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Chesterton: relato ‘Los países de colores’

Prometí a un ilustre bloguero, Ajaytao -sin duda el más amante de los colores, del que tomo prestada la hermosa fotografía, con todo cariño- que publicaríamos en el Chestertonblog uno de mis relatos favoritos de Chesterton, Los países de colores, que es un relato de 1912 publicado póstumamente en 1938 (Sheed & Ward) en una selección que lleva precisamente el mismo título. En España ha sido publicado por Valdemar (2010, traducción de Óscar Palmer), y ya hemos hecho más de una mención a este libro y a este relato, pues me parece clave para entender a GK.

También lo dedico a Aquileana, porque este relato no es solamente un ejemplo de la ‘otra forma de mirar’ que Chesterton trataba de enseñar –el efecto Mooreffoc, también explicado-, sino que trata también de su ‘visión constructivista’ de la vida -de la que hemos hablado alguna vez-, tanto social como individualmente, expresado a través de la utilización de los colores. Para no alargar excesivamente la entrada, el texto estará solamente en castellano, pero para Ajaytao y los que deseen consultar la versión original, pueden hacerlo en este enlace: The coloured lands bilingüe. Pero entre corchetes, aclaro algunos juegos de palabras que utiliza Chesterton, para enriquecer el relato, y que son imposibles de traducir. Por último, quiero agradecer a Carlos Villamayor que nos haya enviado una versión inglesa para poder ofrecer el relato, como nos gusta, en los dos idiomas.

Los países de colores

Érase una vez un niño pequeño que se llamaba Tommy. En realidad se llamaba Tobías Theodore; el primero porque era un nombre tradicional en la familia y el segundo porque era un nombre completamente nuevo en el vecindario. Es de esperar que sus padres se hubieran puesto de acuerdo para llamarle Tommy, después de haberle llamado Tobías Theodore, movidos por un natural deseo de mantenerlo en secreto. En cualquier caso, si os parece, nosotros le llamaremos Tommy. En los cuentos siempre se asume que Tommy debe de ser un nombre habitual para un niño; igual que siempre se asume que Tomkins debe de ser un nombre habitual para un hombre. Pero en realidad yo no conozco a muchos niños que se llamen Tommy. Y no conozco a ningún hombre llamado Tomkins. ¿Y usted? ¿Alguien, quizá? Ésa, en cualquier caso, sería una investigación demasiado ardua.
Una tarde de mucho calor, Tommy salió a sentarse en el prado frente a la granja que su padre y su madre habían comprado en el campo. La granja tenía una pared encalada y, en aquel momento, a Tommy le pareció excesivamente desnuda. El cielo de verano era de un azul vacuo, que en aquel momento le pareció excesivamente vacuo. La amarilla y mortecina techumbre de paja le pareció excesivamente mortecina y excelsamente polvorienta; y la hilera de macetas con flores rojas que se extendía frente a él le pareció irritantemente recta, de tal modo que le entraron ganas de derribar unas cuantas como si fueran bolos. Incluso la hierba que le rodeaba le impelía únicamente a arrancarla a violentos puñados; casi como si fuera lo suficientemente malévolo como para desear que fuera el pelo de su hermana. Sólo que él no tenía hermana; ni hermanos tampoco. Era hijo único y en aquel preciso momento un hijo que se sentía solo, que no es exactamente lo mismo. Pues Tommy, en aquella tarde calurosa y vacía, era presa de ese estado de ánimo en el que la gente adulta se recoge para escribir libros en los que exponen su punto de vista del mundo, y relatos sobre la vida de casado, y obras de teatro acerca de los grandes problemas de los tiempos modernos. Tommy, como sólo tenía diez años, no era capaz de causar perjuicio a tamaña y tan atractiva escala, de modo que continuó arrancando briznas de hierba como si fueran los verdes pelos de una imaginaria e irritante hermana, hasta que le sorprendió un movimiento y ruido de pasos a su espalda, a un lado del jardín, lejos de la puerta de entrada.
Dirigiéndose hacia él, vio a un joven de apariencia bastante extraña que llevaba puestas unas gafas azules. Vestía un traje de un gris tan claro que casi parecía blanco bajo la enérgica luz del sol; y tenía el pelo largo y suelto, de un rubio tan débil o sutil que prácticamente podría haber sido tan blanco como su ropa. Llevaba un sombrero de paja grande y flexible para protegerse del sol y, presumiblemente con el mismo propósito, hacía girar con la mano izquierda una sombrilla japonesa de un verde tan brillante como el de un pavo real. Tommy no tenía ni idea de cómo había llegado a aquel lado del jardín pero lo más probable le parecía que hubiera saltado por encima del seto.
Lo único que dijo el desconocido, en un tono completamente casual y familiar, fue:
—¿Estás triste? [en inglés, ‘got the blues?’]
Tommy no respondió y quizá no le entendió; pero el extraño joven procedió con gran compostura a quitarse sus gafas azules.
—Las gafas azules son un extraño remedio para la tristeza  —dijo alegremente—. Pero de todos modos mira a través de ellas durante un minuto.
Tommy se sintió impelido por una ligera curiosidad y miró a través de las gafas; ciertamente había algo raro y peculiar en la decoloración de todo lo que le rodeaba: las rosas rojas negras y la pared blanca azul, y la hierba de un verde azulado como las plumas de un pavo real.
—Parece un mundo nuevo, ¿verdad? —dijo el desconocido—. ¿No te gustaría vagar por un mundo azul de vez en cuando? [GK utiliza la intraducible expresión inglesa ‘once in a blue moon’]
—Sí —dijo Tommy, y se quitó las gafas con un aire tirando a desconcertado. Luego su expresión cambió por una de sorpresa, pues el extraordinario joven se había puesto otro par de gafas y esta vez eran rojas.
—Pruébate éstas —dijo afable—. Éstas, supongo yo, son unas gafas revolucionarias. Algunas personas llaman a esto mirar a través de unas gafas con los cristales pintados de rosa. Otros lo llaman verlo todo rojo.
Tommy se probó las gafas y se vio sobrecogido por el efecto; parecía como si todo el mundo estuviera en llamas. El cielo era de un morado resplandeciente o más bien ardiente y las rosas más que rojas parecían al rojo vivo. Se quitó las gafas casi alarmado, sólo para percatarse de que el imperturbable rostro del joven estaba ahora adornado con unas gafas amarillas. Para cuando éstas hubieron sido sustituidas por unas gafas verdes, Tommy pensó que había estado contemplando cuatro paisajes completamente distintos.
—Y así —dijo el joven— te gustaría viajar por un país de tu color favorito. Yo mismo lo hice una vez.
Tommy le contemplaba con los ojos como platos.
—¿Quién eres? —preguntó de sopetón.
—No estoy seguro —respondió el otro—. Pero me da a mí que soy tu hermano largo tiempo perdido.
—Pero yo no tengo ningún hermano —objetó Tommy.
—Eso sólo te demuestra el largo tiempo que llevo perdido —replicó su notable familiar—. Pero te aseguro que antes de que consiguieran perderme, también yo vivía en esta casa.
—¿Cuando eras pequeño como yo? —preguntó Tommy con reavivado interés.
—Sí —dijo el desconocido con seriedad—. Cuando era pequeño y muy como tú. También yo solía sentarme sobre el césped a pensar qué hacer con mi cuerpo. También yo acababa harto del muro blanco e inamovible. También yo acababa harto incluso del hermoso cielo azul. También yo pensaba que la paja sólo era paja y deseaba que las rosas no se alzaran en fila.
—Caramba, ¿y cómo sabes que así es como me siento yo? —preguntó el chiquillo, bastante asustado.
—Caramba, pues porque también yo me siento así —replicó el otro con una sonrisa.
Después, tras una pausa, prosiguió.
—Y también yo pensaba que todo podría parecer diferente si los colores fueran distintos; si pudiera vagar sobre caminos azules entre campos azules y seguir caminando hasta que todo fuera azul. Y un Mago que era amigo mío hizo realidad mi deseo; y me encontré paseando por bosques de enormes flores azules como espuelas de caballero y lupinos gigantescos, con sólo ocasionales destellos de un cielo azul claro extendiéndose sobre un mar de azul oscuro. En los árboles anidaban los arrendajos azules y martines pescadores de un azul brillante. Por desgracia, también estaban habitados por babuinos azules.
—¿No había gente en ese país? —preguntó Tommy.
El viajero hizo una pausa para reflexionar durante un momento; a continuación asintió y dijo:
—Sí. Pero, por supuesto, allá donde haya gente siempre hay problemas. Sería demasiado pedir que todos los habitantes del País Azul se llevaran bien entre ellos. Naturalmente, había un regimiento de asalto llamado los Azules Prusianos. Por desgracia, también había una brigada seminaval muy enérgica llamada los Ultramarinos Franceses. Puedes imaginar las consecuencias.
Hizo otra pausa y a continuación prosiguió:
—Conocí a una persona que me causó una honda impresión. Me topé con ella en un espacio de grandes jardines en forma de luna creciente, y en el centro, sobre un lindero de eucaliptos, se alzaba un enorme y reluciente domo azul, como la Mezquita dé Omar. Y oí una voz atronadora y terrible que parecía zarandear los árboles; y de entre ellos surgió un hombre tremendamente alto, con una corona de enormes zafiros alrededor de su turbante; y su barba era bastante azul. No hará falta aclarar que se trataba de Barbazul.
—Debiste pasar mucho miedo —dijo el chiquillo.
—Quizá al principio —respondió el desconocido—, pero llegué a la conclusión de que Barbazul no es tan negro, o quizá tan azul, como lo pintan. Tuve una charla confidencial con él y la verdad es que también hay que comprender su punto de vista. Viviendo donde vivía, naturalmente tuvo que casarse con esposas que eran medias-azules todas ellas.
—¿Qué son las medias-azules?
—Es natural que no lo sepas —replicó el otro—. Si lo hicieras, simpatizarías más con Barbazul. Eran damas que se pasaban el día leyendo libros. A veces incluso los leían en voz alta.
—¿Qué tipo de libros?
—Almanaques [en inglés, ‘blue books’ libros azules], por supuesto —respondió el viajante—. El único tipo de libro que tienen permitido allí. Ése fue el motivo de que decidiera marcharme. Con la ayuda de mi amigo el Mago obtuve un pasaporte para cruzar la frontera, que era vaga y sombría, como el fino borde entre dos colores del arco iris. Sentí que estaba cruzando sobre mares y prados con los colores de un pavo real y que el mundo se iba volviendo verde y más verde hasta que supe que estaba en el País Verde. Podrías pensar que allí las cosas estarían más tranquilas, y así era, hasta cierto punto. El punto llegó cuando conocí al celebrado Hombre Verde, cuyo nombre ha sido adoptado por numerosas y excelentes tabernas. Y luego también resulta que siempre hay ciertas limitaciones en los trabajos y oficios de aquellos preciosos y armoniosos paisajes. ¿Alguna vez has vivido en un país en el que todos sus habitantes fueran verduleros? No lo creo. Después de todo, me pregunté, ¿por qué deberían ser verdes todos los tenderos [en inglés, se dice ‘greengrocer’]?  De repente me entraron las ganas de ver un tendero amarillo. Vi alzarse frente a mí la imagen resplandeciente de un tendero rojo. Fue más o menos entonces cuando entré flotando imperceptiblemente en el País Amarillo; pero no me quedé mucho tiempo. Al principio me pareció espléndido; una escena radiante de girasoles y coronas de oro; pero pronto descubrí que estaba prácticamente abarrotado de Fiebre Amarilla y de Prensa Amarilla obsesionada con el Peligro Amarillo. De los tres, mis preferencias se decantaban por la Fiebre Amarilla; pero ni siquiera de ella conseguí extraer paz o felicidad. De modo que atravesé un resplandor anaranjado hasta llegar al País Rojo, y allí fue donde descubrí la verdad del asunto.
—¿Qué fue lo que descubriste? —preguntó Tommy, escuchando con mucha más atención.
—Quizá hayas oído —dijo el joven— una expresión muy vulgar acerca de pintar la ciudad de rojo. Es más probable que hayas oído la misma idea expresada de forma más refinada por parte de un poeta muy erudito que escribió acerca de una ciudad roja como las rosas, mitad de antigua que el tiempo . Bueno, ¿pues sabes? Es curioso, pero en una ciudad roja como las rosas resulta prácticamente imposible ver las rosas. Todo es demasiado rojo. Tus ojos acaban cansándose hasta tal punto que bien podría ser todo marrón. Tras haber paseado durante diez minutos sobre hierba roja bajo un cielo escarlata y entre árboles escarlatas, grité en voz alta: “Oh, qué gran error!” Y no pronto hube dicho esto, la visión roja se desvaneció por completo; y me encontré de repente en un lugar completamente distinto; y frente a mí estaba mi viejo amigo el Mago, cuyo rostro y larga y enrollada barba eran de una especie de color incoloro, como el mármol, pero cuyo ojos tenían un cegador brillo incoloro como el de los diamantes.
“Bueno —dijo—, no pareces fácil de complacer. Si no eres capaz de tolerar ninguno de estos países y ninguno de estos colores, más te valdrá hacerte tu propio país”. Entonces miré a mi alrededor para observar el lugar al que me había llevado; y bien curioso que era. Hacia el horizonte se extendían varias cordilleras montañosas, en capas de diferentes colores; se diría que las nubes del atardecer se hubieran solidificado, como en un mapa geológico gigantesco. Y las faldas de las colinas estaban atrincheradas y huecas como grandes canteras; y creo que comprendí sin que nadie me lo dijera que aquél era el lugar original del que provenían todos los colores, como la caja de ceras de la creación. Pero lo más curioso de todo fue que justo delante de mí había una enorme grieta entre las colinas que dejaba pasar una luz del blanco más puro. Al menos en ocasiones pensé que era blanco y en otras una especie de muro hecho de luz congelada o de aire, y en otras una especie de tanque o torre de agua cristalina; en cualquier caso lo curioso era que si echabas encima un puñado de tierra de color, se quedaba allí donde lo hubieras lanzado, como un pájaro planeando en el cielo. Y entonces el Mago me dijo, con cierta impaciencia, que me hiciera un mundo acorde a mis gustos, pues ya estaba harto de oírme quejarme por todo.
»Así que me puse a trabajar con mucho cuidado; primero acumulando gran cantidad de azul, porque pensé que haría destacar una especie de cuadrado de blanco en el medio; y luego se me ocurrió que un reborde de una especie de oro añejo quedaría bien encima del blanco; y desparramé un poco de verde por la parte de abajo. En cuanto al rojo, ya había descubierto su secreto. Si quieres aprovecharlo al máximo has de utilizar muy poco. Así que sólo dispuse una hilera de pequeñas manchas de rojo brillante encima del blanco y justo sobre el verde; y a medida que iba trabajando los detalles, poco a poco me fui dando cuenta de lo que estaba haciendo, que es algo que muy poca gente descubre jamás en este mundo. Descubrí que había recreado, fragmento a fragmento, precisamente el cuadro que tenemos aquí frente a nosotros. Había hecho esa granja blanca con el techo de paja y el cielo veraniego tras ella y ese césped verde por delante; y la hilera de flores rojas tal y como la estás viendo ahora mismo. Y así es como acabaron ahí. Pensé que podría interesarte saberlo.Habiendo dicho esto, se volvió con tanta celeridad que Tommy no tuvo tiempo de volverse para verle saltar sobre el seto, pues se había quedado mirando fijamente la granja con un brillo nuevo en la mirada.

Chesterton contra el ‘ya es demasiado tarde’

Chesterton: Nunca es demasiado tarde para la oportunidad de vivir

Chesterton y la oportunidad de vivir:  Nunca es demasiado tarde. Gifs animados

Encontré ayer en El regreso de Don Quijote (Cátedra, 2005, p.262, cap.6) unas palabras que me hicieron retroceder a cuando tenía 20 años, cuando leí el libro  Confesiones de un pequeño filósofo del escritor español Azorín (1873-1967), escrito cuando tenía poco más de treinta años. Entonces se me quedó grabado –porque yo lo sentía igual- que él siempre vivía con la terrible sensación de ‘ya es tarde’. A lo largo de mi vida, he encontrado a otras muchas personas que lo perciben igual.
Como sucede en sus novelas, Chesterton reflexiona a través de sus personajes. Michael Herne, el protagonista –incluso cuando todavía no sabe que lo es, y quizá precisamente por eso-, cuestiona el comentario de
 ’Monkey’ Murrel. Es la línea de nuestro autor: la filosofía que le interesa –como a Azorín- es la de la vida cotidiana, la que nos afecta a cada uno de nosotros:

Me gustaría saber de qué estamos hablando cuando pronunciamos esa frase que se oye a veces: es demasiado tarde. Porque en ocasiones suena completamente cierta y otras absolutamente falsa. O siempre es demasiado tarde o nunca demasiado pronto. Es como si juzgásemos que sólo en el medio estamos a salvo del realismo o de la ilusión. Sí, todos nos equivocamos, y suele decirse que el hombre que jamás ha cometido un error es el que nunca ha hecho nada. Sin embargo, ¿cree usted que el hombre debería sentirse satisfecho cuando sabe que ha cometido un error y se resigna a no hacer nada más? ¿Cree que podríamos morir en paz habiendo perdido la oportunidad de vivir?

Me encanta este Chesterton vitalista, no un vitalista pagano –que aprovecha el momento o lo pierde irremediablemente- sino poseedor de un vitalismo de plenitud: estamos hechos para algo, para llegar a algún sitio –aunque sea estar en este mismo sitio-, pues también con GK hemos aprendido a ver con otros ojos (la estrategia Mooreffoc). GK cita particularmente el caso del arrepentimiento -quizá pedir perdón, quizá volver a comenzar de nuevo. Pero nunca es demasiado tarde para las cosas buenas.
Concluyo con lo que él mismo denominaba su paradoja: Si merece la pena hacer algo, merece la pena hacerlo mal (Las paradojas de Mr. Pond, explicado enMás sobre paradojas y chestertonadas).

Chesterton: ‘La felicidad es un maestro duro’

Volvemos hoy a comentar algunos párrafos de Esbozo de sentatez (‘La rueda del destino‘, 12-05), con la peculiaridad de hallar a un Chesterton que habla de la felicidad, cuestión que raramente aborda de manera directa. El contexto general –como todo el libro- es la organización socio-económica de nuestra vida, y en particular, la reflexión sobre las máquinas:

La meta de la política humana es la felicidad humana. Para los que tienen ciertas creencias, está condicionada por la esperanza de una felicidad mayor, que aquélla no debe poner en peligro. Pero la felicidad, la alegría del corazón del hombre, es la prueba secular y la prueba real. […] No hay ley lógica ni natural ni ninguna otra que nos obligue a preferir otra cosa.

En esto estamos todos de acuerdo, pero en seguida Chesterton alza su voz contra la tendencia dominante: No tenemos obligación de ser más ricos, ni de trabajar más, ni de ser más eficientes, o más productivos, o más progresistas, ni en modo alguno más pegados a las cosas del mundo o más poderosos, si ello no nos hace más felices.

La idea de fondo es que el maquinismo conlleva desarrollismo y éste, el afán por tener más, por llegar antes, más lejos y mejor. Chesterton nos advierte de que es un espejismo, y que estar sometidos al mundo industrial -como hemos recogido ya antes en varias entradas- puede ser una maldición, aunque sea una maldición maravillosa, práctica y productiva.

El aviso de Chesterton puede parecer exagerado, pero en 1980, los psicolingüístas Lakoff y Johnson, plantearon en Metaphors we live by, ‘metáforas por las que vivimos’ (edición española Metáforas de la vida cotidiana, Cátedra, 1986) que el lenguaje cotidiano está cargado de esos adverbios -antes, más mejor- que introducen tensiones en nuestra vida: un sentido de la competencia entre las personas y entre nosotros mismos que no sólo dificultan la comprensión de la realidad, sino que la encaminan en una determinada dirección. Si lo pensamos bien, igual que las máquinas, cada vez que recibimos un mensaje con un ‘sé feliz’ o ‘disfruta más de la vida’, en cierto modo aplica el mismo principio de la productividad a una faceta de nuestra vida, cuando la felicidad es en realidad una consecuencia del resto de nuestras actividades, y no un acto voluntario: no hay nadie más infeliz que el que continuamente cuestiona su felicidad. (Paradoja: la causa de esta reflexión sobre la felicidad es el deseo de que seamos más felices…)

La humanidad tiene derecho a renegar de la máquina y vivir de la tierra si en realidad le agrada más, como en realidad cualquiera tiene derecho a vender su bicicleta vieja y marchar a pie si le agrada más. Es evidente que la marcha será más lenta, pero no hay obligación de ir más deprisa. […] La felicidad, en cierto sentido, es un maestro duro. Nos dice que no nos compliquemos con demasiadas cosas, a veces mucho más atrayentes que la máquina.

Sin embargo, las categorías de nuestra sociedad se han vuelto cuantitativas, lo que significa que –desde arriba, tanto política como económicamente- todo se mide según las reglas del antes, más y mejor, expresadas en crecimiento económico, PIB y renta per cápita, haciendo fines de lo que sólo son medios. A Chesterton, nuevamente, no le importa ir contracorriente: Si podemos hacer más felices a los hombres, no importa que los hacemos más pobres, no importa que los hagamos producir menos, no importa que los convirtamos en seres menos progresistas -en el sentido de cambiarles simplemente la vida- sin incrementarles su gusto por ella (Esbozo de sensatez, 12-06).

Chesterton y ‘La mujer’: ‘Dejad que sea todavía más creadora’

El día 8 de marzo se celebra el día internacional de la mujer. En All Things considered (1908, cap.12), Chesterton incluyó un ensayo titulado precisamente así, La mujer, que publicamos en el Chestertonblog por primera vez en castellano, en la traducción de Carlos D. Villamayor Ledesma. Como siempre, puedes acceder a la versión bilingüe del mismo, y también a los comentarios en la entrada de análisis.
El texto es muy del estilo de Chesterton: a partir de una carta que recibe, GK nos hará reflexionar sobre las modas, las preocupaciones y los intereses, la libertad y las obligaciones, la creatividad, la ‘alta cultura’ y, lógicamente, el papel de la mujer en todo esto. Siempre en su tono irónico, Chesterton nos hará detenernos a considerar detalles existentes en cuestiones que damos por supuestas, como por ejemplo, la cruda realidad del varón trabajador y las diferencias de clase social.

Un corresponsal me ha escrito una carta inteligente e interesante acerca de algunas alusiones mías al asunto de las cocinas comunales. Defiende lúcidamente las cocinas comunales desde la perspectiva del colectivista calculador pero –como tantos de su escuela- aparentemente no puede comprender que exista otro criterio sobre el asunto, con el cual su cálculo no tiene nada que ver. Sabe que sería más barato si algunos de nosotros comieran al mismo tiempo para usar la misma mesa. Así sería. También sería más barato si algunos de nosotros durmieran a diferentes horas para usar el mismo par de pantalones.
Pero la pregunta no es cuán barato podemos comprar algo, sino qué estamos comprando. Es barato tener un esclavo. Es aun más barato ser un esclavo.

Mi corresponsal dice también que el hábito de comer fuera de casa, en restaurantes, etc., está creciendo. Igual ocurre, creo yo, con el hábito de suicidarse.
No deseo conectar los dos hechos. Parece bastante claro que un hombre no podría comer en un restaurante porque acababa de suicidarse, y sería excesivo, tal vez, sugerir que se suicida porque acaba de comer en un restaurante. Pero considerar juntos ambos casos es suficiente para indicar la falsedad y cobardía de este eterno argumento moderno acerca de lo que está de moda.
Para hombres valientes, la cuestión no es si cierta cosa está en aumento, la cuestión es si nosotros estamos aumentándola. Yo como en restaurantes muy a menudo porque la naturaleza de mi oficio lo hace conveniente, pero si pensara que al comer en restaurantes estoy trabajando para la creación de comidas comunales, nunca entraría a un restaurante otra vez; llevaría pan y queso en mi bolsillo o comería chocolate de la máquina expendedora. Porque el elemento personal en algunas cosas es sagrado. El otro día escuché al Sr. Will Crooks expresarlo perfectamente: ‘Lo más sagrado es poder cerrar la propia puerta’.

El Roto. El País, 16.02.2014

El Roto. El País, 16.02.2014

Mi corresponsal dice: ‘¿Acaso nuestras mujeres no se ahorrarían el insípido trabajo de cocinar y todas las preocupaciones que esto conlleva, dejándolas libres para la alta cultura?’ Lo primero que se me ocurre decir respecto a esto es muy simple y es –me imagino- parte de toda nuestra experiencia. Si mi corresponsal puede encontrar cualquier manera de evitar que las mujeres se preocupen, será en verdad un hombre extraordinario.
Pienso que el asunto es mucho más profundo. Ante todo, mi corresponsal pasa por alto una distinción elemental en nuestra naturaleza humana. En teoría, supongo que a todos les gustaría librarse de preocupaciones. Pero a nadie en el mundo querría siempre librarse de ocupaciones preocupantes. Me gustaría mucho –hasta donde mis sentimientos llegan en este momento- librarme de la molestia de escribir este artículo. Pero de ahí no se deduce que me gustaría ser libre de la molestia de ser periodista.
De que estemos preocupados por algo no se deduce que no estamos interesados en ello. La verdad es lo contrario. Si no nos interesa, ¿por qué nos debería preocupar?
Las mujeres se preocupan por las tareas domésticas: a las que más les interesa es a las que más les preocupa. Las mujeres se preocupan aun más por sus esposos e hijos. Supongo que si estranguláramos a los hijos y sacrificáramos a los esposos las mujeres quedarían libres para dedicarse a la alta cultura. Es decir, quedarían libres para empezar a preocuparse por eso, pues se preocuparían por la alta cultura tanto como se preocupan por todo lo demás.

Creo que esta manera de hablar sobre las mujeres y su alta cultura es casi enteramente un desarrollo de aquellas clases que –a diferencia de la clase periodística a la que pertenezco- siempre tienen una cantidad aceptable de dinero. Algo raro noto particularmente. Aquellos que escriben de esta manera parecen olvidar por completo la existencia de las clases trabajadoras y asalariadas. Dicen –como mi corresponsal- que la mujer ordinaria es siempre una esclava del trabajo. Y -¡en nombre de los Nueve Dioses!- ¿qué es el hombre ordinario? Parece que estas personas piensan que el hombre ordinario es un ministro del gobierno. Siempre hablan del hombre que avanza en el ejercicio del poder, que se hace un camino propio, que estampa su individualidad en el mundo, que manda y es obedecido. Esto puede ser verdad sobre cierta clase. Los duques tal vez no son esclavos del trabajo, y entonces tampoco lo son las duquesas. Las damas y caballeros de la ‘Smart Set’ [una revista norteamericana] están bastante libres para la alta cultura, que consiste principalmente en viajar en automóvil y jugar al bridge. Pero el hombre ordinario, que simboliza y constituye los millones que constituyen nuestra civilización, no está más libre para la alta cultura que su esposa.

En efecto, él no es tan libre. De los dos sexos la mujer está en una posición más poderosa: la mujer media está a la cabeza de algo en lo que puede hacer lo que quiere, mientras que el hombre promedio tiene que obedecer órdenes y nada más. Él tiene que poner un aburrido ladrillo encima de otro aburrido ladrillo y nada más, él tiene que sumarle una aburrida cantidad a otra aburrida cantidad y nada más.
Puede que el mundo de la mujer sea pequeño, pero ella puede modificarlo. La mujer puede decirle algunas cosas realistas al comerciante con el que trata. Al empleado que hace esto a su jefe generalmente le dan la patada o –por evitar el vulgarismo- se encuentra libre para la alta cultura.
Sobre todo, como dije en un artículo previo, la mujer realiza un trabajo que es en alguna pequeña medida creativo e individual. Ella puede arreglar las flores o los muebles como se le antoje. Me temo que el albañil no puede colocar los ladrillos como se le antoje sin un desastre para él mismo y para otros. Si la mujer pone un parche a la alfombra, puede elegir el color. Pero me temo que el oficinista que debe enviar un paquete no elige los sellos por el color: si prefiere el tierno púrpura del sello de seis peniques al grosero rojo del de un penique.
Puede que una mujer no siempre cocine artísticamente, pero podría hacerlo. Puede introducir una modificación personal e imperceptible a la composición de una sopa. Al empleado no se le fomenta el introducir una modificación personal e imperceptible a los números en las cuentas.

El problema es que la cuestión real que planteo no se debate. Se discute como un problema de dinero, pero no como un problema sobre la gente. No son las propuestas de estos reformadores las que siento que son falsas, sino su temperamento y sus argumentos. No estoy tan seguro de que las cocinas comunales estén tan mal, como yo estoy de que los que están mal son los defensores de las cocinas comunales.
Por otro lado, claro que hay una gran diferencia entre las cocinas comunales de las que hablé y la comida comunal –’monstrum horrendum’, informe- que la mente oscura y salvaje de mi corresponsal evoca diabólicamente. Pero en ambos el problema es que sus defensores no las defienden humanamente como instituciones humanas. No se interesan en el curioso hecho psicológico de que hay algunas cosas que un hombre o una mujer, según sea el caso, deseen hacer por sí mismo o por sí misma. Él o ella deben hacerlo con inventiva, creativamente, artísticamente, individualmente; en una palabra, mal. Escoger tu esposa –por decir- es una de esas cosas. Escoger la cena de tu esposo, ¿es una de esas cosas? Esa es toda la cuestión: esto nunca se pregunta.

Y luego, la alta cultura. Conozco esa cultura. No liberaría a ningún hombre para ella si pudiera evitarlo. Su efecto en los hombres ricos que son libres para entretenerse en ella es tan horrible que es peor que cualquiera de las otras distracciones del millonario; peor que apostar, incluso peor que la filantropía.
La alta cultura significa pensar que el poeta más pequeño de Bélgica es más grande que el poeta más grande de Inglaterra. Significa perder toda simpatía democrática. Significa no poder hablar con un obrero sobre deportes o cerveza, o sobre la Biblia, o sobre el Derby, o sobre patriotismo, o sobre nada de lo que él, el obrero, quiera hablar. Significa tomar la literatura en serio, algo que los amateurs hacen. Significa disculpar la indecencia sólo cuando es indecencia melancólica. Los discípulos de la alta cultura llaman pala a la pala, pero sólo cuando es la pala del sepulturero. La alta cultura es triste, barata, insolente, cruel, deshonesta y sin alivio. En fin, es ‘superior’. Esa abominable palabra, también aplicada al juego, la describe admirablemente.

No. Si estuvieran liberando a las mujeres para otra cosa, yo estaría más dispuesto. Si me pueden asegurar, en privado y con seriedad, que están liberando a las mujeres para que bailen en las montañas como las ninfas o para que adoren alguna monstruosa diosa, tomaré nota de su solicitud. Si están bastante seguros de que las damas en Brixton, en el momento en que renuncien a la cocina, golpearán grandes gongs y soplarán cuernos para Mumbo-Jumbo [una divinidad africana], entonces estaré de acuerdo en que la ocupación por lo menos es humana y más o menos entretenida. Las mujeres han sido liberadas para ser bacantes, han sido liberadas para ser vírgenes mártires, han sido liberadas para ser brujas. No les pidan hundirse en algo tan bajo como la alta cultura.

Tengo mis pequeñas nociones propias sobre la posible emancipación de la mujer, pero supongo que no me tomarían muy en serio si las planteara. Favorecería cualquier cosa que incrementara la presente enorme autoridad de las mujeres y su acción creadora en sus propios hogares.
La mujer media, como he dicho, es una autócrata; el hombre medio es un vasallo. Estoy a favor de cualquier idea de cualquiera que haga más autocrática a la mujer media. Lejos de desear que la mujer consiga sus comidas fuera, me gustaría que cocinara más descabelladamente y siguiendo más su voluntad de lo que lo hace ahora. Lejos de que consiga siempre las mismas comidas en el mismo lugar, déjenla inventar, si quiere, un nuevo plato cada día de su vida. Dejad que la mujer sea todavía más creadora, no menos.
Hacemos bien al hablar sobre ‘la mujer’, sólo los canallas hablan sobre las mujeres. Sin embargo todos los hombres hablan sobre los hombres, y esa es toda la diferencia. Los hombres representan el elemento deliberativo y democrático de la vida. La mujer representa el autoritario.

Conclusión de ‘La increíble tendencia del ser humano a minusvalorar su felicidad’, de Chesterton

Dice Enrique Gª-Máiquez que cada aforismo de GK es como un holograma de su pensamiento. La ‘Introducción’ a El acusado -que ayer analizábamos en su primera parte– es una síntesis de su pensamiento y de su obra. Cualquiera que desee introducirse en el pensamiento de Chesterton, debería empezar por ella, que es precisamente uno de sus primeros ensayos.

El juicio final, de Miguel Ángel

El juicio final, de Miguel Ángel

Suele hablarse del pesimista como de un hombre en rebelión. Pero no es así. En primer lugar, porque hace falta cierta alegría para permanecer en rebelión. Y, en segundo lugar, porque el pesimismo apela al lado más débil de cada uno, y el pesimista, por tanto, regenta un negocio tan ruidoso como el de un tabernero. La persona que verdaderamente está en rebelión es el optimista, el que por lo general vive y muere en un permanente esfuerzo tan desesperado y suicida como es el de convencer a los demás de lo buenos que son.

En el Chestertonblog hemos mostrado cómo GK aplicaba una frase parecida a Dickens: El verdadero gran hombre es el que hace que todo humano se sienta grande. Es un criterio de rebeldía: no es suficiente no aceptar las cosas que no están bien: es necesario un impulso benéfico en los demás. Este criterio lo cumple GK a la perfección, te hace sentir mejor de lo que eras antes de leerlo: aprendes, pasas un rato agradable y te infunde una confianza y una tranquilidad en uno mismo y en la especie humana, aunque sea planteando cosas tan terribles como las que afirma en esta entrada, porque introduce siempre un punto de esperanza, a pesar de los pesares, como sigue diciendo:

Se ha demostrado más de un centenar de veces que si verdaderamente queremos enfurecer incluso mortalmente a la gente, la mejor manera de hacerlo es decirles que todos son hijos de Dios. Conviene recordar que Jesucristo no fue crucificado por nada que dijera sobre Dios, sino por el cargo de haber dicho que un hombre podía derribar y reconstruir el Templo en tres días. Todos los grandes revolucionarios, desde Isaías a Shelley, han sido optimistas. Se han indignado no ante la maldad de la existencia, sino ante la lentitud de los hombres en comprender su bondad. El profeta que es lapidado no es un alborotador ni un pendenciero. Es simplemente un amante rechazado. Sufre un no correspondido amor por todas las cosas en general.

Aparece otro de los grandes temas de GK, nuevamente a caballo entre la antropología y la psicología: el estudio de las actitudes: optimismo y pesimismo serán dos de sus vocablos más utilizados a lo largo de toda la existencia. Su sentido analítico y filosófico le conducirá siempre a fijarse no sólo en lo que dice la gente, sino desde dónde lo dice, cuál es su postura ante la realidad de la que trata en su texto, o en su conversación: y siempre será una señal de la sensatez que veremos en seguida.
Surge la mención de la revolución. En Ortodoxia, GK muestra su simpatía por los revolucionarios. Pero una cosa es estudiar el pasado y otra comprobar los horrores del presente revolucionario: en Esbozo de sensatez (1927) señalará varias veces que es mejor cambiar las cosas poco a poco que a través de una revolución, porque ya se sabe lo que ha hecho la Revolución soviética y no querrá que lo mismo ocurra en Inglaterra.
Y vuelve la ortodoxia: para GK es inconcebible que los seres humanos rechacen el mejor mensaje que se les puede hacer: decirles que son hijos de Dios. Quizá no lo comprenden, quizá no lo quieren comprender. Pero para él resulta sorprendente: según relatan sus biógrafos (cf. Pierce, Seco, Ward), GK resultaba divertido entre sus colegas cuando hablaba de estas cosas… hasta que se dieron cuenta de que iba en serio, y entonces muchos comenzaron a desconcertarse, y él a sentirse aún más a gusto, polemizando con ellos. La paradoja es que –siendo librepensador, como lo fue- fue tan libre que quiso abrazar la única fe que los librepensadores tienen prohibido aceptar: la de declararse hijos de Dios. Y esto nos conduce por tanto a otra paradoja: aceptando esos dogmas exteriores, Chesterton fue precisamente él mismo, y cumplió su propio criterio, como vimos en la entrada de ayer.

Cada vez se hace más evidente, así pues, que el mundo se halla permanentemente amenazado de ser juzgado mal. Y que esta no es ninguna idea extravagante o mística puede comprobarse mediante ejemplos sencillos. Las dos palabras absolutamente básicas ‘bueno’ y ‘malo’, que describen dos sensaciones fundamentales e inexplicables, no son ni han sido nunca empleadas con propiedad. Nadie que lo haya experimentado alguna vez llama bueno a lo que es malo; en cambio, las cosas que son buenas son llamadas malas por el veredicto universal de la humanidad.

Ahora se entremezclan el GK filósofo -que considera bien y mal- con el sociólogo del conocimiento y la cultura, que se detiene en la forma en la que las ideas se difunden y arraigan en la sociedad. En seguida lo explicará mejor, pero ver cómo se construye una forma de percibir el mundo –particularmente la Modernidad, como hemos señalado- contraria a la realidad de las cosas buenas que contiene le resulta tan desconcertante que lo marcará para siempre. Ya se iban formando sus mimbres de profeta y caballero, pero asentadas sobre unas sólidas bases analíticas, construidas con sus poderosas dotes intelectuales: nada que ver con el profeta callejero que se puede ver en algunas ciudades norteamericanas. Cada frase de Chesterton, cada ironía, cada chestertonada o paradoja, unirá una intuición peculiar con una fuerte dosis de razonamiento.

Pero, permítaseme explicarme mejor. Ciertas cosas son malas por sí mismas, como el dolor, y nadie, ni siquiera un lunático, podría decir que un dolor de muelas es en sí mismo bueno; pero un cuchillo que corta mal y con dificultad es llamado un mal cuchillo, lo que desde luego no es cierto. Únicamente no es tan bueno como otros cuchillos a los que los hombres se han ido acostumbrando. Un cuchillo no es malo salvo en esas raras ocasiones en que es cuidadosa y científicamente introducido en nuestra espalda. El cuchillo más tosco y romo que alguna vez ha roto un lápiz en pedazos en lugar de afilarlo es bueno en la medida en que es un cuchillo. Habría parecido un milagro en la Edad de Piedra.
Lo que nosotros llamamos un mal cuchillo es simplemente un buen cuchillo no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos un mal sombrero es simplemente un buen sombrero no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos una mala civilización es una buena civilización no lo bastante buena para nosotros.
Decidimos llamar mala a la mayor parte de la historia de la humanidad no porque sea mala, sino porque nosotros somos mejores. Y esto es a todas luces un principio injusto. El marfil puede no ser tan blanco como la nieve, pero todo el continente Ártico no hace negro el marfil.

Aparece aquí otro de los elementos esenciales del método de Chesterton: la absoluta necesidad de la comparación para comprender y comprendernos. El mundo moderno –y esto es sociología del conocimiento otra vez- tiene tal idea de dominio, control y perfección que lo que no se ajuste a eso, será considerado un desastre: es un mundo de expectativas frustradas: todo tiene que ser perfecto. Podríamos poner decenas de ejemplos de la vida cotidiana personal o del funcionamiento de las grandes o pequeñas estructuras sociales y políticas. La consecuencia ya la sabemos: el pesimismo ha echado raíces en nuestra cultura, por lo que paradójicamente tienen que circular continuamente los mensajes que nos recuerdan que estamos hechos para la felicidad –ver Twitter-, aunque sin fundamento alguno, pues el  verdadero -ser hijos de Dios- ya ha sido rechazado.
Por la misma razón, Chesterton se pondrá a estudiar historia y hacer un continuo ir y venir del pasado al presente para ayudar a comprendernos mejor. Surge otro perfil de GK: quizá nunca fue un historiador convencional –un buscador de evidencias del pasado- pero sí fue un magnífico intérprete de la historia, como comprobamos en El hombre eterno o Breve historia de Inglaterra.

Ahora bien, me parece injusto que la humanidad se empeñe continuamente en llamar malas a todas esas cosas que han sido lo bastante buenas como para hacer que otras cosas sean mejores, en derribar siempre de una patada la misma escalera por la que acaba de subir.

Si hay un concepto nuclear en el pensamiento de Chesterton es el de sensatez: el día que describamos lo que GK entendía por sensatez –sanity, quizá más expresiva en inglés- tendremos sin duda que acudir a esta Introducción, recomponiéndola, pero no cabe duda que expresiones como la anterior –derribar de una patada la escalera por la que acabamos de subir– o la siguiente –tirar oro a las alcantarillas y diamantes al mar– revelan la inquietud que Chesterton siente ante los errores que sus contemporáneos están cometiendo y han cometido a lo largo de los siglos.

Creo que el progreso debería ser algo más que un continuo parricidio, y es por eso que he buscado en los cubos de basura de la humanidad y he encontrado un tesoro en todos ellos. He descubierto que la humanidad no se dedica de manera circunstancial, sino eterna y sistemáticamente, a tirar oro a las alcantarillas y diamantes al mar. He descubierto que cada hombre está dispuesto a decir que la hoja verde del árbol es algo menos verde y la nieve de la Navidad algo menos blanca de lo que en realidad son.

Y es que la Modernidad se afana en el progreso por el progreso, por el adelanto en sí mismo: sabemos que Freud afirmaba que era necesario ‘matar al padre’ –en sentido simbólico, lógicamente- pero ese negar la bondad de lo que nos precede nos conduce a nuestra actual orfandad y despiste. Para evitarlo, Chesterton se complicó absolutamente la vida, a través de sus empresas periodísticas: enseñó a razonar y a ver el mundo con ojos de niño, mostró que el pasado no es tan terrible como nuestros intelectuales afirman, nos señaló la sensatez y la importancia del hogar y la amistad. Fue profeta porque amaba al mundo y a los hombres. Y así, descubrió su vocación:

Todo lo cual me ha llevado a pensar que el principal cometido del hombre, por humilde que sea, es la defensa. He llegado a la conclusión de que por encima de todo hace falta un acusado cuando los mundanos desprecian el mundo; que un abogado defensor no habría estado fuera de lugar en aquel terrible día en que el sol se oscureció sobre el Calvario y el Hombre fue rechazado por los hombres.

Primer análisis de ‘La increíble tendencia de los hombres a minusvalorar su felicidad’, de Chesterton

Cuanto más leo la Introducción a El Acusado, más me asombro de su profundidad. Dicen que existen textos seminales, es decir, que contienen en potencia toda la obra de un autor, y éste desde luego lo es. Abandono por ahora mi intención inicial de glosar aquí el perfil de GK como profeta para mostrar la riqueza del texto. Divido el análisis en dos entradas, que aun así serán largas, porque la única manera que se me ocurre de hacerlo es alternar comentarios a los párrafos.

La historia de Adán y Eva, por Miguel Ángel

La historia de Adán y Eva, por Miguel Ángel

En algunas mesetas infinitas como enormes planicies que hubieran cobrado alturas vertiginosas, pendientes que parecen contradecir la idea de la existencia de algo semejante al nivel y nos hacen advertir que vivimos en un planeta con un techo inclinado, encontraremos, de vez en cuando, valles enteros cubiertos de rocas sueltas y cantos rodados tan enormes como montañas rotas. Todo podría ser una creación experimental destrozada. Y a menudo es difícil creer que tales residuos cósmicos puedan haber sido reunidos más que por la mano del hombre.
La imaginación más templada y cockney ve el lugar como el escenario de alguna guerra de gigantes. Y para mí siempre se ha asociado a una idea recurrente e instintiva: el escenario de la lapidación de algún profeta prehistórico, un profeta mucho más gigantesco que los profetas posteriores como esos peñascos en comparación con simples guijarros. Aquel profeta habría pronunciado unas palabras –unas palabras que resultarían ignominiosas y terribles-, y el mundo, aterrorizado, lo habría enterrado bajo un desierto de piedras. El lugar sería el monumento de un antiguo terror.

El primero en hacer su aparición en escena es el Chesterton poeta, poeta en el sentido más amplio de la palabra: creador de imágenes y representaciones, que no se limita a una mera descripción del paisaje. Muy en su estilo exagerado y lleno de imaginación, ve en este planeta de techo inclinado los restos de una lapidación monumental –un antiguo terror-: la destrucción de un hombre, en un contexto de creación experimental destrozada. A través de estas expresiones poéticas, vemos ya su interpretación del mundo, que plasmará después en El hombre que fue jueves: la terrible lucha entre los seres humanos por vivir la vida, por descubrir su sentido, y que nos divide continuamente, aunque no seamos capaces de darnos cuenta de que estamos en el mismo bando.

Si continuáramos la fantasía, sin embargo, sería más difícil imaginar qué horrible anuncio o demencial representación del universo exigió aquella salvaje persecución, qué sensacional pensamiento secreto yace enterrado bajo esas piedras brutales. Pues en nuestro tiempo la blasfemia se ha desgastado. El pesimismo ahora es, evidentemente, como siempre fuera en esencia, más banal que la piedad. La irreverencia es ahora, más que afectada, meramente convencional. Maldecir a Dios es el Ejercicio 1 que figura en el manual de la poesía menor. E indudablemente no fueron esas pueriles solemnidades la causa de la lapidación de nuestro profeta imaginario en la mañana del mundo.

Ya apareció el GK sociólogo, el GK analítico y crítico con la modernidad: el desprecio a la religión, la banalidad del pesimismo, su tristeza intrínseca y generalizada… que encuentra su regusto en la maldición de lo sagrado. Pero igualmente encontramos al Chesterton más ingenioso: la verdadera causa del ajusticiamiento del poeta no pudo ser esa pueril solemnidad. Quizá esto escandalice a algunos bienpensantes tradicionales y guste a los políticamente correctos de hoy. Pero la clave de esta primera chestertonada se dirige a un pecado mucho más profundo: la incapacidad que tiene el ser humano de saber quién es y qué es lo que le rodea.

Si pesásemos el asunto en la impecable balanza de la imaginación, si tuviésemos en cuenta la verdadera pauta de la humanidad, nos parecería lo más probable que hubiera sido lapidado por decir que la hierba era verde y que los pájaros cantaban en primavera; pues desde el principio la misión de todos los profetas no ha sido tanto mostrarnos los cielos o los infiernos como, ante todo, mostrarnos la tierra. La religión ha tenido que proporcionarnos el más extraño y de mayor alcance de todos los telescopios –el telescopio a través del cual podemos ver la estrella que habitamos-. Para la mente y los ojos del hombre común, este mundo se halla tan perdido como el Edén o la Atlántida sumergida.

De pronto, Chesterton menciona la religión. Podría no hacerlo, pero es difícil encontrar un profeta sin un credo. El marxismo fue un credo: de ninguna otra forma pudo llegar a mover la voluntad de tanta gente. El laicismo antirreligioso actual actúa también como un credo: una convicción profunda con una cosmovisión que se considera en posesión de la verdad… o de la paradójica ‘absoluta imposibilidad de la verdad’, y que sólo puede existir en una sociedad postcristiana, pues como el mismo GK planteó El hombre eterno, sólo el cristianismo tuvo ese carácter militante entre las religiones antiguas. Pero me resisto a entrar en los profetas modernos…
Encontramos también ya una de sus paradojas: la religión es el telescopio a través del cual podemos ver la estrella que habitamos: es preciso irse muy lejos -ver las cosas con los ojos de Dios- para llegar a comprender nuestra propia realidad.
Sin embargo, lo más interesante es desarrollar la doble perspectiva rebelde de Chesterton: con los que no pueden soportar la religión y con los bienpensantes que tienen una idea fija de lo que ésta supone, marco estrecho que limita igualmente su pensamiento. Chesterton jamás fue conservador, al menos ni en sentido sociopolítico ni en sentido cultural: siempre fue él mismo, y tuvo la inteligencia y la valentía de reconocer el mérito de la ortodoxia sin ceñirse a lo ya establecido, sino extrayendo de la misma visiones nuevas y sugerentes.

Una extraña ley recorre la historia humana, y consiste en que los hombres siempre tienden a minusvalorar lo que les rodea, a minusvalorar su felicidad, a minusvalorarse a sí mismos. El gran pecado de la humanidad, el que la caída de Adán simboliza, es esta tendencia no a la soberbia, sino a una extraña y horrible humildad.

Y ahora nos encontramos con una nueva faceta de Chesterton, que no sé muy bien cómo calificar, si antropólogo o psicólogo (más centrado en los procesos mentales). Quizá las cosas a la vez, en este caso. Desde luego, GK irá construyendo una antropología desde el principio –basta pensar en ese otro texto esencial que es Nostalgia del hogar, anterior aún a éste. La chestertonada vuelve a hacer su aparición: tanto la cultura griega –mitos de Prometeo, de la caja de Pandora- como la cristiana –el relato de Adán y Eva- nos enseñan que el principio de nuestros males estuvo en el deseo de ser como dioses. El mundo moderno, que comienza en el Renacimiento y se expande en los siglos XIX y XX, constituye la materialización de ese afán: ser nuestros propios dueños, controlarlo todo, dominarlo todo.
Pero GK tiene el atrevimiento de sugerir que es al contrario: nuestro pecado es por exceso, sino por defecto, pues no sabemos valorar lo que nos rodea: en nuestra osadía, no somos capaces ni de valorarnos adecuadamente a nosotros mismos. Chesterton arremeterá en Ortodoxia contra el hombre que confía en sí mismo, paradigma del ser humano moderno. Nada más lejos de la realidad e incluso de su propia conveniencia, porque hay una realidad más grande FUERA de nosotros mismos que dentro, y que hemos de saber apreciar:

Este es el gran pecado, el pecado por el que el pez se olvida del mar, el buey se olvida del prado, el oficinista se olvida de la ciudad y cada hombre, al olvidar su propio entorno, en el sentido más completo y literal, se olvida a sí mismo. Este es el verdadero pecado de Adán, y se trata de un pecado espiritual. Es extraño que muchos hombres verdaderamente espirituales, como el general Gordon, se hayan pasado las horas especulando sobre la exacta ubicación del Jardín del Edén, pues lo más probable es que aún sigamos en el Edén. Sólo son nuestros ojos los que han cambiado.

Chesterton: la increíble tendencia de los hombres a minusvalorar su felicidad

Hoy ofrecemos íntegramente la Introducción (1901) a El acusado (Espuela de Plata, 2012) en versión de Victoria León. Ayer la presentamos y los próximos días -como siempre- será analizada –primera y segunda parte-, con la particularidad de que nos permitirá configurar dos de los perfiles que hemos prometido para Chesterton, el de profeta y el de caballero defensor. Espero se me disculpe que -ante un título tan poco periodístico- me haya permitido avanzar un poco del contenido. 

En algunas mesetas infinitas como enormes planicies que hubieran cobrado alturas vertiginosas, pendientes que parecen contradecir la idea de la existencia de algo semejante al nivel y nos hacen advertir que vivimos en un planeta con un techo inclinado, encontraremos, de vez en cuando, valles enteros cubiertos de rocas sueltas y cantos rodados tan enormes como montañas rotas. Todo podría ser una creación experimental destrozada. Y a menudo es difícil creer que tales residuos cósmicos puedan haber sido reunidos más que por la mano del hombre.

La imaginación más templada y cockney ve el lugar como el escenario de alguna guerra de gigantes. Y para mí siempre se ha asociado a una idea recurrente e instintiva: el escenario de la lapidación de algún profeta prehistórico, un profeta mucho más gigantesco que los profetas posteriores como esos peñascos en comparación con simples guijarros. Aquel profeta habría pronunciado unas palabras –unas palabras que resultarían ignominiosas y terribles-, y el mundo, aterrorizado, lo habría enterrado bajo un desierto de piedras. El lugar sería el monumento de un antiguo terror.

Si continuáramos la fantasía, sin embargo, sería más difícil imaginar qué horrible anuncio o demencial representación del universo exigió aquella salvaje persecución, qué sensacional pensamiento secreto yace enterrado bajo esas piedras brutales. Pues en nuestro tiempo la blasfemia se ha desgastado. El pesimismo ahora es, evidentemente, como siempre fuera en esencia, más banal que la piedad. La irreverencia es ahora, más que afectada, meramente convencional. Maldecir a Dios es el Ejercicio 1 que figura en el manual de la poesía menor. E indudablemente no fueron esas pueriles solemnidades la causa de la lapidación de nuestro profeta imaginario en la mañana del mundo.

Si pesásemos el asunto en la impecable balanza de la imaginación, si tuviésemos en cuenta la verdadera pauta de la humanidad, nos parecería lo más probable que hubiera sido lapidado por decir que la hierba era verde y que los pájaros cantaban en primavera; pues desde el principio la misión de todos los profetas no ha sido tanto mostrarnos los cielos o los infiernos como, ante todo, mostrarnos la tierra.

La religión ha tenido que proporcionarnos el más extraño y de mayor alcance de todos los telescopios –el telescopio a través del cual podemos ver la estrella que habitamos-. Para la mente y los ojos del hombre común, este mundo se halla tan perdido como el Edén o la Atlántida sumergida.

Una extraña ley recorre la historia humana, y consiste en que los hombres siempre tienden a minusvalorar lo que les rodea, a minusvalorar su felicidad, a minusvalorarse a sí mismos. El gran pecado de la humanidad, el que la caída de Adán simboliza, es esta tendencia no a la soberbia, sino a una extraña y horrible humildad.

Este es el gran pecado, el pecado por el que el pez se olvida del mar, el buey se olvida del prado, el oficinista se olvida de la ciudad y cada hombre, al olvidar su propio entorno, en el sentido más completo y literal, se olvida a sí mismo. Este es el verdadero pecado de Adán, y se trata de un pecado espiritual. Es extraño que muchos hombres verdaderamente espirituales, como el general Gordon,  se hayan pasado las horas especulando sobre la exacta ubicación del Jardín del Edén, pues lo más probable es que aún sigamos en el Edén. Sólo son nuestros ojos los que han cambiado.

Suele hablarse del pesimista como de un hombre en rebelión. Pero no es así. En primer lugar, porque hace falta cierta alegría para permanecer en rebelión. Y, en segundo lugar, porque el pesimismo apela al lado más débil de cada uno, y el pesimista, por tanto, regenta un negocio tan ruidoso como el de un tabernero.

La persona que verdaderamente está en rebelión es el optimista, el que por lo general vive y muere en un permanente esfuerzo tan desesperado y suicida como es el de convencer a los demás de lo buenos que son. Se ha demostrado más de un centenar de veces que, si verdaderamente queremos enfurecer incluso mortalmente a la gente, la mejor manera de hacerlo es decirles que todos son hijos de Dios. Conviene recordar que Jesucristo no fue crucificado por nada que dijera sobre Dios, sino por el cargo de haber dicho que un hombre podía derribar y reconstruir el Templo en tres días.

Todos los grandes revolucionarios, desde Isaías a Shelley, han sido optimistas. Se han indignado no ante la maldad de la existencia, sino ante la lentitud de los hombres en comprender su bondad. El profeta que es lapidado no es un alborotador ni un pendenciero. Es simplemente un amante rechazado. Sufre un no correspondido amor por todas las cosas en general.

Cada vez se hace más evidente, así pues, que el mundo se halla permanentemente amenazado de ser juzgado mal. Y que esta no es ninguna idea extravagante o mística puede comprobarse mediante ejemplos sencillos. Las dos palabras absolutamente básicas ‘bueno’ y ‘malo’, que describen dos sensaciones fundamentales e inexplicables, no son ni han sido nunca empleadas con propiedad. Nadie que lo haya experimentado alguna vez llama bueno a lo que es malo; en cambio, las cosas que son buenas son llamadas malas por el veredicto universal de la humanidad.

Pero, permítaseme explicarme mejor. Ciertas cosas son malas por sí mismas, como el dolor, y nadie, ni siquiera un lunático, podría decir que un dolor de muelas es en sí mismo bueno; pero un cuchillo que corta mal y con dificultad es llamado un mal cuchillo, lo que desde luego no es cierto. Únicamente no es tan bueno como otros cuchillos a los que los hombres se han ido acostumbrando. Un cuchillo no es malo salvo en esas raras ocasiones en que es cuidadosa y científicamente introducido en nuestra espalda. El cuchillo más tosco y romo que alguna vez ha roto un lápiz en pedazos en lugar de afilarlo es bueno en la medida en que es un cuchillo. Habría parecido un milagro en la Edad de Piedra.

Lo que nosotros llamamos un mal cuchillo es simplemente un buen cuchillo no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos un mal sombrero es simplemente un buen sombrero no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos una mala civilización es una buena civilización no lo bastante buena para nosotros.

Decidimos llamar mala a la mayor parte de la historia de la humanidad no porque sea mala, sino porque nosotros somos mejores. Y esto es a todas luces un principio injusto. El marfil puede no ser tan blanco como la nieve, pero todo el continente Ártico no hace negro el marfil.

Ahora bien, me parece injusto que la humanidad se empeñe continuamente en llamar malas a todas esas cosas que han sido lo bastante buenas como para hacer que otras cosas sean mejores, en derribar siempre de una patada la misma escalera por la que acaba de subir.

Creo que el progreso debería ser algo más que un continuo parricidio, y es por eso que he buscado en los cubos de basura de la humanidad y he encontrado un tesoro en todos ellos. He descubierto que la humanidad no se dedica de manera circunstancial, sino eterna y sistemáticamente, a tirar oro a las alcantarillas y diamantes al mar. He descubierto que cada hombre está dispuesto a decir que la hoja verde del árbol es algo menos verde y la nieve de la Navidad algo menos blanca de lo que en realidad son.

Todo lo cual me ha llevado a pensar que el principal cometido del hombre, por humilde que sea, es la defensa. He llegado a la conclusión de que por encima de todo hace falta un acusado cuando los mundanos desprecian el mundo; que un abogado defensor no habría estado fuera de lugar en aquel terrible día en que el sol se oscureció sobre el Calvario y el Hombre fue rechazado por los hombres. 

 

La divertida crítica de Chesterton a tecnócratas y urbanistas

Limehouse en la actualidad

Limehouse en la actualidad

Seguimos trabajando en el Club Chesterton de Granada la obra Esbozo de sensatez, sobre la propuesta distributista. La propiedad repartida –los medios de producción distribuidos- implicaría que más gente viviría en el campo, aspecto al que Chesterton dedica varios capítulos del libro, lo que implica mostrar cierto contraste con las ciudades. Su crítica incluye un fuerte ataque a los planificadores urbanos que deciden que la gente –que llegaba entonces en masa desde el campo- debía instalarse en alojamientos verticales con características prediseñadas. Leer el fragmento de la crítica a lo que entonces se hizo en Limehouse –hoy un barrio del East End de Londres- es un disfrute, por la grandísima ironía que GK despliega en el texto. Pero es además un ataque a los planificadores tecnocráticos, que no supieron valorar que la gente necesitaba elementos que mantuvieran vínculos con el campo del que provenían… y, según GK, al que podrían volver si se dieran las condiciones adecuadas:

La disputa sobre los arrabales de Limehouse  era el modelo de guía del problema… si es que podemos llamar modelo de guía a algo que no guía y sobre lo cual sólo un loco modelaría algo.
Los habitantes de los barrios bajos dicen verdadera y decididamente que prefieren sus casuchas a los bloques de apartamentos que se les proporcionan como alternativa de las casuchas. Y las prefieren, se afirma, porque las casas viejas tenían al fondo corrales donde podían dedicarse «a sus hobbies de pájaros y a la cría de gallinas». Cuando se les ofrecieron otras oportunidades, sobre un plan de asignación, tuvieron la espantosa depravación de decir que les gustaba tener cercas alrededor de sus corrales privados. Tan terrible y abrumador es el torrente rojo del comunismo cuando entra en ebullición en los cerebros de las clases trabajadoras.
Desde luego, es concebible que sea necesario, durante alguna convulsión violenta, que las casas de la gente se apilen una sobre otra en forma de torres de apartamentos. Y así también podría ser necesario que los hombres treparan sobre los hombros de otros hombres durante un diluvio o para salir de una grieta abierta por un terremoto. Y lógicamente es concebible, y hasta matemáticamente exacto, que disminuiríamos las muchedumbres de las calles de Londres si pudiéramos acomodar a los hombres verticalmente, en vez de horizontalmente. Si solamente hubiera algún medio por el cual un hombre pudiera caminar con otro hombre de pie encima de él, y otro sobre éste y así sucesivamente, se ahorrarían muchos empujones. Los hombres se colocan de este modo en las pruebas de acrobacia, y es claro que tales acrobacias podrían hacerse obligatorias en todas las escuelas.
Es una imagen que me agrada mucho… como imagen. Espero ver (en mi afición al arte por el arte) semejante torre viviente moviéndose majestuosamente a lo largo de la avenida del Strand. Me agrada pensar en un tiempo de verdadera organización social, cuando todos los empleados de los señores Boodle & Bunkham  ya no aparezcan en la forma desordenada y dispersa en que lo hacen actualmente, cada uno desde su pequeña villa suburbana. Ni siquiera marcharían, como en la etapa inmediata e intermedia del Estado Servil, en una columna de filas bien formadas, desde el dormitorio de una parte de Londres hasta el emporio de la otra. No. Ante mí surge una visión más noble que llega hasta las alturas del mismo cielo: una pagoda tambaleante de empleados, cada uno en equilibrio sobre otro, se mueve a lo largo de la calle, haciendo tal vez demostraciones acrobáticas en el aire a medida que avanza, para mostrar la perfecta disciplina de su maquinaria social. Todo eso sería muy impresionante; y, entre otras cosas, realmente economizaría espacio.
Pero si uno de los hombres cercanos a la punta de esa torre movediza dijera que esperaba poder volver a visitar la tierra algún día, simpatizaría con su sentido del destierro. Si dijera que para el hombre lo natural es caminar sobre la tierra, yo estaría de acuerdo con su escuela filosófica. Si dijera que es muy difícil cuidar pollos en esa postura acrobática y a esa altura, yo pensaría que su dificultad es una dificultad verdadera. En principio podría responderse que el amor a los pájaros sería más adecuado a la percha tan etérea, pero en la práctica esos pájaros serían pájaros muy caprichosos. Por último, si ese hombre dijera que cuidar gallinas ponedoras es una tarea social digna y estimable más estimable y digna que servir a los señores Boodle & Bunkham con la más perfecta disciplina y organización, yo estaría de acuerdo con ese sentimiento por encima de todo lo demás. (Esbozo de sensatez, 10-06 y 07).

Como se ve, el contraste entre los empleados comerciales e industriales frente a los elementos de la vida campesina es constante y veremos algún otro ejemplo. Pero además, hay una cosa que es muy característica de Chesterton: su grandísima consideración del hombre corriente, como ya hemos dicho algunas veces, hasta el punto de considerar sus puntos de vista como una auténtica escuela filosófica, en contraste con la pretensión habitual de los intelectuales y más todavía, en este caso particular, los tecnócratas del Estado moderno, a los que define como esa multitud de personas despreciables por importunar a los pobres con fingida ciencia y tiranía mezquina (ES 10-12).

Descifrando el ‘Gallo que no canta’: utilidad del método comparativo de Chesterton

Comienza nuestro texto de GK de ayer con una comparación entre las representaciones artísticas de la Edad Media y las de la Grecia clásica: Los grandes griegos prefirieron representar a sus dioses y a sus héroes sin hacer nada. Siendo su compostura espléndida y filosófica, siempre hay un matiz que recuerda al amo de muchos esclavos. […] Las figuras en los mármoles del Partenón, aunque a menudo alzan sus corceles un instante en el aire, parecen congelados para siempre en ese instante perfecto. (Párrafo 01).

Escultura del Partenón

Escultura del Partenón

Sin embargo, los artistas medievales disfrutaban de su arte popular, que llevaba a la gente un mensaje de proximidad y familiaridad: Un relieve medieval parece en realidad una especie de batiburrillo o rebullicio en pie­dra. A veces uno no puede evitar la sensación de que los grupos se están moviendo y mezclando, y toda la facha­da de la grandiosa catedral tiene el zumbido de una col­mena colosal (Párrafo 01).

Hasta aquí no hago más que seguir a Chesterton. Pero lo que me interesa es estudiar la razón del juego de contrastar a unos y otros. ¿Qué tiene de particular? se me preguntará: es la forma que tiene Chesterton de construir el artículo, ¿no? Claro que necesita construir el artículo, pero su interés es el conocimiento del mundo moderno, y para eso compara ambas civilizaciones… que en realidad son tres. A GK no le interesa saber por qué Apolo apoya la mano en la pierna o el currante medieval se inclina para caber en el diminuto espacio del capitel de piedra. A Chesterton le interesa nuestra propia civilización, y busca referencias para mostrar lo que hemos perdido al intentar parecernos más al mundo de los dioses griegos que al de los humildes y alegres trabajadores medievales.

No he logrado encontrar un ensayo en el GK plantea que hoy sólo se baila de manera profesional o semiprofesional, y que la gente no lo hace en público porque ha desarrollado un sentimiento de vergüenza, justificado como que sólo los artistas deben hacer ciertas cosas, para hacerlas bien. Nos vemos a nosotros mismos tan cerca de los personajes griegos casi divinos que hemos perdido la sencillez, quizá revestida de relevancia social. Como dice GK, no se puede en la mayoría de los círculos modernos ser un hombre público y cantar, porque la esencia de un hombre público es hacer casi todo en privado. […] hay algo espiritualmente sofocante en nuestra vida, no exclusivamente en nuestras leyes, sino en toda nuestra vida. Los oficinistas bancarios carecen de canciones no porque sean pobres, sino porque están tristes. Los marineros son mucho más pobres (Párrafo 09).

La conclusión de Chesterton ya la sabemos: al oír gente cantando en una iglesia considera que sólo encontramos lo natural en lo sobrenatural. La naturaleza humana se siente perseguida, y se ha acogido a sagrado, según una antigua tradición, pues los refugiados en el templo eran inviolables. Es curioso que el discurso ilustrado acerca de la emancipación y la libertad siga vigente, dándole la razón a GK. Lo que me resulta llamativo es que los referentes somos nosotros mismos. ¿Quién nos persigue? Chesterton no enuncia la paradoja, pero está ahí presente: nuestros propios ideales de plenitud y autodesarrollo  nos encierran en horizonte limitado y nos aíslan de los demás.

‘Gallo que no canta…’, por Chesterton, sobre el trabajo en el mundo moderno

Prometí hace unos días -al hablar de la ética hacker y el trabajo– que el domingo aparecería el ensayo completo de ‘Gallo que no canta…’, sobre el trabajo en el mundo de hoy. Se ha discutido mucho durante el siglo sobre el tema del trabajo y del ocio, sobre cuál sería el elemento más característico de nuestra época. Lo que no se ha debatido tanto es la cuestión del por qué del trabajo y del sentido del mismo, aunque todos lo pensamos alguna vez, pues es fuente de nuestra identidad.

Capitel románico con hombres trabajando

Capitel románico con hombres trabajando

En este texto, de fuerte contenido humorístico, GK acaba empieza en la Edad Media holandesa, retrocede a la Grecia clásica, se sube a la barca de los pescadores y acaba llegando a casa, sin dejar de pasar por los bancos o la oficina de correos: todo muy propio de su estilo. Fue publicado en 1908 y está recogido en Lepando y otros poemas (Renacimiento, 2003, pp.102-117), y está traducido por Aurora Rice y Enrique García-Máiquez. Si quieres, como siempre, puedes acceder a la versión bilingüe.

Gallo que no canta…

En mi última mañana en la costa de Holanda, cuando sabía que en unas horas estaría en Inglaterra, me fijé en uno de los relieves góticos que abundan en Flandes. No sé si era muy antiguo, aunque desde luego estaba deteriorado e indescifrable y ciertamente era del estilo y de la tradición de la alta Edad Media. Parecía representar hombres doblándose (por no decir retorciéndose) sobre determinados oficios elemen¬tales. Unos parecían ser marineros cazando cabos; otros, creo, estaban segando; otros estaban vertiendo enérgicamente algo de un sitio a otro. Esto es totalmente característico de las pinturas y los relieves de principios del siglo XIII, quizá la época más puramente vigorosa de toda la historia.

Los grandes griegos prefirieron representar a sus dioses y a sus héroes sin hacer nada. Siendo su compostura espléndida y filosófica, siempre hay un matiz que recuerda al amo de muchos esclavos.

Pero si algo les gustaba a los medievales era representar a la gente haciendo algo: dedicados a la caza o a la cetrería o remando en un barco o pisando la uva o haciendo zapatos o cocinando en una cacerola. Quicquid agunt homines votum timor ira voluptas. (Cito de memoria.) La Edad Media está llena de ese espíritu en todos sus monumentos y manuscritos. Chaucer lo conserva en su jovial insistencia en el tipo de oficio y labor de cada personaje.

Era la primera y la más joven resurrección de Europa, el tiempo en el que el orden social se estaba fortaleciendo pero sin haberse vuelto todavía opresivo, el tiempo en el que la fe religiosa era fuerte pero aún no se había exasperado.

Por este motivo, el efecto de los relieves griegos es totalmente diferente al de los góticos. Las figuras en los mármoles del Partenón, aunque a menudo alzan sus corceles un instante en el aire, parecen congelados para siempre en ese instante perfecto.

Pero un relieve medieval parece en realidad una especie de batiburrillo o rebullicio en piedra.

A veces uno no puede evitar la sensación de que los grupos se están moviendo y mezclando, y toda la fachada de la grandiosa catedral tiene el zumbido de una colmena colosal.

Pero estas figuras en particular presentaban una peculiaridad sobre la cual yo no podía estar seguro. Las cabezas que se conservaban eran muy curiosas, y me parecía que tenían la boca abierta. No sé si significaba algo o era un accidente propio de un arte primerizo; pero, mientras reflexionaba, caí en la cuenta de que el canto estaba relacionado con muchas de las tareas ahí representadas, de que existían canciones para segadores cuando siegan y canciones para marineros cuando cazan los cabos.

Todavía estaba pensando en este problema, cuando, recorriendo el muelle de Ostende, escuché a unos marineros articulando un grito medido a la vez que trabajaban. Recordé que los marineros todavía cantan a coro mientras trabajan y cantan, incluso, distintas canciones según qué faena estén haciendo. Y un poco después, terminada mi travesía marítima, la contemplación de los hombres trabajando en los campos ingleses, me recordó de nuevo que todavía hay canciones de siega y canciones para otras muchas labores del campo.

Y de repente me pregunté por qué es (si es que es así) absolutamente inaudito que algún oficio o negocio moderno tenga una poesía ritual. ¿Cómo llegó la gente a cantar poemas toscos mientras recogía ciertos frutos o cazaba ciertos cabos, y por qué nadie hace lo propio mientras produce las cosas de hoy? ¿Por qué un periódico moderno nunca es editado por gente que cante a coro? ¿Por qué los tenderos cantan tan poco, si es que lo hacen alguna vez?

Si los segadores cantan mientras siegan, ¿por qué no deberían los auditores cantar mientras auditan y los banqueros mientras banquean? Si hay canciones para cada una de las cosas que hay que hacer en un barco, ¿por qué no hay canciones para cada una de las cosas que hay que hacer en un banco? Mientras el tren de Dover atravesaba los huertos de Kent, yo intenté escribir unas canciones apropiadas para los señores que se dedican al comercio. Así, los oficinistas de los bancos, en el trabajo de sumar las columnas, podrían comenzar con un atronador coro en alabanza a la suma simple.

¡Ánimo a todos! ¡Fuera pereza! hay muchos cálculos
que realizar. Los astros gritan: —’Dos más dos, cuatro’.
Y aunque reinos y credos caigan, y aunque arruinados
lloremos, y aunque rujan los sofistas…, ¡son cuatro!

También, por supuesto, se necesitaría otra canción para tiempos de crisis financiera y coraje, una canción con unos versos más fieros y pavorosos, como un galope de caballos en la noche:

¡Alerta!
El director perdió el timón, el secretario bebe ron,
y la campana a la tripulación reclama en la cubierta
para bregar…
¡Alerta!
De nuestro barco (o entidad financiera) defenderemos los pendones
hasta que la leyenda refiera
que disparó sus cien cañones por banda…,
antes de que se hundiera…

Al entrar en la nube de Londres, me encontré con un amigo que, precisamente, trabaja en un banco, y sometí a su consideración el uso por parte de sus colegas de estas mis sugerencias poéticas. No se mostró muy ilu¬sionado con el asunto. No era –me aseguró- que des¬preciase los versos ni que lamentase en ningún sentido su tosquedad. No; era más bien un algo indefinible en el ambiente en que vivimos que hace espiritualmente muy difícil que en los bancos se cante. Y creo que mi amigo debe de tener razón, aunque el asunto es muy misterioso. Además, creo que de de haber algún error en las pre-visiones de los socialistas, porque ellos le echan la culpa de todas nuestras aflicciones no a un tono moral, sino al caos de la empresa privada. Pues bien, los bancos son privados; pero el Servicio de Correos es público: en con-secuencia, debería esperarse que, conforme a su naturaleza, Correos acogiera con entusiasmo la idea colectivista de un coro. Imagínense mi sorpresa cuando la señora que atiende la oficina de correos de mi barrio , al animarla yo a cantar, rechazó la idea de una manera mucho más fría que el oficinista bancario. Es más, ella parecía estar considerablemente más depresiva que él. Por si alguien pudiera suponer que esto era efecto directo de los versos, considero justo decir que el «Himno del Servicio de Correos» decía así:

Caen cartas sobre Londres como cae la nevada;
y, como el raudo rayo, se entrega el telegrama.
Son noticias que anuncian la boda de una dama
o que una dulce anciana ha siso asesinada.
CORO (con ritmo enérgico y alegre)
O que una dulce anciana ha sido asesinada.

Y cuanto más pensaba sobre el asunto, más tristemente seguro estaba de que las cosas más típicamente modernas no pueden ser hechas cantando a coro. Uno no podría ser un financiero importante y cantar, porque la esencia de un financiero importante es estarse callado. Ni si quiera se puede en la mayoría de los círculos modernos ser un hombre público y cantar, porque la esencia de un hombre público es hacer casi todo en privado. Nadie se imagina un coro de prestamistas. Todo el mundo conoce la historia de aquel cuerpo de voluntarios formado por abogados que, cuando el coronel en el campo de batalla ordenó: «¡Carguen!», dijeron al unísono: «Son seis chelines con ocho peniques». Los hombres pueden contar mientras cargan militarmente, pero no si cargan en sentido crematístico.

Y al final de mis reflexiones, no he llegado más que al mismo sentimiento subconsciente de mi amigo, el oficinista bancario: hay algo espiritualmente sofocante en nuestra vida, no exclusivamente en nuestras leyes, sino en toda nuestra vida. Los oficinistas bancarios carecen de canciones no porque sean pobres, sino porque están tristes. Los marineros son mucho más pobres. Volviendo a casa, pasé por un pequeño edificio de latón perteneciente a alguna agrupación religiosa, que estaba siendo sacudida por un griterío del mismo modo que vibra una trompeta con su propia música. Al menos allí estaban cantando; y yo tuve por un instante una idea que ya había tenido antes: que sólo encontramos lo natural en lo sobrenatural. La naturaleza humana se siente perseguida, y se ha acogido a sagrado.