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Hombre y sociedad en ‘Descifrando el acertijo’, de Chesterton.

El ensayo que hemos publicado este fin de semana expresa de una manera estupenda una doble realidad en las habilidades de GK:
-su comprensión de las relaciones existentes entre el hombre y la sociedad
-su justa combinación entre sociología y psicología.
Cuando planteo las relaciones entre el hombre y la sociedad quiero expresar que los hombres somos hijos de nuestro tiempo y estamos sometidos a sus vicisitudes. Esto es un lugar común, de lo que se trata –lógicamente- es ver cómo lo plantea Chesterton: Primero el problema de fondo:

Por más quietos que estén los cielos, o frescas las praderas, siempre tendremos la sensación de que si supiéramos lo que significan, ese significado sería algo poderoso y estremecedor. Acerca de la maleza más débil existe aún una diferencia sensacional entre comprender y no comprender. Contemplamos un árbol en infinito descanso; pero sabemos en todo momento que la verdadera diferencia está entre una quietud de misterio y un estallido de explicación. Sabemos en todo momento que la cuestión es si siempre seguirá siendo árbol o si de pronto se convertirá en alguna otra cosa  (09).

Pero resulta que este tema ha perdido el interés de la gente: Debe haber algo que no marcha si la actividad humana más trascendente es también la menos emocionante. Algo debe marchar mal si todo carece de interés (04). Chesterton proporciona dos explicaciones sociales a los comportamientos individuales:

La primera es que un libro de filosofía moderna no se resuelve en modo alguno el gran problema. Ese título, como título de una novela de detectives es sensacional, pero como título de una obra metafísica es una estafa (05). Es una explicación social, porque el pensamiento moderno es débil y poco profundo: todos pretenden –como el autor de ‘El gran problema resuelto’ (el libro que constituye el pretexto del ensayo), tener la solución de la vida, por lo que cada uno enmienda la plana al anterior: para los intelectuales es un juego entretenido -y muchos hasta viven de eso-, pero obviamente no llega a ninguna parte.

La segunda explicación tiene también lo que los sociólogos llamamos ‘carácter estructural’: No nos ha tocado en suerte, ni a vosotros ni a mí, vivir en una era grandiosa o de éxtasis. Los hombres hablan del ruido y de la inquietud de nuestra época, pero creo que toda esta época, en realidad está bastante adormecida; todas las ruedas y todo el tránsito nos hacen dormir. Los chillones pistones y los martillos que todo lo destrozan constituyen una canción de cuna gigantesca y altamente tranquilizadora (09).

La vida individual en este ambiente –otra palabra muy querida a nuestro GK sociólogo- es obvia: los que compraron el libro creyendo que resolvería el misterio de Berqueley-square, […] lo arrojaron como si fuera un ladrillo caliente cuando descubrieron que únicamente se proponía resolver el problema de la existencia. Pero si ellos hubieran creído por un instante que realmente resolvía el problema de la existencia no lo hubieran arrojado como un ladrillo caliente, sino que hubieran caminado diez millas sobre ladrillos calientes para conseguirlo (05).

Chesterton siempre tiene fe en el ser humano.

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‘Civilización y progreso’, de Chesterton

Hoy ofrecemos un texto de Chesterton procedente de la recopilación Cómo escribir relatos policíacos, publicada por Acantilado (2011, Cap.6º, pp. 33-37). La traducción es de Miguel Temprano, experto traductor de GK. Originalmente, apareció en el Illustrated London News, el 30.11.1912. Es un texto muy interesante porque muestra tres características importantes de Chesterton:

Herbert Spencer (Wikipedia)

Herbert Spencer (Foto Wikipedia)

1. Como cuestión de fondo, la idea de que la vida está en nuestras manos, y hemos de saber qué dirección tiene y dónde queremos llegar -frente al abstracto progreso.
2. Presenta a un Chesterton polemista que discute con los intelectuales de su época, tratando de profundizar en el sentido de su discurso y por tanto, de lo que está en juego: es un buen ejemplo del método de Chesterton, que podríamos denominar circular.
3. Como cuestión de estilo, es quizá uno de los textos imaginativos y –por lo mismo- más barrocos de nuestro autor, y también de los más divertidos. Por eso, hemos optado por colocar unos ladillos antes de cada ‘apartado’ que, al facilitar la lectura, ayuden a situarse en cada momento y no perder el hilo.

1ª definición de civilización

Creo que fue Herbert Spencer quien definió el progreso como el avance de lo simple hacia lo complejo. Es una de las cuatro o cinco peores definiciones de la historia, tanto desde el punto de la verdad impersonal como en cuanto a su aplicación personal.

El progreso, en el único sentido útil para la gente sensata, equivale sólo a un éxito humano, y es evidente que el éxito humano es un paso de lo complejo hacia lo simple. Cuando un matemático se sienta a resolver un problema aspira a dejarlo menos complejo de como lo encontró. El colono que se esfuerza por convertir una jungla en una granja combate, hacha en mano, la complejidad de la jungla. Si recurrimos a jueces para aplicar la ley es porque se trata de disputas muy enrevesadas y es preciso simplificarlas. No digo que siempre se consiga, pero ésa es la idea. Llamamos al médico para eliminar algo que él mismo llama a menudo «una complicación». Por lo general, el médico verdaderamente competente ve ante él algo que no entiende y deja tras él algo que todo el mundo comprende: la salud.

Ejemplos de su tesis: de lo complejo a lo simple

El verdadero genio técnico triunfa cuando logra hacerse innecesario. Sólo el charlatán trata de volverse indispensable.

El peluquero, por alguna oscura razón, pretende a menudo ser un charlatán, y lo mismo hace el detective, sobre todo cuando se cuela en una novela. Pero, si dejamos a un lado la exuberante prosopopeya de ambas profesiones para fijarnos en su propósito original, es posible aplicar la misma idea. El pelo no es más sencillo despeinado que cepillado: es mucho más complejo. Que prefiramos la cabellera enmarañada de un bárbaro al cabello repeinado de un hombre de la ciudad es una cuestión de gusto artístico, pero que lo último sea más sencillo es una cuestión de evidencia artística.

Es tan cierto como que el frontispicio del Partenón es más sencillo que la portada de la catedral de Ruán. Personalmente, prefiero la catedral de Ruán, aunque no querría llevar demasiado lejos el paralelismo de Ruán en materia de cabello. Me limito a señalar que el hombre de la ciudad es, en ese aspecto, inocente en el sentido más real: es transparente, claro y decidido. Vive una vida sencilla, igual que otros muchos malvados. En lo que se refiere a la pelambrera, es tan inflexible como el estoico. -Quizá haya quien diga que recuerda al gran estoico romano que dijo: ‘Habrá sido oportuna esta despedida’. 

Lo mismo ocurre con el gran detective, un tipo muy por debajo del dandi e infinitamente inferior a un artista como el peluquero. El atractivo del detective y de la curiosidad que despiertan las novelas detectivescas es que, aunque empiezan con algo tan apasionado y confuso como un crimen, todas se esfuerzan por terminar con algo tan obvio y desapasionado como la ley. Quienes, como yo mismo, hayan buscado buenos relatos detectivescos igual que un dipsómano busca la bebida, saben que ahí radica la auténtica diferencia entre el cuento legible e ilegible. Un mal relato de misterio se va haciendo más y más misterioso; uno bueno, es misterioso y cada vez lo va siendo menos. Una pisada, una flor extraña, un telegrama cifrado y un sombrero de copa aplastado nos intrigan no porque no tengan nada que ver, sino porque el autor tiene la obligación implícita de relacionarlos. Lo que nos intriga no es lo inexplicable, sino la explicación que todavía no hemos oído. Eso que llamamos arte o progreso: el avance de lo complejo hacia lo simple. 

La simplicidad es ambivalente

Por supuesto, la gente puede simplificar bien o mal. El ‘coaffeur’, con sus cepillos y sus tónicos, puede dejar el pelo liso y brillante para quien guste de llevarlo así, o, con los mismos cepillos y tónicos, causar una calvicie total, ciertamente una condición clara y desenmarañada para cualquiera. Es igual que cuando los detectives de la policía no consiguen imaginar un relato detectivesco creíble y terminan arrestando al primer desdichado que se cruza en su camino; sería injusto negar la simplicidad de dicha acción.

Esta segunda simplicidad, la simplicidad de la oscuridad, vuelve a ser una desdicha para Herbert Spencer, que era el sabio más calvo que jamás se ha visto, en todos los sentidos de la palabra. Si el progreso y la civilización son un avance nacido de la simplicidad, ciertamente él fue una reacción contra la barbarie. Los filósofos medievales a quienes tanto despreciaba pecaron a veces de excesivamente complicados. El ciertamente pecó por su excesiva crudeza.

Conozco a una señora, que combina la cultura heredada y el talento natural en un grado fuera de lo común, que, al hojear un libro de santo Tomás de Aquino, dio con un capítulo titulado ‘La simplicidad de Dios’ y pensó que sería un buen punto de partida. Poco después cerró el libro diciendo: «Caramba, si ésta es la simplicidad de Dios, quisiera saber en qué consiste su complejidad». Y es cierto que los medievales comprimían tanto sus pensamientos que apenas les quedaba sitio para explicar lo que significaban y menos aún para adornarlos. Eran mejores científicos que Huxley, pero no tan buenos periodistas. Ni tan buenos literatos.

2ª definición de civilización

Pero sigo inclinándome a recurrir a la pregunta que planteé la semana pasada, relativa a qué son en realidad el progreso y la civilización. Entonces sugerí una definición y, transcurrida una semana, sigue pareciéndome correcta. Dije que la civilización era la capacidad de volver a la normalidad. No es la capacidad de pasar de lo simple a lo complejo, aunque lo dijera Herbert Spencer. Ni tampoco la de pasar de lo complejo a lo simple, aunque lo haya dicho yo.

Es la capacidad de pasar a lo que se quiera cuando se quiera. La civilización es aquello que puede ser tan simple como se quiera sin perder la civilización y que puede ser tan civilizado como le plazca sin perder la simplicidad. No es nada tan horrible como una tendencia o una evolución, ni cualquier otra de esas cosas que no se detienen en ninguna parte, por la sencilla razón de que no van a ninguna parte.

La civilización no es un desarrollo. Es una decisión. Es la gente decidida la que se ha vuelto civilizada; es la gente indecisa, también conocida como escéptica, o los idealistas dubitativos los que han seguido siendo bárbaros.

¿Qué ocurre hoy?

Esa silenciosa anarquía que consume nuestra sociedad puede definirse así: una incapacidad de comprender que la excepción confirma la regla.

Que uno tenga vacaciones implica que trabaja; que un loco sea irresponsable implica que la gente es responsable; que uno llame al médico cuando está enfermo implica que no lo necesita cuando está sano; que se rebele contra la autoridad constituida implica que quiere constituir otra autoridad, y que vaya a la guerra implica que quiere firmar la paz. No es ni mucho menos necesario que la anarquía surja desde abajo, de la turba de los descontentos. Un gobierno puede ser anarquista, y una turba autoritaria. En nuestro caso, la anarquía es peor entre las clases dirigentes: su legislación se ha convertido en una especie de experimentalismo estúpido y confuso.

Estamos haciendo, como si fuesen meros tics nerviosos, cosas a las que nuestros padres recurrían sólo como remedios desesperados. Nuestros antepasados recurrían a las levas porque Napoleón estaba en Boulogne o Irlanda en armas contra ellos. Pero nosotros hemos caído en una especie de militarismo pacifista y mentecato: una idea nebulosa de que los patronos deben convertir a los empleados en reservistas, sin pararse a pensar si no los estarán convirtiendo en soldados.

No alcanzamos a entender que incluso los atajos deberían llevarnos a la carretera principal.

Chesterton, el sociólogo más divertido

Volvemos hoy a dedicar la entrada a Esbozo de sensatez (1927), que se nos está quedando rezagada. Corresponde al capítulo 9º, La simple verdad, que es el primero de un bloque dedicado a la importancia del campo en la vida social. Como siempre, la aguda sensibilidad social de Chesterton nos hace sonreír mientras, al poner de relieve las falsas creencias de la gente, establece las lógicas sociales por las que se rigen determinados colectivos de la clase dirigente:

Entre las cosas que hemos oído mil veces está la afirmación de que los ingleses son un pueblo lento, un pueblo prudente, un pueblo conservador, y así sucesivamente. Cuando hemos oído una cosa tantas veces la aceptarnos en general como perogrullada, o vemos de pronto que es del todo falsa. La verdadera peculiaridad de Inglaterra es que es el único país de la tierra que no tiene una clase conservadora. Hay gran número, probablemente una mayoría de gente que se llama a sí misma conservadora.

Fotografía tomada de Lady Cosima

Fotografía tomada de Lady Cosima

La clase comerciante, que en un sentido especial es capitalista, es también por naturaleza lo más opuesto a la clase conservadora. Según ella misma proclama, usa continuamente métodos nuevos y busca nuevos mercados. A algunos de nosotros nos parece que hay algo sumamente anticuado en toda esa innovación. Pero eso es por causa del tipo de mente que está inventando, no porque no pretenda inventar.
Desde el financiero más grande que forma una compañía hasta el ínfimo comerciante que vende una máquina de coser, prevalece el mismo ideal. Siempre debe ser una nueva compañía, especialmente después de lo que generalmente le ha pasado a la antigua compañía. Y la máquina de coser siempre debe ser una nueva clase de máquina de coser, aunque sea de la clase de las que no cosen.
Mientras que esto es evidente en lo que se refiere al mero capitalista, es igualmente cierto con referencia al puro oligarca
: sea una aristocracia lo que fuere, nunca es conservadora. Por propia naturaleza se rige más por moda que por tradición. Los hombres que llevan una vida de ocio y de lujo siempre tienen ansia de cosas nuevas; podríamos decir con justicia que serían tontos si no la tuvieran. Y los aristócratas ingleses no son en modo alguno tontos. Pueden sostener orgullosamente que han desempeñado una parte importante en todas las etapas del progreso intelectual que nos ha llevado a nuestra ruina actual(Esbozo de sensatez, 09-03).

En suma, si la lógica de la innovación rige la clase capitalista, y la lógica de la moda rige la aristocracia ¿Dónde están los conservadores, si todos parecen empeñados en el progreso de Inglaterra? Por cierto, por ruina actual, Chesterton se refiere a la vida de la gente corriente de su tiempo, pero recordemos que desde el final de la Gran Guerra, la hegemonía mundial había cambiado de manos.

Chesterton anticipó la ‘dictadura del relativismo’

Aún quedan temas por exprimir en El error de la imparcialidad –además de lo que ya se ha visto estos días ( y )- particularmente el que se deriva de las consecuencias sociales de tener convicciones –especialmente, convicciones religiosas- espléndidamente expresado en el diálogo con el joven ateo, que tras pedir el cisne negro –es decir, el suceso altamente improbable- niega su derecho a la existencia. Para no tener que volver a la entrada, recojo algunos fragmentos fundamentales:

Recuerdo cuando discutí con un joven y honesto ateo que estaba bastante sorprendido por mi cuestionamiento de algunas suposiciones que eran santidades absolutas para él –tales como la proposición sin comprobar de la independencia de la materia y la muy improbable proposición de su poder para crear la mente- y al final recurrió a la siguiente pregunta, que realizó con un honorable celo de desafío e indignación: “Pues bien, ¿puede mencionar a cualquier gran intelectual, de ciencia o filosofía, que aceptara lo milagroso?” Respondí: “Con gusto: Descartes, el Dr. Johnson, Newton, Faraday, Newman, Gladstone, Pasteur, Browning, Brunetiere, tantos como gustes”. A lo que el admirable e idealista joven hizo esta asombrosa respuesta: “Oh, claro que tenían que aceptarlo: eran cristianos”. Primero me retó a encontrar un cisne negro y luego descartó todos mis cisnes por ser negros.

Y aquí viene el punto central del argumento de Chesterton: El hecho de que todos esos grandes intelectos hubieran llegado a la perspectiva cristiana era de un modo u otro una prueba de que no eran grandes intelectos o de que no habían llegado a esa perspectiva. El argumento quedó entonces de una forma encantadoramente conveniente: “Todos los hombres que cuentan han llegado a mi conclusión, pero si llegan a tu conclusión, no cuentan”. No parecía ocurrírsele a tales polemistas que si el cardenal Newman era realmente un hombre de intelecto, el hecho de se uniera a una religión dogmática probaba tanto como el hecho de que el profesor Huxley, otro hombre de intelecto, concluyera que no podría unirse a una religión dogmática.  Es decir, admito alegremente que ambos modos prueban muy poco.

La cuestión, por tanto, no es lo que la gente piense o deje de pensar, sino el modo en que se trata a los que piensan de manera diferente a la de uno. El problema más grave surge cuando este criterio se aplica a la política del Estado, especialmente hoy a través del llamado ‘laicismo’, y particularmente un cierto tipo de laicismo. Hace unos días encontraba en The Huffington Post, un artículo de Raúl Fernándeza Jódar, Un Estado laico es un Estado anticlerical con la siguiente afirmación:

«Un Estado laico no evita la confrontación con las instituciones religiosas, las cuales siempre van a pretender influir en el conjunto de la población. Un Estado laico es anticlerical desde el momento que se enfrenta a una institución religiosa para eliminar sus privilegios y lo será mientras no consiga separar por completo Estado e Iglesia. En conclusión, un Estado laico es anticlerical, mientras que un Estado aconfesional no lo es».

La situación descrita por GK se repite, esta vez llevada al terreno de la organización política: el laicismo considera que cualquier expresión de una creencia, o una convicción, es necesariamente inmiscuirse en la vida de los demás y de la sociedad, por lo que hay que restringir al máximo su expresión pública. Esta situación es la que Benedicto XVI –que siempre defendió una ‘laicidad positiva‘- denominó ‘dictadura del relativismo‘, y que Chesterton había descrito así, en el mismo texto que comentamos:

En discusiones modernas sobre religión y filosofía existe la misma suposición absurda de que un hombre es de alguna manera justo y bien preparado porque no ha llegado a ninguna conclusión, y de algún modo es retirado de la lista de jueces justos el que ha llegado a una conclusión. Se asume que el escéptico no tiene prejuicios cuando tiene un prejuicio muy obvio a favor del escepticismo.

Por cierto, convendría recordar –algún día comentaremos un texto suyo de El hombre corriente– que Chesterton siempre fue partidario de la separación de Iglesia y Estado. Pero además, siempre vivió y se expresó con libertad en un Estado que aún en el siglo XXI sigue siendo confesionalmente anglicano y nadie duda que sea una plena democracia.

Chesterton: Importancia de las actitudes ante las creencias propias y ajenas

Concluimos el análisis de El fanático, de 1910. Recojo primero el fragmento de Chesterton y luego planteo las cuestiones más relevantes, sobre las que llevamos hablando dos días.

Todo comenzó al explorar el concepto de dogma que tiene Chesterton. Nos gusta pensar que no somos dogmáticos ni fanáticos, que los dogmas están restringidos al ámbito de la religión. Pero es una falsa creencia, como demuestra GK cuando relaciona las convicciones propias, las ajenas, y la actitud con la que nos enfrentamos a ambas:

El fanatismo es la incapacidad de concebir seriamente la alternativa de una proposición.
No tiene nada que ver con la creencia en la proposición misma.

Un hombre puede estar suficientemente seguro de algo como para dejarse quemar por ello, o para dar guerra a todo el mundo, y sin embargo no estar ni un milímetro más cerca de ser fanático.
Es fanático solamente cuando no puede comprender que su dogma es un dogma, aunque sea verdad. La persecución puede ser inmoral, pero no es necesariamente irracional; el perseguidor puede comprender con el intelecto los errores que ahuyenta con su lanza.
No es fanatismo, por ejemplo tratar al Corán como sobrenatural. Pero es fanatismo tratar al Corán como natural, como evidente para cualquiera y común a todos. No es fanatismo de parte de un cristiano considerar a los chinos como paganos. Su fanatismo empieza, más bien, cuando insiste en mirarlos como cristianos.
Una de las formas de fanatismo más de moda es la que se demuestra en la exhibición de explicaciones fantásticas y triviales sobre cosas que no necesitan de ninguna explicación. Estamos sumidos en esta tierra nebulosa del prejuicio, por ejemplo, cuando decimos que un hombre se vuelve ateo porque quiere ir de francachela, o que un hombre se hace católico porque los curas lo han atrapado, o que un hombre se convierte en socialista porque envidia a los ricos. Pues todas estas explicaciones remotas y al azar demuestran que nunca hemos visto, como un diagrama claro, la verdadera explicación: que el ateísmo, el catolicismo y el socialismo son todas filosofías muy plausibles.

Spoiler:

Dogma es la creencia a la que uno no está dispuesto a renunciar, sea del tipo que sea, y aunque procede del ámbito religioso, nuestro mundo está tan poblado de dogmas como supuestamente lo estuvo la Edad Media.

Y esto lo sabemos por la cantidad de fanáticos que existen en nuestra sociedad, que se llama a sí misma tolerante, pero no puede entender el modo de pensar de los demás, porque ha naturalizado de tal manera las propias creencias -sean religiosas, políticas, o de cualquier otro tipo- que las demás han dejado de ser si quiera verosímiles. Es decir, puede que la religión sea una fuente de fanatismo, pero no tiene por qué serlo, y desde luego no es la única. (Aunque los crímenes cometidos en nombre de la verdad sean crímenes, como el mismo Chesterton no tiene empacho en reconocer).

Así pues, el error del fanático –en primer lugar- es el de ser incapaz de pensar en otros sistemas de pensamientos como posibles, o racionales, o válidos: en esto Chesterton se muestra un gran sociólogo del conocimiento. Y esto afecta, cómo no, a los fanáticos religiosos, pero también a los antirreligiosos y a los que proclaman que les da igual.

El segundo error del fanático es no ser capaz de argumentar sobre los propios puntos de vista, sino desacreditar al otro como dogmático. Y esto casa bien con el mundo de hoy: puesto que las batallas de nuestro tiempo son dialécticas, es suficiente repetir eslóganes –más aún en las redes sociales, que apenas dan para pensar y argumentar. Y lo que quizá en otro tiempo fueron la espada o el fusil, hoy es la etiqueta: el arma más difundida.

Concluiré con el ejemplo personal de Chesterton, que jamás tuvo enemigos, porque practicaba con su ejemplo lo que proponía: argumentaba y respetaba al mismo tiempo y con la misma fuerza: lo primero, eran las personas. Y por fortuna, existen muchas personas como él en el mundo de hoy, con quien es un placer debatir.

El texto completo de El fanático –sin su versión inglesa, que no he podido encontrar- está ya colocado en la sección Otros textos de GK.

Chesterton: ‘Libre es aquel que ve los errores con la misma claridad con que ve la verdad’

Seguimos leyendo a trozos El fanático‘ (1910), para comprender mejor cómo funciona la cabeza del genial Chesterton, al distinguir -en este caso- entre dogmatismo y fanatismo. GK exige a su oponente la argumentación completa: no en vano ése fue siempre su método, llegar a las últimas consecuencias de los argumentos. Aunque hoy verdad y error se consideran tan relativos…  

La verdadera liberalidad consiste en ser capaz de imaginarse al enemigo. El hombre libre no es aquel que piensa que todas las opiniones son igualmente verdaderas o falsas: eso no es libertad, sino debilidad mental.
El hombre libre es aquel que ve los errores con la misma claridad con que ve la verdad. Mientras más sólidamente convencido esté un hombre, menos usará frases como: «Ninguna persona culta puede sostener realmente…», o «no puedo comprender cómo el señor Jones puede llegar a afirmar…», seguidas de una opinión muy antigua, moderada y defendible.
Una persona progresista puede opinar lo que le agrade. Yo comprendo perfectamente cómo el señor Jones sostiene esas opiniones maniáticas que sostiene.

Y ésta es la clave:

Si un hombre cree sinceramente que tiene el mapa del laberinto, éste debe mostrar igualmente los buenos y los malos caminos. Debería ser capaz de imaginar el panorama completo de un error, la lógica completa de una falacia. Debe ser capaz de pensarlo, si no es capaz de creerlo.

En busca de jardines, incuido el del Edén

Las formas de vida idóneas son idóneas para todas las formas de vida. Ahora bien, nunca hay que imponerlas estatalmente, es decir, «ni socialista ni capitalistamente». En todo caso, hay que dar un gran margen a la libertad, lo cual no supone el olvido o descarte de la bondad del sistema de formas de vida idónea.

No se debe perder de vista jamás la existencia de unos principios y los objetivos de referido sistema. Tener muy clara la finalidad del sistema. Por ello, debemos hacernos todos con la virtud de la paciencia, que nos permitirá llevar a cabo mejor las percepciones de las diferencias; y, consecuentemente, actuar conforme a las distintas intensidades, velocidades y perfecciones de diferente grado. El amable rigor del sentido común nos situará y hará situar a cada persona en su profesión o quehacer.  Finalmente, conscientes de nuestras herencias recibidas -monasterios románicos, incluidos- pero con amplitud de miras, aceptar y adaptar los avances de las nuevas tecnologías.

Esta nota será mejor captada si leemos  las propias palabras de G.K. Chesterton, en el bellísimo colofón del capítulo IV de la 1ª parte de Esbozo de sensatez (párrafo 04-13):

«Sabe cuál es su principal propósito, pero -como no es tonto de nacimiento- no cree que pueda lograrlo en todas partes con la misma intensidad, ni de manera igualmente pura, sin mezcla con otra suerte de cosas.
El jardinero no relegará las capuchinas a la huerta porque se sepa que alguna gente extraña las come. Ni se clasificará como flor una hortaliza porque se llame coliflor.
De modo que no excluiríamos de nuestro jardín social toda máquina moderna, así como tampoco excluiríamos todo monasterio medieval.
Y por cierto que la parábola es harto apropiada, porque ésta es la clave de juicio humano elemental que los hombres no perdieron nunca hasta que perdieron sus jardines: así como ese juicio superior que es más que humano se perdió con un jardín hace mucho tiempo.