El Quijote es el paisaje infantil que, plasmado en nuestros ojos, se nos presenta a lo largo de nuestra vida igual y distinto. Cada vez que leemos/vemos este paisaje real y literario caemos en la contemplación de su belleza y de su grandeza. Y, puesto que igual, es un ámbito conocido: somos poseedores de la delicia en la que hasta podemos refugiarnos para reconocernos siempre niños. Y, como distinto, aprendemos la maravillosa creación que es el hombre corriente elevado a la inmortalidad por la virtud. Y aún esto no es siquiera la primera lección del singular ‘Catón’ de la vida que Cervantes nos deja al alcance del corazón.
En estos pensamientos de inicio se reflejan los sentires comunes del héroe Quijote-Cervantes y del caballero Chesterton. Por mi parte, no estoy nada lejos de G.K. Chesterton en la consideración que nuestro autor tiene del arquetipo español. Pues como Quijote-Cervantes, Chesterton que también asume lo igual y lo distinto, explayan su existencia y, por ende, su discurso hacia el presente, sin olvidar el pasado ni el porvenir. Uno y otro, renovadores veraces apoyados en la tradición, no tienen miedo ni a lo pretérito ni a lo que ha de venir. No tienen un sentido trágico del tiempo, como sí lo padece cierta progresía. A la que le llega la desazón por considerar, fascinados por un inauténtico futuro, que el progreso (que se presenta indefinido) nunca se conquista en el presente, sin entender que el hombre corriente y vivo (Manalive) prefiere la felicidad hic et nunc; y además, es la puerta hacia el presente perpetuo y feliz.
Otro sentir coincidente es el entendimiento que ambos –Quijote-Cervantes y Chesterton- tienen de la vida como camino y del hombre como peregrino. Al que se le ofrece un paseo por el libro que en sus hojas ha compuesto, expuesto y argumentado la asignatura de la vida. Así, se nos invita a un camino no que no va a ninguna parte sino al lugar seguro del Encuentro. Cuando nos acercamos con finura a los personajes chestertonianos son lúcidos representantes del personaje-peregrino: Herne y Murrel (El regreso de D. Quijote), Innocent Smith (Manalive), Gabriel Syme (El hombre que fue jueves), Adam Wayne y Auberon Quinn (El Napoleón de Notting Hill)… Valgan unos ejemplos: dice Herne (protagonista de El regreso de Don Quijote): Súbitamente dejó la tarima y fue como si al descender del estrado hubiera crecido de estatura.
-Si ceso de ser rey o juez –clamó-, no por ello dejaré de ser un caballero, errante, como en vuestra comedia dramática…
Y si ponemos atención al discurso de Herne nos convencemos del clasicismo de la pieza: Quiero decir que la vieja sociedad fue veraz y sincera […] Esto no supone que la vieja sociedad llamara siempre a las cosas por su nombre real, entendámonos… aunque entonces se hablaba al menos de déspotas y vasallos, como ahora de habla de coerciones y desigualdad. Vea usted que, así y todo, ahora se falsea más que entonces el nombre cristiano de las cosas. […] En este tiempo cada cosa prolonga su existencia mediante la negación de que existe.
¿Qué curioso fenómeno ocurre con Chesterton que acaba uno identificándolo con los personajes sobre los que él mismo escribe?
Estoy trabajando en la edición del ‘Santo Tomás’ y no hago más que ver paralelismos entre el Santo y él mismo, y aquí volvemos a encontrar lo mismo, esta vez con D. Quijote. Y lo mismo sucede con Dickens, Stevenson y así sucesivamente. ¿Alguien sabe si eso ocurre con otro autor?
Curiosamente, casi todos los dibujantes de tebeos que conozco se parecen a los personajes que dibujan (o viceversa). En algunos casos, incluso los hijos que tienen se parecen a los niños que habían dibujado antes. A riesgo de excederme con las citas, inevitablemente me acuerdo de aquel celebérrimo cuento-ensayo de Borges en «El hacedor»: ‘Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.’
El texto es excelente. Mucho más prosaico es el ejemplo -aunque no son creadores- de la película de Walt Disney en la que todos los propietarios de perros que desfilan al principio se parecen a sus propios perros. Debe haber alguna razón de semejanza, explicable mitad por la creación y mitad a través de ese refrán popular que dice ‘Dios los cría y ellos se juntan’. Desde luego, no me imagino a Chesterton escribiendo una biografía de Hegel, de Harrods o Selfridges. Hay en ‘El Hombre corriente’ una especie de necrológica de Morgan (el banquero) que lo pone de vuelta y media: identificación cero.
(Creo que, en realidad, esto ocurre con todos, incluyendo a Corín Tellado. Es más, diría que hay varios retratos superpuestos, que oscilan entre dos extremos: la cara que el escritor realmente querría tener y la cara que realmente tiene. En casos como el de Chesterton, esa voz propia tan característica, combinada con su habilidad para escamotearnos su rostro detrás de otros, como evidencia su maravillosa «Autobiografía», hace que lo busquemos en sus personajes).
Este como tu anterior comentario me parecen excelentes. Estoy en la creencia de la individualidad que se refleja en el otro. O sea, nuestro yo es capaz de asumir la alteridad. Otra cosa es la cuestión del «janismo».
Pickwick, podría contactarte por algún medio? Quiero hacerte algunas preguntas sobre los personajes peregrinos de Chesterton. Sería para un trabajo de investigación que estoy realizando.
Saludos!!
Dicho todo lo anterior, se me había pasado lo principal: ¡jugosísima entrada, gracias!