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Una hermana Brown: Chesterton, Mihura y «Melocotón el almíbar»

Además de las adaptaciones más o menos directas y confesas, el rastro del siempre escurridizo padre Brown a veces se intuye en otras ficciones, en otros personajes. Es el caso de Sor María, una monjita española con una implacable capacidad deductiva, una comprensión profunda de la naturaleza humana, y una tendencia un poco repulsiva a decir constantemente «si yo no sé nada, pobrecita de mí» para hacerse la inocente.

El 20 de noviembre de 1958 se estrena en Madrid Melocotón en  almíbar, la nueva comedia de Miguel Mihura Santos (1905-1977), y permanece dos meses en cartel. Mihura está disfrutando por fin de un éxito teatral tardío: después de que su primera comedia escrita en 1932, Tres sombreros de copa, permaneciera guardada en un cajón durante veinte años porque ninguna compañía se atrevía a representar un libreto tan vanguardista, el humorista se las arregló para «aburguesar» su humor (para «prostituírlo», como llegó a decir él mismo en alguna entrevista) y convertirse en uno de los comediógrafos favoritos del público. Si sus primeras comedias representadas (Ni pobre ni rico sino todo lo contrario, escrita con el gran Antonio Lara «Tono«, y El caso de la mujer asesinadita, con Álvaro de Laiglesia) participan del humor surrealista que ha popularizado con la revista La codorniz, tras el estreno de Tres sombreros de copa en 1952 escribe obras más accesibles para el gran público, como A media luz los tres (1953), ¡Sublime decisión! (1955) o Mi adorado Juan (1956).

Melocotón en Almíbar (Escelicer)

Primera edición de «Melocotón en almíbar», publicada en 1959.

El germen de Melocotón en almíbar es una asociación de ideas fortuita: Mihura regresa a su hotel en San Sebastián tras ver en el cine una película de gángsters y se encuentra una excursión de monjas en la recepción. Julián Moreiro recoge la reacción del comediógrafo en su excelente biografía Miguel Mihura, humor y melancolía: «No había tratado en mi vida a una monja. Para mí las monjas eran unos seres desconocidos, que veía por la calle con unos trajes negros y unas cofias blancas» (Moreiro, 2004, pág. 324). De ahí surge la idea de enfrentar a una monjita aparentemente indefensa contra un grupo de gángsters que acaban de dar un golpe.

Isabel Garcés como Sor María

Folleto de mano del montaje original de «Melocotón en almíbar», con Isabel Garcés como Sor María.

Sor María entra en escena cuando uno de los miembros de la banda, que parecía estar simplemente acatarrado, cae enfermo con una doble pulmonía. Los cacos ocultan el botín en una maceta del piso de alquiler que están usando como base de operaciones y piden a la propietaria que haga llamar a una enfermera. Pero, como cuenta Sor María «resulta que todas las enfermeras de la clínica estaban comprometidas para salir con sus novios. Y don Vicente me ha enviado a mí para que cuide del enfermo». Desde el momento en que la religiosa irrumpe en la vivienda, comienza un peculiar juego del gato y el ratón, en este caso la gata y los ratones, en el que Sor María va acorralando a los maleantes con su lógica demoledora camuflada en observaciones inocentes y comentarios autodespectivos: «… como tengo la mala costumbre de ser tan observadora, enseguida pienso cosas que no debo… Nuestra querida Madre Superiora siempre me está reprendiendo por ser así, y la verdad es que yo no puedo remediarlo…»

Mihura

Miguel Mihura observa perplejo a las monjas, esos «seres desconocidos con trajes negros y cofias blancas».

Al final, Sor María se queda con las joyas robadas para los pobres, ahuyenta a los atracadores y por el camino incluso ayuda a una de ellos, Nuria: «Yo lo que trato es de salvarla, porque estoy segura de que está arrepentida de haberse metido en todos estos jaleos».

NURIA: ¡Usted sabe mucho de mí…! Desde que entró en esta casa no ha dejado de mirarme… Como si me conociera de algo…

SOR MARÍA: No. ¿De qué iba a conocerla? Lo que pasa es que conozco a otras mujeres como usted, que están descontentas de sí mismas…

NURIA: Sí. Eso me pasa a mí… Que no me gusto cómo soy.

(Melocotón en almíbar, Acto Segundo, p. 915 en la edición del Teatro Completo de Cátedra, 2004)

Melocotón en Almíbar (Recatero)

El montaje de 2005, dirigido por Mara Recatero, con Ana María Vidal como Sor María.

A diferencia de los relatos del Padre Brown, Melocotón en almíbar no es un misterio. Desde el prólogo, el espectador sabe quiénes son los criminales, qué han hecho, y dónde han metido el «cuerpo del delito». El auténtico misterio es la propia Sor María: es ella quien pica la curiosidad el espectador con sus indirectas, es ella quien tensa la situación, siempre desde una ambigüedad que podría revelarse cálculo o genuina inocencia.

No sabemos con certeza si Mihura se pudo inspirar en Chesterton para la creación de Sor María. Es conocida su afición a la novela criminal en general, y a la obra de Simenon en particular. El comisario Maigret, como el padre Brown, suele preocuparse más por la psicología e incluso el alma del criminal que por la mecánica del crimen y las exigencias burocráticas de las fuerzas del orden. Además, el humorista Antonio Mingote recuerda, en la introducción a la edición de Austral de Melocotón en almíbar, que Mihura acababa de descubrir por aquel entonces al comisario San-Antonio de Frédéric Dard. Considerando la popularidad del personaje de Chesterton en la España de aquellos años, parece poco probable que un gran aficionado al género como Mihura lo desconociera.

De un modo u otro, las similitudes entre el Padre Brown y Sor María son notables. La obstinación en reducirse a la insignificancia, en hacerse pasar por tonta, el sentido del humor, la salvación de los criminales como prioridad, incluso el gusto por la paradoja que se resuelve desde el sentido común. La continuación del diálogo anterior entre Nuria y Sor María ofrece una elocuente ilustración de esto último:

NURIA: ¡Pero cómo me conoce usted! ¡Hay que ver qué talento! ¡Porque parece que no, pero yo soy muy complicada!

SOR MARÍA: Tan complicada que hasta le gustaría tener un niño. ¿No es verdad?

(Op. Cit., pp. 915-916)

Ana María Vidal como Sor María

Ana María Vidal intenta recordar si estaba interpretando a Sor María o al Padre Brown.

Y así, irónicamente, un autor cuya vida privada se condujo por las antípodas de la de Chesterton (solterón empedernido, adverso por principio al matrimonio y a la vida burguesa convencional, frecuentador de prostitutas) alumbró una de las versiones más conseguidas del Padre Brown… pese a ser estrictamente oficiosa y tal vez hasta involuntaria.

Por supuesto, no todo el mundo vio con buenos ojos a su detective con cofia. Hubo una adaptación cinematográfica de 1960, dirigida por Antonio del Amo, conocida en México como Rififí en el convento. A la censura española no le hizo demasiada gracia el personaje de Sor María tal como aparecía en el guión. El censor Avelino Esteban escribe: «La monja de este guión será una monja en la película que no podremos aprobar. Tiene toda una serie de defectos profesionales y hasta diría yo ‘profesionales’ como religiosa que deja mal a la clase a la que pertenece. El autor necesitaba, para la comicidad de su trama, una figura ‘cándida’ a base de ser tonta… ¡y pensó en una monja! Tal vez pensó que en la realidad social no existen ya cándidos que no sean tontos; o tontos que no sean religiosos o religiosas» (en Moreiro, 2004, p. 326). Antonio del Amo se defiende culpando a Mihura, alegando que no se había atrevido a corregir los «errores» en la concepción del personaje por respeto al autor: «Está claro que la monja es entrometida, fisgona y a veces hasta ordinaria, como si fuese una chulapa de los barrios bajos» (Op. cit., p. 326).

Cabe sospechar que el director se expresaba en tales términos  intentando granjearse las simpatías del censor, pero de este último no hay duda: no había entendido absolutamente nada.

Chesterton: Cristianismo y socialismo 3/5: La humildad en unos y otros

Magnífico huecograbado de E.C Ricart, realizado con ocasión de una de las estancias de GK en Cataluña. Recogido en 'Textos sobre G.K.Chesterton', Univ. Ramón Llull, 2005.

Huecograbado de Chesterton, por E.C. Ricart.

Había programado concluir hoy la serie sobre cristianismo y socialismo dedicada -como anunciaba el propio GK en su critica al socialismo (2ª entrada), tras mostrar las similitudes (1ª entrada)- a las tres virtudes que los diferencian. En el último momento he decidido ofrecer cada virtud en una entrada. Apenas tengo tiempo para comentarlas, pero me parecen tan ricas, que vale la pena leerlas una a una. Vamos con la primera, tomada del texto juvenil sólo recogido por Maisie Ward.

La humildad es una cosa grandiosa, emocionante. La exaltadora paradoja del cristianismo y la triste falta de ella en nuestra época es, a nuestro parecer, lo que realmente nos hace encontrar la vida aburrida –como un cínico- en vez de maravillosa –como un niño. Esto, sin embargo, no nos interesa en este momento.
Lo que nos interesa es el hecho desafortunado de que no hay personas en que falte más que entre los socialistas, sean o no cristianos. La protesta -aislada o dispersa- para un cambio completo en el orden social, el constante tocar de una sola cuerda, la contemplación necesariamente histérica de un régimen ya condenado y, sobre todo, el obsesionante murmullo pesimista de una posible desesperanza de vencer a las gigantescas fuerzas del éxito, todo ello, innegablemente, comunica al socialista moderno un tono excesivamente imperioso y amargo.
Y no podemos razonablemente censurar al público buscadinero por su impaciencia ante la monótona virulencia de hombres que lo vituperan constantemente porque no vive a lo comunista y que, después de todo, tampoco lo hacen ellos. De buen grado concedemos que estos últimos entusiastas creen imposible, en el estado presente de la sociedad, practicar su ideal. Pero este hecho, que abona su indisputable sinceridad, arroja una desafortunada indecisión y vaguedad sobre sus acusaciones contra otra gente que se halla en la misma posición.
Comparemos este tono arrogante y airado existente entre los modernos utopistas -que sólo pueden soñar con ‘la vida’- con el tono del cristiano primitivo que andaba atareado viviéndola: por lo que sabemos, los cristianos primitivos nunca consideraron asombroso que el mundo, tal como lo hallaban, fuese competitivo y falto de regeneración: al parecer creían -en su ignorancia precristiana- que no podía ser otra cosa, y todo su interés se concentraba en su propia conducta y la exhortación necesaria para convertirlo. Creían que no era ningún mérito suyo lo que les había permitido entrar en la vida antes que los romanos, sino simplemente el hecho de haber aparecido Cristo en Galilea y no en Roma. Por fin, nunca pareció que abrigaran dudas acerca de que la buena nueva convertiría al mundo con una rapidez y facilidad que no daba lugar a una severa condenación de las sociedades paganas.

Estas palabras son densas y hay que leerlas un par de veces para comprenderlas del todo. Sólo quiero insistir en un punto que enlaza con la entrada anterior: la humildad cristiana no espera la sociedad mejor, sino que directamente se pone a construirla, comenzando por un cambio en primera persona… que es lo que Chesterton echa en falta en sus amigos socialistas. Quizá muchos cristianos de hoy también han olvidado esa virtud de los primeros cristianos.

Chesterton: cristianismo y socialismo 2/5: la diferente actitud de los protagonistas

Estamos en condiciones de volver a retomar el breve estudio con el que Chesterton zanja la cuestión entre cristianismo y socialismo. Tras ver el origen común y el ideal compartido, el joven Chesterton en seguida advierte que las expectativas entre el socialista son completamente distintas de las del cristiano, como muestra en este agudísimo párrafo, que completaremos el próximo día, con las virtudes personales que definitivamente distinguen a un sistema de pensamiento de otro. Volvamos pues al famoso Cuaderno de notas:

Por mi parte, no puedo de ningún modo estar de acuerdo con los que no ven ninguna diferencia entre el socialismo cristiano y el moderno y tampoco me uno a los ataques de ciertos socialistas cristianos contra aquellas dignas personas de la clase media que no pueden ver la relación. No puedo dejar de pensar que, en cierto modo, estas personas están en lo cierto. Ningún hombre razonable puede leer el Sermón de la Montaña y pensar que su tono no es muy diferente del de la mayoría de las especulaciones colectivistas de nuestros días, y los filisteos sienten la diferencia aunque no saben expresarla distintamente. Hay una diferencia entre el programa socialista de Cristo y el de nuestro tiempo, una diferencia profunda, auténtica e importantísima, y es esta diferencia lo que deseo señalar.

Tomemos dos tipos paralelos, o mejor, el mismo tipo en los dos ambientes distintos. Tomemos al ‘joven rico’ de los Evangelios y coloquemos junto a él al joven rico de hoy, en el umbral del socialismo. Si siguiésemos las dificultades, teorías, dudas, resoluciones y conclusiones de cada uno de estos personajes, encontraríamos dos tendencias muy distintas de examen de conciencia a lo largo de las dos vidas. Y la esencia de la diferencia sería ésta: el socialista moderno dice: ‘¿Qué hará la sociedad?’, mientras que su prototipo, según leemos, dijo: ‘¿Qué haré yo?’. Adecuadamente considerada, esta última frase contiene toda la esencia del antiguo comunismo. El socialista moderno considera su teoría de regeneración como un deber de la sociedad hacia él, el cristiano primitivo la consideraba como un deber suyo hacia la sociedad; el socialista moderno se atarea trazando planes para llevarla a cabo, el cristiano primitivo se atareaba considerando si él la llevaría a cabo sobre la marcha; el ideal del socialismo moderno es una complicada utopía, hacia la cual, según espera, tenderá el mundo; el ideal del cristiano primitivo era un núcleo real que ‘vivía la nueva vida’, al que podría unirse si quería. De ahí la nota que suena constantemente en todo el Evangelio, de la importancia, dificultad y excitación de la ‘llamada’, el requerimiento individual y práctico hecho por Cristo a cada rico: «Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres.»

A nosotros nos viene el socialismo especulativamente, como una noble y optimista teoría de lo que podría ser remate del progreso; a Pedro, Santiago y Juan les vino en la práctica como una crisis de su propia vida cotidiana, como una agitada cuestión de conducta y de renuncia.

No convenimos, pues, en modo alguno con los que sostienen que el socialismo moderno es la exacta reproducción o cumplimiento del socialismo del cristianismo. Hallamos importante y profunda la diferencia, a pesar del terreno común de colectivismo altruista. El socialista moderno considera el comunismo como una remota panacea para la sociedad; el cristiano primitivo lo consideraba como una inmediata y difícil regeneración de sí mismo. El socialista moderno vitupera, o por lo menos censura, la sociedad, porque no lo adopta; el cristiano primitivo concentraba sus pensamientos en el problema de su propia buena o mala disposición a adoptarlo. Para el socialista moderno es una teoría; para el cristiano primitivo era una llamada. El socialismo moderno dice: «Elabora un sistema amplio, noble y práctico y somételo al intelecto progresista de la sociedad». El cristianismo primitivo dijo: «Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres.»

Esta distinción entre el modo social y personal de considerar el cambio tiene dos aspectos: el espiritual y el práctico a que vamos a referirnos. El aspecto espiritual, aunque de importancia menos directa y revolucionaria que el práctico, tiene sin embargo una significación filosófica profunda. A nosotros nos parece extraordinario que este aspecto cristiano del socialismo, el aspecto de la dificultad del sacrificio personal, y la paciencia, alegría y buen humor necesarios para una prolongada sumisión personal, sea tan constantemente pasado por alto. El mundo literario se ve inundado de viejos que ven visiones y jóvenes que sueñan sueños, con varias etapas de entusiasmo anticompetidor, con apocalipsis económicos, complicadas utopías y efímeros destinos de la humanidad. Y por lo que hayamos visto, en todo este torbellino de excitación teórica, no se dice una palabra de la intensa dificultad práctica de la llamada para eI individuo, la pesada cruz, sin recompensa, llevada por aquel que renuncia al mundo.

Seguramente, no se negará que no sólo será imposible el socialismo sin algún esfuerzo por parte de los individuos, sino que el socialismo, si se estableciera, quedaría rápidamente disuelto o, peor aún, enfermo, si los miembros individuales de la comunidad no hicieran un esfuerzo constante por hacer lo que, en el estado actual de la naturaleza humana, ha de significar un esfuerzo, por vivir la vida superior. Los meros regímenes de Estado no conseguirían y aún menos mantendrían un reinado del altruismo sin la alegre decisión -por parte de los miembros- de olvidar el egoísmo aun en pequeñas cosas, y Cristo proveyó a esta dificilísima y a la vez importantísima decisión personal, pero los teorizantes modernos no proveyeron de ningún modo. En realidad, algunos socialistas modernos creen que, para alcanzar la edad de oro, es necesario algo más que ingresos fijos y boletos para almacenes universales, y que las fuentes de todo mejoramiento real han de buscarse en el temperamento y el carácter humanos. Mr. William Morris, por ejemplo, en sus ‘Noticias de Ningún Sitio’, pinta un hermoso cuadro de un país regido por el Amor, y basa acertadamente el altruista compañerismo de su Estado ideal en un supuesto mejoramiento de la naturaleza humana. Pero él no nos dice cómo ha de efectuarse ese mejoramiento, mientras Cristo nos lo dijo. Del método de Cristo en esta cuestión hablaré después, al tratar del aspecto práctico; mi objeto ahora es comparar los efectos espirituales y emotivos de la llamada de Cristo con los de la visión de Mr. William Morris. Cuando comparamos las actitudes espirituales de dos pensadores –y vemos que uno está considerando si la historia social ha sido suficientemente un proceso de mejora para abonar la creencia de que culminará en altruismo universal, mientras el otro está considerando si ama bastante a los demás para presentarse el día siguiente en la plaza pública y distribuir todos sus bienes, excepto su báculo y su zurrón- no se negará la probabilidad de que éste último esté experimentando ciertas emociones profundas y agudas que serán completamente desconocidas para el primero. Y estas experiencias emotivas constituyen lo que entendemos por aspecto espiritual de la distinción. A tres características, por lo menos, provee el programa galileo: humildad, actividad, alegría, la verdadera triada de virtudes cristianas.

Chesterton y Dostoievski: dos maneras de ver la relación con Dios

Dostoievski comparte preocupaciones con Chesterton. Retrato de Perov, Wikipedia.

Dostoievski comparte preocupaciones con Chesterton. Retrato de Perov, Wikipedia.

Según la observación de André Gide, Dostoievski, a diferencia de los autores naturalistas de su época, se ocupa “de las relaciones del individuo consigo mismo y con Dios”. De igual modo, Chesterton -coincidente vitalmente durante algunos años con el escritor ruso- se ocupa del hombre y de Dios. No obstante el talante de uno y otro es diferente, como -en buena medida- sus circunstancias históricas y ambientales. Lo que para Dostoievski es temor, en Chesterton es esperanza y sorpresa. Y teniendo un proceder semejante al instalar a sus personajes ante el misterio, nuestro Chesterton pretende que, a la chita callando y superando las anécdotas del día a día, recorramos el camino que nos acerca a penetrar en el hondón del alma.

Ambos autores, coincidentes en parte en la tumultuosa etapa del siglo XIX, viven sus vidas como si todos los ejércitos del mundo combatieran al Dios vivo, movidos extrañamente por un cientificismo derivado de las ideologías positivistas. Son tiempos que poseen su peculiar forma de ver el mal, el pecado. Henri de Lubac (El drama del humanismo ateo, Ed. Encuentro. 3ª ed., Madrid, 2008) nos dirá, a propósito de Dostoievski: “Cristo no ha venido a explicar el sufrimiento ni a resolver el problema del mal: ha tomado el mal sobre sus hombros para librarnos de él”. Y añade: “gracias a los personajes de sus novelas, que son un poco de sí mismo, se libra de las tentaciones y así conocemos cuanta fuerza tenían las voces negadoras a las que no pudo escapar, aunque no fuera vencido por ellas”.

Al referirse Paul Endokimoff (Dostoievski et le problème du mal, 1942) al novelista ruso, afirma “Los gritos del que niega se mezclan con las afirmaciones alegres y serenas de la vida”. Buen ejemplo de ello serían los Hermanos Karamazov –sobre todo, Aliocha. En fin: el hombre Dostoievski vive entre dos polos y la lucha hace estragos en él, aunque no se deje vencer por el mal.

Esta lucha, esta ‘agonía’ –como diría Unamuno- del autor ruso, contrasta con el latir religioso de Chesterton. En éste, a pesar de las duras pruebas de juventud, su caminar es más apacible, sereno e incluso cargado de humor. Y es el humor y el amor, hermanos en la alegría ‘qui laetificat iuventutem meam’, en su aproximación a Dios, en su conversión. Conversión que vivirá para sí y para los demás. Por ello, una vez y otra vez empleará su buen hacer de articulista, como en el caso del jocoso e hilarante ensayo Ventajas de tener una sola pierna (en Correr tras el propio sombrero, Acantilado, Barcelona, 2005). Con la paleta de su humor nos va dejando una lección para el buen vivir –especial sentido del pagano Carpe diem- que pasa por cumplir una serie de recomendaciones para alcanzar altas cotas de felicidad.

Chesterton nos propone que reconozcamos a lo largo de todos los días aparentemente iguales la posibilidad de plenitud y felicidad que poseemos cada uno con nuestros talentos. (No puedo dejar el recuerdo de aquel personaje de la película Smoke, que todos los días hacia una misma fotografía a un mismo lugar). En definitiva, Chesterton pretende que lleguemos a ver la cara positiva que los aspectos negativos aportan al gozo de vivir.

Chesterton como excusa: los otros padres Brown (1)

Con mayor o, habitualmente, menor fortuna, las adaptaciones de los relatos del padre Brown comentadas en entradas anteriores intentaban ser fieles, si no a la letra, siquiera al espíritu del personaje de Chesterton. Las que vamos a repasar a continuación, por afán de exhaustividad más que por méritos propios, se contentan con la superficie del personaje, con la imagen estrambótica del detective con sotana, el hipotético gancho de su nombre y una vulgarización a menudo chocarrera del tono humorístico de sus aventuras.

La primera pieza en este safari internacional de caza y captura de los padres Brown que en el mundo han sido nos la cobramos en Alemania. En 1960, el prolífico Heinz Rühmann se enfunda la sotana para protagonizar «Das schwarze Schaf» (Helmut Ashley), es decir, «la oveja negra», que no es otra que el padre Brown, empeñado, para desesperación de su obispo, en investigar crímenes, con resultados pretendidamente hilarantes.

El padre Brown, pistola en mano, se dispone a ganarse el título de "oveja negra",

El padre Brown, pistola en mano, se dispone a ganarse el título de «oveja negra»,

A Rühmann,  que se despidió del cine en 1993 con «¡Tan lejos, tan cerca!» (Wim Wenders), lo recordamos en España por su papel en la extraordinaria «El cebo» (1958, Ladislao Wajda). En esta película cumple eficazmente con lo que se espera de él, que no es precisamente encarnar al padre Brown de Chesterton, sino componer un cura de sainete, irlandés en este caso (y por ende, no tan peculiar en su catolicismo), más preocupado por leer novelas de detectives que por estudiar la Biblia. La secuencia de presentación del personaje es muy elocuente en ese sentido: lo que interesa a este padre Brown es, como a cualquier otro detective, la mecánica del crimen, no tanto el alma del criminal. Es decir, justo lo contrario que al padre Brown de Chesterton.

Heinz Rühmann, un padre Brown más preocupado por la mecánica del crimen que por el alma del criminal.

El padre Brown, decepcionado con su propia película, se entrega al vandalismo callejero.

Quizá el mayor interés de «Das schwarze Schaf» estribe en la caricatura de la sociedad irlandesa tal como se imagina desde la Alemania de los años sesenta, y que, como suele ocurrir tantas veces con las caricaturas, dice mucho más del caricaturista que del caricaturizado. Otro tanto ocurre con su continuación, «Er kann’s nicht lassen» (1962, Axel von Ambesser), traducida como «La pista del crimen» aunque su título original significa, literalmente, «No puede dejar de hacerlo».

Pese a examinarla minuciosamente con lupa, ni el mismo padre Brown encuentra en su película el menor parecido con los relatos de Chesterton.

Pese a examinarla minuciosamente con lupa, ni el mismo padre Brown encuentra en «La pista del crimen» el menor parecido con los relatos de Chesterton.

En esta ocasión, la oveja negra ha sido desterrada por el obispo a una isla remota con propósito de desintoxicarlo de su fascinación por el delito. Pero, como anuncia el título, «él no puede dejar de hacerlo», y no tarda en encontrar enigmas a su medida, empezando por la desaparición de un valioso cuadro. Puede decirse en favor de la segunda entrega que la trama detectivesca está un tanto mejor cuidada que la de su predecesora, pero no mucho mejor, de modo que a ese respecto apenas llega a la mediocridad, lo cual es especialmente lamentable considerando la cantidad de ideas ingeniosas derrochadas en los relatos de Chesterton que no se han tomado la molestia de adaptar.

Así pues, si no les interesaba el personaje, ni tampoco los argumentos de sus historias, ¿qué querían hacer con el padre Brown estas películas? Tal vez una lectura epidérmica del Quijote, es decir, advertirnos por enésima vez de los peligros de dejarnos sorber el seso por noveluchas de baja estofa.

Chesterton: El maestro de la paradoja critica la paradoja

En el texto de hoy, Chesterton menciona lo que entonces era un lujo... y hoy está superado. Imagen: Jabonerassa.

En el texto de hoy, Chesterton menciona lo que entonces era un lujo… y hoy está superado. Imagen: Jabonerassa.

Recogíamos en la última entrada –Actitudes mentales y ley del aborto– cómo Chesterton critica las anomalías de la vida social. He encontrado un texto relacionado, un fragmento del libro sobre Santo Tomás –que acabamos de publicar entero en pdf, en el que insiste en la necesidad –como es habitual en él- de llegar al fondo de la cuestión.
Se conoce a Chesterton como el maestro de la paradoja. El ambiente literario de su tiempo estaba marcado por autores que dominaban esta figura retórica, –caracterizado por la búsqueda de la originalidad formal y el esteticismo-, de manera que ésta fue cultivada por escritores de la talla de Óscar Wilde (1854-1900) y G. Bernard Shaw (1856-1938). A nuestro autor de gustaba sobre todo porque hace pensar. En el Chestertonblog hemos dedicado varias entradas al tema (-si vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo mal; la tendencia de los hombres a minusvalorar su felicidad; desear la vida como el agua y apurar la muerte como el vino…). En éste último caso, Chesterton distingue entre paradojas de vida y paradojas de muerte. Vamos con el análisis de GK:

Para bien o para mal, Europa –desde la Reforma, y particularmente Inglaterra- viene siendo en un sentido peculiar la casa de la paradoja: lo digo en el sentido peculiar de que la paradoja ha estado en su casa, y la gente en su casa con ella. El ejemplo más conocido es el de que los ingleses presuman de ser prácticos porque no son lógicos. A un griego antiguo o un chino eso le parecería exactamente igual que decir que los contables londinenses son unos fenómenos a la hora de cuadrar sus libros porque no hacen bien las cuentas.
Pero no sólo es esta paradoja, sino que el cultivo de la paradoja se ha hecho ortodoxia, y los hombres descansan en una paradoja con la misma placidez que en una perogrullada. No es que el hombre práctico se ponga cabeza abajo, lo que puede ser a veces una gimnasia estimulante aunque insólita; es que descansa cabeza abajo, y hasta duerme cabeza abajo. Es un punto importante, porque la utilidad de la paradoja está en despertar la mente.
Tomemos una buena paradoja, como aquella de Oliver Wendell Holmes: “Dadnos los lujos de la vida y prescindiremos de las cosas necesarias”. Hace gracia y por tanto impresiona: tiene un punto atractivo de desafío, contiene una verdad real, aunque romántica. Parte de la gracia es que se formula como una contradicción en los términos.
Pero la mayoría de la gente estará de acuerdo en que sería considerablemente peligroso fundamentar todo el sistema social en la idea de que las cosas necesarias no son necesarias, lo mismo que algunos han fundamentado toda la Constitución británica en la idea de que la falta de sentido siempre acabará desembocando en sentido común. E incluso en esto se podría decir que ha cundido el ejemplo, y que el moderno sistema industrial realmente dice: “Dadnos lujos como el jabón de brea, y prescindiremos de cosas necesarias como el trigo” (Santo Tomás de Aquino, 6-1).

El mundo de hoy late según este diagnóstico: podríamos decir “dadnos jamón de pata negra o el último modelo de celular, que lo demás no importa. Dadnos diversión, que bastante amargura tiene la vida. La verdad es menos importante”. Con este planteamiento, no es extraño que Chesterton considere nuestra tendencia a empequeñecer nuestra felicidad.

 

Chesterton, las actitudes mentales y la retirada de la ley del aborto en España

Alberto Ruiz Gallardón, ministro de Justicia, ha dimitido como consecuencia de la retirada de su anteproyecto de ley sobre el aborto.

Alberto Ruiz Gallardón, ministro de Justicia, ha dimitido como consecuencia de la retirada de su anteproyecto de ley sobre el aborto.

En el Chestertonblog tratamos de trascender las cosas del día a día, pero es difícil dejar de lado algunos acontecimientos cuando hace unos días precisamente publicamos un texto que plantea exactamente la realidad de lo sucedido en España con la retirada de un proyecto de ley sobre el aborto más restrictivo que el actual, que es prácticamente una ley de aborto libre.
Hace un par de semanas publicamos por primera vez en castellano el texto El voto y la Cámara de los Comunes, de All things considered (1908), traducido por Carlos Villamayor –aquí en versión bilingüe-. Es un texto complejo en el que –entre otras cosas- Chesterton vuelve a plantear una vez más la cuestión de las actitudes, partiendo del optimista y el pesimista. En él se critica algo que fue frecuente entre los ingleses de su tiempo: algunos se sentían orgullosos de no ser lógicos, porque era expresión de pragmatismo (lo que les había conducido al Imperio), aunque eso fuera una anomalía. También se plantea la importancia hay que conservar una capacidad de asombro y reacción ante las cosas, la actitud optimista de reaccionar ante cualquier anomalía, de cualquier tipo (en el texto critica varias cosas absurdas de la ley electoral vigente)… y no dejarlas en manos de los políticos.
Vayamos al fondo, con una selección de sus propias palabras, que –como ocurre en otros casos- reflejan bien el ambiente en torno a la ley del aborto. Chesterton, como buen periodista que era, había observado el comportamiento humano en procesos similares, son adecuados a nuestra realidad actual:

El gran peligro es ese silencio que viene siempre antes de la descomposición. La persuasión dialéctica en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional: son las persuasiones silenciosas las que son absolutamente detestables. […]
Cualquiera bien familiarizado con la naturaleza humana puede ver por sí mismo [que] toda injusticia comienza en la mente. Y las anomalías acostumbran la mente a la idea de sinrazón y falsedad. […]
Para que los hombres se opongan a la injusticia se necesita algo más que el que consideren la injusticia desagradable. Deben considerarla absurda, y sobre todo, deben considerarla alarmante. Deben preservar virgen la violencia del asombro. […]
Y lo mismo sucede en cuanto a las relaciones de una anomalía con la lógica mental. […] Cuando la gente se ha acostumbrado a la sinrazón, ya no se puede sobresaltar con la injusticia. Cuando la gente se ha familiarizado con una anomalía, ya está preparada en esa medida para un agravio: será un agravio agraviante, pero ya no lo ve como extraño. […] Si la trompeta da un sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla?

 

Chesterton: la vida es alegre cuando aceptamos… ¡el pecado!

Esta foto en la que una niña entrega a GK una flor es conocida como 'The Dandelion'

Esta foto en la que una niña entrega a GK una flor es conocida como ‘The Dandelion’

Hemos acabado la ronda sobre la antropología de GK en seis entradas, pero aparecen textos relacionados que uno se resiste a dejar de lado, en esta difícil tarea de seleccionar entre tanta idea inteligente. Al actualizar la página de Blogs sobre Chesterton en otros idiomas, encontré este interesante artículo titulado ‘More Chestertonian Wit and Wisdom‘, en la GK Chesterton Irish Society, y pensé que valía la pena explorar la idea del pecado un poco más, puesto que GK, con su habitual habilidad para hacernos ver las cosas de otra manera, es capaz de darle la vuelta al argumento más pesimista acerca del hombre, y lo que es todavía mejor -como en este caso- al que parece más optimista. Como en esa página no se citaba la fuente original de GK, una búsqueda en Internet me condujo al blog The Hebdomadal Chesterton, que reproduce sus palabras en The Illustrated London News, del 27 de enero de 1906 (aunque debe haber una errata, porque se dice de 2006). Aquí, la versión original de ¡Qué espléndidos son!
El argumento es sencillo, y está basado en otro principio básico de Chesterton: date cuenta de la realidad, reconócela como es, y verás todo de otra manera. Para poder hacerlo hay un requisito importante, el reconocimiento del pecado, que es un tema recurrente en GK: lo plantea en el famoso primer artículo introductorio de El acusado y en el último capítulo de su Autobiografía, pasando por un capítulo entero de Ortodoxia.
El planteamiento, sin duda, es una chestertonada genial, que paradójicamente nos llena de paz y confianza en el hombre corriente. La traducción es propia:

La vida se hace verdaderamente alegre y ‘vivible’ cuando creemos en el pecado original.
Si pensamos que –como algunos dicen hoy día- que todo hombre nace inocente, entonces sólo puedo decir que para ese creyente todo hombre debe parecer un demonio. Las palabras del más salvaje pesimista, del satanista más salvaje no están en condiciones de expresar la inmensidad de esa ingeniosa villanía: ¿con qué clase de abominable agudeza, con qué odioso ingenio se las arregló ese niño sin pecado para retorcerse a sí mismo en esa especie de horror que es un hombre común?
Pero si advertimos que todos los hombres ordinarios tienen esa desventaja ordinaria, ¡qué sencillas se vuelven sus luchas! El hombre corriente puede ser considerado como un soldado que está con otros, ocupados en luchar contra el mismo enemigo. Una vez que los hombres están bajo el pecado original, ¡qué espléndidos son!

El último padre Brown de la BBC: ¿GK Chesterton como excusa?

Si de audiencias se trata, el último «Father Brown» (2013) de la BBC se puede considerar un éxito indiscutible: en enero de 2014 se renovó por una tercera temporada tras haber alcanzado la emisión de la segunda una cuota de pantalla del 24’7%. Significativamente, el productor ejecutivo Will Trotter interpretaba que «El éxito de la segunda temporada ha demostrado que los espectadores realmente han aceptado a Mark Williams como el padre Brown. Estamos encantados de poder seguir dando vida a un personaje tan querido». Una vez más, la pregunta es, por supuesto, ¿realmente ha dado vida Mark Williams al padre Brown?

El padre Brown ha seguido haciendo amistades a espaldas de su creador.

El padre Brown ha seguido haciendo amistades a espaldas de su creador.

No es la primera incursión del sacerdote en la pequeña pantalla británica: hay una serie anterior de los años 70, protagonizada por Kenneth More, que trataremos en otra entrada más adelante: con mejores o peores resultados artísticos, se quedó en una única tanda de trece capítulos, sin continuidad, y aparentemente sin el impacto suficiente para incentivar otras aproximaciones al personaje durante los siguientes cuarenta años. Así pues, podríamos decir que el nuevo «Father Brown» de la BBC es la primera serie que consigue enganchar al público y mantenerse a lo largo de los años… si no fuera por «Pater Brown«, una coproducción austro-alemana protagonizada por Josef Meinrad que duró cinco temporadas (treinta y nueve episodios en total) entre 1966 y 1973, y que también abordaremos en una futura entrada.

El último «Father Brown» no es fruto, en principio, de la especial predilección de cualquiera de sus responsables por el personaje o su creador. Nace de un encargo de la BBC1, que quiere programar una serie de misterio en horario de tarde.  Tras considerar diversas propuestas de creación original, la BBC decide que no quiere arriesgarse con un personaje nuevo y que prefiere una «marca» reconocible. Según cuenta la productora Ceri Meyrik, la idea de rescatar al padre Brown se le ocurre al productor ejecutivo John Yorke tras escuchar un documental radiofónico sobre Chesterton.

Es más, los creadores de la serie no están particularmente interesados en seguir a Chesterton al pie de la letra. A cada uno de los guionistas se le da a elegir entre adaptar uno de los cuentos o inventarse una nueva aventura del padre Brown; así, en la primera temporada la mitad de los episodios adaptan cuentos de Chesterton sin excesiva fidelidad, y la otra mitad cuenta historias totalmente nuevas.

El padre Brown pedalea rumbo a lo desconocido, alejándose del "canon" chestertoniano.

El padre Brown pedalea rumbo a lo desconocido, alejándose del «canon» chestertoniano.

Además, a la hora de establecer el «universo» de la serie, se toman otras libertades notables.  Aunque se quedan muy lejos de la hipermodernidad del brillantísimo «Sherlock» de Moffat y Gatiss, «actualizan» al padre Brown llevándolo a los años 50. En palabras de Meyrick, pretendían hacer una serie de época, pero ambientada en un periodo histórico que pudiera formar parte de la memoria viva de muchos de sus espectadores. Tampoco tienen inconveniente en limitar el ímpetu trotamundos del cura y prescindir de sus viajes para ambientar todas sus aventuras en el condado de Gloucestershire. Por último, rodean al padre Brown de un reparto más o menos variopinto de secundarios:  «Adjudicamos a nuestro padre Brown una banda de ‘ayudantes'», dice Meyrick, «como parte del proceso necesario para hacer que la serie funcionase como drama de cuarenta y cinco minutos, lo cual es distinto de un relato corto. Nos permitió dar más cuerpo a las historias».

Pero a pesar de todo, la productora es categórica: «Aunque cambiamos muchas cosas con respecto a las historias, queríamos mantener la esencia del personaje del padre Brown».

¿Lo han conseguido?

El padre Brown de la BBC se queda patidifuso al leer a Chesterton.

El padre Brown de la BBC se queda patidifuso al leer a Chesterton.

Como mínimo, dar el papel a un secundario en lugar de a una estrella como Guinness ya sería un acierto: hemos visto a Mark Williams en infinidad de películas (la saga de Harry Potter, sin ir más lejos), pero aunque su cara nos suena vagamente, no es probable que lo reconozcamos a la primera. Esa sensación escurridiza parece muy adecuada para un personaje escurridizo. Williams, además, maneja con habilidad los distintos registros del personaje y, siendo un excelente actor de comedia, no cae en la tentación de exagerar su lado cómico. Y el nutrido elenco de secundarios, en efecto, permite dosificar sus apariciones y no quemar su peculiar carisma: unos y otros no nos dan oportunidad de cansarnos de ese curilla torpón con un brillo peculiar en la mirada que parece guardar un gran secreto.

No son las historias del padre Brown de Chesterton: son nuevas aventuras protagonizadas por un sacerdote que se le parece bastante, probablemente más que cualquier otro de los que han llevado su nombre en la pantalla pequeña o grande.

No es poco, y quizá no podamos pedir mucho más.

Chesterton: Libertad, voto y conformismo ante los políticos

Chesterton es muy crítico con los políticos a quienes votamos

Chesterton es muy crítico con los políticos a quienes votamos

Volvemos -tras el breve paréntesis estival- a publicar textos originales de Chesterton en el blog. El de hoy es de una inusitada actualidad, no sólo en el panorama español, sino en el de todas los países desarrollados, habida cuenta la crisis que sufre la democracia en todo el contexto occidental. Fue publicado en All Things considered (1908, cap.5) y ha sido traducido especialmente para el Chestertonblog por nuestro colaborador habitual y excelente traductor Carlos D. Villamayor. Como siempre, para el que lo desee, ofrecemos la versión bilingüe del mismo. Si en un texto GK pasa de lo humorístico a lo grave de manera magistral, es en éste. Ah, y se me olvidaba dar un dato que ayudará a entender el texto: que en torno a 1900, el propio Chesterton se presentó a unas elecciones por el partido liberal, en las que no salió elegido (pero es una historia que merece ser contada aparte).

El voto y la cámara de los comunes

Pronto se nos pedirá el voto a la mayoría de nosotros, supongo. Puede que incluso algunos de nosotros lo pidamos a otros. Nada me persuadirá a declarar, por supuesto, a qué lado apoyaremos, más allá de decir –por singular coincidencia- que será en cualquier caso al único lado al que un ciudadano patriótico, cívico e inteligente pudiera tomar siquiera un interés momentáneo.
Pero podemos acercarnos a la cuestión general de las votaciones mismas, que no es una cuestión de partido político. Las reglas para los candidatos son bastante familiares para cualquiera que alguna vez haya participado en unas elecciones. Están impresas en esa pequeña tarjeta que llevas contigo hasta que pierdes. Ahí se afirma, creo, que no debes ofrecerle comida o bebida al elector. Por más hospitalario que te puedas sentir hacia él en su propia casa, no debes llevarle comida: no debes sacar un filete de ternera de tu bolsillo del frac; no debes esconder huevos escalfados entre tu ropa; no debes, como un mago, sacar patatas al horno de tu sombrero. En pocas palabras, el candidato no debe alimentar al elector de manera alguna.
Si al elector se le permite alimentar al candidato –si puede darle ternera con patatas- es un punto de la ley del cual nunca me he podido informar. A veces, cuando me encontraba pidiendo el voto a un caballero, me sentía tentado de preguntarle si había alguna regla en contra de que me diera de comer y beber, pero el asunto parecía delicado de abordar. Su actitud hacia mí también a veces me hacía dudar de si lo haría, incluso si pudiera. Pero hay electores para quienes valdría la pena averiguar si hay alguna ley en contra de sobornar a un candidato: podrían sobornarlo para que se fuera.
La segunda prohibición para los candidatos, impresa en esa pequeña tarjeta, decía que no debes persuadir a nadie de hacerse pasar por un elector. No tengo ni idea de lo que esto significa. Vestirse como un elector promedio parece algo impreciso. No hay un uniforme reconocido, que yo sepa, con chaleco cívico y patillas patrióticas. La tarea se resuelve de manera algo similar a la tarea de un amigo mío rico, que fue a un elegante baile de etiqueta vestido de caballero.
Quizás quiere decir que existe la práctica de hacerse pasar por algún elector individual. El candidato se arrastra a casa de su cómplice con un disfraz en una bolsa. Saca de la bolsa unos bigotes blancos y un solo anteojo, suficiente para darle a la persona más corriente un sorprendente parecido al Coronel del número 80 de la calle. O le fija de prisa a su amigo la gran nariz y la calva, esenciales para crear la ilusión de la presencia del Profesor Budger.
No asumiré deshacer estos nudos. Sólo puedo decir que cuando fui candidato, la pequeña tarjeta me indicó, con toda circunstancia de seriedad y autoridad, que no debía persuadir a nadie de hacerse pasar por un elector, y con la mano sobre el corazón puedo afirmar que nunca lo hice.

El tercer mandato de la tarjeta me parecía que –si se interpretaba exactamente según sus palabras- socava las bases mismas de nuestra política. Me indicaba que no debo ‘amenazar al elector con consecuencia alguna’. Sin duda, esto pretendía aplicarse a amenazas de carácter personal e ilegítimo como, por ejemplo, si un candidato adinerado amenazara con subir todas las rentas o erigirse una estatua a sí mismo. Pero tal como estaba expresado verbal y gramáticamente, ciertamente cubriría esas amenazas generales de desastre para la comunidad entera que son el objeto principal de la discusión política.
Cuando un encuestador dice que si el candidato de la oposición gana el país se irá a la ruina, está amenazando a los electores con ciertas consecuencias. Cuando el partidario del libre comercio dice que si se adoptan aranceles la gente en Brompton o en Bayswater se arrastrará comiendo hierba, los está amenazando con consecuencias. Cuando el reformador arancelario dice que si el libre comercio persiste otro año, la Catedral de San Pablo será una ruina y Ludgate Hill [una estación de metro junto a ella] quedará tan desierta como Stonehenge, también está amenazando.
¿Y cuál es la gracia de ser un reformador arancelario si no puedes decir eso? ¿De qué sirve ser un político o un candidato parlamentario si uno no puede decirle a la gente que si el otro gana Inglaterra será instantáneamente invadida y esclavizada, con sangre corriendo por la Strand [una calle principal en Londres] y todas las damas inglesas siendo llevadas a harenes? Pues todas estas cosas son, después de todo, consecuencias, por así decirlo.

La mayoría de las personas refinadas de nuestros días pueden ser escuchadas insultando la práctica de pedir el voto. De la misma manera que la mayoría de las personas refinadas, comúnmente las mismas personas refinadas, pueden ser escuchadas insultando la práctica de entrevistar celebridades. Me parece algo muy singular que este mundo refinado se reserva toda su indignación para el elemento comparativamente abierto e inocente en ambos estilos de vida. Realmente hay una gran cantidad de corrupción e hipocresía en nuestra política electoral; cerca de lo más honesto que existe en todo el lío son las encuestas.
Un hombre no tiene derecho a atender o ‘criar’ un electorado con acciones caritativas agresivas, a comprarlo con grandes regalos como parques y bibliotecas, a dar muestras imprecisas de futura benevolencia: todo esto, que se lleva a cabo sin reprensión, es soborno y nada más. Pero un hombre tiene el derecho a ir con otro hombre libre y preguntarle cortésmente si va a votar por él. La información puede ser preguntada, proporcionada o denegada sin ninguna pérdida de dignidad por ninguna parte, lo cual es más de lo que puede decirse de un parque.
Ocurre lo mismo con las entrevistas dentro del periodismo. En una profesión en la que existen laberintos de insinceridad, entrevistar es de lo más simple y lo más sincero que hay. El encuestador, cuando quiere conocer la opinión de un hombre, va y le pregunta.  Puede ser aburrido, pero es de lo más sencillo y recto que podría hacer. Así también el periodista, cuando quiere conocer la opinión de un hombre, va y le pregunta. De nuevo, puede ser aburrido, pero de nuevo es de lo más sencillo y recto que cualquier cosa podría ser.
Sin embargo todos los demás cinismos reales y sistemáticos de nuestro periodismo pasan sin ser vituperados e incluso sin ser conocidos: los motivos financieros de las políticas, los anuncios engañosos, la supresión de letras justas de queja. Una declaración sobre un hombre podrá ser infamemente falsa, pero se lee con calma. Pero una declaración de un hombre al ser entrevistado se siente indefensiblemente vulgar. Que el periódico lo represente falsamente no es nada; que él se represente a sí mismo es de mal gusto.
Todo el error en ambos casos está en el hecho de que las personas refinadas atacan la política y el periodismo por razones de vulgaridad. Por supuesto, la política y el periodismo son, como es el caso, muy vulgares, pero su vulgaridad no es lo peor que tienen. Las cosas andan tan mal con ambos en estos tiempos que su vulgaridad es lo mejor que tienen. Su vulgaridad es por lo menos ruidosa, y el gran peligro es ese silencio que viene siempre antes de la descomposición. La persuasión conversacional en tiempo de elecciones es perfectamente humana y racional: son las persuasiones silenciosas las que son absolutamente detestables.

Si bien es cierto que la Cámara de los Comunes no llegará a estar ocupada por todos los Comunes, esto es un ejemplo muy bueno de lo que llamamos las anomalías de la Constitución Inglesa. También es –pienso yo- un ejemplo muy bueno de lo sumamente indeseables que son en realidad esas anomalías.
La mayoría de los ingleses dicen que esas anomalías no importan, que ellos no se avergüenzan de ser ilógicos, que se enorgullecen de serlo. Lord Macaulay –un inglés típico: romántico, prejuicioso, poético- dijo que él no levantaría su mano para deshacerse de una anomalía que no fuera también un agravio. Muchos otros ingleses románticos robustos dicen lo mismo. Presumen de nuestras anomalías, presumen de nuestra falta de lógica; dicen que muestra qué gente tan práctica somos.
Están totalmente equivocados. Lord Macaulay estaba en este asunto, como en algunos otros, totalmente equivocado. Las anomalías importan muchísimo y hacen mucho daño: las faltas de lógica abstractas importan mucho y hacen mucho daño. Y esto por una razón que cualquiera bien familiarizado con la naturaleza humana puede ver por sí mismo: toda injusticia comienza en la mente. Y las anomalías acostumbran la mente a la idea de sinrazón y falsedad.
Supongamos que tengo por alguna ley prehistórica el poder de forzar a todo hombre en Battersea [área de Londres donde vivía GK] a mover su cabeza tres veces antes de que saliera de su cama. Los políticos prácticos podrían decir que tal poder es una anomalía inofensiva, que no es un agravio. No le causaría daño alguno a mis vecinos, no me causaría provecho alguno a mí. La gente de Battersea, dirían esos políticos, podría someterse con toda seguridad.
Sin embargo, la gente de Battersea no podría someterse con toda seguridad: si yo hubiera estado moviendo sus cabezas durante cincuenta años, al final podría cortárselas con muchísima más facilidad. Puesto que a todos se les grabaría en la mente permanentemente la noción de que es algo natural que yo tenga un poder fantástico e irracional, se habrían ido acostumbrando a la locura.

Para que los hombres se opongan a la injusticia se necesita algo más que el que consideren la injusticia desagradable. Deben considerarla absurda, y sobre todo, deben considerarla alarmante. Deben preservar la violencia del asombro virgen.
Esa es la explicación del hecho singular que debe haber sorprendido a mucha gente respecto a las relaciones entre filosofía y reforma. Me refiero al hecho de que los optimistas son reformadores más prácticos que los pesimistas. Superficialmente, uno se imagina que el injurioso sería el reformador, que el hombre que piensa que todo está mal sería el hombre que arreglaría todo.
En la práctica histórica, la cosa es de otra manera: curiosamente, es el hombre al que le gustan las cosas como son quien realmente las quiere mejorar. El optimista Dickens ha logrado más reformas que el pesimista [George] Gissing. Un hombre como Rosseau tiene una teoría de la naturaleza humana demasiado halagüeña, pero produce una revolución. Un hombre como David Hume piensa que casi todas las cosas son deprimentes, pero es un conservador, y desea que se queden como están. Un hombre como [William] Godwin cree que la existencia es benévola, pero él es un rebelde. Un hombre como Carlyle cree que la existencia es cruel, pero él es un Tory [del partido conservador británico].
En todas partes, el hombre que transforma las cosas comienza por gustar de las cosas. Y la explicación real de este éxito del reformador optimista, de esta falla del reformador pesimista, es, después de todo, una explicación de suficiente sencillez. Es porque el optimista puede ver el error no sólo con indignación, sino con una indignación sobresaltada. Cuando el pesimista ve cualquier infamia, es para él, después de todo, sólo una repetición de la infamia de la existencia. El Tribunal de la Cancillería es indefensible, como la humanidad. La Inquisición es abominable, como el universo.
El optimista ve la injusticia como algo discordante e inesperado, y le empuja a la acción. El pesimista puede enfurecerse por el error, pero sólo el optimista puede sorprenderse por él.

Y lo mismo sucede en cuanto a las relaciones de una anomalía con la lógica mental. El pesimista se molesta con el mal –como Lord Macaulay- solamente porque es un agravio. Al optimista también le molesta, porque es una anomalía, una contradicción a su concepción del rumbo de las cosas.
Y no es del todo sin importancia, sino, al contrario, muy importante, que tal rumbo de las cosas en la política y otros lados deba ser lúcido, explicable y defendible. Cuando la gente se ha acostumbrado a la sinrazón ya no se puede sobresaltar con la injusticia. Cuando la gente se ha familiarizado con una anomalía, ya está preparada en esa medida para un agravio: será un agravio agraviante, pero ya no lo ve como extraño.
Tomemos, por lo menos como un excelente ejemplo, el asunto aludido arriba: quiero decir los asientos, o mejor dicho la falta de asientos, en la Cámara de los Comunes. Quizá sea cierto que en las mejores circunstancias nunca ocurriría que todos los miembros se presenten, quizá una asistencia completa nunca tenga lugar. Pero, ¿quién puede decir cuánta influencia para mantenerlos fuera se ha ejercido con la tranquila suposición de que ellos permanecerían lejos? ¿Cómo se puede esperar que cualquier hombre procure una asistencia completa cuando sabe que una asistencia completa está prohibida en realidad? ¿Cómo pueden los hombres que conforman la Cámara cumplir con su deber razonablemente cuando los hombres mismos que construyeron la Cámara no han hecho el suyo razonablemente?
Si la trompeta da un sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla? Y qué si las notas de la trompeta toman esta forma: ‘Yo os exhorto, por amor a vuestro rey y vuestra patria, a acudir a este Consejo. Y sé que no lo harán’.