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Chesterton, crítico literario.

Cuando uno lee una y mil veces un texto, para extraer la quintaesencia de su significado, cae en la cuenta de que «la tuvo en las manos» en la primera lectura que del susodicho texto. ¡Qué gasto!

Nos hemos preguntado alguna vez -como habitualmente hacía G. K. Chesterton- ¿qué es leer?, ¡qué es la lectura? No quiero dar una definición supercalifragística de lo que es la lectura. Dejando a un  lado reminiscencias y anotaciones etimológicas, mejor o peor traídas, prefiero anotar que me guata considerar la lectura como el juego de atrapar el alma de una especie tan común como son las letras. «Atrapar letras». Aunque esta definición puede parecer un canto al sol, una pirueta a la violeta, espero que de mis pobres palabras se derive la consideración de que la lectura no es sino el «juego de la vida». Un juego de la vida que no ampara ninguna escapatoria, dado que todas las salidas están acotadas por el propio vivir, por el propio respirar.

Ahora me pregunto: ¿están tan hermanados la ficción y la vida en la obra literaria?, ¿ en el texto literario es fácil discriminar lo lúdico de lo vivencial? Recuerdo un libro de adolescencia, que- con sus reparos- me deleitó leer. La Infancia recuperada, de Savater. Nos habla de sus lecturas de niño y adolescente. Era la época en que el lector se identificaba con las verdaderas-falsas identificaciones de los autores: el capitán Ajab,  el general Custer, Gerónimo, Roberto Alcázar, Padre Brown, Tragabuche y los niños de Ecija… y otros héroes y villanos que se pasearon por nuestros pensamientos, y nos llevaban a hacer gestosgallardos, caballerescos o chuscos, matoniles. … «Señorita, tengo que comunicarle un asunto de capital importancia…» (Exquisita manera de preparar una declaración de amor) En aquellos juegos -nos aclara el primer niño, Chesterton- «nunca hubo un nuño que confundiera la ficción y la realidad. Cualquiera entendía que hasta las 6,30 horas de la tarde, cuando la madre llamaba a merendar, había sido Cochisse o el mismo Limbeth, y, ahora, era Pepito, «cepillándose» una flauta de pan con aceite y azúcar. Todo ello lo Chesterton y nos lo enseña. Demuestra nuestro autor, además, que los ancianos podemos ser niños.

Por todo lo dicho, casi siempre y no de rebote, cuando leemos a G.K. Chesterton caemos en el pozo del recuerdo, paraíso gozoso de la niñez. ¿Qué adquiríamos con la lectura en nuestra  infancia y adolescencia?, ¿qué sabores?, ¿qué olores?, ¿qué sonidos?

Cuando de pequeños nos acercábamos a una novela o a un cuento, sabíamos que íbamos a leer «algo» que no era «verdad», pero que podía o no podía ocurrir en la realidad. Y teníamos conciencia del «engaño» de la ficción. En aquellos escritos creativos, inventados, nacidos de y en la imaginación del narrador, tácitamente conveníamos una serie de estructuras que conformaban la morfología del texto:  en primer lugar, esperábamos encontrar un medio espiritual y social en el que se devanarían los acontecimientos del argumento y las acciones de los actantes. Así el genial lector Chesterton lee a otro lector, y advierte la capacidad creativa de W. Shakespeare, cuando en El sueño de una noche de verano construye un ámbito de cooperación con el público que es » el misticismo de la felicidad». Una felicidad en la que interesa tanto la vida de vigilia como más la vida de la visión. Esta toma de postura de Chesterton – que sitúa el sueño de una noche de verano en el conjunto de artículos del «Hombre corriente» –  nos planta  a los lectores del lector Chesterton del lector Shakespeare en las puertas del hombre común. Pues Shakespeare, hombre excepcional, tendió a ser un hombre común.

En segundo lugar, Shakespeare, como Tespis, tenía que crear un personaje, un  actor, una persona. Nuestro conductor en la lectura de Shakespeare, con la agudeza propia de un maestro de antropología, cuál o cuáles son los personajes. Descubrirnos los personajes de una magna obra como es «El  sueño» de un dramaturgo experto en la creación de tipos únicos, antonomásicos. En el artículo de Chesterton, éste nos un personaje complejo y distintos a los arquetipos shakesperianos ( Desdémona y Otelo, Yorick, Lear, Lady Machbet, Hamlet, Yago..) Para Chesterton, acertadamente, el actor es la «humanidad corriente» con su espíritu. ¿Acaso la obra no es un sueño vivido  por los personajes confabulados con los espectadores (recuérdese la propensión del autor inglés por el teatro dentro del teatro), para que el engaño sea dignificado en realidad con arte o en realidad y arte. De esto se da cuenta y nos da cuenta Chesterton, al hablarnos en su artículo de carcajadas, poesía, de dislocación de la realidad, metamorfosis, etc.

Nos preguntamos, en la tercera parte, por el sentimiento. ¿Qué sería un espectador sin emotividad? Chesterton aduce que el asistente a una obra teatral siente emociones: se entristece, se alegra, teme… Y así en El sueño de una noche de verano, Chesterton observa la felicidad humana como un elemento de la sublimidad.  GKC nos hace partícipes de la plenitud de la comedia en la carcajada. Es más, capta la plenitud del gozo derivado de la comedia en la comedia (léase el teatro de los artesanos) Teatro cómico y algo gárrulo que sirve de gatera para salir de una tragedia de amor, más o menos paródica, al placer del final feliz de la representación de los hombres corrientes. Representación que minimizando el asunto, repara en las mitologías clásícas y élfica tan del gusto an glosajón.

Un siguiente apartado a lo formal.  A la poesía. La poesía va más allá de ser un ejercicio de métrica. No creo que haya un sólo teórico de la literatura que niegue la necesidad del ritmo, para la existencia de la poesía. Y a decir verdad, El sueño de una noche de verano es una obra intensa, rica, antológicamente rítmica. La simetría que  es ritmo está  conseguida en la perfección del lenguaje vario y asombrosamente enguantado en situaciones pares: mitologías  greco-latinas / mitología céltica; mundo del hombre culto/ mundo del hombre común; el sueño conductor/la vigilia; y el teatro en el teatro, y el espíritu tolerante para aminorar la tragedia…

No quiero acabar estas letras sin una mención especial al personaje Bottom. Es el personaje que da armonía a esta comedia de «contrarios». Bottom es el hombre corriente, propietario de sus palabras, que interpretan la gran farsa del mundo, propietario de sus recuerdos y, también de su primitiva vanidad.  « Y en este juego natural entre la rica simpleza de Bottom y la simpleza simple de sus  camaradas  está lo que constituye la excelencia inmarcesible de las escenas de farsa de esta obra. La sensibilidad de  Bottom hacia la literatura es perfectamente genuina y ardiente, mucho más genuina que la de la mayoría de los cultos críticos literarios» (pág. 27 «El Hombre corriente» Ed. La espuela de plata. Sevilla. 2013) Bottom y sus compinches son los hombres comunes. Llamados a representar al «tonto» (nuestro «gracioso») que es capaz de codearse con el noble, el caballero, el rey e, incluso, los dioses. El «tonto» es el que dirige el sector de los hombres  sencillos y más humanos (campesinos) por ser más humano, más cercano, más común.

The 6th Annual GK Chesterton Walking Pilgrimage, Saturday 30th July 2016

Alguien se apunta ????

Entra en este enlace para completar la información.

http://www.catholicgkchestertonsociety.co.uk/

Modernism and education in GKC

Reflections on the connection between modernism, knowledge paradigms and education in GK Chesterton’s Ethics of Elfland.  Also available at https://plus.google.com/105584264356333687356/posts/1NuowV8we7z.

Reference

Turley, SR (2012) Awakening Wonder: Education as Encounter, in The Chesterton Review XXXVIII (1&2), pp. 235-247.

Less, not more, since more is less

Es bien conocida la defensa de los grandes libros que hace GKC en toda su obra, y El Hombre Común no podría ser menos. De los grandes, no de los muchos. Pues uno de los indicios de la modernidad está precisamente en la gran cantidad de libros escritos/ publicados y la poca honradez intelectual de los pobres que los escriben, oportunistas en cuanto no se aplican a labores que sí saben hacer, e impostores por perseguír un prestigio intelectual que no se merecen. Vamos, más o menos lo que denuncia Keating, el profesor de literatura en el Club de los poetas muertos (1989), por lo que muchas gente (toda una sociedad, poco a pogo) llega a pagar un precio muy alto.

Para los amantes de la lectura en inglés, a continuación, algunas reflexiones muy acertadas por el repudato Dale Ahlquist:

About The Common Man

Fotos del homenaje a Juan Carlos de Pablos

http://unono.net/album/4156/homenaje-j-c-de-pablos

Minientrada

¿Qué tienen en común: Ernest Hemingway, Graham Greene, Frederick Buechner, Evelyn Waugh, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Karel 􏰀􏰂􏰈􏰄􏰈􏰁􏰃􏰈􏰈􏰆􏰀􏰇􏰅􏰊􏰊􏰊􏰀􏰂􏰈􏰄􏰈􏰁􏰃􏰈􏰈􏰆􏰀Čapek, Paul Claudel, Dorothy L. Sayers, Agatha Christie, Sigrid Undset, Ronald Knox, Kingsley Amis, W. H. Auden, Anthony Burgess, E. F. Schumacher, Orson … Sigue leyendo

Chesterton, el hombre corriente

Comienza Chesterton el libro de ensayos “El hombre corriente” con un alegato contra la progresía regresiva de todos los tiempos, desde el momento en que el hombre a sí mismo empezó a denominarse, con impostura manifiesta y maniquea, progresista.

  Chesterton nos cuenta en este primer ensayo, El hombre corriente, los desastres y aboliciones, llevadas a cabo por la progresía. La primera es de orden natural: “Hay que desproveer al individuo del sentido común”, a fin de que el hombre común esté en manos del primer improvisador atrabiliario, que dispongan en la sociedad convenida, los cultos latiniparlos, dueños de la sociedad liberal. De aquí surge un hombre que, poco a poco, se desarraiga  del suelo y del cielo, del paisaje y del paisanaje. Es el hombre excepcional. Es el nuevo modelo de hombre que hay que imitar. Nace el individuo contrario a lo que definen como “ser” del hombre progresista. Nace el gregarismo.

La familia, culmen creador del Creador, centro y hogar de la sociedad y fruto amadísimo del hombre común, es zarandeada, para conducirla a la “frustración malthusiana”. Y este segundo desastre desencadena como una cadena condenada al abismo, una serie de prohibiciones y catástrofes concernientes al padre, a l hijo y a la prole. A la familia. Pues, ya que en los tiempos primeros de la Ilustración se gesta lo que serán las posteriores políticas de estirilización, que tan nefandos frutos recogemos los hombres del siglo XXI. Y el ataque se extiende a los miembros de las clases indefensas, es decir, menos formadas. Van contra el hombre común. Al cual falsamente – tercera– se le da derecho a la libertad de prensa, para que sus enemigos monopolicen la información que les va a predicar su bajeza y su impotencia. Todo ello, además, en nombre de la libertad y la democracia. Los cultos floridos a la violeta, puritanos, calvinistas y laicos economistas secos – ¿de alma?-, se ocupan en la modernidad a sumergir en la peor de las pobrezas al hombre corriente: la pobreza espiritual y cultural. Ya que diseñan una familia rupturista, una opinión no contrastada y enemiga de los dogmas del sentido común. Hasta llegar en su afán dictatorial a lo más íntimo del hombre, a los tuétanos de sus almas, cuando ellos – estúpidos y ridículos avaros jugadores de Bolsa- les prohíben a los hombre sencillos del común jugar con dinero.

Quiero  para concluir este resumen, centrarme en una de las prohibiciones que afectan más al ánimo humanista. Se pretende vedar la canción popular. No hay poética de una sola comunidad humana, a lo largo y ancho de la historia, que no haya desarrollado una poesía oral, comunitaria, popular. Canciones hechas de experiencia, de labor, de quehacer, de tiempo, de bodas, de guerra y de amor. Canciones de ritmos perfectos que fundamentaron los posteriores ritmas más cultos y refinados. Canciones de voz, de voz viva, orales, capaces de insertar al oyente en la historia narrada. Canciones que andando el tiempo dieron lugar a variedades de formas métricas del villancico, del zéjel, del romance… Pues mal, este bagaje cultural, espiritual y humano, se va talando, a hurtadillas y a robos a mano armada, dejando un campo arrasado, salado, quemado, para dejar plantados en su lugar, de modo zafio y garrulo, vomitivos tochos de psicología – que no estudios del alma- y sociología.

PICKWICK   

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El tweed y otros detalles british

Me entusiasma cómo arrancan las historias del Padre Brown. Son como el primer plano de una película que promete. Con pocas y precisas palabras -y ese ritmo tan propio de la prosa inglesa, contenido y elegante-, Chesterton describe un personaje enigmático. Lea, por ejemplo, cómo empieza El paraíso de los ladrones:

El gran Muscari, el más original de los jóvenes poetas toscanos, entró rápidamente en su restaurante favorito, que daba al Mediterráneo y estaba cubierto por un toldo y cercado por pequeños naranjos y limoneros.

Sencillo, pero muy completo. Merece la pena leer despacito (primera redundancia: ¿es que podemos llamar lectura a unos frenéticos vagabundeos por el libro?). No hay detalle que perder. ¿Quién este Muscari que aquí comparece, poeta toscano y refinado? ¿Qué va a acontecer en ese bello paraje, frente al mar, a la sombra de un toldo y con el aroma entremezclado de árboles frutales? Uno lee ese principio y tiene que seguir leyendo.

Continúa después de la descripción del gran Muscari (que, más por respeto al lector interesado que por falta de ganas, aquí omitiré), y, a renglón seguido, se cita a la hermosa hija de un banquero de Yorkshire. Luego se insinúa apenas la presencia discreta de un par de curillas (uno de ellos, claro está, el Padre Brown), y es entonces cuando un personaje misterioso se dirige al poeta toscano. Es un tipo cuya «figura iba vestida con un tweed a cuadros; llevaba una corbata rosa, el cuello almidonado y unas enormes botas amarillas». Uno lee eso -¡y estamos sólo en el cuarto párrafo!- y sabe que hay que seguir leyendo. Un poeta, dos curas, un restaurante, la bella hija del banquero y ese tipo del tweed. Esto promete.

Aclaro que, desde luego, mi intención no es glosar aquí cada uno de los párrafos del relato citado. Eso sería, además de farragoso, inútil, y pura vanidad de lector. Lo que Chesterton escribió se explica por sí mismo. Ni sobra nada ni hay, a mi juicio, nada que añadirle.

Sólo pretendo destacar que, para gozo del lector moroso (segunda redundancia: ¿es que podemos llamar lectura a la mera voracidad por consumir el núcleo de la historia?), en estos relatos hay un sinfín de pequeñas cosas. Detalles muy british.

Así sucede, por ejemplo, en El paraíso de los ladrones. Los hechos discurren en Italia, como queda dicho; y esa ubicación es perfecta para que, por contraste, Chesterton haga aflorar detalles típicos de Inglaterra. Hay un personaje del que siempre se dice que lleva un traje de tweed (y recuérdese que estamos frente al Mediterráneo, a la sombre de un toldo, con calor, entre naranjos y limoneros). Hay un momento en el que, al estrellarse el carruaje en el que viajan, el poeta Muscari y la bella hija del banquero se tocan. Es algo fortuito, y se describe de una forma delicadamente inglesa (o, tanto monta, británicamente delicada): «Muscari le echó un brazo por encima a Ethel, que se agarró a él y soltó un grito. Momentos así eran los que daban sentido a la existencia del joven».

También hay momentos para la amable crítica hacia los compatriotas. Suenan a lo lejos unos caballos y un italiano se percata de ello. No así el británico, porque todo sucede «mucho antes de que la vibración alcanzara los menos experimentados oídos ingleses». Que los ingleses son duros de oído, vamos.

Los detalles son múltiples, y sin duda le toca al lector descubrirlos (y, tras el esfuerzo de la búsqueda, disfrutarlos). Todo es de una contención muy inglesa. No me resisto, pues -y así advertirá el lector que yo no soy contenido… ni inglés-, a transcribir de qué forma se justifica que un bandolero pretenda liberar sólo al Padre Brown y a Muscari (y no, por contra, al resto de los rehenes):

«Al reverendo Padre Brown y al famoso signor Muscari los liberaré mañana al amanecer y los escoltaré hasta los límites de mis dominios. Los curas y los poetas, si me perdonan la sencillez de mi lenguaje, nunca tienen dinero. Así que (puesto que es imposible sacarles nada) lo mejor es aprovechar la oportunidad de demostrar nuestra admiración por la literatura clásica y nuestra reverencia hacia la Santa Madre Iglesia».

No son sólo detalles, curiosidades, menudencias para un lector sibarita. Son las pequeñas cosas que dan vida y verosimilitud al relato, y que le confieren ese tono tan particular a las historietas de nuestro cura-sabueso, esa sonrisa brit con la que se leen.

Sucede en fin que, como ha escrito recientemente un experto en anglofilia (Ignacio Peyró, en su impagable Pompa y circunstancia), «al cabo, esa sonrisa de Chesterton no era sino la bienvenida a las cosas tan serias que tenía que decir».

Y sin la ayuda de Flambeau

Show must go on, me dije; y a continuación tomé aliento. Me parecía -y me parece- una buena idea seguir adelante con este blog. Así lo querría sin duda su fundador y principal artífice. Así que, libro en mano, volví a los relatos del Padre Brown, a esa prosa que ya me resulta tan familiar. Intenté leer, concretarme, seguir la historia que de nuevo presentaba tan discretamente a nuestro sabio curilla de Norfolk.

Pero no lo logré. Lo confieso. Me venían a la cabeza las discusiones epistolares que, meses antes, había tenido con Juan Carlos de Pablos sobre Chesterton, lo chestertoniano, la literatura, las ideas más o menos locas de este mundo apasionante que vivimos. Y, despistado, perdido ya el hilo de la madeja del Padre Brown (siempre es una madeja manejable, porque sus relatos no son un puzzle arbitrario de mil piezas), me vino a la cabeza una poesía sobre la grandeza de la vida corriente. A Juan Carlos, con quien apenas tuve ocasión de hablar de poesía (aunque sí tuve el honor de facilitarle la lectura de «El Rey David», del chileno Ibañez Langlois), le hubiera gustado. Y creo que me hubiera pedido una entrada, porque habría visto en ella un toque chestertoniano, propio de ese «cuadrúpedo del hogar» que GKC formó con su querida Frances.

El poema en cuestión se titula «Alquimia de las horas» y es de un joven poeta granadino (¡otra vez Granada!) que se llama Jesús Montiel (y que, no por casualidad, es un consumado experto en Chesterton). Dice así:

ALQUIMIA DE LAS HORAS

No hace falta escapar de la ciudad
y habitar con el viento las montañas.
No hay que aprender la lengua de los árboles
o construir una cabaña humilde
hundida en la quietud de un paisaje milenario.

La santidad se encuentra en este plato
que enjabono para que coman otros,
en este viejo libro que me gusta
y que abandono para poner la lavadora,
en el camino hacia el supermercado
para que tú descanses.

Consiste en aferrarse a lo fugaz,
trocar lo cotidiano
en amorosa permanencia,
predisponer los ojos al asombro
y aceptar la misión de ser la piedra
que origina las ondas en el charco.

¡Eso es! Ahí está Chesterton: en esa mirada tan predispuesta al asombro (¿por qué, si no, esas magníficas paradojas, esa genialidad de darle a toda la vuelta y mirarlo del revés?) y en esa tarea provocativa (acaso una vocación santa) de agitar las aguas y de evitarnos así el marasmo.

Así pues, que hoy me disculpe el Padre Brown. Esta vez, con su permiso, el misterio ha venido a desvelarlo una poesía. Y sin tener siquiera la ayuda de Flambeau.

Chesterton… incluso en la homilía de despedida de Juan Carlos

Para los que no habéis podido participar al funeral de nuestro querido amigo hemos pensado publicar la homilía dada en este momento. Esta decisión no se basa en una elección pietista, sino es una prueba de que su amor por Chesterton fue tan conocido, que incluso el sacerdote en su despedida final, delante de todos sus familiares y amigos allí reunidos, hizo varias referencias al autor brítanico y a Juan Carlos.

HOMILÍA:

La vida de los que en ti creemos, no termina, se transforma. Esto es lo que creía Juan Carlos: con esta paradoja chestertoniana podría decir que la muerte es vida, para los cristianos.

Conocí a Juan Carlos en el Club Montañero de Estudiantes de Granada, cuando él era alumno de los agustinos, y yo estudiante de Filosofía y Letras. Lo recuerdo de aquella época como un chico discreto y responsable. Su hija Irene me recuerda mucho a su padre en esa forma de ser. Otra cosa que noté, que quería mucho a su hermano, y a sus dos hermanas. Era muy padrazo, ya entonces. Luego lo traté como profesor de colegio Mulhacén, donde acudía en moto, cosa poco usual en esa época. Era un profesor muy creativo. Sus clases eran una delicia, según decían sus alumnos. Se veía que disfrutaba con todo lo que hacía, y transmitía esa alegría a su alrededor. Esto lo han heredado sus hijas Violeta y Cristina. Además de su afición a la lectura.

Con el paso del tiempo, ya profesor titular de sociología en la Universidad de Granada, con frecuencia me lo encontraba en charlas, y coloquios con todo tipo de personas. También entre los sacerdotes. No era raro que algún martes del mes, a la hora de comer, se reuniera con nosotros y en la tertulia nos diera su visión sobre alguna película, porque era muy aficionado al buen cine, y tenía una conversación culta y amena. Incluso un día nos enseñó varios anuncios de televisión, y nos los puso de ejemplo para que aprendiéramos a atraer la atención de los feligreses durante las homilías.

Ya se ve que aprovechaba el tiempo… Ya de por si era muy trabajador, como lo puede atestiguar, Juanita, su madre, porque ha salido a ella.

Pero este espíritu de laboriosidad fue creciendo con el tiempo, y dándole un sentido sobrenatural, porque Juan Carlos era miembro Supernumerario del Opus Dei. También le ayudaron los escritos de san Josemaría el amor a la libertad, y en concreto a educar en la libertad: ahí están sus cinco hijos que lo demuestran.

Además era un hombre de muchos amigos. Porque era muy cariñoso y dialogante, tenía amigos de todas las formas de pensar. Juan Carlos era -¡es!- muy abierto, disfrutaba organizando reuniones para hablar de lo divino y lo humano. Jesucristo estaba siempre presente, como lo estará ahora entre nosotros. Destacaría también que ha sido un hombre que ha vivido con coherencia en todos los ambientes, especialmente el profesional, manifestando su fe sin complejos, con valentía, pero con un gran respeto a las personas.

Tenía una pasión: hacer presente a Jesucristo en su profesión, con altura de miras, realizando su trabajo, escribiendo, publicando…

De Jesús se decía que «pasó haciendo el bien». Esto se tendría que afirmar de cualquier cristiano que vive su fe. Juan Carlos tomo de nuestro Señor este rasgo, porque en su vida ha sembrado mucho cariño: buscaba el lado positivo de las personas, las quería de verdad.

Ha querido mucho, y por eso ahora tenemos el deseo de manifestarle nuestro agradecimiento rezando por él, en esta celebración.

En la última etapa de su vida, ha sido ejemplar en su enfermedad, ofreciendo a Dios sus molestias. Desde luego ha rezado pidiendo su curación, especialmente, recurriendo a la intercesión del beato Álvaro del Portillo a quién tenía gran devoción, pero a su vez aceptando siempre la Voluntad de Dios. Por eso irradiaba paz. Mucha gente ha comentado, familiares, amigos, personal del hospital, que al pasar con él un rato salías fortalecido, con optimismo… Más que hacerle un favor a él visitándole para animarle, eran ellos los que salían animados…

Muchos pensamos y así lo hemos comentado, que el milagro que pedíamos para su curación, el Señor lo ha cambiado por hacer un milagro a través de Juan Carlos, por el ejemplo cristiano que nos ha dado.

Nunca pensé en que celebraría su funeral, me siento -salvando las distancias- como Ronald Knox cuando predicaba la oración fúnebre de Chesterton en Westminster. En aquella ocasión Ronald decía de su amigo Chesterton que «tenía ojos de artista para encontrar nuevos valores en las cosas más familiares… Pienso que su mejor cualidad era el don de iluminar lo ordinario y descubrir en todo lo trivial una cierta eternidad» Y terminaba diciendo: «Bienaventurados los que le conocieron y disfrutaron de su amistad, porque encontraron en él un ejemplo vivo de amor». También nosotros podríamos decir eso de Juan Carlos, en especial su mujer.

Desde luego ha puesto un listón muy alto para sus hijos. Pero José María y Jaime, no deben preocuparse, porque su padre seguirá ayudándoles. Porque –como Ana experimentará a partir de ahora– aunque no se note su presencia física, Juan Carlos ¡vive!

Antonio Balsera

Cementerio de San José de la Alhambra, 16 de febrero de 2015