Archivo de la etiqueta: Textos de GK

Chesterton: Importancia de las actitudes ante las creencias propias y ajenas

Concluimos el análisis de El fanático, de 1910. Recojo primero el fragmento de Chesterton y luego planteo las cuestiones más relevantes, sobre las que llevamos hablando dos días.

Todo comenzó al explorar el concepto de dogma que tiene Chesterton. Nos gusta pensar que no somos dogmáticos ni fanáticos, que los dogmas están restringidos al ámbito de la religión. Pero es una falsa creencia, como demuestra GK cuando relaciona las convicciones propias, las ajenas, y la actitud con la que nos enfrentamos a ambas:

El fanatismo es la incapacidad de concebir seriamente la alternativa de una proposición.
No tiene nada que ver con la creencia en la proposición misma.

Un hombre puede estar suficientemente seguro de algo como para dejarse quemar por ello, o para dar guerra a todo el mundo, y sin embargo no estar ni un milímetro más cerca de ser fanático.
Es fanático solamente cuando no puede comprender que su dogma es un dogma, aunque sea verdad. La persecución puede ser inmoral, pero no es necesariamente irracional; el perseguidor puede comprender con el intelecto los errores que ahuyenta con su lanza.
No es fanatismo, por ejemplo tratar al Corán como sobrenatural. Pero es fanatismo tratar al Corán como natural, como evidente para cualquiera y común a todos. No es fanatismo de parte de un cristiano considerar a los chinos como paganos. Su fanatismo empieza, más bien, cuando insiste en mirarlos como cristianos.
Una de las formas de fanatismo más de moda es la que se demuestra en la exhibición de explicaciones fantásticas y triviales sobre cosas que no necesitan de ninguna explicación. Estamos sumidos en esta tierra nebulosa del prejuicio, por ejemplo, cuando decimos que un hombre se vuelve ateo porque quiere ir de francachela, o que un hombre se hace católico porque los curas lo han atrapado, o que un hombre se convierte en socialista porque envidia a los ricos. Pues todas estas explicaciones remotas y al azar demuestran que nunca hemos visto, como un diagrama claro, la verdadera explicación: que el ateísmo, el catolicismo y el socialismo son todas filosofías muy plausibles.

Spoiler:

Dogma es la creencia a la que uno no está dispuesto a renunciar, sea del tipo que sea, y aunque procede del ámbito religioso, nuestro mundo está tan poblado de dogmas como supuestamente lo estuvo la Edad Media.

Y esto lo sabemos por la cantidad de fanáticos que existen en nuestra sociedad, que se llama a sí misma tolerante, pero no puede entender el modo de pensar de los demás, porque ha naturalizado de tal manera las propias creencias -sean religiosas, políticas, o de cualquier otro tipo- que las demás han dejado de ser si quiera verosímiles. Es decir, puede que la religión sea una fuente de fanatismo, pero no tiene por qué serlo, y desde luego no es la única. (Aunque los crímenes cometidos en nombre de la verdad sean crímenes, como el mismo Chesterton no tiene empacho en reconocer).

Así pues, el error del fanático –en primer lugar- es el de ser incapaz de pensar en otros sistemas de pensamientos como posibles, o racionales, o válidos: en esto Chesterton se muestra un gran sociólogo del conocimiento. Y esto afecta, cómo no, a los fanáticos religiosos, pero también a los antirreligiosos y a los que proclaman que les da igual.

El segundo error del fanático es no ser capaz de argumentar sobre los propios puntos de vista, sino desacreditar al otro como dogmático. Y esto casa bien con el mundo de hoy: puesto que las batallas de nuestro tiempo son dialécticas, es suficiente repetir eslóganes –más aún en las redes sociales, que apenas dan para pensar y argumentar. Y lo que quizá en otro tiempo fueron la espada o el fusil, hoy es la etiqueta: el arma más difundida.

Concluiré con el ejemplo personal de Chesterton, que jamás tuvo enemigos, porque practicaba con su ejemplo lo que proponía: argumentaba y respetaba al mismo tiempo y con la misma fuerza: lo primero, eran las personas. Y por fortuna, existen muchas personas como él en el mundo de hoy, con quien es un placer debatir.

El texto completo de El fanático –sin su versión inglesa, que no he podido encontrar- está ya colocado en la sección Otros textos de GK.

‘Hay emoción, hay brandy, pero no alimento’: la genial comparación de GK entre bebidas e ideologías

El siguiente fragmento pertenece al magnífico estudio que GK dedicó a William Blake, pintor y poeta inglés (1757-1827). Aunque pasó sin pena ni gloria en su tiempo, Blake es hoy considerado un extraordinario artista total.  La compleja personalidad del poeta y su obra –¿loco? ¿místico? ¿inspirado?– hace surgir en Chesterton la hipótesis del espiritismo, lo que genera los siguientes párrafos, que -como sucede habitualmente en GK- trascienden la situación concreta:

Ser un místico no supone perjuicio alguno para la salud; pero sí puede haber algún peligro para ella en ser un espiritista. Resultaría un paupérrimo juego de palabras decir que la afición a los espíritus es mala para la salud; pero no obstante, por extraño que parezca, es aunque un pobre juego de palabras un perfectamente correcto paralelo filosófico. La diferencia entre tener una verdadera religión y tener simple curiosidad por las maravillas de la física es una diferencia verdaderamente similar a la que hay entre beber cerveza y beber brandy, entre beber vino y beber ginebra. La cerveza es tanto un alimento como un estimulante; y así la religión positiva es un consuelo tanto como una aventura.
Cualquier hombre que bebe un vino concreto lo hace porque es su vino predilecto, sea por el placer de paladearlo, o por ser de la cosecha de su propia viña. Cualquier hombre que simplemente bebe alcohol lo hace porque es un alcohólico. Así también cualquier hombre que invoca a sus dioses ya por su bondad o ya porque simplemente son buenos de algún modo para él; por ser los ídolos que protegen a su tribu o los santos que bendijeron su nacimiento. Pero los espiritistas invocan a los espíritus simplemente porque son espíritus; requieren a los fantasmas simplemente por su condición fantasmal.
A veces me dejo llevar por la idea para mí muy querida de que los credos de los hombres podrían tener su paralelo y ser representados por sus bebidas. El vino podría representar al genuino catolicismo y la cerveza rubia al genuino protestantismo; pues estas son al menos auténticas religiones, que consuelan y reconfortan. El claro y frío agnosticismo sería agua clara y fría, cosa excelente, para quien pueda conseguirla.
Muchos de los modernos movimientos éticos e idealistas bien podrían ser representados por la soda, por su mucho ruido y pocas nueces. La filosofía de Mr. Bernard Shaw sería idéntica al café solo, que despierta pero no llega a inspirar de veras. Y el moderno materialismo higiénico sería muy parecido al chocolate, pues no me es posible expresar mi desprecio en términos más concentrados y fuertes.
A veces, aunque muy raramente, es posible encontrarse con algo que en verdad podría compararse con la leche, una antigua y bárbara dulzura, una misericordia terrenal aunque constante –la leche de la generosidad humana. Podréis encontrarla en unos pocos de los poetas paganos y en unas cuantas fábulas antiguas; pero en todas partes se encuentra en proceso de extinción.
Ahora bien, si adoptamos esta misma analogía en pro de nuestro argumento, regresaremos sin duda al pésimo juego de palabras; concluiremos que la afición al espiritismo es muy similar a la afición a los alcoholes de alta gradación. El hombre que bebe ginebra o alcohol desnaturalizado lo hace únicamente porque eso lo sitúa por encima de la normalidad; así el hombre que utiliza tablas o güijas para invocar a seres sobrenaturales los invoca simplemente por su condición sobrenatural. Desconoce si son buenos o sabios o si pueden servirle de alguna ayuda. Sólo sabe que desea a la deidad, pero ni siquiera sabe si le gusta. Intenta invocar a un dios sin adorarlo. Le interesa todo aquello que pueda averiguar al tocar la existencia sobrenatural; pero en realidad no le invade la alegría de sentirse junto al rostro de un amigo divino más de lo que verdaderamente podría alegrar a cualquiera el sabor del alcohol desnaturalizado. En tales investigaciones físicas, para decirlo en pocas palabras, hay emoción, pero no satisfacción emotiva; hay brandy, pero no alimento.

El fragmento procede de la edición de William Blake realizada por Espuela de Plata, pp.133-135. La traducción es de Victoria León.

El cochero extraordinario, y 3: estilo, método y filosofía de GK

El relato de El cochero extraordinario no se va de mi cabeza: de cómo el despiste de un cochero puede hacer sacudir los cimientos del mundo saca GK un conjunto de reflexiones, que -consciente de mi reiteración- enumero a continuación, pues deseo profundizar en voz alta en la manera de trabajar de Chesterton.

Está claro que es su modo de expresar su filosofía, la filosofía. No es exactamente el de Platón y Sócrates… pero tiene un aire, quizá interrumpido o demasiado adornado por los elementos poéticos y narrativos. Pero en este ensayo-relato ha debido quedar claro que estamos hechos para tener respuestas, pues la actitud de búsqueda es temporal, mientras encontramos el camino de la verdad a través de la realidad de las cosas, que nos conduce a algunas conclusiones. Si no llegamos a cerrar la boca sobre algo sólido, estaríamos perdiendo el tiempo:

-Es contradictorio decir que es intelectualmente imposible tener certidumbre.
-El problema de los escépticos parece ser el futuro, pero la verdadera cuestión mira al pasado: ¿Qué era la certeza? ¿Estaba alguien seguro de alguna cosa?. ¿Qué es ‘hace un minuto’, racionalmente considerado, sino una tradición y una imagen? Esta reflexión es brillante, no sólo plantea el problema del tiempo vivido, sino que se introduce en cuestiones de teoría del conocimiento y psicología.
-La solución está en tanto en la voluntad –no quiero ser un lunático– como en la experiencia –le repetí que en realidad le había alquilado en la esquina de Leicester Square-. Esto es una interpelación para todos: ¿qué camino queremos elegir? ¿sabemos de verdad qué caminos hay ante nosotros?

No creo que con estas reflexiones consiga hacer que GK entre en la academia como tal filósofo; Tan sólo quiero conseguir mi viejo objetivo: descubrir y aprender el método de GK: ver en cada momento la enorme repercusión de la minucia que tengo delante, y mostrarla a otras personas.

Otra cosa es que no he querido utilizar la clásica expresión de fondo y forma, sino método, estilo y filosofía. Quizá es una metodología provisional de trabajo, pero nos permite distinguir:

  • Cómo funciona su mente.
  • Qué ideas tiene.
  • La manera que tiene de exponerlas.

El cochero extraordinario, 2

Nos quedamos el otro día con la boca cerrada, tras apresar un buen filete de metafísica chestertoniana, y tras el almuerzo con los mejores amigos de Chesterton, en una discusión sobre la posibilidad o no de la existencia de certezas, sobre todo, con la paradójica certeza de la inexistencia de certezas. Nos preparábamos así para encontrarnos con El cochero extraordinario, cuyo texto completo –incluyendo la versión inglesa- puede encontrarse en la página Textos de GK. Continuamos por tanto, con el texto (Enormes minucias, cap.V):

Bueno, pues cuando la discusión llegó a su término, o por lo menos cuando la dimos por terminada (porque terminar no terminaría nunca), salí a la calle con uno de mis compañeros, que en la confusión y relativa demencia de unas elecciones generales había, no se sabía cómo, resultado elegido miembro del Parlamento, y fui con él en un cab desde la esquina de Leicester Square hasta la entrada reservada a los miembros de la Cámara de los Comunes, donde la policía me recibió con tolerancia perfectamente desacostumbrada. Si el policía supuso que mi amigo era mi loquero, o si supuso que era yo el loquero de mi amigo, es una discusión entre nosotros que dura todavía.

Es indispensable guardar en esta narración la más extremada exactitud en los detalles. Después de dejar a mi amigo en la Cámara, continué en el cab unos cuantos cientos de yardas hasta una oficina en Victoria Street, donde tenía que hacer una visita. Luego salí y ofrecí al cochero una cantidad mayor de la correspondiente según tarifa. La miró, pero no con hosca duda y general disposición de comprobar si estaba bien, que no es cosa inaudita entre cocheros normales. Pero aquel no era un cochero normal, quizá no era ni siquiera un cochero humano. Miró las monedas con asombro apagado e infantil, con toda evidencia auténtico.

—¿Se da cuenta, señor –dijo–, de que solamente me da un chelín y ocho peniques?
Manifesté, no sin cierta sorpresa, que sí, que lo sabía.
—¿Y no sabe, señor –dijo del modo más amable, razonable, suplicante–, no sabe que esa no es la tarifa desde Euston?
—¿Euston? –repetí vagamente, porque la palabra me sonaba en aquel momento como me hubiera sonado ‘China’ o ‘Arabia’–. ¿Qué diablos tiene que ver aquí Euston?
—Usted tomó el coche precisamente a la salida de la estación de Euston –empezó el hombre a decir con precisión asombrosa–, y luego usted me dijo…
—Pero, ¡por el Tártaro tenebroso!, ¿qué está usted diciendo? –dije con cristiana paciencia–. Yo tomé el coche en la esquina sudeste de Leicester Square.
—¿Leicester Square? –exclamó, perdiéndose en una catarata de desprecio–; ¡si no hemos estado en todo el día cerca de Leicester Square! Usted tomó el coche a la salida de la estación de Euston y me dijo…
—¿Está usted loco, o lo estoy yo? –pregunté con científica calma.

Miré al cochero. Ningún otro, habitualmente falto de honradez, hubiera pensado en intentar una mentira tan sólida, tan colosal, tan original. Y aquel hombre no era un cochero falto de honradez. Si alguna vez un rostro humano fue tranquilo y sencillo y humilde, y tuvo grandes ojos azules protuberantes como los de una rana; si alguna vez (para no hacerme pesado) un rostro humano fue cuanto un rostro humano debe ser, ese era el rostro de aquel quejoso y respetuoso cochero. Miré arriba y abajo de la calle, parecía estar cayendo sobre ella un crepúsculo anormalmente oscuro. Y durante un instante, la añeja pesadilla del escéptico tocó con sus dedos mis nervios más sensibles. ¿Qué era la certeza? ¿Estaba alguien seguro de alguna cosa? ¡Hay que ver los surcos monótonos en que se eternizan los escépticos que andan preguntando si tenemos una vida futura…! La cuestión realmente emocionante para el auténtico escepticismo es si tenemos una vida pasada. ¿Qué es ‘hace un minuto’, racionalmente considerado, sino una tradición y una imagen? La oscuridad se acentuaba. El cochero me dio tranquilamente los más complicados detalles de los ademanes, las palabras, el complejo pero consistente conjunto de actos que habían sido los míos desde aquella memorable ocasión en que yo alquilé el coche a la salida de la estación de Euston. ¿Cómo podría yo saber (dirían mis amigos escépticos) que yo no le había alquilado a la salida de Euston? Yo me aferraba con firmeza a mi aseveración; él estaba igualmente firme aferrado a la suya. Era palmariamente tan honrado como yo y miembro, además, de una profesión mucho más respetable. En aquel momento el universo y las estrellas se separaron el grueso de un cabello de su equilibrio y los cimientos de la tierra se conmovieron. Pero por la misma razón que creo en beber vino, por la misma razón que creo en el libre albedrío, por la misma razón que creo en el carácter fijo de la virtud, razón que no puede expresarse sino diciendo que no quiero ser un lunático, continué creyendo que aquel honrado cochero se equivocaba; y le repetí que en realidad le había alquilado en la esquina de Leicester Square. Él comenzó con la misma evidente y ponderada sinceridad:

—Usted alquiló el coche en la salida de la estación de Euston, y dijo usted…
En aquel momento se produjo en sus facciones una especie de temerosa transfiguración de vívido asombro, como si le hubieran encendido por dentro como una lámpara.
—Hombre, le pido perdón, señor —dijo—. Le pido perdón. Le pido perdón. Usted alquiló el coche en Leicester Square. Ahora me acuerdo. Le pido perdón.

Y sin más, aquel asombroso cochero hizo sonar su látigo con un agudo chasquido y el coche arrancó. Todo lo transcrito es estrictamente verdad, lo juro ante el estandarte de San Jorge.

* * *

Dirigí la mirada hacia el extraño cochero mientras iba desapareciendo a lo lejos entre la niebla. No sé si estuve en lo cierto al imaginar que, a pesar de lo honrado de su cara, había algo ultraterreno y demoníaco en él visto de espaldas. Quizás había sido enviado para tentarme y apartarme de mi adhesión a aquellos sensatos principios, a aquella certidumbre que había yo defendido poco antes. En todo caso me produce satisfacción recordar que mi sentido de la realidad, aunque titubeó por un instante, había permanecido enhiesto.

Spoiler-Destripe, para los que les gusta analizar y releer las cosas de GK:

-Lo mejor de estos párrafos es que es la narración de una situación, que nos desconcierta –como tantas otras situaciones de GK- hasta que llegamos al final, y entendemos dónde -y sobre todo, cómo– nos quería conducir Chesterton.
-Aparecen las típicas digresiones de GK, como los comentarios sobre el amigo parlamentario y el loquero.
-Y está el diálogo con el cochero mismo, del que varias veces se plantean dudas sobre su naturaleza, un hálito de misterio: Pero aquel no era un cochero normal, quizá no era ni siquiera un cochero humano.
-Poesía y filosofía aparecen entremezcladas (con frase lapidaria incluida, a la que quito la cursiva): Miré arriba y abajo de la calle, parecía estar cayendo sobre ella un crepúsculo anormalmente oscuro. Y durante un instante, la añeja pesadilla del escéptico tocó con sus dedos mis nervios más sensibles. ¿Qué era la certeza? ¿Estaba alguien seguro de alguna cosa? ¡Hay que ver los surcos monótonos en que se eternizan los escépticos que andan preguntando si tenemos una vida futura…! La cuestión realmente emocionante para el auténtico escepticismo es si tenemos una vida pasada. ¿Qué es ‘hace un minuto’, racionalmente considerado, sino una tradición y una pintura? La oscuridad se acentuaba.
-Vuelve el meollo del problema: primero en el restaurante, ahora en mitad de la calle, hablando con un hombre de la calle: ¿podemos estar seguros de algo? Chesterton quiere -hay un acto de voluntad- aferrarse a la tradición de la filosofía realista: porque lo ha vivido, porque sus sentidos no le engañan –en contra de la tradición racionalista e idealista, desde Descartes a hoy, pasando por Kant-.
-Pero la duda que GK siente se expresa de modo terrible, hiperbólico, muy de su estilo: En aquel momento, el universo y las estrellas se separaron de su equilibrio el grueso de un cabello y los cimientos de la tierra se conmovieron. ¿No es eso lo que se sentimos cuando un gran problema de cualquier índole nos agobia? La sensibilidad de GK le hace comprender todo lo que está en juego.
-Chesterton se mantiene firme en su postura (y sólo cuando escribo esto -pues antes me pasó desapercibido- comprendo la importancia de la actitud de firmeza, que permite al cochero caer en la cuenta de que estaba en el error: es la actitud que Chesterton sostendría toda su vida, sirviendo de apoyo para muchos otros que vendríamos después): que no quiero ser un lunático.

-Y la maravillosa conclusión, que al atar finalmente todos los cabos –y asentar los planetas de nuevo sobre sus órbitas-, te hacen exclamar ‘¡éste es mi Chesterton de siempre!’: Dirigí la mirada hacia el extraño cochero mientras iba desapareciendo a lo lejos entre la niebla. No sé si estuve en lo cierto al imaginar que, a pesar de lo honrado de su cara, había algo ultraterreno y demoníaco en él visto de espaldas. Quizás había sido enviado para tentarme y apartarme de mi adhesión a aquellos sensatos principios, a aquella certidumbre que había yo defendido poco antes. En todo caso me produce satisfacción recordar que mi sentido de la realidad, aunque titubeó por un instante, había permanecido enhiesto.

El cochero extraordinario: método, estilo y filosofía de GK

Acabamos de añadir un nuevo texto de GK en la página correspondiente: El cochero extraordinario. Es el capítulo V de Enormes minucias, una recopilación de artículos de 1909 con textos aparecidos desde 1901 en el Daily News, «ese diario que la gente compra aunque no cree en él, en oposición al Times, en el que la gente cree pero no compra» (Prólogo de Juan Lamillar). Era un periódico de talante diverso a la forma de pensar de GK, suficientemente liberal como para conservarlo entre sus colaboradores, a pesar de las discrepancias. El original inglés es Tremendous Triffles, que en la traducción portuguesa conserva mejor la sonoridad original: Tremendas trivialidades.

En esta entrada presentaré el texto, y colocaré la primera parte, que completaré con una segunda entrada. Este volumen de GK es uno de mis favoritos –siempre acabo por decir eso, me temo-. Pertenece a su primera época, y su estilo es quizá más chispeante y novedoso y aunque como se dice en la presentación de Archipiélago, no hay sorpresa, siempre hay asombro. Me gusta porque hace honor a su título y su título hace honor a su autor, a sus ideas, a su método y a su estilo. En el prólogo, Juan Lamillar (p.12) lo explica bien:

«Muchos de estos artículos suelen comenzar como la narración de un hecho cotidiano que Chesterton conduce a una situación que parece perderse en simplezas o en complicaciones y es en ese momento cuando el autor saca de ellas principios morales y verdades filosóficas. La reflexión surge de la exposición de una historia que acaba por alcanzar unos breves y contundentes argumentos, desembocando en la paradoja que se quiere crear, mostrar o explicar. Al marcado tono narrativo de estas páginas que comienzan con un cuento, hay que añadir una viveza en los diálogos que deja adivinar al novelista, lo mismo que su atención a las descripciones de los escenarios».

Y esto es así, casi una y otra vez, al menos en la forma. El fondo varía, tanto en el tipo de trivialidades como en las enormidades filosóficas y vitales a las que nos conduce, siempre de manera parecida. Al fin y al cabo, en eso consiste un estilo, ¿no? El relato El cochero extraordinario está dividido por el propio Chesterton en tres partes. Hoy sólo vamos a ver la primera.

De todas formas es preciso un inciso: por primera vez, al igual que hacemos con los textos de los ensayos más grandes que estamos analizando –El hombre eterno, Outline of sanity– hemos decidido recoger la versión original junto a la versión española, para advertir que falta un párrafo de GK, omitido tanto en la traducción de Vicente Corbí (Espuela de Plata), como en las obras completas, según la traducción de Calleja. El párrafo no es realmente fácil, y pone de relieve la idea de que es preciso conocer muy bien el pensamiento de GK para poder traducirlo. Sobre si la traducción es adecuada, el lector crítico podrá por fin formarse una opinión. Pero vayamos al texto de GK, que en realidad, podría ser un mini relato, muy en su estilo, que no precisaría una segunda parte, si no fuera porque refuerza la primera:

De vez en cuando he introducido en esta columna del periódico la narración de hechos que realmente han ocurrido. No quiero insinuar a este respecto que la columna se sostenga sola entre columnas de periódico. Sólo quiero decir que –a través de alguna parábola práctica de la vida cotidiana- he encontrado una mejor expresión de los significados que por cualquier otro método. Por eso que me propongo narrar el incidente del cochero extraordinario, que me ocurrió hace sólo tres días, y que –tan ligera como aparentemente- despertó en mí un momento de emoción genuina que bordeó la desesperación.

El día en que encontré al cochero extraordinario había estado comiendo en un pequeño restaurante en el Soho con tres o cuatro de mis mejores amigos. Mis mejores amigos son todos o escépticos irremediables o creyentes absolutos; así que nuestra discusión durante la comida giró sobre las más extremas y terribles ideas. Y la discusión acabó por girar exclusivamente sobre este punto: sobre si un hombre puede tener certidumbre sobre alguna cosa. Yo creo que puede tenerla, porque si (como decía mi amigo, blandiendo furiosamente una botella vacía) es intelectualmente imposible tener certidumbre, ¿qué certidumbre es esa imposible de tener? Si yo no he experimentado nunca lo que es la certeza, no puedo ni aun decir que nada hay cierto. De modo semejante, si nunca he visto el color verde, no puedo ni siquiera decir que mi nariz no es verde. Puede ser verde, verdísima, y no enterarme de ello si realmente no sé en qué consiste el verde. Nos lanzábamos, pues, insultos el uno al otro y la habitación se estremecía porque la metafísica es la única cosa completamente emocionante. Y la diferencia que nos separaba era profundísima, porque era una diferencia en cuanto a la finalidad de todo lo que llamamos amplitud de espíritu o inteligencia abierta. Porque mi amigo decía que él abría su intelecto, como el sol abre los abanicos de una palmera, abriéndolos por abrirlos, abriéndolos de una vez para siempre. Pero yo dije que yo abría mi intelecto como abría la boca, precisamente para volver a cerrarla sobre algo sólido. Estaba haciéndolo en aquel instante. Y, como señalé acaloradamente, resultaría extraordinariamente idiota si continuase con la boca abierta sin motivo y de una vez para siempre.

Spoiler-Destripe, sólo para los que quieren saber más:

-Aparece el sentido profundo asociado a un hecho pequeño, o relativamente pequeño, que cualquier otro hubiera dejado pasar.
-Aparece el sentido de la enormidad, habitual en GK, pues el incidente despertó en mí un momento de emoción genuina que bordeó la desesperación.
-Independientemente de sus convicciones personales, cualquiera puede ser un gran amigo de GK, aunque probablemente los que no tengan convicciones fuertes lo tienen más difícil, sean del bando que sean.
-La filosofía está localizada en la vida cotidiana: blandir la botella mientras se enuncia un principio universal… suena como lo más contrario de la actividad de los sesudos personajes que se dedican a dilucidar la comprensión del mundo. Con seguridad, Kant no lo haría, aunque era la tradición de los griegos.
-Se encuentra la frase lapidaria: la metafísica es la única cosa completamente emocionante.
-Tenemos incluida la paradoja, pues si […] es intelectualmente imposible tener certidumbre, ¿qué certidumbre es esa imposible de tener? 
-Y como siempre -tras la agudeza para descubrir lo complejo de la situación- su empeño por llegar al fondo de las cosas, expresado en la chestertonada que nos ayuda a comprender una realidad compleja –y con ella, el sentido de la vida humana: La diferencia que nos separaba era profundísima, porque era una diferencia en cuanto a la finalidad de todo lo que llamamos amplitud de espíritu o inteligencia abierta. Porque mi amigo decía que él abría su intelecto, como el sol abre los abanicos de una palmera, abriéndolos por abrirlos, abriéndolos de una vez para siempre. Pero yo dije que yo abría mi intelecto como abría la boca, precisamente para volver a cerrarla sobre algo sólido. Estaba haciéndolo en aquel instante. Y, como señalé acaloradamente, resultaría extraordinariamente idiota si continuase con la boca abierta sin motivo y de una vez para siempre.

Remedo y puesta al día de un artículo de G.K. Chesterton

Acerca del artículo «Lectura y locura», recogido en el volumen de ensayos del mismo título. Publicado por Espuela de plata, Salamanca. 2008 . Como el texto es un poco más largo que otras veces, lo hemos colocado en una lugar  especial, en una nueva página del Chestertonblog.

La afición e incluso, la pasión de un bibliófilo por los libros, nuevos y viejos, más o menos enmohecidos puede entenderse más lúcida que la de algunos «juntaversos» de hoja subvencionada. Así como la monomanía y, además, obsesiva del viejo profesor por su anticuado  atuendo austero pero digno, es  posible considerarlas unas patologías menos importantes que las de las untadas damas de la alta sociedad, que pierden el norte y el sur por el último modelo de Versace.

Puede ser que el libro o los libros, es decir, las bibliotecas puedan aguardar silenciosos en sus anaqueles a alguno, para volverlo tarumba, pero, ¿cómo definir la entidad y ser de este tipo de demencia?

Consideramos que hay una cierta inclinación hacia este tipo de anormalidad, cuando damos más relieve al símbolo que al referente, como el avaro en cuanto que quiere más al dinero que una buena casa, un buen colegio para sus hijos, un magnífico automóvil, y unos deliciosos caldos y coquetos trajes… hasta dar al que no tiene. Pues sí, en este caso estamos ante un loco. El avaro es un loco. El avaro se ha hecho ajeno a la realidad. De semejante manera, el libro ejemplifica la posesión intelectual humana de la existencia. (… Y a todo esto, el más cuerdo héroe que los siglos han visto, quemando libros, previo escrutinio). Cuando el lector prefiere más al libro, símbolo cerrado de la vida, que a las perlas del conocimiento que encierra – referentes reales del vivir, del existir-, el lector es un avaro. El lector, el avaro, el uniaficionado, cae en la idolatría o único modo de ser ateo.

En este mundo de la idolatría no es lo peor que los idólatras -borrachos o bibliómanos- apunten alguna tendencia perversa, sino que muestren la ausencia de excelencias innatas. Porque el riesgo de enajenación mental en la literatura estriba no tanto en el amor exacerbado por el libro, cuanto en la separación de la vida, en el desinterés por el hombre y sus sentimientos y en lo que, precisamente, de humano recoge el libro recién cerrado.

Una nota sobre el nudismo

Hoy ofrecemos un texto breve de GK, perteneciente a El hombre corriente, y que por tanto debe estar escrito en 1935-36. Es corto y delicioso, y lo vamos a utilizar como botón de muestra de cómo pensaba GK. Para hacer frente a los retos de nuestro mundo utilizando a GK como herramienta, no se trata sólo de saber lo que pensaba, sino de aprender a pensar como él lo hacía. Este texto breve proporciona un montón de pistas.

Siempre tengo dudas sobre si dejar los textos de GK tal cual o explicarlos, pero entre los comentarios del blog y los comentarios de palabra con algunas personas, se me ocurre que podría utilizarse un sistema como el de las críticas de cine que avisan con la palabra Spoiler sobre lo que viene después: el que se sienta satisfecho con el texto original, que se plante.

Pero primero, el texto de ‘Una nota sobre el nudismo’:

«Algunos de los escritores modernos más inteligentes tienen una ligera costumbre contra la que quisiera protestar. Consiste en negarse de plano a tener en cuenta la opinión de los demás tal cual es y a considerarla según sus propios méritos. El escritor moderno debe de suponer que es una mera cuestión de elegir entre su propia extremada opinión y algo que está en el otro extremo. Encontré un curioso ejemplo de tal cosa en un excelente libro de Cicely Hamilton llamado Modern Germanies. Trata de la secta de los nudistas, que han renovado la vieja herejía de los adamitas y andan muy tranquilos sin ropa alguna encima, y se toman muy en serio; como si la desnudez fuera un invento moderno. Creo que la señorita Hamilton realmente estuvo dudando un poco, pues sus instintos de persona civilizada la movían a reír, y sus instintos de persona progresista, a aplaudir. ¿Qué hace entonces? Se pone a contar la vieja historia de Pablo y Virginia, la muy artificial y sentimental novela del siglo XVIII, en la que la heroína se ahoga porque se niega a quitarse la ropa. Después agrega que si ‘ella tuviera que elegir’ entre Virginia y cualquier chica alemana que encuentre más cómodo andar sin ropa, elegiría a ésta mejor que a aquella. Pero, antes que nada y en primer lugar, ¿por qué tendría ella ‘que elegir’? ¿Por qué no considerar al nudismo por sus propios méritos; y a la opinión que la gente sensata tiene de la ropa, también por sus propios méritos? Si yo tengo que juzgar a un borracho, lo haré sin tomar por los pelos la comparación con un faquir loco que deliberadamente murió de sed en el desierto. Si tengo que juzgar a un avaro, lo llamaré avaro, a pesar de la posible existencia de un noble vienés, loco y borracho, que arrojó diez mil monedas de oro a tina alcantarilla. No alcanzo a comprender por qué la señorita Hamilton recurre a una extravagancia para justificar otra.

Estatua de Lady Godiva, de William Reid (1949) en Coventry, UK

Estatua de Lady Godiva, de William Reid (1949) en Coventry, UK

Segundo, si supone que Virginia representa la moral normal, tradicional o cristiana, probablemente esté muy equivocada. Muchas autoridades del cristianismo le dirán que su idea del sacrificio se parecía mucho al pecado de suicidio. Porque Pablo y Virginia no fue escrita en un período cristiano, sino en uno del todo pagano, cuando la Francia prerrevolucionaria estaba enamorada de los estoicos paganos que no desaprobaron el suicidio. La historia misma se basa en gran parte en un viejo romance clásico. No puede tomarse como típico del cristianismo moderno, ni siquiera del cristianismo medieval. En este sentido, debe recordarse que Virginia es una heroína pagana, y que Godiva fue una heroína cristiana.

Por último, no estoy seguro de que yo eligiese a la muchacha alemana, si me obligaran a elegir. Podemos pensar que se hace un sacrificio a un código de honor equivocado, pero el sacrificio está ahí; y ahí está el honor. No tenemos razones para suponer que la nudista sabe siquiera lo que nosotros entendemos por honor. No sabemos nada de ella, excepto que no sabe lo que nosotros entendemos por dignidad. Como muestra llana de psicología práctica, creo que es muy posible que la pobre y equivocada doncella, que murió por su dignidad, también muriera por su país, como moriría por sus amigos, por su fe, o por su promesa o por cualquier otra obligación digna. De la otra mujer no sabemos nada, excepto que (con el cerdo y otros animales), se siente más cómoda sin ropa. A mi me parece que es una base insuficiente para inspirar confianza moral».

Y a partir de ahora, el Spoiler, con permiso:

Chesterton actúa como crítico de la cultura, atendiendo a lo que se publica a su alrededor, que a su vez atiende a los fenómenos globales. Como hoy…

-Descubre un patrón de conducta en los periodistas cuando se tienen que enfrentar a una realidad que no saben muy bien cómo enjuiciar y es entonces cuando se propone el dilema.

-Pero proponer un dilema no es juzgar por sí misma una cosa, máxime cuando uno no tiene mucha idea de los elementos que introduce en la disyuntiva.

-Una cuestión a tener en cuenta es que solemos pensar que todo lo que pasa a nuestro alrededor es nuevo, cuando en este caso es tan viejo como los adamitas –que recurren al más viejo de todos los hombres, que comenzó yendo desnudo, claro está. Pero habría que saber que el adamismo es una corriente que surge en el siglo II en el norte de África.

-La siguiente cuestión –por lo que tiene de defensa del cristianismo- es pensar que lo tradicional es cristiano por el hecho de serlo, y GK desmitifica la historia de Virginia, que murió por no querer quitarse la ropa -¡qué tontería!, diríamos hoy- siendo una moderna y romántica heroína pagana, mientras que Lady Godiva de Coventry –heroína cristiana de la Edad media- no tuvo reparos en quitarse la ropa para ayudar a sus súbditos cuando hizo falta.

-Por último, GK recurre a la cuestión de los valores –dignidad, honor, confianza moral: todos insisten en la educación en valores, pero a nadie le importan realmente los valores de los demás. Sin embargo, vivimos en sociedad.

Y además, dos apostillas. La primera sobre sus ejemplos: el avaro y el borracho, tan habituales y simpáticos en sus escritos. La segunda sobre su cultura, en contraste con la nuestra, que nos sabemos los éxitos deportivos y musicales, pero carecemos de referencias… sin más, de referencias.

La leyenda de San Francisco

Acabamos de celebrar la festividad de San Francisco de Asís: desde muy pronto, el joven Chesterton se interesó por su figura, escribiendo un ensayo en la época de colegio, y más tarde, en 1923, poco después de su conversión, una biografía fascinante, muchas veces editada.

Hoy publicamos un texto completo de GK de dimensiones asequibles, poco más de un folio -inaugurando así una nueva sección del blog-. Está recogido en Fábulas y cuentos, publicado por Valdemar, y apareció en el GK’s Weekly en 1926. Ironía y capacidad de intuición -¿don de la profecía?- son la mejor carta de presentación para este relato que habla de nuestros días. Lo publicamos en homenaje al Papa Francisco, que seguro que disfrutaría con su lectura, en el día de su patrono:

«San Francisco, que jugaba en los prados del cielo, había sido informado por su biznieto espiritual Fray Bacon (que se interesa por las cosas nuevas y curiosas) de que el mundo moderno estaba a punto de presenciar una importante celebración en honor del gran fundador. San Francisco, aparte de su gran amor hacia los miembros de su comunidad, sintió un deseo incontenible de estar presente; pero el beato Tomás Moro, que había visto el comienzo del mundo moderno y tenía sus dudas, movió la cabeza con ese humor melancólico que hacía de él una compañía tan encantadora.

-Me temo –dijo- que encontrarás muy desolador el actual estado del mundo para tus esperanzas de Sagrada Pobreza y de caridad con todas las cosas. Incluso cuando me fui (bastante bruscamente) los hombres empezaban a apoderarse codiciosamente de la tierra, a acumular oro y plata, a vivir nada más que para el placer y el regalo en las artes.

San Francisco dijo que estaba preparado para eso; pero aunque bajó a la tierra preparado en este sentido, al pasearse por el mundo se quedó perplejo.

Al principio tuvo cierta esperanza, no desprovista de santo temor, de que toda la gente se hubiera hecho franciscana. Casi nadie tenía tierras. Muchísimos estaban sin hogar. Si era verdad que todos habían estado acumulando propiedades, resultaba extraño que casi nadie tuviese nada. Entonces se encontró con un Filántropo, que le confesó que tenía ideales muy parecidos a los suyos, aunque no los exponía con la misma claridad; y San Francisco tuvo ocasión de disculparse, con todos sus buenos modales característicos, porque su voto le prohibiera llevar oro o plata en la bolsa.

-Yo nunca llevo dinero encima –dijo el Filántropo asintiendo con la cabeza-. Nuestro sistema de crédito se ha vuelto tan completo que en realidad las monedas resultan anticuadas.

Acto seguido sacó un trocito de papel y escribió en él; y el santo no pudo sino admirar la hermosa fe y simplicidad con que se aceptaba este garabato como sustitutivo del dinero en efectivo. Pero según ahondaba más en la conversación con el Filántropo, se iba volviendo más escéptico y desasosegado en su fuero interno. Por ejemplo, era indudable que, debido a ciertos votos sumamente respetables, el Filántropo y la mayoría de los demás comerciantes vestían de negro, de gris y de otros colores austeros. Desde luego, daba la impresión de que, en un rapto de humildad cristiana, se habían ataviado lo más horrendamente que podían, con unos sombreros y unos pantalones absolutamente espantosos para la sensibilidad artística del italiano. Pero cuando se puso a hablar con amable temor del sacrificio que hacían, y de lo duro que había sido incluso para él renunciar a las túnicas y capas púrpura, a los cinturones y los puños de espada dorados de su alegre y gallarda juventud, se quedó desconcertado al enterarse de que en esta época los mercaderes de su mismo gremio jamás habían sentido siquiera la tentación de llevar espada. Cada vez se iba convenciendo más de que pertenecían a un orden espiritual más puro que el suyo; pero, como este sentimiento no era nuevo para él, seguía confiando a estos ascetas los defectos de su propio ascetismo. Les contó cómo había gritado: «Aún puedo tener hijos», y cuánto lo atraía la vida familiar, cosa de la que todos se rieron y empezaron a explicar que pocos tenían hijos ni querían tenerlos. Y mientras seguían conversando, esa comprensión que está terriblemente alerta incluso en el más inocente de los santos empezó a apoderarse de él como una parálisis espantosa. No está claro si comprendió completamente cómo y por qué se negaban a sí mismos este placer natural; pero lo que sí es cierto es que regresó al cielo precipitadamente. Nadie sabe lo que piensan los santos en realidad, pero hubo quien dijo de él que había llegado a la conclusión de que las malas personas de su época eran mejores que las buenas de la nuestra».