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Chesterton: ‘El sentido de mi existencia y el agradecimiento por el diente de león’

Hoy 14 de junio, se cumplen 78 años del fallecimiento de Chesterton. Tocaba publicar un texto de GK, y hemos pensado que el mejor que podríamos seleccionar es la segunda parte del cap.16 de su propia Autobiografía (Acantilado, 2003, traducción de Olivia de Miguel), en el que responde a las preguntas con las que se inicia el libro: si el primer capítulo se llama El hombre de la llave dorada, el último es El Dios de la llave dorada.
Como hemos publicado ya, GK veía la vida como un enigma de detectives, y de hecho, la primera parte está dedicada a las novelas de detectives, concretamente a su encuentro con el sacerdote John O’Connor, y cómo le serviría de inspiración para la creación del famoso Padre Brown. La resolución de su enigma está en la segunda parte y nos vamos a limitar a ella. Como sigue siendo aún bastante extensa y puede a su vez dividirse en dos con naturalidad, nos quedaremos hoy con la primera parte –párrafos 13-21, a los que nos hemos permitido el mismo titulo con que a entrada-; la parte final –párrafos 22-30, “teología del diente de león y filosofía realista”- aparecerá el fin de semana que viene.
Dado que es un texto muy largo, lo publicamos con los criterios que venimos aplicando en el Chestertonblog, para servir de guía al lector menos avisado: si es demasiado extenso, colocamos subtítulos; los inmensos párrafos de GK son a su vez subdivididos, pero se puede observar la estructura inicial porque hay un espacio añadido. Y en cuanto a la traducción –aunque es razonablemente buena-, se modifica cuando se considera que aún se puede entender mejor el sentido original de la expresión. Si alguien quiere –como siempre- confrontarla, aquí está la versión bilingüe completa (Cap. 16, párr.13-30).

Dandelion grande

Esta foto, en la que una niña ofrece una flor a GK, es conocida como ‘The Dandelion’, el ‘Diente de león’. www.gkc.org.uk

16.2 El sentido de mi existencia y el agradecimiento por el diente de león’

16.2.1 La confesión y el poder comenzar de nuevo
Cuando la gente me pregunta: “¿Por qué abrazó usted la Iglesia de Roma?”, la respuesta fundamental –aunque en cierto modo elíptica- es: “Para librarme de mis pecados”, pues no hay otra organización religiosa que realmente admita librar a la gente de sus pecados. Está confirmado por una lógica que a muchos sorprende, según la cual la Iglesia concluye que el pecado confesado y adecuadamente arrepentido queda realmente abolido, y el pecador vuelve a empezar de nuevo como si nunca hubiera pecado. Y esto me retrae vivamente a aquellas visiones o fantasías de las que ya he tratado en el capítulo dedicado a la infancia. En él hablaba de aquella extraña luz, algo más que la simple luz del día, que todavía parece brillar en mi memoria sobre los empinados caminos que bajaban de Campden Hill, desde donde se podía ver, a lo lejos, el Palacio de Cristal.
Pues bien, cuando un católico se confiesa, vuelve realmente a entrar de nuevo en ese amanecer de su propio principio y mira con ojos nuevos, más allá del mundo, un Palacio de Cristal que es verdaderamente de cristal. Él cree que en ese oscuro rincón y en ese breve ritual, Dios vuelve a crearle a Su propia imagen. Se convierte en un nuevo experimento de su Creador, tanto como lo era cuando tenía sólo cinco años. Se yergue, como dije, en la blanca luz del valioso principio de la vida de un hombre. La acumulación de años ya no puede aterrorizarle. Podrá estar canoso y gotoso, pero sólo tiene cinco minutos de edad.

No estoy defendiendo aquí doctrinas como la del sacramento de la penitencia, ni tampoco la doctrina igualmente asombrosa del amor de Dios al hombre. No estoy escribiendo un libro de controversia religiosa, de los que ya he escrito varios y probablemente, si amigos y parientes no me lo impiden violentamente, escriba algunos más. Aquí estoy ocupado en la malsana y degradante tarea de contar la historia de mi vida, y sólo tengo que exponer los efectos reales que estas doctrinas tuvieron en mis propios sentimientos y actos.
Dada la naturaleza de esta tarea, me interesa especialmente el hecho de que estas doctrinas parecen aglutinar toda mi vida desde el principio como ninguna otra doctrina podría hacerlo. Y sobre todo, solucionan simultáneamente mis dos problemas: el de mi felicidad infantil y el de mis cavilaciones juveniles. Han influido en una idea que –espero que no resulte pomposo decirlo- es la idea principal de mi vida; no diré que es la doctrina que he enseñado siempre, pero es la que siempre me hubiera gustado enseñar. Es la idea de aceptar las cosas con gratitud y no como algo debido.
El sacramento de la penitencia otorga una nueva vida y reconcilia al hombre con todo lo vivo, pero no como hacen los optimistas, los hedonistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don  tiene un precio y está condicionado por un reconocimiento. En otras palabras, el nombre del precio es la Verdad, que también puede llamarse Realidad: se trata de encarar la realidad sobre uno mismo. Cuando el proceso sólo se aplica a los demás, se llama Realismo.

Empecé siendo lo que los pesimistas llamaban un optimista; he terminado por ser lo que los optimistas probablemente llamarían un pesimista. En realidad, no he sido nunca ni lo uno ni lo otro, y ciertamente no he cambiado lo más mínimo. Empecé defendiendo los buzones de correos y los rojos ómnibus victorianos –aunque fueran feos- y he acabado por denunciar la publicidad moderna o las películas americanas –aunque sean bonitas.
Lo que intentaba decir entonces es lo mismo que intento decir ahora. Incluso la más profunda revolución religiosa sólo ha logrado confirmarme en el deseo de decirlo, porque, desde luego, jamás vi las dos caras de esta sencilla verdad formuladas juntas en ningún sitio hasta que abrí el ‘Penny Catechism’[1] y leí las siguientes palabras: “Los dos pecados contra la esperanza son la presunción y la desesperación”.

16.2.2 El asombroso diente de león

Diente de león. Sample text

Diente de león. Feepik.es

Empecé a buscar a tientas esa verdad en mi adolescencia, y lo hice por el lado equivocado, por el confín de la tierra más alejado de la esperanza puramente sobrenatural. Pero tuve desde el principio -incluso sobre la más tenue esperanza terrenal o la más pequeña felicidad terrenal- una sensación casi violentamente real de aquellos dos peligros: el sentido de que la experiencia no debe ser estropeada por la presunción ni la desesperación.
Por tomar un fragmento que venga al caso, en mi primer libro de poemas juvenil, me preguntaba yo qué encarnaciones o purgatorio prenatal debía de haber vivido para haber logrado la recompensa de contemplar un diente de león. Ahora sería fácil datar la frase valiéndose de ciertos detalles -si el asunto mereciera la pena, aunque fuera para un comentarista- o averiguar cómo podía haberse formulado posteriormente de otra manera. No creo en la reencarnación, si es que creí en ella alguna vez, y desde que tengo jardín (porque no puedo decir desde que soy jardinero), me he dado cuenta mejor que antes de lo perjudiciales que son las malas hierbas.[2]
Pero en esencia, lo que dije del diente de león es exactamente lo que diría sobre el girasol, el sol o la gloria que, como dijo el poeta, es más brillante que el sol. El único modo de disfrutar hasta de una mala hierba es sentirse indigno incluso de una mala hierba. Pero hay dos maneras de quejarse de la mala hierba o de la flor. Una es la que estaba de moda en mi juventud y otra la que está de moda en mi madurez. No sólo ambas son erróneas, sino que lo son porque la misma cosa sigue siendo verdad. Los pesimistas de mi adolescencia, confrontados con el diente de león, decían con Swinburne:

Estoy cansado de todas las horas,
capullos abiertos y flores estériles,
deseos, sueños, poder
y de todo, salvo del sueño.

Y por eso los maldije, los pateé y monté un espectáculo tremendo: me convertí en el adalid del Diente de León y me coroné con un exuberante diente de león.
Pero hay otro modo de despreciar el diente de león que no es el del pelmazo pesimista, sino el del optimista agresivo. Puede hacerse de varias formas; una de ellas consiste en decir: “En Selfridge’s puedes encontrar mejores dientes de león” o “En Woolworth’s puedes conseguir dientes de león más baratos”. Otra forma de hacerlo es observar con un deje indiferente: “Desde luego, nadie, salvo Gamboli en Viena comprende realmente el diente de león”; o decir que desde que el superdiente de león se cultiva en el Jardín de las Palmeras de Frankfurt, ya nadie soporta el viejo diente de león; o sencillamente burlarse de la miseria de regalar dientes de león cuando las mejores anfitrionas te ofrecen una orquídea para la solapa y un ramito de flores exóticas para llevar.
Todos estos son métodos para devaluar una cosa por comparación: porque no es la familiaridad, sino la comparación lo que provoca el desprecio. Y todas esas comparaciones capciosas se basan en último término en la extraña y asombrosa herejía de que el ser humano tiene derecho al diente de león; que de modo extraordinario podemos ordenar que se recojan todos los dientes de león del Jardín del Paraíso; que no debemos agradecimiento alguno ni tenemos por qué maravillarnos ante ellos; y sobre todo que no debemos extrañarnos de sentirnos merecedores de recibirlos. En lugar de decir, como el viejo poeta religioso, “¿Qué es el hombre para que Tú lo ames o el hijo del hombre para que Tú le tengas en cuenta?”,[3] decimos, como el taxista irascible: “¿Qué es esto?”; o como el comandante malhumorado en su club: “¿Es esta chuleta digna de un caballero?”
Pues bien, no sólo me desagrada esta actitud tanto como la del pesimista al estilo de Swinburne, sino que creo que se reducen a lo mismo: a la pérdida real de apetito por la chuleta o por el té de diente de león. A eso se le llama Presunción y a su hermana gemela, Desesperación.

16.2.3 Humildad y agradecimiento, pesimismo y optimismo
Este es el principio que yo mantenía cuando a Mr. Max Beerbohm le parecía un optimista, y este es el principio que sigo manteniendo cuando a Mr. Gordon Selfridge, sin duda, debo parecerle un pesimista. El objetivo de la vida es la capacidad de apreciar: no tiene sentido no apreciar las cosas como tampoco tiene ningún sentido tener más cosas, si tienes menos capacidad de apreciarlas.
Originalmente dije que una farola de barrio, de color verde guisante, era mejor que la falta de luz o a la falta de vida, y que si era una farola solitaria, podíamos ver mejor su luz contra el fondo oscuro. Sin embargo, al decadente de mi época juvenil, le angustiaba tanto ese hecho que querría colgarse de la farola, apagar su luz y dejar que todo se sumiera en la oscuridad original. El millonario moderno se me acerca corriendo por la calle para decirme que es un optimista y que tiene dos millones y medio de farolas nuevas, todas pintadas, ya no de aquel verde guisante victoriano, sino de un futurista cromo amarillo y azul eléctrico, y que piensa plantarlas por todo el mundo en tales cantidades que nadie se dará cuenta de su existencia, especialmente, porque todas serán exactamente iguales.
Yo no veo qué tiene el optimista para sentirse optimista. Una farola puede ser significativa aunque sea fea, pero él no hace que la farola sea significativa, sino que la convierte en algo insignificante.

En resumen, me parece que poco importa si un hombre está descontento en nombre del pesimismo o del progreso, si su descontento paraliza su capacidad para apreciar lo que tiene. Lo realmente difícil para el hombre no es disfrutar de las farolas o los paisajes, ni disfrutar del diente de león o de las chuletas, sino disfrutar del placer. Mantener la capacidad de degustar realmente lo que le gusta: ése es el problema práctico que el filósofo tiene que resolver.
Y me parecía al principio, como me parece al final, que los pesimistas y los optimistas del mundo moderno han confundido y enturbiado este asunto, por haber dejado a un lado el antiguo concepto de humildad y agradecimiento por lo inmerecido. Este asunto es mucho más importante que mis opiniones, pero, de hecho, fue al seguir ese tenue hilo de fantasía sobre la gratitud –tan sutil como esos abuelos de diente de león que se soplan al hilo de la brisa como vilanos de cardo- como llegué finalmente a tener una opinión que es más que una opinión. Tal vez sea la única opinión que es realmente más que una opinión.

Este secreto de aséptica sencillez era verdaderamente un secreto. No era evidente, y desde luego, en aquella época no era en absoluto evidente.
Era un secreto que ya casi se había desechado y encerrado totalmente junto a ciertas cosas arrinconadas y molestas, y se había encerrado con ellas, casi como si el té de diente de león fuera realmente una medicina y la única receta perteneciera a una anciana, una vieja harapienta e indescriptible, con fama de bruja en nuestro pueblo. De todas formas, es cierto que tanto los felices hedonistas como los desgraciados pesimistas mantenían una actitud defensiva, provocada por el principio opuesto del orgullo. El pesimista estaba orgulloso del pesimismo porque pensaba que nada era lo bastante bueno para él; el optimista estaba orgulloso del optimismo porque pensaba que nada era lo bastante malo como para impedir que él sacara algo bueno.
En ambos grupos había hombres muy valiosos, hombres con muchas virtudes, pero que no sólo carecían de la virtud en la que estoy pensando, sino que jamás habían pensado en ella. Decidían que o bien la vida no merecía la pena, o bien que tenía muchas cosas buenas. Pero ni se les ocurría la idea de que pudiera sentirse una enorme gratitud incluso por un bien pequeño.
Y cuanto más creía que la clave había que buscarla en aquel principio, por extraño que pareciese, más dispuesto estaba a buscar a aquellos que se especializaban en la humildad, aunque para ellos fuera la puerta del cielo y para mí la de la tierra.

Porque nadie más se especializa, en ese estado místico en el que la flor amarilla del diente de león es asombrosa por inesperada e inmerecida.
Hay filosofías tan variadas como las flores del campo; algunas son malas hierbas y algunas, malas hierbas venenosas. Pero ninguna crea las condiciones psicológicas en las que por primera vez vi –o deseé ver- la flor.

Los hombres se coronan de flores y presumen de ellas; o duermen en un lecho de flores y las olvidan; o las nombran y numeran con objeto de cultivar una super-flor para la Exposición Internacional de Flores. Pero por otro lado, pisotean las flores como una estampida de búfalos; o las desarraigan como un pueril mimetismo de la crueldad de la naturaleza; o las arrancan con los dientes para demostrar que son iluminados pesimistas filosóficos. Sin embargo, respecto al problema original con el que empecé, el mayor aprecio imaginativo de la flor que fuera posible, ellos no hacen nada, salvo disparates; ignoran los hechos más elementales de la naturaleza humana, y al trabajar sin pies ni cabeza en todas las direcciones, todos sin excepción se equivocan en su trabajo.
Desde la época a la que me refiero, el mundo ha empeorado todavía más en este aspecto. Se ha enseñado a toda una generación a decir tonterías a voz en grito sobre su “derecho a la vida”, “derecho a la experiencia” y “derecho a la felicidad”. Los lúcidos pensadores que hablan de este modo, en general, acaban la enumeración de todos estos extraordinarios derechos diciendo que no existe el bien y el mal. En ese caso, es algo difícil especular de dónde puedan proceder esos derechos.
Pero yo al menos me inclinaba cada vez más hacia esa vieja filosofía que sostenía que sus verdaderos derechos tenían el mismo origen que el diente de león y que ellos jamás podrían valorar ninguno de los dos si no reconocían su fuente de procedencia. Y en ese sentido último, el hombre no creado, el hombre nonato, no tiene derecho siquiera a ver el diente de león, porque él no podría haber creado ni el diente de león ni la vista.

[1] Las raíces del ‘Catecismo de la doctrina cristiana’ se remontan al siglo XVI. Fue redactado por los disidentes anglocatólicos (English Catholic Recusants) exiliados en el norte de Francia. Cientos de generaciones de escolares ingleses lo han conocido como ‘Penny Catechism’ [Nota de Olivia de Miguel].
[2]Aunque la tradición de este conocido fragmento rodee de un cierto halo al diente de león, el propio GK nos recuerda que no deja de ser una mala hierba.
[3] Paráfrasis del Salmo 8, 5.

El sándwich del Padre Brown

Algunas manifestaciones de impotencia resultan tiernas, sobre todo si están expresadas con belleza. Lo descubrí al leer a d´Ors, que acaba uno de sus poemas con ese melancólico

«y todo para nada: para acabar sabiendo
lo que siempre he sabido: que los versos más míos
los han escrito siempre otros poetas».

Eso le pasa al poeta, que vuela persiguiendo palabras, y nos pasa también a los lectores que recorremos a pie la prosa. Ya hay mucho y bueno que ha sido dicho. ¿Queda, pues, algo que añadir? Intuyo que sí, pero a veces esa intuición se diluye… y desaparece.

"Dudo que ninguna verdad pueda contarse si no es en una parábola"

«Dudo que ninguna verdad pueda contarse si no es en una parábola»

Lo anterior viene a cuento de un artículo sobre nuestro querido Padre Brown. En 2011, con motivo del primer centenario de la aparición de los relatos del genial cura de Norfolk, Ian Boyd dio una conferencia que luego publicó The Chesterton Review en español bajo el título ‘Las parábolas del Padre Brown’.

Boyd explica que estos relatos de Chesterton tienen «poco contenido religioso obvio» -no como sucede en otras obras de GKC, como, por ejemplo, Ortodoxia o El hombre eterno, que son trabajos evidentemente ‘religiosos’-; que estos relatos son «historias terrenales con significado celestial», y que, en fin, existe en ellos un significado más profundo que hace de esa historias algo más que un cuento policial. Ese significado más profundo es el «sentido religioso». Boyd lo explica así:

«El fin de los cuentos policiales siempre ha sido ser una distracción de las preocupaciones de la vida cotidiana. En lo que a este objetivo respecta, las historias de Chesterton fracasan. Como dijo Ronald Knox, el lector tiene motivos para quejarse de que Chesterton introduce de contrabando en sus historias las mismas preocupaciones que el lector está tratando de olvidar. En palabras de Knox, en estas historias hay—por así decirlo— ‘demasiado relleno en el sándwich'» (p.70).

Estoy de acuerdo con Boyd, y lo he comprobado al leer El martillo de Dios, uno de los relatos que conforman El candor del Padre Brown.

La presentación de dos de los protagonistas del relato (los hermanos Bohun) no tiene desperdicio. Uno de ellos (Wilfred) es un reverendo piadoso. El otro (Norman) es un coronel festivo, ni mucho menos devoto y que confiesa que siempre coge el sombrero y la mujer que tiene más cerca. El primero gusta de la soledad y de la oración secreta (a menudo lo encontraban arrodillado no ante el altar, sino en lugares más peculiares, en las criptas, en la galería o incluso en el campanario); el segundo, prefiere las copas en ‘El jabalí azul’ y una desmedida persecución del placer.

La tranquilidad del pueblecito se ve alterada por un asesinato. Sólo puedo (o, más bien, debo) decir eso. Poco importa ahora, de todos modos, quién muere, de quién se sospecha (no hay verdadero cuento policial sin un puñado de personajes razonablemente sospechosos) y, en fin, quién y por qué perpetró el crimen. El «demasiado relleno en el sándwich» viene por otro lado. El Padre Brown vuelve a sorprender por su objetivo y por su método.

El Padre Brown no soluciona los casos para, sin más, presentar al culpable ante la Policía. Eso está bien para Sherlock Holmes, por ejemplo, o para otros sabuesos de su estilo. El Padre Brown no es así; él quiere más. El Padre Brown quiere la conversión del delincuente (¡que se lo pregunten a su amigo Flambeau!). Al Padre Brown no le sirve la desaparición del criminal confeso. Quiere que el criminal confeso reviva, que se rehaga. Por eso evita, por ejemplo, el suicidio del asesino. Él no es un hombre de acción, pero, llegado el caso, interviene con prontitud. Así pasa en El martillo de Dios:

[X, el culpable] pasó una pierna por encima del parapeto, y al instante el Padre Brown le sujetó por el cuello del abrigo.
-Por esa puerta no -le advirtió amablemente-, esa puerta conduce al Infierno.

No se puede hacer mejor el bien, y hacerlo, además, con una elegancia más inglesa (le advirtió «amablemente»). Nada es brusco en el Padre Brown.

Ese objetivo no se consigue de cualquier modo. El fin alumbra el método. El Padre Brown no utiliza sofisticados instrumentos, cachivaches originalísimos o máquinas de última generación. La verdadera nueva tecnología es el uso de la razón y el conocimiento del alma humana (pasiones, inquietudes, zozobras varias). Horas de confesionario y de oración. Horas de silencio que superan la tiranía de cualquier medio técnico. En El martillo de Dios, el culpable no sale de su asombro y se desespera:

-¿Cómo sabe usted todo eso? -gritó-. ¿Acaso es usted un demonio?
-Soy un hombre -respondió gravemente el Padre Brown-, y por tanto tengo todos los demonios en mi corazón.

Una página después, el desesperado asesino se entrega a la Policía. El relato no dice más, porque no hace falta. La confesión del asesino propicia un arranque de arrepentimiento y presumimos un principio de conversión.

No es extraño, pues, que cada una de las apariciones de este párroco discreto vayan mucho más allá del mero entretenimiento. El mal no tiene por qué persistir. Todos podemos cambiar; siempre estamos a tiempo. No hay maldad sin remedio. El propio Padre Brown reconoce que tiene todos los demonios en su corazón.

En relatos así, Chesterton introduce de contrabando las cuestiones que en verdad importan y que constituyen el relleno de nuestras vidas. Estas historias tienen, por tanto, mucha miga. El sándwich del Padre Brown no se come de un solo bocado.

A bordo con el Padre Brown

Quien cuenta el final de una novela policiaca es simplemente un hombre malvado, tan malo como aquel que de forma deliberada rompe a un niño una pompa de jabón, más malvado incluso que Nerón. Son palabras de Chesterton en el año 1908, un par de años antes de que apareciera el primero de sus relatos sobre el padre Brown (que fue La Cruz azul, publicado por Storyteller en septiembre de 1910).

En 'Los pecados del Príncipe Saradine', el P. Brown realiza un viaje con Flambeau

En ‘Los pecados del Príncipe Saradine’, el P. Brown realiza viaja en velero con Flambeau

La advertencia de GKC es de puro sentido común y, personalmente, hoy me viene al pelo. Leer las historias del padre Brown desata la lengua, y, junto con el afán legítimo de compartirlo todo, comparece ese riesgo enorme que consiste en destripar el cuento (sobre todo, el desenlace) al lector inocente. Aquí -quédate tranquilo- no se trata de eso. Aquí quiero mantener siempre el candor.

Inocencia, candor. Son palabras muy ligadas a este simpático sacerdote de Norfolk. Es lógico, por tanto, que la biografía de Joseph Pearce sobre Chesterton se subtitule Sabiduría e inocencia, que la primera colección de relatos de nuestro personaje se titulara El candor del padre Brown, y que, en fin, el lector se sienta seguro en la compañía sana de este sagaz y sabio personaje.

Así pasa, por ejemplo, en Los pecados del príncipe Saradine. Flambeau, compañero de cuitas del padre Brown, se toma un mes de vacaciones y decide partir en un pequeño velero. ¿Qué llevarse? El relato dice así:

En el velero sólo había sitio para dos personas y los artículos necesarios, y Flambeau lo había llenado con aquello que, de acuerdo con su particular filosofía, le habría parecido imprescindible. Aparentemente, se reducía, en esencia, a cuatro cosas: latas de salmón, por si tenía hambre; revólveres cargados, por si tenía que pelearse; una botella de brandy, sin duda por si se desmayaba, y un cura, al parecer por si le daba por morirse.

En aquel velero viajaban, pues, Flambeau y el padre Brown. Y sólo diré que llegaron a un lugar que, desde el principio, al sacerdote le pareció un mal sitio (eso sí, añadiendo a continuación un simpático no importa, uno siempre puede hacer el bien siendo la persona adecuada en el lugar adecuado, una de esas frases de soslayo tan de Brown y que, desde luego, no dejan indiferente al lector atento).

Tan mal le parecía aquel lugar al sacerdote-detective, que, tras resolver el misterio, instó a Flambeau a largarse de allí rápidamente. Llama la atención esa prisa por abandonar el lugar del crimen:

¡Vayámonos de aquí! – dijo el padre Brown, que estaba muy pálido-. Vayámonos de esta casa infernal. Embarquemos otra vez en nuestro bote inocente.

De nuevo la inocencia. El padre Brown no quiere juguetear con el mal, que su inteligencia ya ha desarticulado (permanezca tranquilo el lector: no le romperé ahora la pompa de jabón). El padre Brown nos enseña entonces que, por paradójico que resulte, huir es, en determinadas ocasiones, una muestra de valentía. Sólo un temerario o un cobarde ponen en riesgo la inocencia.

En la poesía no hay palabra que no esté en su sitio. Si, por ejemplo, hay un encabalgamiento es porque debe haberlo. Si el verso se refiere a la flor del asagao -que pocos saben qué es eso- es porque esa flor, y no otra, tiene que estar en el poema. Ni en poesía ni en prosa Chesterton pone las palabras al tuntún. Cuentan que escribía rápido, pero está claro que escribía con precisión. Hay una estupenda muestra de ello en el relato que estoy comentando. ¿Cómo acabarlo? ¿Cuál podría ser la frase final, el colofón?

Un aroma de espino y huertos llegó a través de la oscuridad, indicándoles que se había levantado el viento que, al cabo de un momento, hinchó la vela, arrastró el barquito y los empujó a lo largo del serpenteante río hacia lugares más felices y hacia los hogares de gente inocente.

El padre Brown se ha enfrentado con el mal. Ha visto su faz horrenda, pero no se detiene a contemplarla. Se va rápido. El viento hincha las velas y la vida (un serpenteante río, sin duda) sigue más allá, en sitios mejores. En lugar felices por la inocencia.

Todo eso pasa cuando se viaja a bordo con el padre Brown.

El padre Brown en el acto de pensar

Esta entrada sobre el Padre Brown es estupenda. Tenemos una deuda pendiente con el Padre Brown en el Chestertonblog, necesitamos especialistas en él que quieran colaborar.

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Uno de los placeres del lector es cogerle cariño a un personaje y entusiasmarse con una cualquiera de sus apariciones. Los detalles más nimios empiezan a disfrutarse. Es entonces cuando uno se acerca más al pulso del escritor, a lo que éste sintió cuando hizo al personaje irrumpir en la escena y, por ejemplo, quitarse el sombrero o ruborizarse.

Me empieza a pasar esto con el padre Brown, de Gilbert Keith Chesterton. Estoy leyendo sus relatos en la magnífica traducción de Miguel Temprano García, en Acantilado.

Desde el conjunto de relatos que conforman ‘El candor del padre Brown’, me tiene atrapado este sencillo y sagaz sacerdote. A cada instante hay una genialidad solemne de Chesterton (lo es que, por ejemplo, que Brown afirme, en ‘La cruz azul’, eso de ‘salvé la cruz, la cruz se salvará siempre’) y mil toques de elegancia (por ejemplo, cuando, en ‘El jardín secreto’…

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