Archivo mensual: May 2015

Y sin la ayuda de Flambeau

Show must go on, me dije; y a continuación tomé aliento. Me parecía -y me parece- una buena idea seguir adelante con este blog. Así lo querría sin duda su fundador y principal artífice. Así que, libro en mano, volví a los relatos del Padre Brown, a esa prosa que ya me resulta tan familiar. Intenté leer, concretarme, seguir la historia que de nuevo presentaba tan discretamente a nuestro sabio curilla de Norfolk.

Pero no lo logré. Lo confieso. Me venían a la cabeza las discusiones epistolares que, meses antes, había tenido con Juan Carlos de Pablos sobre Chesterton, lo chestertoniano, la literatura, las ideas más o menos locas de este mundo apasionante que vivimos. Y, despistado, perdido ya el hilo de la madeja del Padre Brown (siempre es una madeja manejable, porque sus relatos no son un puzzle arbitrario de mil piezas), me vino a la cabeza una poesía sobre la grandeza de la vida corriente. A Juan Carlos, con quien apenas tuve ocasión de hablar de poesía (aunque sí tuve el honor de facilitarle la lectura de «El Rey David», del chileno Ibañez Langlois), le hubiera gustado. Y creo que me hubiera pedido una entrada, porque habría visto en ella un toque chestertoniano, propio de ese «cuadrúpedo del hogar» que GKC formó con su querida Frances.

El poema en cuestión se titula «Alquimia de las horas» y es de un joven poeta granadino (¡otra vez Granada!) que se llama Jesús Montiel (y que, no por casualidad, es un consumado experto en Chesterton). Dice así:

ALQUIMIA DE LAS HORAS

No hace falta escapar de la ciudad
y habitar con el viento las montañas.
No hay que aprender la lengua de los árboles
o construir una cabaña humilde
hundida en la quietud de un paisaje milenario.

La santidad se encuentra en este plato
que enjabono para que coman otros,
en este viejo libro que me gusta
y que abandono para poner la lavadora,
en el camino hacia el supermercado
para que tú descanses.

Consiste en aferrarse a lo fugaz,
trocar lo cotidiano
en amorosa permanencia,
predisponer los ojos al asombro
y aceptar la misión de ser la piedra
que origina las ondas en el charco.

¡Eso es! Ahí está Chesterton: en esa mirada tan predispuesta al asombro (¿por qué, si no, esas magníficas paradojas, esa genialidad de darle a toda la vuelta y mirarlo del revés?) y en esa tarea provocativa (acaso una vocación santa) de agitar las aguas y de evitarnos así el marasmo.

Así pues, que hoy me disculpe el Padre Brown. Esta vez, con su permiso, el misterio ha venido a desvelarlo una poesía. Y sin tener siquiera la ayuda de Flambeau.