentido, y que nos divide continuamente, aunque no seamos capaces de darnos cuenta de que estamos en el mismo bando.

Si continuáramos la fantasía, sin embargo, sería más difícil imaginar qué horrible anuncio o demencial representación del universo exigió aquella salvaje persecución, qué sensacional pensamiento secreto yace enterrado bajo esas piedras brutales. Pues en nuestro tiempo la blasfemia se ha desgastado. El pesimismo ahora es, evidentemente, como siempre fuera en esencia, más banal que la piedad. La irreverencia es ahora, más que afectada, meramente convencional. Maldecir a Dios es el Ejercicio 1 que figura en el manual de la poesía menor. E indudablemente no fueron esas pueriles solemnidades la causa de la lapidación de nuestro profeta imaginario en la mañana del mundo.

Ya apareció el GK sociólogo, el GK analítico y crítico con la modernidad: el desprecio a la religión, la banalidad del pesimismo, su tristeza intrínseca y generalizada… que encuentra su regusto en la maldición de lo sagrado. Pero igualmente encontramos al Chesterton más ingenioso: la verdadera causa del ajusticiamiento del poeta no pudo ser esa pueril solemnidad. Quizá esto escandalice a algunos bienpensantes tradicionales y guste a los políticamente correctos de hoy. Pero la clave de esta primera chestertonada se dirige a un pecado mucho más profundo: la incapacidad que tiene el ser humano de saber quién es y qué es lo que le rodea.

Si pesásemos el asunto en la impecable balanza de la imaginación, si tuviésemos en cuenta la verdadera pauta de la humanidad, nos parecería lo más probable que hubiera sido lapidado por decir que la hierba era verde y que los pájaros cantaban en primavera; pues desde el principio la misión de todos los profetas no ha sido tanto mostrarnos los cielos o los infiernos como, ante todo, mostrarnos la tierra. La religión ha tenido que proporcionarnos el más extraño y de mayor alcance de todos los telescopios –el telescopio a través del cual podemos ver la estrella que habitamos-. Para la mente y los ojos del hombre común, este mundo se halla tan perdido como el Edén o la Atlántida sumergida.

De pronto, Chesterton menciona la religión. Podría no hacerlo, pero es difícil encontrar un profeta sin un credo. El marxismo fue un credo: de ninguna otra forma pudo llegar a mover la voluntad de tanta gente. El laicismo antirreligioso actual actúa también como un credo: una convicción profunda con una cosmovisión que se considera en posesión de la verdad… o de la paradójica ‘absoluta imposibilidad de la verdad’, y que sólo puede existir en una sociedad postcristiana, pues como el mismo GK planteó El hombre eterno, sólo el cristianismo tuvo ese carácter militante entre las religiones antiguas. Pero me resisto a entrar en los profetas modernos…
Encontramos también ya una de sus paradojas: la religión es el telescopio a través del cual podemos ver la estrella que habitamos: es preciso irse muy lejos -ver las cosas con los ojos de Dios- para llegar a comprender nuestra propia realidad.
Sin embargo, lo más interesante es desarrollar la doble perspectiva rebelde de Chesterton: con los que no pueden soportar la religión y con los bienpensantes que tienen una idea fija de lo que ésta supone, marco estrecho que limita igualmente su pensamiento. Chesterton jamás fue conservador, al menos ni en sentido sociopolítico ni en sentido cultural: siempre fue él mismo, y tuvo la inteligencia y la valentía de reconocer el mérito de la ortodoxia sin ceñirse a lo ya establecido, sino extrayendo de la misma visiones nuevas y sugerentes.

Una extraña ley recorre la historia humana, y consiste en que los hombres siempre tienden a minusvalorar lo que les rodea, a minusvalorar su felicidad, a minusvalorarse a sí mismos. El gran pecado de la humanidad, el que la caída de Adán simboliza, es esta tendencia no a la soberbia, sino a una extraña y horrible humildad.

Y ahora nos encontramos con una nueva faceta de Chesterton, que no sé muy bien cómo calificar, si antropólogo o psicólogo (más centrado en los procesos mentales). Quizá las cosas a la vez, en este caso. Desde luego, GK irá construyendo una antropología desde el principio –basta pensar en ese otro texto esencial que es Nostalgia del hogar, anterior aún a éste. La chestertonada vuelve a hacer su aparición: tanto la cultura griega –mitos de Prometeo, de la caja de Pandora- como la cristiana –el relato de Adán y Eva- nos enseñan que el principio de nuestros males estuvo en el deseo de ser como dioses. El mundo moderno, que comienza en el Renacimiento y se expande en los siglos XIX y XX, constituye la materialización de ese afán: ser nuestros propios dueños, controlarlo todo, dominarlo todo.
Pero GK tiene el atrevimiento de sugerir que es al contrario: nuestro pecado es por exceso, sino por defecto, pues no sabemos valorar lo que nos rodea: en nuestra osadía, no somos capaces ni de valorarnos adecuadamente a nosotros mismos. Chesterton arremeterá en Ortodoxia contra el hombre que confía en sí mismo, paradigma del ser humano moderno. Nada más lejos de la realidad e incluso de su propia conveniencia, porque hay una realidad más grande FUERA de nosotros mismos que dentro, y que hemos de saber apreciar:

Este es el gran pecado, el pecado por el que el pez se olvida del mar, el buey se olvida del prado, el oficinista se olvida de la ciudad y cada hombre, al olvidar su propio entorno, en el sentido más completo y literal, se olvida a sí mismo. Este es el verdadero pecado de Adán, y se trata de un pecado espiritual. Es extraño que muchos hombres verdaderamente espirituales, como el general Gordon, se hayan pasado las horas especulando sobre la exacta ubicación del Jardín del Edén, pues lo más probable es que aún sigamos en el Edén. Sólo son nuestros ojos los que han cambiado.

A vueltas con el estilo de Chesterton

Entender, conocer, comprender. Aún más, amar. Esto es lo que  hace Chesterton con la palabra. Al leerlo, nos sentimos acompañados, comprendidos, estimados profundamente. Su lectura -además y sobre todo- tiene la cualidad feliz de elevarnos. De llevarnos más allá, desde el cuento o la anécdota a lo misterioso. Y, finalmente se nos muestra, más que un enamorado del saber, un amoroso seguidor del Creador. Por todo ello, G.K. Chesterton, disfrutando y sufriendo la belleza y, a la vez, la dureza, la impenetrabilidad e imperfección de la palabra, acomete el intento de decir, de decirse y de decirnos.

Moisés de Miguel Ángel. Domuspucelae.blogospot.com

Moisés de Miguel Ángel. Domuspucelae.blogospot.com

Es el intento humano de aprehender lo sublime. El autor es consciente de que renunciar al empeño, es cobardía, bajeza y acción ajena al buscador de la verdad. Chesterton al enfrentarse al objeto de sus textos, utiliza un registro común o estándar de lengua; si bien, pronto cae en la cuenta de la insuficiencia del mismo y en ese punto -a pesar de que el registro se encuentre adelgazado por la normativa de la composición clásica y culta- insufla a sus escritos toda suerte de figuras retóricas, más o menos cargadas de barroquismo (hiperbaton, quiasmo, anadiplosis, anáfora, paronomasia, etc.). No obstante, nuestro autor, en no pocas ocasiones, parece quedar agotado al contemplar la inexactitud de la palabra. Retomando el estilo y la pluma, Chesterton recala en aquellos desvíos formales que pretenden adentrarse en la cara oculta de la correspondencia verdad-palabra. Surge, en este momento, la lucidad de la ironía y de la paradoja. Con estos instrumentos, ¿alcanza GKC la exacta acomodación de la palabra a su referente? Pienso que no; aunque logra algo que sólo pertenece a las inteligencias altas: rompe el lugar común e insustancial, la dislocada frase hecha, el refrán zafio y, lo más notable, desalienta la estupidez.

Entonces, ¿queda nuestro autor satisfecho de la expresión literaria de sus textos? Por humildad, sí. Autocríticamente, creo que la desazón de saber que es mejorable, le lleva a entablar una lucha encarnizada contra la expresión, como fiel hijo de su tiempo. Sí, no es una lucha por la expresión (Fidelino de Figueredo), sino una lucha contra la expresión. La palabra es un material marmóreo al que hay que romper con el martillo y burilar y cincelar y lijar y pulir, para que al final el Moisés de San Pietro in Vinculis nos embelesemos con su grandiosidad y, al par, nos hable con aquella escultura inigualada que no es Moisés ni tampoco aquella pieza recogió del Sinaí las Tablas. Igual, la palabra. Aquí nos vienen a la memoria San Juan de la Cruz y Fr. Luis de León. Aquí la voz de Verlaine ante la angustia de significar, nos habla:

De la musique encore et toujours!
Que ton vers soit la chose envolée
Qu´en sent qui fuit d´une âme en allée
vers  d´autres cieux a d´autres amours.

Tras el esfuerzo me atrevo a pensar en un Chesterton orando con un verso similar al de nuestro Juan Ramón Jiménez:

Señor, dame el nombre exacto de las cosas

Perfiles de Chesterton

 GK Como me gustaria ser  GK Como soy

 Dos perfiles de GK -el real y el ideal-, por él mismo. Reproducidos en Los países de colores (Valdemar)

Tenemos la idea de ofrecer en el Chestertonblog un conjunto de perfiles de Chesterton. De momento, ha aparecido de manera más o menos elaborada el de periodista -tal como Chesterton se definió a sí mismo en numerosas ocasiones- y el de autor de aforismos. La idea sería construir una página permanente que presente esa panorámica y estén disponibles en cualquier momento a cualquier llegado al blog. 

Un perfil es una línea o conjunto de líneas que esbozan una idea: no es un retrato completo, pero permite una aproximación. Es un planteamiento similar al que propone el propio Chesterton en Esbozo de sensatez, a cuyo análisis introductorio remitimos. Cuando uno piensa en los perfiles de Chesterton, éstos se pueden dividir en claramente en dos clases bien diferenciadas.

1.- Aquellos perfiles cuya realidad no se puede negar, de la misma forma que –en el plano físico- nadie, ni siquiera él mismo –que se autocaricaturizó mil veces- podría negar que era un tipo grandote y más bien torpe de movimientos.
2.- Los perfiles que denomino ‘paradójicos’, que se refieren sobre todo a determinados perfiles académicos: filósofo, sociólogo, antropólogo, psicólogo o incluso profeta. Reunió rasgos que permitían incluirlo como tal, pero también otros muchos otros que impedían que esas señas de identidad se le ajustaran perfectamente. Si su cuerpo era grande y no cualquier prenda le sentaba bien –por eso acabó utilizando esa especie de capa española grande y generosa-, su mente era más grande todavía. Se entenderá mejor cuando describa los ejemplos que glosaremos poco a poco. 

Mi colega Ricardo Duque, profesor de Sociología en la Universidad de Sevilla, insiste siempre en que los universitarios vivimos bajo el ‘síndrome de Rumpelstinkin’ –el famoso enano saltarín-. Tiene toda la razón, porque necesitamos poner nombres a las cosas, distinguir y separar, clasificar y ordenar. Quizá no debería preocuparme tanto por este problema, y aceptar como dice Dale Ahlquist, uno de los mayores expertos: «Nunca se ha resaltado lo suficiente que Chesterton fue un pensador completo. Por esto supone tal reto para el mundo moderno. Hemos llegado a preferir el pensamiento incompleto y las cosas fragmentadas. De esa forma, no tenemos que pensar en nuestras contradicciones; por eso, no nos preocupa que nuestro trabajo contradiga nuestros ideales o que nuestras ideas políticas contradigan nuestra fe, porque mantenemos cada una de ellas en compartimentos estancos. Pero Chesterton fue verdaderamente consecuente» (GK Chesterton, El apóstol del sentido común. Voz de Papel, 2006, p.24).

Sin embargo, una cosa es considerar el pensamiento de Chesterton y otra no poder dejar de ver las múltiples facetas de su gigante figura. La tarea no es fácil, porque la realidad se resiste, es ambivalente. Nada mejor que unas palabras del propio GK en El hombre que fue jueves: a propósito he procurado que no fueran sobre él mismo, para mostrar cómo él veía a los demás: son los ‘perfiles’ de los habitantes de Saffron Park, donde comienza la novela: Aquel joven –los cabellos largos y castaños, la cara insolente- si no era un poeta, era ya un poema. Aquel anciano, aquel venerable charlatán de la barba blanca y enmarañada, del sombrero negro y desgarbado, no sería un filósofo ciertamente, pero era todo un asunto de filosofía. Aquel sujeto, científico –calva de cascarón de huevo, y el pescuezo muy flaco y largo-, claro es que no tenía derecho a los muchos humos que gastaba: no había logrado, por ejemplo, ningún descubrimiento biológico, pero ¿qué hallazgo biológico más singular que el de su interesante persona?» (El hombre que fue Jueves, Ed. El País, 2003, pp.9-10. Traducción de Alfonso Reyes).

Chesterton: la increíble tendencia de los hombres a minusvalorar su felicidad

Hoy ofrecemos íntegramente la Introducción (1901) a El acusado (Espuela de Plata, 2012) en versión de Victoria León. Ayer la presentamos y los próximos días -como siempre- será analizada –primera y segunda parte-, con la particularidad de que nos permitirá configurar dos de los perfiles que hemos prometido para Chesterton, el de profeta y el de caballero defensor. Espero se me disculpe que -ante un título tan poco periodístico- me haya permitido avanzar un poco del contenido. 

En algunas mesetas infinitas como enormes planicies que hubieran cobrado alturas vertiginosas, pendientes que parecen contradecir la idea de la existencia de algo semejante al nivel y nos hacen advertir que vivimos en un planeta con un techo inclinado, encontraremos, de vez en cuando, valles enteros cubiertos de rocas sueltas y cantos rodados tan enormes como montañas rotas. Todo podría ser una creación experimental destrozada. Y a menudo es difícil creer que tales residuos cósmicos puedan haber sido reunidos más que por la mano del hombre.

La imaginación más templada y cockney ve el lugar como el escenario de alguna guerra de gigantes. Y para mí siempre se ha asociado a una idea recurrente e instintiva: el escenario de la lapidación de algún profeta prehistórico, un profeta mucho más gigantesco que los profetas posteriores como esos peñascos en comparación con simples guijarros. Aquel profeta habría pronunciado unas palabras –unas palabras que resultarían ignominiosas y terribles-, y el mundo, aterrorizado, lo habría enterrado bajo un desierto de piedras. El lugar sería el monumento de un antiguo terror.

Si continuáramos la fantasía, sin embargo, sería más difícil imaginar qué horrible anuncio o demencial representación del universo exigió aquella salvaje persecución, qué sensacional pensamiento secreto yace enterrado bajo esas piedras brutales. Pues en nuestro tiempo la blasfemia se ha desgastado. El pesimismo ahora es, evidentemente, como siempre fuera en esencia, más banal que la piedad. La irreverencia es ahora, más que afectada, meramente convencional. Maldecir a Dios es el Ejercicio 1 que figura en el manual de la poesía menor. E indudablemente no fueron esas pueriles solemnidades la causa de la lapidación de nuestro profeta imaginario en la mañana del mundo.

Si pesásemos el asunto en la impecable balanza de la imaginación, si tuviésemos en cuenta la verdadera pauta de la humanidad, nos parecería lo más probable que hubiera sido lapidado por decir que la hierba era verde y que los pájaros cantaban en primavera; pues desde el principio la misión de todos los profetas no ha sido tanto mostrarnos los cielos o los infiernos como, ante todo, mostrarnos la tierra.

La religión ha tenido que proporcionarnos el más extraño y de mayor alcance de todos los telescopios –el telescopio a través del cual podemos ver la estrella que habitamos-. Para la mente y los ojos del hombre común, este mundo se halla tan perdido como el Edén o la Atlántida sumergida.

Una extraña ley recorre la historia humana, y consiste en que los hombres siempre tienden a minusvalorar lo que les rodea, a minusvalorar su felicidad, a minusvalorarse a sí mismos. El gran pecado de la humanidad, el que la caída de Adán simboliza, es esta tendencia no a la soberbia, sino a una extraña y horrible humildad.

Este es el gran pecado, el pecado por el que el pez se olvida del mar, el buey se olvida del prado, el oficinista se olvida de la ciudad y cada hombre, al olvidar su propio entorno, en el sentido más completo y literal, se olvida a sí mismo. Este es el verdadero pecado de Adán, y se trata de un pecado espiritual. Es extraño que muchos hombres verdaderamente espirituales, como el general Gordon,  se hayan pasado las horas especulando sobre la exacta ubicación del Jardín del Edén, pues lo más probable es que aún sigamos en el Edén. Sólo son nuestros ojos los que han cambiado.

Suele hablarse del pesimista como de un hombre en rebelión. Pero no es así. En primer lugar, porque hace falta cierta alegría para permanecer en rebelión. Y, en segundo lugar, porque el pesimismo apela al lado más débil de cada uno, y el pesimista, por tanto, regenta un negocio tan ruidoso como el de un tabernero.

La persona que verdaderamente está en rebelión es el optimista, el que por lo general vive y muere en un permanente esfuerzo tan desesperado y suicida como es el de convencer a los demás de lo buenos que son. Se ha demostrado más de un centenar de veces que, si verdaderamente queremos enfurecer incluso mortalmente a la gente, la mejor manera de hacerlo es decirles que todos son hijos de Dios. Conviene recordar que Jesucristo no fue crucificado por nada que dijera sobre Dios, sino por el cargo de haber dicho que un hombre podía derribar y reconstruir el Templo en tres días.

Todos los grandes revolucionarios, desde Isaías a Shelley, han sido optimistas. Se han indignado no ante la maldad de la existencia, sino ante la lentitud de los hombres en comprender su bondad. El profeta que es lapidado no es un alborotador ni un pendenciero. Es simplemente un amante rechazado. Sufre un no correspondido amor por todas las cosas en general.

Cada vez se hace más evidente, así pues, que el mundo se halla permanentemente amenazado de ser juzgado mal. Y que esta no es ninguna idea extravagante o mística puede comprobarse mediante ejemplos sencillos. Las dos palabras absolutamente básicas ‘bueno’ y ‘malo’, que describen dos sensaciones fundamentales e inexplicables, no son ni han sido nunca empleadas con propiedad. Nadie que lo haya experimentado alguna vez llama bueno a lo que es malo; en cambio, las cosas que son buenas son llamadas malas por el veredicto universal de la humanidad.

Pero, permítaseme explicarme mejor. Ciertas cosas son malas por sí mismas, como el dolor, y nadie, ni siquiera un lunático, podría decir que un dolor de muelas es en sí mismo bueno; pero un cuchillo que corta mal y con dificultad es llamado un mal cuchillo, lo que desde luego no es cierto. Únicamente no es tan bueno como otros cuchillos a los que los hombres se han ido acostumbrando. Un cuchillo no es malo salvo en esas raras ocasiones en que es cuidadosa y científicamente introducido en nuestra espalda. El cuchillo más tosco y romo que alguna vez ha roto un lápiz en pedazos en lugar de afilarlo es bueno en la medida en que es un cuchillo. Habría parecido un milagro en la Edad de Piedra.

Lo que nosotros llamamos un mal cuchillo es simplemente un buen cuchillo no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos un mal sombrero es simplemente un buen sombrero no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos una mala civilización es una buena civilización no lo bastante buena para nosotros.

Decidimos llamar mala a la mayor parte de la historia de la humanidad no porque sea mala, sino porque nosotros somos mejores. Y esto es a todas luces un principio injusto. El marfil puede no ser tan blanco como la nieve, pero todo el continente Ártico no hace negro el marfil.

Ahora bien, me parece injusto que la humanidad se empeñe continuamente en llamar malas a todas esas cosas que han sido lo bastante buenas como para hacer que otras cosas sean mejores, en derribar siempre de una patada la misma escalera por la que acaba de subir.

Creo que el progreso debería ser algo más que un continuo parricidio, y es por eso que he buscado en los cubos de basura de la humanidad y he encontrado un tesoro en todos ellos. He descubierto que la humanidad no se dedica de manera circunstancial, sino eterna y sistemáticamente, a tirar oro a las alcantarillas y diamantes al mar. He descubierto que cada hombre está dispuesto a decir que la hoja verde del árbol es algo menos verde y la nieve de la Navidad algo menos blanca de lo que en realidad son.

Todo lo cual me ha llevado a pensar que el principal cometido del hombre, por humilde que sea, es la defensa. He llegado a la conclusión de que por encima de todo hace falta un acusado cuando los mundanos desprecian el mundo; que un abogado defensor no habría estado fuera de lugar en aquel terrible día en que el sol se oscureció sobre el Calvario y el Hombre fue rechazado por los hombres. 

 

Presentación de ‘El acusado’, de Chesterton

El primer libro de ensayos de Chesterton es de 1901 y se llamó El acusado (The defendant, publicado en España por Espuela de Plata, 2012), una selección de 16 artículos publicados en The Speaker -el medio que lo hizo saltar a la fama- con el hilo común –ya suena muy chestertoniano- de defender lo GK consideraba amenazado o desprestigiado.

Portada de la edición de 1901

Portada de la edición de 1901

Mañana domingo publicaremos la introducción a la primera edición. Aunque las primeras ediciones suelen ser las más cotizadas por los coleccionistas, en este caso se da más valor a la segunda, de 1903, porque Chesterton añadió una Defensa de una nueva edición que completó la pieza para siempre en sus 18 ensayos definitivos.

En el libro se defienden las novelas baratas, las promesas arriesgadas –que ya apareció en el blog-, los esqueletos, las novelas de detectives, la humildad, los planetas, los niños, la jerga, las cosas feas o la publicidad. En suma, un elenco muy característico.

Como dice Luis Daniel González en Bienvenidos a la fiesta, «son un intento de ver la cara positiva de realidades que, con frecuencia, se critican; y, al mismo tiempo, de mostrar cómo, con frecuencia, lo que se critica no es lo que verdaderamente merece ser criticado». Como siempre, GK toma partido por las cosas populares y débiles, frente a lo snob o la pretendida superioridad: ya aparece ese talante caballeresco que le hace situarse al lado del que más lo necesita. Y esto, por dos razones: la primera por defender esas cosas por sí mismas. Pero también por los demás, es decir, por nosotros, para hacernos ver el valor de las cosas a las que nos hemos acostumbrado y por tanto, dejado de apreciar. Esta explicación se halla en la Introducción que hemos seleccionado.

Hemos comenzado a realizar una serie de perfiles de Chesterton: en el texto de mañana vamos a encontrar dos: el caballero de las causas perdidas –no en vano escribió en 1927 la novela ‘El retorno de D. Quijote», y el profeta, esa persona perennemente inconformista y mal considerada por los demás: La persona que verdaderamente está en rebelión es el optimista, que por lo general vive y muere en un permanente esfuerzo tan desesperado y suicida como es el de convencer a los demás de lo buenos que son. Y para demostrarlo, tomo prestado de nuevo a L.D. González otro fragmento, de Defensa de la heráldica, en el que «habla de lo que se ha perdido con la desaparición del colorido propio de un mundo aristocrático y con la llegada del igualitarismo ramplón, en el que al ciudadano común no se le dice eres tan bueno como el duque de Norfolk sino que, con una fórmula supuestamente más democrática, se le contenta con un el duque de Norfolk no es mejor de lo que tú eres”.

Dicen que los grandes genios han realizado su principal aportación antes de los 26 años, y se pone como ejemplo a Einstein, que tenía esa edad cuando formuló su famosa ecuación de la relatividad. Pues bien: Chesterton tenía 26 cuando –al realizar la recopilación de textos- escribió la Introducción, que considero parte de los textos más importantes de GK. Dale Ahlquist parece opinar lo mismo cuando afirma «Chesterton, como Atenea de la cabeza de Zeus, emergió completamente formado y listo para la batalla. Estos dieciséis ensayos no sólo marcan el tono del resto de ensayos que escribiría, sino que revelan la plenitud de pensamiento de la que haría gala toda su vida».

Mañana domingo, la IntroducciónEl acusado.

Más punta a ‘Ciencia y religión’, del rebelde Chesterton

El texto que publicábamos entero el otro día era tan rico que un primer análisis ya ocupaba el espacio de una entrada. Nos queda la parte más interesante, en mi opinión, en la que GK critica el limitado alcance que la ciencia puede llegar a tener en el conjunto de creencias de una persona, por lo que enuncia un principio general: Un hombre puede ser cristiano hasta el fin del mundo por la simple razón que un hombre podría haber sido ateo desde el principio del mundo.

Han existido ateos –de manera reducida, ciertamente- en todas las sociedades, mayoritariamente religiosas. Lo que a GK le llama profundamente la atención es que mucha gente de hoy se dedique a proclamar la no-existencia de Dios basándose precisamente en el conocimiento científico, que está ligado a la materia.

Para empezar, Chesterton se reconoce claramente materialista, si por tal se entiende que vivimos en la materia, que somos materia: El materialismo de las cosas está claramente en ellas, no se requiere nada de ciencia para encontrarlo. La ciencia investiga para conocer mejor los procesos, pero Chesterton se asombra de la capacidad de algunos ‘científicos’ para traspasar su ámbito propio: Un hombre que ha vivido y amado muere y los gusanos lo devoran. Eso es materialismo, si gustan. Eso es ateísmo, si gustan. Si la humanidad ha tenido fe a pesar de eso, puede creer a pesar de cualquier cosa. Pero por qué los hombres pierden aun más la esperanza al conocer los nombres de los gusanos que los devoran o los nombres de las partes que se comen… es difícil descubrirlo para una mente reflexiva.

Y plantea algunas preguntas, con su fina ironía y buen humor habitual: ¿Qué quieren decir las personas cuando dicen que la ciencia ha alterado su perspectiva del pecado? ¿Qué tipo de punto de vista del pecado podían haber tenido antes de que la ciencia lo alterara? ¿Acaso pensaban que era algo para comer? Cuando la gente dice que la ciencia ha sacudido su fe en la inmortalidad, ¿qué quieren decir? ¿Pensaban que la inmortalidad era un gas? Por supuesto que la verdad es que la ciencia no ha introducido principio nuevo alguno al asunto.

Chesterton es consciente del cambio de planteamiento vital de muchas personas y que ese cambio se achaca a la ciencia, pero sabe que en realidad está en otro lugar. Hay que buscar por otros derroteros, menos relacionados con las ‘demostraciones científicas’ y más con los ‘postulados’ del mundo moderno, que henchidos de optimismo, conducen al más triste pesimismo, como él experimentó personalmente. Los argumentos se desarrollan en Ortodoxia, Herejes, El hombre eterno... Con un poco de tiempo, iremos montándolos en el Chestertonblog.

Hoy sí terminamos con unas palabras de GK y su agudo sentido crítico: para la persona que conserva la sensatez –el sentido común- las cosas están claras y la ciencia no crea ningún problema, la cosa es más bien al revés. Y ojo a estas palabras, porque con ellas el rebelde Chesterton abandera a quienes no queremos reducirnos a un montón de polvo: Mi objeción principal a estos revolucionarios semi-científicos es que no son revolucionarios en absoluto. Son el partido de la obviedad. No sacuden a la religión: parece que la religión los sacude a ellos. Sólo pueden responder la gran paradoja repitiendo una perogrullada.

Chesterton, autor de aforismos, por García-Máiquez

Hemos comenzado en el Chestertonblog una serie de perfiles de GK, del que sólo hemos elaborado el de periodista. Preparábamos otro cuando nos hemos topado con este artículo de Enrique García-Máiquez en Nueva Revista, que analiza la vertiente tan conocida de Chesterton, autor -sobrevenido- de aforismos. Basta seguir algunos hastags de Twitter para darse cuenta que Chesterton es uno de los grandes en esa red: se diría que está hecho para los 140 caracteres, retuiteado hasta la saciedad.

Cúpula del Panteón de Roma. Freepic.es

Cúpula del Panteón de Roma. Freepic.es

Recomiendo vivamente leer el texto de García-Máiquez, que nos hace pasar de las pequeñas citas de GK a sus grandes ideas. Por si alguien no tiene tiempo, entresaco alguna cosa. La primera paradoja es que Chesterton jamás se dedicó a escribir pensamientos breves, sino que éstos brotaban espontáneamente en todas y cualquiera de sus obras, pues tenía el don de unir ideas con brillantez de expresión, más allá de los juegos de palabras o las sutiles ironías. Como él mismo dijo en su Autobiografía, «nunca he tomado en serio mis libros, pero tomo muy en serio mis opiniones«.

La difusión de sus citas supone tal ‘estallido atómico’ que Gª-Máiquez se pregunta si no puede suceder que esta expansión en ‘miles de trozos de metralla’ suponga un descuartizamiento de su pensamiento. Y su respuesta es que no, porque todas las frases brillantes de GK proceden del mismo lugar. Y es que –citando a Alfonso Reyes, y ésta es la segunda paradoja- Chesterton, el prolífico autor de aforismos, es hombre de una sola idea: «disimula toda una filosofía sistemática, monótona, cien veces repetida con palabras y pasajes muy semejantes a través de todos sus libros». Y tiene razón: es como el niño de Ortodoxia (Cap.4) que no se cansa de decir ‘¡Que lo haga otra vez!’ (esto es mío, pero no he podido evitar incluirlo). La respuesta es que se apoya sobre una totalidad que proporciona una magnífica unidad a todo lo que dice. Gª-Máiquez ofrece una hermosa metáfora, «si esa idea única que lo cubre todo adquiere la forma de una cúpula, es una cúpula romana», vinculada a su convicción de la ortodoxia como lo única capaz de dar una «explicación coherente de todo y ser fieles al fondo de alegría cósmica que él percibía en la existencia».

Dice Gª-Máiquez que en esa totalidad se aprehende su visión del universo y se desactiva la posibilidad de hacer decir cualquier cosa al autor de la cita: «Cada fragmento de Chesterton, por pequeño que sea, funciona como un holograma de la obra completa que se extiende a lo largo de los 36 volúmenes de los Collected Works de Ignatius Press. Sus citas no son simples extractos ni recortes más o menos aleatorios».

Va siendo hora de concluir, con la última paradoja de nuestra serie de hoy: «La capacidad de ver lo mismo que todos de un modo único, crea una mezcla de deslumbramiento y reconocimiento (o de originalidad y lugar común) que da su peculiar sabor a los mejores aforismos chestertonianos, o sea, a todos prácticamente. Y ahí estriba, en la medida en que se pueda desentrañar su misterio, esa condición que tienen de definitivos a la vez que inacabables».

Las reglas del articulista recomiendan acabar con unas palabras de Chesterton, pero no me resisto a concluir con las de uno de sus mejores discípulos, que anima a descubrir en sus libros «la desmesurada anchura de un autor tan afilado».

Así piensa y escribe Chesterton: aprende su método

Desde el principio del Chestertonblog ha existido una etiqueta llamada Método de GK, porque si uno quiere aprender a pensar cómo él, tiene que fijarse en cómo lo hacía, más allá de llamar a Chesterton ‘maestro de la paradoja’, pues realmente llega mucho más lejos que las frases brillantes. Los primeros párrafos del cap.12 de Esbozo de sensatez‘La rueda del destino’– constituyen un ejemplo perfecto: de su forma de ver lo que no ve nadie en la forma de hablar y en sus consecuencias; de argumentar y poner ejemplos; de relacionar los hechos actuales con el pasado; y de volver a insistir en que lo importante son los fines, porque las personas podemos decidir y actuar de muchas formas. Éste es el resumen. Si quieres, deja de leer aquí.

¿La rueda del destino gira sin parar? Freepic.es

La rueda del destino, ¿gira sin parar en la misma dirección? Freepic.es

Pero si quieres disfrutar… continúa leyendo. El capítulo se denomina La rueda del destino, y sale sobre todo al paso de aquellos intelectuales y poderosos que no veían otro camino que el capitalismo tal como se estaba configurando en su tiempo… es decir, lo que tenemos hoy, más o menos. Chesterton discute en este capítulo la primacía de la máquina sobre el ser humano –las máquinas nos hacen muy eficientes, pero polarizan el comportamiento de los hombres y los hacen de dos clases: los más listos las diseñan y hacen funcionar, mientras que otros son meros operarios que hacen lo que la máquina no puede… hasta que se encuentra la forma de sustituirlos. Aunque es largo, el fragmento es tan bueno (párrafos 01-04), que no voy a interrumpir al maestro para resaltar los detalles, así que lo dejo tal cual, aunque separo en subpárrafos para facilitar la lectura –como siempre- y subrayo lo que considero las claves:

El mal que nos esforzamos en destruir se esconde por los rincones, especialmente en forma de frases equívocas en cuyo engaño pueden caer fácilmente hasta las personas inteligentes. Una frase que podemos oír a cualquiera en cualquier momento es aquella de que tal institución moderna ‘ha llegado para quedarse’. Estas metáforas a medias son las que llevan a convertirnos a todos en imbéciles. ¿Cuál es el significado preciso de la afirmación de que la máquina de vapor o el aparato de radiocomunicación han llegado para quedarse? ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que la torre Eiffel ha llegado para quedarse?
Para empezar, es evidente que no queremos decir lo que decimos cuando usamos las palabras con naturalidad, como en la expresión ‘el tío Humphrey ha llegado para quedarse’. Esa última oración puede pronunciarse en tono alegre, o de resignación, o hasta de desesperación, pero no de desesperación en el sentido de que el tío Humphrey sea en realidad un monumento que nunca podrá ser movido de su sitio. El tío Humphrey llegó, y es probable que se vaya dentro de un tiempo; incluso es posible (por doloroso que pueda ser imaginar tales relaciones domésticas) que el último recurso sea hacer que se vaya.
El hecho de que la metáfora se quiebre, aparte de la realidad que se supone que representa, muestra con cuánta vaguedad se usan estas palabras engañosas. Pero cuando decirnos ‘la torre Eiffel ha llegado para quedarse’ somos todavía más inexactos. Porque, para empezar, la torre Eiffel no ha llegado en absoluto. En ningún momento se vio a la torre Eiffel caminando a grandes zancadas, con sus largas patas de hierro, en dirección a París a través de las llanuras de Francia, como aquel gigante de la célebre pesadilla de Rabelais que cayó sobre París para llevarse las campanas de Notre Dame. La silueta del tío Humphrey que se ve venir por el camino posiblemente produzca tanto terror como cualquier torre andante o cualquier descomunal gigante, y probablemente la pregunta que asaltará a todos será si vendrá a quedarse. Pero haya llegado o no para quedarse, lo cierto es que ha llegado. Ha hecho un acto de voluntad, ha empujado o precipitado su cuerpo en determinada dirección, ha agitado sus propias piernas y hasta es posible (porque todos conocemos al tío Humphrey) que haya insistido en llevar él mismo su maleta, para demostrar a esos perros jóvenes y haraganes que todavía puede hacerlo a los setenta y tres años.
Supongamos que lo que realmente hubiera sucedido fuera algo así: algo como un cuento terrorífico de Hawthorne o Poe. Supongamos que nosotros mismos hubiéramos fabricado al tío Humphrey; que lo hubiéramos construido, pedazo a pedazo, como un muñeco mecánico. Supongamos que en determinado momento hubiéramos sentido tan ardiente necesidad de un tío en nuestra vida hogareña que lo hubiésemos fabricado con materiales domésticos. Tomando, por ejemplo, un nabo de la huerta para representar su cabeza calva y venerable, haciendo que un tonel sugiriese las líneas de su cuerpo; rellenando unos pantalones y atándole un par de zapatos, hubiéramos creado un tío completo y convincente, del que podría enorgullecerse cualquier familia. En tales condiciones sería bastante gracioso decir, en el mero sentido social y como una especie de fino embuste: ‘El tío Humphrey ha llegado para quedarse’.
Pero si luego halláramos que el pariente simulado se convertía en una molestia, o que sus materiales se necesitaban para otros fines, seguramente sería muy extraordinario que se nos prohibiera volver a hacerlo pedazos, y que todo esfuerzo dirigido a tal cosa chocara con una respuesta firme: ‘No, no; el tío Humphrey ha llegado para quedarse’. Seguramente nos sentiríamos tentados de responder que el tío Humphrey jamás había venido. Supongamos que se necesitaran todos los nabos para el sostenimiento del hogar campesino. Supongamos que se necesitaran los toneles, esperemos que para llenarlos de cerveza. Supongamos que los varones de la familia se negaran a seguir prestando los pantalones a un pariente completamente imaginario. Es seguro que entonces veríamos el juego del fino embuste que nos llevó a hablar como si el tío Humphrey hubiera ‘llegado’, es decir hubiera llegado con alguna intención, hubiera permanecido con algún propósito y todo lo demás. Esa cosa que hicimos no llegó, y desde luego que no llegó para algo: ni para quedarse ni para irse.
No hay duda de que ahora la mayoría de la gente, incluso en la lógica ciudad de París, diría que la torre Eiffel ha llegado para quedarse. Y sin duda la mayoría de la gente de esa misma ciudad hace algo más de cien años hubiera dicho que la Bastilla había llegado para quedarse. Pero no quedó; abandonó las inmediaciones de forma totalmente repentina. Dicho llanamente, la Bastilla era cosa hecha por el hombre y por lo tanto el hombre podía deshacerla. La torre Eiffel es algo que ha hecho el hombre y que el hombre puede deshacer; aunque quizá podamos considerar probable que transcurra cierto tiempo antes de que el hombre tenga el buen gusto o la cordura de deshacerla.
Pero esta sola frasecita sobre la cosa que ‘llega’ es de suyo suficiente para mostrar algo profundamente erróneo en el funcionamiento de las inteligencias humanas con respecto a este asunto. Es evidente que el hombre debería estar diciendo: ‘He hecho una pila eléctrica. ¿La despedazaré o haré otra?’. En vez de eso, parece estar hechizado por una suerte de magia y se queda contemplando la cosa como si fuera un dragón de siete cabezas; y sólo puede decir: ‘La pila ha llegado. ¿Vendrá a quedarse?’.
Antes de iniciar un discurso sobre el problema práctico de la maquinaria es menester dejar de pensar como máquinas. Es necesario empezar por el principio y considerar el final. Ahora bien, no queremos destruir necesariamente toda especie de maquinaria, pero sí queremos destruir determinada especie de mentalidad. Y es precisamente esa especie de mentalidad que empieza por decirnos que nadie puede destruir la máquina. Aquellos que empiezan diciendo que no podemos abolir la máquina, que debemos usarla, rehúsan usar la inteligencia.

Spoiler:

Sólo repaso los puntos principales:
1.- Los errores se camuflan en el lenguaje: hay que desarrollar una especial sensibilidad para captar los errores del mundo moderno, porque están en el ambiente.
2.- Las ‘medias metáforas’ –frases equívocas– nos hacen pensar erróneamente, sin llegar a darnos cuenta de lo que está en juego… hasta que se naturaliza: La naturalización de nuestras creaciones nos fascina y es un lugar común en la sociología: Marx –entre otros ejemplos- habló del fetichismo de la mercancía; Max Weber se refirió a la jaula de hierro en la que nosotros mismos nos habíamos encarcelado. Pero es difícil percibir esto para la mayoría…
3.- Los ejemplos de la vida cotidiana –el tío Humphrey- o de la historia –la torre Eiffel, la Bastilla- son de lo más característico de su estilo. A mí, personalmente, unas veces me hacen reír y otras me dejan agotado… Pero ojo: son un elemento esencial en su método: la comparación: a veces culta -Poe o Hawthorne- o popular -¡ay el tío Humphrey!- pero siempre es consciente de que debe mostrar otros referentes para hacernos pensar.
4. Es necesario empezar por el principio y considerar el final: Chesterton insiste en esto una y otra vez: atiende al conjunto, no te quedes a medias en los argumentos o en los actos: llega hasta el final.
5. Y la conclusión en este caso –que la gente parece olvidar- es que falta reflexión sobre el sentido de las máquinas: capitalistas, políticos e intelectuales carecen de verdadero sentido común, porque no son capaces de llegar hasta el final: lo que ya hemos descrito.
6. El gigante contra el que afirma luchar es mucho peor que un gigante de carne y hueso, porque es un problema de mentalidad generalizada, de aceptación de lo que hay. Más o menos interesadamente, nadie parece advertir lo que hay tras el lenguaje y en el ambiente: porque lo que es creación humana, puede modificarse, si nos conviene. A quién conviene pensar y cambiar es otro problema: a eso dedica el resto del libro.

¿Este es el método del maestro de la paradoja? Pues yo la veo ahí: es otro ejemplo del pensar a medias, y con etiquetas.